RECUERDO DE UN HOMBRE BUENO

Quisiera contribuir al recuerdo de un hombre que ha estado muy cercano a mí durante mucho tiempo, con el que compartí mis más duras experiencias, que ayudó a muchos y pidió ayuda a unos pocos, que una vez me salvó la vida, y que ha muerto en silencio, a los ochenta y cinco años, hace unos días. Era médico: creo que sus pacientes, en medio siglo de profesión, se cuentan por millares, y que todos guardan de él un recuerdo agradecido y cariñoso, como el que se tiene por quienes te socorren lo mejor que pueden, sin arrogancia y sin intrusión, pero calándose hasta el fondo en tus problemas (y no solo en los de salud) para ayudarte a salir de ellos.

No puede decirse que fuera guapo, sino más bien de una fealdad fascinante, de la que era jubilosamente consciente, y que explotaba como un actor cómico explota una máscara. Tenía una gran nariz torcida, grandes cejas rubias muy pobladas, y entre la una y las otras dos ojos luminosos, celestes, nunca melancólicos, casi infantiles. En sus últimos años se quedó sordo, lo que no le molestaba en absoluto, pues ya incluso antes tenía su propia manera de participar en las conversaciones. Si estas le interesaban, intervenía con garbo y sentido común, pero sin levantar nunca la voz (que por lo demás tenía tenue y trémula, desde muy joven); si no le interesaban, o dejaban de interesarle, se distraía de forma visible, sin hacer nada por disimularlo: se retiraba a su caparazón como una tortuga, hojeaba un libro, miraba al techo, o deambulaba por la habitación como si estuviera solo.

Donde nunca se distraía, todo lo contrario, se mostraba atentísimo, era ante sus pacientes. Incurría, por el contrario, en distracciones legendarias cuando estaba de vacaciones y las contaba después con orgullo; en realidad, presumía a menudo de sus debilidades, que eran pocas, y nunca de sus virtudes, que eran la paciencia, el afecto y una sosegada valentía. Aparentemente frágil, poseía una rara fortaleza de ánimo, que se manifestaba más en el soportar que en el actuar, y que transmitía como un tesoro entre quienes lo rodeaban.

No sé demasiado de él antes de 1943; desde entonces no tuvo una vida feliz. Era judío, y para evitar ser capturado por los alemanes, en el otoño de aquel año hizo un intento de exiliarse en Suiza, junto con un amplio grupo de familiares. Todos ellos lograron cruzar la frontera, pero los guardias suizos se mostraron inflexibles: aceptaron únicamente a los ancianos, a los niños y a sus padres; todos los demás fueron devueltos a la frontera italiana: de hecho, a manos de los fascistas y de los alemanes. Nos conocimos en el campo de tránsito italiano de Fossoli, nos deportaron juntos, y desde entonces nunca nos separamos hasta nuestro regreso a Italia, en octubre de 1945.

A la llegada al campo de concentración, su esposa, que era una mujer amable, indefensa y tan dispuesta a defender a los demás como él, fue inmediatamente asesinada. Él había declarado su condición de médico, pero no sabía alemán, y le correspondió por lo tanto el destino común: afanarse en el barro y la nieve, empujando carros, sacar paladas de carbón, tierra y grava. Era un trabajo agotador para todos, mortal para él, físicamente débil, poco entrenado y ya de una cierta edad. Al cabo de pocos días de trabajo, los zapatos le hirieron los pies, estos se le hincharon, y tuvo que ser trasladado a la enfermería.

Allí las inspecciones de los médicos de las SS eran frecuentes: lo consideraban incapaz de trabajar, y lo incluían en las listas de la muerte por gas; más tarde, afortunadamente, intervenían sus colegas en ejercicio, los médicos-prisioneros de la enfermería, franceses o polacos: consiguieron nada menos que cuatro veces que se borrara su nombre. Pero en los intervalos entre las condenas y las provisionales absoluciones él nunca dejaba de ser quien era: frágil, pero no echado a perder por la inhumana vida del campo, mansa y serenamente consciente, amigo de todos, incapaz de resentimiento, sin angustia y sin miedo.

Fuimos liberados juntos; juntos recorrimos miles de kilómetros por tierras lejanas, e incluso en ese viaje interminable e inexplicable su figura gentil e indomable, su contagiosa capacidad de esperanza y su celo de médico sin medicinas resultaron preciosos no solo para nosotros, los escasísimos supervivientes de Auschwitz, sino también para otros miles de italianos, hombres y mujeres, en los inciertos caminos del regreso del exilio.

Finalmente de vuelta a Turín, se distinguió entre todos los supervivientes por su perseverancia en mantener viva la red de solidaridad entre sus compañeros de prisión, incluso lejanos, incluso extranjeros. Desde entonces, vivió durante casi cuarenta años en una condición que solo un hombre como él habría sido capaz de construir a su alrededor: solo para el registro civil, pero en realidad rodeado por una miríada de amigos, antiguos y recientes, los cuales se sentían en deuda con él por algo: muchos por la salud, otros por un sensato consejo, los de más allá solo por su presencia y por su sonrisa de niño, pero jamás olvidadiza ni dolorosa, que aligeraba los corazones.

Primo Levi

[1983]