El que suscribe, doctor Leonardo DE-BENEDETTI, nacido en Turín el 15 de septiembre de 1898 y en esta ciudad residente en Corso Re Umberto 61, de profesión médico cirujano, a petición de la COMISIÓN INTERNACIONAL DE AUSCHWITZ, que tiene el propósito de elevar mi denuncia a la Fiscalía del Tribunal de Freiburg bei Br. para facilitar las gestiones emprendidas por esta para obtener la extradición desde Argentina del ex SS Hauptsturmführer doctor Joseph Mengele, antiguo médico del campo de concentración de Auschwitz, declaro cuanto sigue:
Fui deportado de Italia, en mi condición de judío, el 20 de febrero de 1944 y llegué a la estación de Auschwitz la noche del 26 de febrero de 1944. El convoy del que yo formaba parte se componía de seiscientas cincuenta personas, de las que el más anciano tenía ochenta y cinco años y el más joven seis meses. Nada más bajar del tren, en la misma plataforma del andén se realizó la primera selección; yo tuve la suerte de ser juzgado lo bastante joven y aún en condiciones de trabajar, mientras que mi esposa (que estaba conmigo y de la que fui repentina y brutalmente separado) fue conducida esa misma noche a la cámara de gas, como pude saber después de la liberación por algunas de sus compañeras supervivientes. En la misma noche, yo, con otros noventa y cinco compañeros, fui trasladado directamente al Campo de MONOWITZ-BUNA, donde recibí el número de registro 174489 y donde permanecí hasta el 17 de enero de 1945, cuando fui liberado por el Ejército Rojo. Durante todos esos once meses tuve que realizar trabajos de peonaje en distintos Kommandos, todos ellos agotadores; se trataba siempre de tareas de descarga o transporte, no pudiendo alegar nunca ante el Arbeitsdienst mi condición de médico y por lo tanto no se me dio la oportunidad de entrar como médico o incluso solo como enfermero en el Krankenbau.
Mis condiciones físicas, como es natural, sufrieron un rápido y grave deterioro a causa del duro esfuerzo al que —como todos los demás prisioneros— me veía sometido, y que no es el caso de describir, porque a estas alturas las condiciones de vida en los campos de exterminio son bien conocidas por todos. Del mismo modo, es sabido por todos que de vez en cuando se procedía a realizar en los campos las denominadas «selecciones», es decir, al examen de las condiciones físicas de los prisioneros con el fin de detectar su aptitud para el trabajo: aquellos que como consecuencia de los esfuerzos, de las torturas, del hambre o de las enfermedades se habían visto reducidos a un estado de debilitamiento tal que socavaba sus posibilidades de resistir al agotador trabajo eran enviados a las cámaras de gas.
Estas selecciones, en el campo de Monowitz, se llevaban a cabo en dos turnos: la primera criba corría a cargo de un oficial de las SS, asistido por los propios médicos del Krankenbau del Campo, y unos días más tarde llegaba el doctor Mengele para ratificar, mediante una segunda visita, igual de rápida y superficial, la selección realizada por el primero. Ambos exámenes eran, como he dicho, ridículamente someros: una ojeada era más que suficiente para llegar a una conclusión; y si, después de la primera selección, podía persistir en los más optimistas aunque no fuera más que una esperanza muy débil e ingenua de poder salvarse aún, la segunda selección —la que llevaba a cabo el doctor Mengele— era definitiva y suponía una decisión inapelable y una irrevocable sentencia de muerte.
El doctor Mengele siempre se presentaba en el campo con un uniforme impecable y muy elegante y casi refinado, con botas altas relucientes, guantes de piel, una fusta en la mano; y mientras procedía al tremendo examen exhibía un gesto sonriente y casi amable; con la fusta, mientras los encausados desfilaban a la carrera, desnudos, ante su mirada y se detenían un momento delante de él, señalaba con suprema indiferencia el grupo al que su juicio infalible había asignado al prisionero: a la izquierda, los condenados; a la derecha, los poquísimos afortunados que aún juzgaba aptos para el trabajo, por lo menos hasta la próxima selección.
Llegados a este punto, he de hacer presente cuanto me atañe personalmente a propósito de las selecciones y cómo en cada una de las cuatro veces en las que pasé el examen del doctor Mengele logré salvarme de un juicio fatal. Para ello tengo que empezar hablando de un afortunado episodio que me ocurrió uno de los primeros días de mi llegada al campo de Monowitz, cuando mi buena fortuna hizo que me topara con un compañero de trabajo del Kommando al que había sido asignado, un colega veterano en el campo ya, quien me puso al corriente de la vida del campo con todos los reglamentos, prohibiciones, peligros que condicionaban su actividad: era este un médico alsaciano, de Estrasburgo creo, un tal doctor Klotz, a quien pronto perdí de vista, por desgracia, y a quien no tuve ocasión de volver a ver, y de quien no supe nunca nada más; algo que deploro mucho, aunque solo sea porque nunca pude expresarle mi gratitud por sus valiosos consejos, a uno de los cuales, en particular, creo deberle la vida. En efecto, entre otras cosas, me recomendó que me acordara siempre de hacer explícita, a la menor oportunidad, mi condición de médico, y de manifestarla en particular si se me incluía en alguna lista de traslado de prisioneros, especialmente si me sentía ilusionado ante mi posible envío a uno de los llamados campos de trabajos ligeros. Me dio a entender, sin querer especificar de qué se trataba, que en esos «transportes» se celaba un peligro y, acaso para no asustarme en exceso, no quiso confirmarme —aunque sin negar la posibilidad— la existencia de las cámaras de gas, de las cuales ya había oído algo; solo me dijo que lo único evidente era que no había cámaras de gas allí en Monowitz; que bien pudiera ser que estuvieran en algún otro lugar, por más que él nunca las hubiera visto; en cualquier caso, lo mejor era tratar de mantenerse a toda costa en Monowitz y por lo tanto la única posibilidad de salvación consistía, en caso de peligro, en hacer presente nuestra condición de médicos.
No olvidé este consejo; y cada vez que me tocó desfilar ante el doctor Mengele hallaba fuerzas para decir en voz alta: «Ich bin ein Italiener Arzt», ante lo que mi juez me hacía algunas preguntas para asegurarse de la veracidad de mi afirmación, y después me asignaba al grupo de los salvados.
Desconozco si esta atención hacia los médicos era el resultado de una iniciativa personal del doctor Mengele; o si, al salvar a sus colegas, se limitaba a obedecer directrices recibidas desde arriba; no estoy absolutamente en condiciones de apoyar una hipótesis u otra, por más que considere la segunda más plausible, y ello por ciertas consideraciones de orden lógico. Es decir, no considero que el doctor Mengele, SS-Hauptsturmführer, pudiera abstraerse de su mentalidad de SS y tener en cuenta un determinado perfil profesional de un grupo particular de personas para pronunciar un juicio en vez de otro: médicos o no médicos, los que estaban frente a él no eran más que judíos, y como tales debían ser suprimidos si sus condiciones físicas los hacían inutilizables como trabajadores; y él —SS-Hauptsturmführer— no podía dejarse enternecer por una trivial coincidencia de comunión profesional sin traicionar los principios fundamentales de las teorías nazis a las que había jurado lealtad inquebrantable.
Por lo tanto, resulta bastante más probable que, al respetar a los médicos judíos, no hiciera más que obedecer órdenes recibidas, emanadas desde lo alto sobre la base de la posible utilidad, en circunstancias inmediatas o futuras, de esos individuos en particular.
Sin embargo, aunque esta suposición resultase infundada y fuera válida por el contrario la primera, eso no serviría para disminuir la entidad de los crímenes cometidos por el mencionado doctor Joseph Mengele; con su gesto, se habría limitado a salvar la vida de unos pocos individuos frente a los miles y miles de desgraciados a los que con un leve gesto indiferente y una sonrisa en los labios había enviado a la muerte.
No me consta nada más que pueda denunciar por conocimiento directo respecto al doctor Mengele; desconozco el papel que pueda haber tenido, por ejemplo, en la organización de investigaciones, llamémoslas científicas, utilizando «conejillos de Indias humanos», ni sé nada de su participación personal en dichas investigaciones; sé que se han hecho acusaciones en tal sentido en contra de él, pero yo no poseo elementos positivos para sufragarlas con mi testimonio. Aun así, el papel desempeñado por él para organizar y determinar el exterminio de tantas personas (de lo que sí puedo dar testimonio con plena conciencia) creo que representa en sí mismo un crimen tan gigantesco como para justificar en el caso del doctor Mengele la más severa e implacable de las condenas.
Leonardo De Benedetti
[1959 (aproximadamente)]