TESTIFICACIÓN PARA EL PROCESO HÖSS

Aunque mi estancia en el Campo de concentración de Monowitz —uno de los cien Lager dependientes del Centro Directivo de Auschwitz— se prolongara durante once meses exactos (desde el 26 de febrero de 1944 al 26 de enero de 1945), no estoy en condiciones de especificar actos concretos contra el citado Höss; solo puedo recordar y denunciar los horrores y las atrocidades genéricas de los que fui testigo y a menudo víctima, sin poder afirmar si se debían, como es bastante probable, a las disposiciones específicas de la Dirección General de los Lager o a la iniciativa personal del comando del campo de Monowitz. Pero dado que todos los actos infames, deleznables, violentos, feroces, contrarios a las más elementales leyes de humanidad, a los que se veían sometidos los prisioneros del campo de Monowitz eran perfectamente análogos a los que se verificaban en los otros noventa y nueve campos dependientes de la central de Auschwitz, resulta muy fácil y sencillo argumentar que fueran promovidos y llevados a cabo de acuerdo a órdenes taxativas emanadas de un órgano central único.

El campo de Monowitz no era, en teoría, un Vernichtungslager, es decir, uno de esos campos donde los deportados se alojaban unos días apenas, al final de los cuales eran bárbaramente sacrificados, sea mediante fusilamientos en masa sea mediante el gas; era un Arbeitslager, es decir, un campo de trabajos forzados, en el que, con todo, la previamente fijada aniquilación de los judíos se encomendaba a las imposibles condiciones de vida, a la comida insuficiente, a los esfuerzos sobrehumanos, a las inadecuadas defensas contra la intemperie y a los rigores del clima estacional, y como complemento, aquellos que no morían de enfermedad, pero alcanzaban tal grado de agotamiento físico como para ser incapaces de llevar a cabo los trabajos que se les imponían, eran eliminados en las cámaras de gas. Por último, a otros, acusados de infracciones del reglamento disciplinario del campo, se les ahorcaba: castigo monstruoso y desproporcionado respecto a culpas que, en rigor y según la lógica y el espíritu humano, eran absolutamente ínfimas o inexistentes incluso. ¿Quién, por ejemplo, podría juzgar como «delito» el intento de fuga de un prisionero?

He definido como «imposibles» las condiciones de la vida impuesta a los presos; «imposibles» no solo desde un punto de vista material, puesto que vivíamos en la más inmunda promiscuidad, en la más repugnante suciedad, sin posibilidad alguna de contar con los mínimos cuidados higiénicos de nuestras personas, expuestos sin defensa a todas las posibilidades de contagio de infecciones e infestaciones; privados, desde el momento de nuestra llegada, de las prendas de nuestra propiedad y vestidos de mala manera con ropas de tela a rayas de los forzados, que suponían una ridícula barrera contra el frío, la humedad, la lluvia, la nieve; insuficientemente alimentados con dos sopas diarias a base de nabos y hojas de col y con cantidades exiguas de pan, un pan compuesto por distintos elementos, entre los que los menos digeribles y asimilables prevalecían en número; en tales condiciones nos veíamos obligados a realizar, desde los primeros días de nuestra llegada al campo de concentración, sin tan siquiera un lógico periodo de prácticas, trabajos de peonaje para los que nadie tenía suficientes aptitudes ni la preparación física adecuada. Igualmente imposibles desde un punto de vista psíquico y moral eran las condiciones de vida, puesto que la organización del campo tenía como objetivo suprimir, antes que al hombre, su personalidad, empezando por el nombre, que era sustituido por un número, tatuado en la piel del antebrazo izquierdo; no se tenía en consideración ningún valor humano psicológico o cultural, pues todos, indistintamente, pasábamos a formar parte de una masa amorfa mantenida a raya mediante el miedo y los castigos corporales: en pocos días todo deportado se degradaba al nivel de un animal, para quien la única razón de vida era la ración de pan o la gábata de sopa. En tales condiciones, tal vez la mayor actividad cerebral de todo deportado se concentraba en el estudio de cómo procurarse de manera más o menos lícita un suplemento de pan o de sopa y de evitar por unos instantes la vigilancia de los ayudantes en el trabajo con el fin de descansar un poco.

Resulta fácilmente comprensible que muchos individuos cayeran a los pocos días de su llegada en la más profunda desolación, y prefirieran una muerte inmediata y voluntaria, a otra aplazada tras una serie de sufrimientos y de actos de violencia, y por lo tanto se acercaran deliberadamente a la alambrada de púas, por la que circulaba la alta tensión eléctrica, para quedar electrocutados; el haber empujado a una serie de personas a tal condición psíquica no es delito menor que haberlas matado con sus propias manos.

En el interior del campo funcionaba una enfermería, que se estableció a finales de 1943; antes de esa época, el campo estaba absolutamente desprovisto de cualquier servicio sanitario y los prisioneros no solo no tenían ninguna posibilidad de curarse si caían enfermos, sino que se veían igualmente obligados a trabajar, cualquiera que fueran sus condiciones físicas. Fue precisamente a finales de 1943 cuando se estableció el primer germen de un servicio sanitario, tal vez más por la iniciativa individual de algunos médicos internados, deseosos de ser destinados a trabajos apropiados a sus aptitudes y a su cultura, que por interés del comando del campo; posteriormente en torno a este servicio asistencial, que consistía en un ambulatorio donde los enfermos se presentaban para someterse a una somera visita médica y para obtener algunos días de descanso si se les reconocía como temporalmente incapacitados, acabó surgiendo una auténtica enfermería; lugar que, por más que en ella se curara efectivamente, si bien a la buena de Dios, a los enfermos menos graves y en todo caso recuperables para el trabajo, no representaba para la mayor parte de los enfermos más que la sala de espera de las cámaras de gas. De hecho, era en la enfermería donde se realizaban en su mayor parte las llamadas «selecciones», con las que se elegía a los presos más maltrechos o en condiciones de salud tales que no permitieran ya su utilización para trabajos pesados. Estos eran enviados a las cámaras de gas y con ellos los enfermos de tuberculosis, malaria o sífilis: estos últimos incluso aunque estuvieran clínicamente sanos y hubieran sido descubiertos solo por su incauta e ingenua confesión.

La organización de la enfermería era absolutamente insuficiente desde el punto de vista de la higiene; locales demasiado pequeños en relación con el número de enfermos; estos, carentes de toda clase de ropa de cama, yacían, completamente desnudos, de dos en dos en el mismo camastro, con un par de mantas andrajosas, desgastadas, horriblemente sucias a causa de las manchas más repugnantes. En un pabellón de aislamiento yacían amontonados sin criterio alguno pacientes afectados por las enfermedades más contagiosas: fiebres tifoideas, difteria, sarampión, escarlatina, erisipela, etcétera, afecciones siempre presentes en el campo en forma endémica.

Acaso resulte superfluo recordar que se carecía de la mayor parte de los medicamentos más indispensables, mientras que, al ser tan escasos los que había, su suministro se realizaba con una parquedad que hacía su uso casi inútil. En la práctica, los enfermos eran abandonados a su suerte y, para la mayor parte de los que se libraban de morir, el destino no era tampoco mejor puesto que la salida de la enfermería representaba la entrada en las cámaras de gas.

Allí también se enviaba, no se sabe con qué criterios de selección, a un cierto número de prisioneros recién llegados: los viajeros de convoyes que transportaban deportados de toda Europa, nada más bajar del tren, eran separados inmediatamente en dos columnas, una de las cuales, la menos numerosa, se encaminaba hacia alguno de los distintos campos de concentración, mientras que la otra era conducida inmediatamente al exterminio.

Leonardo De Benedetti

[1947]