Desde el final de los campos de concentración nazis han pasado ya muchos años. Han sido años densos de acontecimientos para el mundo, y, para nosotros los supervivientes, años de clarificación y de decantación. Por todo ello, nos hallamos hoy en condiciones de poder decir cosas que recién liberados, deslumbrados, por así decirlo, por la vida reconquistada, no habríamos podido decir con claridad. En nosotros y en todos, a los arrebatos de ánimo más inmediatos, a la indignación, a la piedad, al estupor más incrédulo, sucedió una disposición más relajada, más abierta. Nuestras historias individuales, de crónicas exaltadas, se encaminaban a convertirse en historia.
Creo que a ello se debe el renovado interés que los jóvenes manifiestan hacia nuestras palabras: se ha creado una nueva atmósfera, los tiempos están maduros para emitir un juicio.
Nos complace constatarlo: ninguna persona normal se ha alineado contra nosotros, nadie justifica abiertamente a nuestros perseguidores de entonces (algunos anormales, sí: pero, por eso precisamente, por ser anormales). Con todo, en los encuentros que, cada vez más numerosos, celebramos con el público, dos son las objeciones que se nos plantean con mayor frecuencia. ¿Por qué sois parciales, por qué nos habláis de los campos de concentración nazis, y no de los otros capítulos oscuros de la historia reciente? O más en general: ¿por qué seguís hablándonos de horrores?
La respuesta a la primera objeción me parece inmediata, obligada: os hablamos de los campos de concentración nazis porque allí fue donde estuvimos, y porque constituyen la página más deleznable de la historia humana. Esas imágenes que habéis visto en las distintas exposiciones, también aquí en Turín, forman parte de nuestra experiencia directa, están anidadas en nuestra memoria, han actuado sobre nosotros; pruebas como esas nos han enriquecido, nos han convertido en jueces. Sabemos que se han cometido otras formas del mal en el mundo, que se siguen cometiendo: a todo ese mal se extiende nuestra condena. Eso debe quedar claro; cualquier noticia que nos llega, de masacres, de torturas, de trenes sellados, de sufrimientos gratuitamente impuestos a personas inocentes, de injusticias conscientes, cada una de esas noticias nos atañe, choca con nuestra sensibilidad: nuestra condena se extiende a todas ellas. Todo aquel que regrese para contar masacres de mujeres y niños, a manos de quien sea, en cualquier tierra, en el nombre de toda clase de ideologías, es nuestro hermano, y nuestra solidaridad está con él.
Pero es nuestro deber presentar testimonio en primer lugar de lo que vimos, y aquí llegamos a la segunda objeción. ¿Por qué seguir hablar de atrocidades? ¿No son cosas pretéritas? ¿Es que los alemanes de hoy no han dado muestras de renegar de su pasado? ¿Por qué sembrar más odio? ¿Por qué turbar la conciencia de nuestros hijos?
Preguntas similares nacen a menudo de la mala fe o de conciencias dudosas, pero no siempre; en todo caso, puede replicarse de muchas maneras. Puede defenderse, con toda razón, que debemos contar cuanto hemos visto con el fin de que la conciencia moral de todos permanezca alerta, y se oponga, y ponga freno, de modo que toda futura veleidad pueda ser sofocada de raíz, de modo que nunca más se oiga hablar de exterminio. Puede recordarse, de nuevo con razón, que estos increíbles crímenes no han sido reparados más que en parte, que muchos responsables han escapado a todo castigo, y solo la casualidad les hace caer en las redes de una justicia distraída; que los propios supervivientes, que innumerables familias de las víctimas no han recibido reconocimiento alguno, o solo en forma de ayudas y compensaciones irrisorias.
Pero me parece que el meollo de la cuestión no estriba ahí. Me parece que, incluso en un mundo milagrosamente reedificado sobre los cimientos de la justicia, incluso en un mundo en el que, como mera hipótesis, nada amenazara ya la paz, toda clase de violencia hubiera desaparecido, todo delito hubiera quedado saldado, todo reo hubiera recibido su castigo y hecho enmienda, incluso en un mundo tan lejano al nuestro sería un error y una estupidez silenciar el pasado. La historia no puede ser mutilada. Han sido acontecimientos demasiado indicativos, se han entrevisto síntomas de una enfermedad demasiado grave, para que resulte lícito callar.
Piénsese bien: hace no más de veinte años, y en el corazón de esta civilizada Europa, alguien soñó un sueño demencial, el de levantar un imperio milenario sobre millones de cadáveres y de esclavos. El verbo se difundió por las plazas: fueron muy pocos los que lo rechazaron, y se les reprimió; todos los demás se mostraron de acuerdo, algunos con repulsa, algunos con indiferencia, algunos con entusiasmo. No ha sido solo un sueño: aquel imperio, un imperio efímero, empezó a edificarse: los cadáveres y los esclavos no faltaron.
Se construyeron campos diferentes a todo lo que la humanidad había pergeñado hasta entonces: se les llamaba campos de trabajo, o incluso de reeducación, pero tenían la clara finalidad de causar la muerte, y de causar la muerte con dolor. Pero más tarde Alemania ve llegar a sus manos lo que Eichmann llama «las fuentes biológicas del judaísmo» (nótese la jerga zoológica: los judíos son una raza de animales, son insectos, son un virus, tienen apariencia humana por mera casualidad, por una misteriosa broma de la naturaleza); y entonces hay que excogitar algo más rápido, más industrial.
Y he aquí a los dóciles técnicos alemanes manos a la obra, he aquí que se proyectan y se construyen las cámaras de gas, he aquí el veneno ideal, económico, seguro. Es un gas originalmente destinado a destruir ratas en las bodegas, y el arma de las SS lo ordena en cantidades desconcertantes a la IG Farbenindustrie. La IG Farben despacha diligentemente los pedidos y cobra sus facturas, y no se preocupa por nada más. ¿Se estará produciendo una invasión de ratas? Lo mejor es no preguntar nada para no saber nada: los industriales alemanes salvan sus conciencias y se enriquecen con el veneno.
La empresa Topf e Hijos, de Erfurt, construcciones en hierro (las placas siguen estando aún en los hornos de Buchenwald; no en los de Auschwitz, que fueron hechos saltar por los aires), acepta el encargo de instalar un sistema de cremación capaz de destruir mil cadáveres por hora. La instalación se proyecta, se construye, se prueba en presencia del ingeniero jefe de Topf e Hijos: entra en funcionamiento a principios de 1943 y funciona a pleno rendimiento hasta octubre de 1944. Echemos cuentas. Pero también hubo mucho más y mucho peor: se produjo la demostración descarada de la facilidad con la que prevalece el mal. Esto, nótese bien, no solo en Alemania, sino en todos los países que pisaron los alemanes; en cualquier parte, según quedó demostrado, resulta un juego de niños encontrar traidores y hacer de ellos sátrapas, corromper las conciencias, crear o restaurar ese clima de consenso ambiguo, o de abierto terror, que era necesario para convertir en hechos sus proyectos.
Eso fue lo que ocurrió con la dominación alemana en Francia, en la Francia enemiga de siempre; eso en la libre y fuerte Noruega; eso en Ucrania, a pesar de dos décadas de disciplina soviética; y de la misma forma sucedieron las cosas, hay que decirlo con horror, en los propios guetos polacos, incluso dentro de los campos de concentración. Fue un aluvión, una riada de violencia, de estafa y de servidumbre: ningún dique pudo resistir, salvo las esporádicas islas de los focos de resistencia europeos.
En los propios campos, he dicho. No debemos retroceder ante la verdad, no debemos abandonarnos a la retórica, si realmente queremos inmunizarnos. Los campos de exterminio fueron, además de lugares de suplicio y de muerte, lugares de perdición. Jamás la conciencia humana fue violada, herida, distorsionada como en esos campos: en ningún lugar se produjo de forma más contundente una demostración de lo que antes mencionaba, la prueba de lo tenue y lábil que es toda conciencia, de lo fácil que resulta subvertirla y sumergirla. No es extraño que un filósofo, Jaspers, y un poeta, Thomas Mann, hayan renunciado a explicar el hitlerismo en clave racional, y hayan hablado, literalmente, de «dämonische Mächte», de poderes demoníacos.
En esta clave adquieren sentido muchos detalles, desconcertantes en caso contrario, de la técnica empleada en los campos. Humillar, degradar, rebajar al hombre al nivel de sus vísceras. De ahí los viajes en vagones sellados, expresamente promiscuos, expresamente carentes de agua (no se trataba en este caso de razones económicas). De ahí la estrella amarilla en el pecho, la rapadura del pelo, incluso a las mujeres. De ahí el tatuaje, la ropa desmañada, los zapatos que obligan a cojear. De ahí, y no resulta comprensible de otra manera, la típica ceremonia, la predilecta, cotidiana, de las marchas a paso militar de los hombres de trapo delante de la orquesta, un visión grotesca más que trágica. A ellas asistían, además de los amos, unidades de las Juventudes Hitlerianas, chicos de 14 a 18 años, y es evidente cuál había de ser su impresión. ¿Son estos, pues, los judíos de los que tanto nos han hablado, los comunistas, los enemigos de nuestro país? Pero si estos no son hombres, son marionetas, son animales: van sucios, harapientos, no se lavan, cuando se les golpea no se defienden, no se rebelan; no piensan más que en llenarse la barriga. Es justo hacer que trabajen hasta reventar, es justo matarlos. Es ridículo compararlos con nosotros, aplicarles nuestras leyes.
Al mismo propósito de envilecimiento, de degradación, se llegaba por otras vías. Los funcionarios del campo de Auschwitz, incluso los más altos, eran prisioneros, muchos eran judíos. No debe pensarse que ello atenuara las condiciones del campo, todo lo contrario. Era una selección a la inversa: se escogía a los más viles, a los más violentos, a los peores, y se les concedía todo poder, comida, ropa, exención del trabajo, exención de la propia muerte en las cámaras de gas, con tal de que colaborasen. Y desde luego que colaboraban; y de este modo el comandante Höss puede descargarse de todo remordimiento, puede levantar la mano y decir «está limpia»: no estamos más sucios que vosotros, nuestros propios esclavos han trabajado con nosotros. Si uno vuelve a leer la terrible página del diario de Höss en el que se habla del Sonderkommando, la cuadrilla oficial de las cámaras de gas y el crematorio, no le costará entender lo que es el contagio del mal.
Pero el contagio no se produce en una única dirección. El haber pensado en construir una nación, mejor dicho un mundo, sobre estas bases, no fue solo una abominación, sino una bestial locura. Era una locura soñar con un pueblo de señores, adornado con todas las virtudes del Olimpo germánico, y servido por un rebaño de esclavos hambrientos y embrutecido.
No había en Alemania nada más corrupto y más sórdido que las SS y los órganos del Partido. Los rumores del exterminio de judíos, polacos y rusos, de discapacitados mentales en la propia Alemania, se iba extendiendo entre el pueblo y el ejército, y contribuía (dejando de lado todo juicio moral) a crear en torno al nacionalsocialismo un aura de desconfianza y de desunión. Con esa misma aura hay que relacionar, en cierta medida, los reveses militares, y el colapso del Eje y del sistema de alianzas: los alemanes no invitan de buena gana a los líderes aliados a visitar sus instalaciones de muerte pero, pese a todo, la noticia se difunde: los alemanes van adquiriendo fama de aliados peligrosos, así como de estar en declive. Todos los soldados italianos que vuelven del frente ruso relatan horrorizados las escenas a las que han asistido, hablan de las fosas comunes, de niños y de mujeres cazados por los campos como animales salvajes, de trenes enteros de prisioneros rusos a los que se dejaba morir de hambre y frío.
De esta manera el ciclo se cierra. La conciencia de estar luchando por una causa abyecta enerva a los combatientes: son cada vez más numerosos los soldados alemanes que, sin dejar de servir como va en su naturaleza, sienten como una feroz ironía el lema «Dios está con nosotros» que llevan en sus cinturones. No es la causa del desastre, pero contribuye al desastre.
Todos sabemos que la historia no siempre es justa, que la Providencia no siempre es eficaz. Todos, sin embargo, amamos la justicia. ¿Por qué debemos ocultar a nuestros hijos este insigne ejemplo de justicia histórica? ¿Por qué no decirles la verdad, que Hitler creó los campos de la muerte, y fue derrotado, y que tal vez haya sido derrotado precisamente por eso, por haber pretendido crear la civilización de la muerte?
Primo Levi
[1961]