Alrededor del 8 de septiembre, en mi condición de judío, y por lo tanto de excluido del ejército y de la universidad, me sumé a un grupo de partisanos. Nos cruzábamos con masas de soldados italianos procedentes de Francia, de toda Italia que viajaban en dirección contraria; unos para volver a casa, otros en busca de armas, algunos en busca de un jefe.
A todos estos antiguos soldados, con quienes hablábamos, solo les interesaba decir una cosa: no había que seguir haciendo la guerra con los alemanes, porque habían visto lo que estos habían hecho; habían estado en el frente en Grecia, en Yugoslavia, en Rusia, y decían: «Esa no es la guerra, esos no son aliados, no son soldados, no son hombres». La unidad que nos agavillaba nacía de esa evidencia tan humana, que no es más que la de la pura y simple humanidad, que en Italia, a pesar de los muchos defectos de los italianos, aún pervive. Este es, según creo, un primer elemento que no debe pasarse por alto para delimitar la contribución de los internados militares.
El segundo es este: a pesar de haber sido capturado como partisano, estúpida, inconscientemente, como se quiera, me declaré judío, y acabé en el campo de Auschwitz.
El campo de trabajo donde yo trabajaba estaba al lado de aquel en el que se hallaban británicos, estadounidenses, así como prisioneros rusos, polacos, franceses, y también prisioneros italianos: unos militares, otros civiles capturados en redadas, algunos más de los llamados «trabajadores voluntarios». Los prisioneros italianos no estaban mucho mejor que nosotros; bien es cierto que en su campo de concentración no había cámaras de gas con hornos crematorios y este es un detalle muy importante, pero en los primeros tiempos las condiciones ambientales y de vestuario no eran muy diferentes a las nuestras.
Sin embargo, de esos soldados italianos que por ser trabajadores especializados, por tener un oficio, se hallaban en condiciones mejores, de todos ellos recibimos nosotros ayuda; no solo de estos, sino también de los prisioneros italianos civiles; y no solo lo hemos reconocido nosotros los italianos, sino todo el mundo. Era conmovedora la sensibilidad de esos compatriotas nuestros. Los alemanes ya sabían que los italianos eran «buena gente», como decían en tono de mofa, y era cierto, era algo reconocido. Esta creencia coincide con el hecho del que se ha hablado largo y tendido esta noche, es decir, del elevado porcentaje, casi la totalidad de los soldados italianos que se negaron a adherirse a la República de Saló, porque significaba la adhesión al nazismo y a la inhumanidad de los sistemas nazis.
Dicho esto, y a pesar de que yo fuera detenido como partisano, traigo aquí, esta noche, el testimonio de todos aquellos que no pudieron elegir, mientras que para los jóvenes, para los jóvenes de mi generación, aún cabía una elección (y en mi caso se produjo después): la elección del no, de no adherirse.
Traigo el testimonio de aquellos que no podían elegir, es decir, de todos los ciudadanos judíos italianos y extranjeros. De aquellos para los que no existía posibilidad de elección alguna: eran mujeres, eran viejos, eran personas excluidas desde hacía ya años de cualquier contacto con el mundo exterior; vivían, desde 1939, en la clandestinidad, y para ellos la elección era obviamente imposible. Debería decir casi imposible, porque a pesar de todo, a pesar de las enormes dificultades, a pesar de la ausencia de toda organización, cierta resistencia sí que hubo, no solo en el seno de las minorías judías, polacas, rusas, ucranianas, sino que también surgió en los propios campos, en estrecha fusión y colaboración con los demás movimientos clandestinos que en todos los campos de concentración nacieron y vivieron.
Como es natural, la situación era diferente para aquellos que se hallaban en los campos de concentración para presos políticos, y para aquellos que en cambio se hallaban en campos de concentración como Auschwitz, donde la mayoría eran judíos; las razones son obvias: en un campo de presos políticos o de mayoría de presos políticos, los presos tenían a sus espaldas una escuela, una escuela dura incluso con temas de preparación política. Se trataba por lo general de hombres en la plenitud de sus fuerzas, para quienes la deportación se había producido, en la mayor parte de los casos, en el mejor momento de sus carreras de trabajo normal. Además, surgía con facilidad un sentimiento de solidaridad, al menos entre los grupos nacionales, y también por afinidades políticas. En el campo de Auschwitz las cosas eran diferentes; era una Babel, al menos para nosotros los italianos, era como precipitarse en la oscuridad; es decir, ser arrojado a un mundo que no se entendía y que nosotros no comprendíamos. Y no lo comprendíamos por distintas razones: en primer lugar por el idioma, y además porque el campo estaba regido por un reglamento férreo que nadie nos enseñaba y que nos veíamos obligados a aprender por intuición, hablando poco, equivocándonos, muriendo. Y por último, porque el mosaico de nacionalidades, orígenes e ideologías era tan complejo y confuso que realmente hacían falta meses para orientarse y en unos meses uno moría.
En Auschwitz había un noventa y cinco por ciento de judíos y alrededor de un cinco por ciento entre presos políticos y los llamados «triángulos verdes», es decir, delincuentes comunes. Legalmente no había diferencias; de hecho una diferencia sí que había, y era enorme: los políticos y los «triángulos verdes» eran casi todos alemanes y esto nunca lo olvidaban los propios alemanes. Incluso los comunistas alemanes, la mayoría de los cuales habían sido exterminados por Hitler, eran considerados, por raza y lengua, algo muy diferente de los judíos. Los presos políticos alemanes, que a menudo se comportaban muy bien con nosotros, llevaban presos cinco, diez, quince años y todos sabían lo que significaba «hacer carrera»; estos la habían hecho; los que no la habían hecho ya no existían. De modo que, por encima de todo reglamento, incluso si no les correspondía un trato distinto, lo tenían o lo conseguían.
El promedio de vida en el campo en el que yo estuve, que era un buen campo porque era un campo de trabajo, era de tres meses; en tres meses, la población se veía reducida a la mitad, aunque se viera reintegrada con nuevas aportaciones. He dicho que era un buen campo por muchas razones, porque era un campo de trabajo, porque había muchas ocasiones para entrar en contacto con soldados italianos, incluso con soldados británicos; la barrera que nos separaba del mundo no era completamente impermeable, y algunos pasajes, algunas estrías no faltaban. Pero todo el mundo sabe lo que era el campo de Birkenau: era un campo del que nadie salía, donde no se hablaba de promedio de vida; solo servía para destruir.
No es que con esto quiera establecer una prioridad o una aristocracia entre internados, lejos de mí tal intención; lo único que quería mencionar es que, a pesar de esa condición, incluso en el campo de Auschwitz nació un movimiento de resistencia; no solo clandestino, sino que salió a la luz con ese episodio aún fuera de la historia —porque no hubo supervivientes— que fue el del sabotaje de los hornos crematorios.
Sería de esperar que se consiguiera de alguna forma, gracias a algún testigo aún con vida, gracias a inspecciones oculares, aclarar plenamente el modo en el que tuvo lugar. En aquellas condiciones de cero absoluto, de nada, hubo con todo un núcleo de personas que no solo fue capaz de hacer estallar primero los hornos crematorios, sino también de encontrar armas para luchar contra los alemanes, de matar a bastantes de ellos y de intentar la huida.
Merece la pena recordar que una treintena de hombres lograron cruzar la frontera, pero fueron devueltos a manos alemanas por los polacos, que tenían un terror ciego a los propios alemanes. Y de este modo esas escasas decenas de héroes que habían sido capaces, por vez primera, de hallar un pasaje de salida de Auschwitz que no solo debía servirles a ellos, sino a toda la población del campo, vieron fracasar miserablemente su tentativa.
Primo Levi
[1966]