La exposición sobre la deportación, que había sido inaugurada en Turín en tono (puede decirse) menor, ha obtenido un inesperado éxito. Durante todos los días en los que estuvo abierta, a todas horas, ante esas terribles imágenes desfiló una multitud compacta y conmovida; la fecha de clausura tuvo que ser pospuesta nada menos que en dos ocasiones. Igualmente sorprendente fue la acogida del público turinés ante los dos posteriores encuentros destinados a los jóvenes, que tuvieron lugar en las instalaciones de la Unión Cultural en el Palazzo Carignano: un público que se aglomeraba en la sala, atento, reflexivo. Estos dos resultados, positivos en sí mismos y dignos de una atención no superficial, contienen un germen de reproche: tal vez se haya tardado demasiado; tal vez hayamos desperdiciado años, hayamos permanecido en silencio cuando era tiempo de hablar, hayamos decepcionado una espera.
Pero también contienen una enseñanza (no nueva en realidad, porque de hecho la historia de las costumbres es una serie de redescubrimientos): en este tiempo nuestro fragoroso y de tanto papel, repleto de abierta propaganda y de sugerencias ocultas, de retórica maquinal, de componendas, de escándalos y de cansancio, la voz de la verdad, en vez de extraviarse, adquiere un timbre nuevo, un relieve más nítido. Parece demasiado hermoso para ser verdad, pero es así: la profunda devaluación de la palabra, escrita y hablada, no es definitiva, no es general, hay algo que se ha salvado. Por muy extraño que parezca, todavía hoy quien dice la verdad despierta atención y es creído.
Es para alegrarse; pero esta demostración de confianza implica, impone un examen de conciencia para todos. En esta espinosa cuestión de cómo transmitir a nuestros hijos un patrimonio moral y sentimental que consideramos importante, ¿no nos habremos equivocado nosotros también? Probablemente sí, nos hemos equivocado. Hemos pecado por omisión y por comisión. Al guardar silencio, hemos pecado de pereza y de desconfianza en la virtud del verbo; y al hablar, hemos pecado, a menudo, adoptando y aceptando un lenguaje que no era el nuestro. Lo sabemos, la Resistencia ha tenido enemigos y los sigue teniendo, y estos, como es natural, maniobran con el fin de que de la Resistencia se hable lo menos posible. Pero tengo la sospecha de que ese intento de asfixia se lleva a cabo, de manera más o menos consciente, también con medios más sutiles, a saber, embalsamando la Resistencia antes de tiempo, relegándola obsequiosamente en el noble panteón de la Historia Patria.
Pues bien, a este proceso de embalsamamiento, mucho me temo, hemos contribuido nosotros también. Para describir y divulgar los hechos de ayer hemos adoptado demasiado a menudo un lenguaje retórico, hagiográfico y, por lo tanto, vago. Que se le adjudique a la Resistencia la denominación de «Segundo Resurgimiento» puede defenderse o refutarse con buenos argumentos, pero me pregunto si será lo más oportuno destacar ese aspecto, o insistir más bien en el hecho de que la Resistencia prosigue, o al menos debería proseguir, porque sus objetivos se han alcanzado solo en parte. En realidad, de esta manera se contribuye a afirmar una continuidad ideal entre los acontecimientos de 1848, 1860, 1918 y 1945, a expensas de la mucho más palpitante y evidente continuidad entre 1945 y hoy: la cesura con dos décadas de fascismo viene así a perder relevancia.
En conclusión, creo que si queremos que nuestros hijos sientan estas cosas, y que se sientan por lo tanto hijos nuestros, deberíamos hablarles un poco menos de la gloria y de la victoria, del heroísmo y de la sagrada tierra patria, y un poco más de aquella vida dura, arriesgada e ingrata, del desgaste cotidiano, de los días de esperanza y de desesperación, de nuestros compañeros que murieron aceptando en silencio su deber, de la participación del pueblo (pero no al completo), de los errores que se cometieron y de los que se evitaron, de la experiencia militar y conspirativa tan duramente conquistada, a través de errores que se pagaban a costa de vidas humanas, de la laboriosa (y no espontánea, y no siempre perfecta) concordia entre las formaciones guerrilleras de los diferentes partidos.
Solo así podrán sentir los jóvenes nuestra historia más reciente como un tejido de acontecimientos humanos, y no como un mero «contenido» que sumar a muchos otros en los programas educativos ministeriales.
Primo Levi
[1960]