Hace muchos años, cuando estaba prisionero en Auschwitz, fui testigo de un hecho que en aquel momento no entendí. A nuestra cuadrilla de trabajo, en torno a mayo de 1944, se le había asignado un Kapo nuevo: era un judío polaco de unos treinta años, con el ceño fruncido, taciturno, manifiestamente neurótico. Nos golpeaba sin razón aparente: a decir verdad, allí todo el mundo pegaba, en aquella Babel los golpes eran la forma más sencilla de comunicarse, el «idioma» que todos entendían, incluso los recién llegados; pero aquel Kapo golpeaba deliberadamente, en frío, para hacer daño, con una crueldad sutil cuya intención era causar sufrimiento y humillación. Comenté ese comportamiento con un compañero yugoslavo mío y este, poniendo una extraña sonrisa, me dijo: «Es verdad, pero ya verás, no durará mucho». Efectivamente, pocos días después aquel matón había desaparecido; nadie volvió a saber nada más de él, había dejado de existir, mejor dicho, todo funcionaba como si nunca hubiera existido. El caso es que en los campos ocurrían tantas cosas incomprensibles, el tejido mismo del campo era incomprensible, que acabé por dejar de pensar en el episodio.
En el sucesivo mes de diciembre, cuando ya se sentía cerca el rugido de la artillería soviética, me encontré por casualidad con un amigo mío, el ingeniero Aldo Levi de Milán, a quien no veía desde hacía mucho tiempo. Él tenía prisa, no recuerdo por qué, y yo también la tenía. Me saludó y me dijo: «Tal vez dentro de poco pase algo: si es así, búscame».
También ese encuentro acabó por confundirse después con los dramáticos acontecimientos de la liberación del campo; pero, junto con el primero, se me vino a la cabeza mucho tiempo después, en un contexto «social», incluso festivo, es decir, en una reunión de antiguos deportados en Roma. Había una comida, y delante de mí estaba sentado un superviviente francés: había estado en mi campo, pero ni él ni yo recordábamos habernos conocido. Nos intercambiamos las chanzas habituales sobre lo fácil que resulta hoy en día encontrar comida, cuando tan difícil lo era entonces. Los dos habíamos bebido un poco, y eso nos hacía propensos a las confidencias. H. me dijo que en Auschwitz-Monowitz había formado parte de un comité secreto de defensa, que muchos hechos decisivos de la vida dentro del campo dependían de lo que ellos deliberaban, y que, como miembro del Partido Comunista francés, el comité lo había destinado a trabajar como escribiente en la Sección Política, es decir, en la sección de la Gestapo encargada de las cuestiones políticas en el interior del campo. Le pregunté si la apresurada frase que me había dicho el ingeniero Levi podría indicar que él también formaba parte de aquella organización ilegal, y H. me contestó que probablemente sí, pero que, por razones de confidencialidad, cada uno de ellos solo conocía a muy pocos otros miembros.
Le pedí también una aclaración sobre el episodio del Kapo desaparecido, y H. puso una sonrisa que me recordó mucho a aquella otra sonrisa de mi compañero yugoslavo. Me contestó que sí, que en algunos casos particularmente graves, y corriendo un gran riesgo, podían borrar un nombre de las listas de los seleccionados para ser enviados a las cámaras de gas de Birkenau, y reemplazarlo con otro nombre. No, no recordaba el caso de nuestro Kapo, pero el hecho le parecía verosímil: otras veces habían hecho desaparecer así a un delator o a un ladrón de pan, o habían salvado de esa forma a alguno de los miembros del comité. Yo sabía que las leyes de la conspiración son duras, pero nunca llegué a imaginarme que un nombre cualquiera, como el mío por ejemplo, pudiera haber servido para preservar una vida políticamente más útil que la mía. Le pregunté a H. si era verdad que, entre los muchos riesgos que yo era consciente de haber corrido, se contaba también ese riesgo desconocido. H. me contestó: «Évidemment».
Primo Levi
[1979]