La historia de la deportación y de los campos de concentración no puede separarse de la historia de las tiranías fascistas en Europa, pues representa sus fundamentos llevados a su extremo, más allá de cualquier límite de la ley moral que está grabada en la conciencia humana. Si el nacionalsocialismo hubiera prevalecido (y habría podido prevalecer), Europa entera, y quizá el mundo, se habría visto involucrada en un único sistema, en el que el odio, la intolerancia y el desprecio hubieran reinado sin oposición.
La doctrina de la que nacieron los campos de concentración era muy simple, y por eso precisamente muy peligrosa: todo extranjero es un enemigo, y todo enemigo debe ser eliminado; y es extranjero todo aquel que se perciba como distinto, por su idioma, religión, apariencia, costumbres e ideas. Los primeros «extranjeros», enemigos por definición del pueblo alemán, fueron hallados en su misma patria. Ya en 1933, pocos meses después de que el mariscal Hindenburg hubiera conferido a Adolf Hitler el encargo de formar el nuevo gobierno, existían en Alemania aproximadamente cincuenta campos de concentración. En 1939 el número de campos superaba el centenar. Se estima en 300.000 el número de víctimas de aquel periodo, en su mayoría comunistas y socialdemócratas alemanes, además de muchos judíos: concebidos principalmente y temidos como instrumentos de terror, los campos de concentración no se habían convertido aún en centros de masacre organizada.
El comienzo de la Segunda Guerra Mundial marcó un punto de inflexión en la historia de los campos. Con la ocupación de Polonia, Alemania entra en posesión (son palabras de Eichmann) de las «fuentes biológicas del judaísmo»: dos millones y medio de judíos, así como un número indeterminado de civiles, partisanos y soldados atrapados en «acciones especiales». Se trata de un inmenso ejército de esclavos y de víctimas predestinadas: el objetivo final de los Lager se desdobla. Ya no son solo instrumentos de represión, sino al mismo tiempo siniestras maquinarias de exterminio organizado y centros de trabajos forzados, de los que se espera obtener ayuda para el esfuerzo bélico del país. Todos los campos primogénitos proliferan: se forman nuevos «campos externos» (Aussenlager) grandes y pequeños; muchos de estos, a su vez, se convierten en centros de irradiación, hasta cubrir con una red monstruosa todo el territorio metropolitano y todos los países que van siendo gradualmente ocupados y subyugados.
Nace así, en el corazón de la Europa civilizada y en pleno siglo xx, el más brutal de los sistemas esclavistas que se recuerda en la totalidad de la historia humana. Desde Noruega y Ucrania, desde Grecia y los Países Bajos, desde Italia y Hungría parten diariamente decenas y decenas de trenes: están repletos de «material humano», hombres, mujeres y niños inocentes y desvalidos, sellados durante días y semanas en vagones de carga, sin agua y sin comida.
Son judíos, personas de todas las creencias políticas y religiosas, personas capturadas por casualidad durante una redada. Los trenes convergen en los campos esparcidos ya por Alemania y por los distintos países ocupados, pero solo una cuarta o una quinta parte de los recién llegados cruzan las alambradas de espinas y son destinados al trabajo. Los demás, es decir, todos los niños, los ancianos, los enfermos, los discapacitados y el porcentaje que excede a los requerimientos de la industria alemana, son asesinados con la misma indiferencia y con los mismos métodos con los que se suprimen los insectos nocivos. Las condiciones de los deportados que superan la selección de entrada y se convierten en prisioneros (Häftlinge) son mucho peores que las de las bestias de carga.
El trabajo es extenuante: los presos se afanan expuestos al frío, a la lluvia y a la nieve, al frío y al barro, incitados por puñetazos, patadas y latigazos: no hay días de descanso. No hay esperanzas de tregua: los que caen enfermos van a la enfermería, pero esta es la antesala de la muerte, y todo el mundo lo sabe. Un proverbio de los campos reza: «Un prisionero honesto no vive más de tres meses».
Incluso la fraternidad y la solidaridad, último baluarte y esperanza de los oprimidos, agonizan en los campos. La lucha es de todos contra todos: tu primer enemigo es tu vecino, que acecha tu pan y tus zapatos, que con su simple presencia te sustrae un palmo de jergón. Es un extraño, que comparte tus pesares pero que se halla lejos de ti; en sus ojos no lees amor, sino envidia si sufre más que tú, miedo si sufre menos. La ley de los campos ha hecho de él un lobo: tú mismo debes luchar para no convertirte en lobo, para seguir siendo un hombre.
Para este nuevo horror ha habido que acuñar un nuevo nombre, «genocidio»: significa el exterminio masivo de poblaciones enteras. Pero a un resultado como ese no se llega con facilidad. De resolver el problema se encargaron conjuntamente la administración de las SS, un verdadero Estado dentro del Estado a esas alturas, y la industria alemana.
Hacia finales de 1942, los directamente interesados y los técnicos toman una decisión sobre la mejor manera de acabar con millones de seres humanos indefensos, de forma rápida, económica y silenciosa. Se empleará ácido cianhídrico, en una fórmula ya utilizada hacía tiempo para liberar de ratas las bodegas de los barcos: se construyen a toda prisa, pero discretamente, nuevas instalaciones, una industria nunca antes vista, la fábrica de la muerte. El equipamiento y su siniestra función se exorcizan con vagos eufemismos: en la jerga oficial se habla de «instalaciones especiales», «tratamiento particular», «emigración a los territorios orientales».
Auschwitz es el campo piloto, en el que las experiencias llevadas a cabo en otros lugares se recogen, se comparan y se llevan a la perfección. En 1943, del campo central de Auschwitz dependen por lo menos veinte «campos externos», pero será uno de ellos, Birkenau (Brzezinka en polaco), el destinado a hacerse famoso. Posee cámaras blindadas subterráneas, donde pueden llegar a ser hacinados un total de tres mil personas: son las cámaras de gas, en las que la muerte por envenenamiento se produce en escasos minutos. Pero dado que no resulta fácil hacer desaparecer los cadáveres, también existe en Birkenau el complemento, una colosal planta de combustión, los hornos crematorios que posteriormente serán construidos en otros campos también.
Entre los meses de abril y mayo de 1944 fueron asesinados en Auschwitz 60.000 seres humanos al día.
Tocamos aquí el fondo de la barbarie, y queda la esperanza de que lo que aquí se documenta sea visto y recordado como una irrepetible aberración hasta el futuro más remoto. Es la esperanza de todo ser humano que estas imágenes sean percibidas como un horrible, pero solitario fruto de la tiranía y del odio: que se reconozcan sus raíces en gran parte de la sangrienta historia de la humanidad, pero que el fruto no vuelva a dar nuevas semillas, ni mañana, ni nunca.
Primo Levi
[1973]