Desde el promontorio del Vigía se divisaba flotar en el horizonte el estilete plomizo del Caribe, al que llegaban a morir inevitablemente los cañaverales del llano. La visibilidad aquella tarde era tan transparente que los ciudadanos de Santa Cruz, que habían subido hasta allí en sus coches a tomar su paseo acostumbrado, no recordaban haber visto en mucho tiempo un panorama semejante. Observaban con asombro, suspendido sobre los enormes complejos industriales que rodeaban el pueblo, un pedazo perfectamente límpido de cielo, y se dijeron que algo tendría que ver aquel fenómeno con la boda que se celebraría aquella noche en casa de Don Augusto Arzuaga.
Por primera vez en muchos años las chimeneas descomunales de las fábricas, de un negro azuloso y apretadas unas junto a otras como cachimbos gigantes, habían cesado de exhalar sus monstruosos penachos de polvo. Privilegiados por aquella claridad inusitada, los ciudadanos de Santa Cruz comenzaron al punto a elucubrar historias, a añadir y a quitar detalles de aquel hecho inverosímil ya conocido, ya sabido de memoria por todos: por primera vez en la historia del pueblo, en aquella noche de mayo de 1972 se reunirían en un mismo lugar norteamericanos y criollos, los nuevos potentados de la industria y los hacendados de la caña; comerían, bailarían, brindarían con champán y ron bajo el techo todopoderoso de Don Augusto Arzuaga. Descendiendo de sus coches se arrellanaron lo más cómodamente posible bajo los ramajes escuálidos de los árboles y sobre los montículos de piedra rispida, recubiertos de sedimentos químicos, para contemplar a gusto los sucesos que se desenvolvían a sus pies.
Desde aquel lugar, donde se alzaba aún la arboladura de una antigua fragata de la cual habían pendido, in illo tempore, dos enormes linternas de bronce: una roja y una blanca, con las cuales el vigía de turno le advertía al pueblo la presencia en el litoral de algún bergantín pirata, se divisaban en aquel momento dos panoramas: por detrás del monte de piedra caliza, erizado de una vegetación siempre agreste de tintillos y de tamarindos espinosos, se multiplicaban las casuchas de tablones y techo de zinc (pintadas por el municipio de colores alegres: de verde esperanza, de amarillo canario, de rojo cundeamor, para que pareciesen palomares y cautivasen a los turistas) del caserío de Tabaiba. El caserío llevaba allí más de cien años, y en realidad había cambiado poco, pese al lavado de cara que había recibido recientemente: las mismas calles empinadas y polvorientas que al menor amague de lluvia se transformaban en impasables torrentes de lodo, la misma algarabía de puercos, gallinas y cabros correteando por entre los zocos carcomidos de los sótanos, las mismas letrinas (antes construidas con drones de melao y ahora con los bidones de aceite dísel desechados por las fábricas de Don Augusto Arzuaga) le daban al conjunto un ambiente pintoresco, delicia de los extranjeros que solían subir al Vigía exclusivamente para fotografiar desde allí el panorama.
Desde el montículo escabroso se observaba a aquella hora un constante ir y venir de gentes inquietas, de hombres y mujeres con paquetes de ropa bajo el brazo, los uniformes que seguramente vestirían aquella noche en casa de Don Augusto antes de comenzar a servir las mesas o a lavar los platos, a pasar las bandejas de piscolabis por entre los invitados, o a ayudar a los cocineros como pinches de cocina. Aproximadamente la mitad del arrabal se derramaría después de las ocho de la noche en casa de los Arzuaga, algunos para llevar a cabo las labores de servidumbre y otros sencillamente para estarse de pie, contemplando la llegada y la partida de los invitados que descenderían de sus coches privados frente a los enormes portones de hierro de la mansión, o para estarse largas horas escuchando, desde el otro lado de la verja recubierta de trinitarias púrpura, las eternas melodías de Daniel Santos, o los fogonazos dorados de las trompetas de César Concepción.
El segundo panorama se desplegaba en dirección contraria a los asfixiantes desfiladeros que arrugaban la espalda del monte, donde se sostenían, prendidas como insectos a las rocas, las chozas del arrabal. En la falda del Vigía, en dirección al mar, se desplegaba el panorama del pueblo, que a diferencia del caserío, sí había cambiado considerablemente de aspecto en los últimos años. A pesar del cinturón de fábricas que ahora lo ceñía en todo su diámetro, unido a la población por las ardientes correhuelas de sus calles, presentaba aún un espectáculo impresionante. Junto a los escombros de los edificios coloniales, y contrastando con los restoranes, teatros y negocios de construcción reciente, se levantaban los restos desafiantes de la antigua ciudad, el esqueleto monumental, ya casi desvanecido en polvo, de la Perla del Sur; las antiguas casas solariegas de los hacendados, florecidas de urnas de hojas de acanto sobre los muros de argamasa de cuatro brazas de espesor, con guirnaldas de rosas sostenidas por angelitos de yeso sobre las puertas, y empañetadas siempre con la misma caliza rispida que imitaba la espuma de azúcar congelada sobre el mar; las filigranas mudéjares del Parque de Bombas, que en la luz pesada del atardecer recordaban un origami negro y rojo, habilidosamente recortado a contraluz; los pedimentos monumentales del Teatro Atenas, transportado según los habitantes pieza por pieza desde el Acrópolis, y que los niños realengos y desahuciados del pueblo aseguraban se hallaban tallados en nieve.
Por estas calles semidesmanteladas, semidesmoronadas por el tiempo y el progreso, se desplazaba en aquel momento una algarabía de automóviles de envergadura, de Packards y de Cadillacs último modelo, transportando en su interior a los invitados a la boda de Don Augusto, frenéticamente ocupados en llevar a cabo los últimos preparativos del día. Los coches, conducidos por chóferes uniformados, se detenían frente a las puertas de las peluquerías y de las barberías, a llevar y a recoger gentes, o se estacionaban algunos minutos frente a las floristerías, a buscar los corsages de orquídeas que las damas habían de llevar en la noche, atadas a la muñeca de sus guantes de cabritilla o prendidas como aves exóticas a las elaboradas volutas de sus peinados. El estallido impaciente de los cláxones, así como el brillo de los espejos y de los tapalodos de cromio, reverberaba en la claridad enceguecedora de la tarde y contribuía en aquellos momentos al ambiente de feria, de inusitada celebración.
Desde las ventanillas ornadas de cortinas de terciopelo gris de los coches, los santacruzanos pudientes se saludaban unos a otros, torciendo el cuello para descubrir quiénes entraban o salían de tal o cual establecimiento, para adivinar si menganito o zutanito había sido o no invitado a la recepción, si le habían dado bola negra o si colgaría él también felizmente aquella noche del cachete magnánimo de Don Augusto Arzuaga. No era la primera vez que en el pueblo se celebraban fiestas semejantes. La sociedad encumbrada de la Perla del Sur, hasta hacía poco tiempo constituida en su mayor parte por terratenientes y magnates de la caña, había tenido fama por sus fiestas exorbitantes, en las que los barones del azúcar y del ron desplegaban sin escrúpulo todo el alcance de su poderío, pero en los últimos años el carácter de aquellas celebraciones había cambiado. Con la ruina de la industria del ron, que había tenido su gran florecimiento hacía más de treinta años, la aristocracia cañera había dejado de ser la clase rectora del pueblo, y sus haciendas y sus tierras habían quedado finalmente hipotecadas a los bancos.
El poder político estaba todavía en gran parte en manos de Don Augusto Arzuaga, que aún ponía y quitaba a su antojo por lo menos al alcalde y a su camarilla de alzacolas. Pero Don Augusto se veía ahora obligado a compartir su injerencia con los directores del Banco Condal, los comerciantes, abogados y hombres de negocio sólidos, aliados de los inversionistas extranjeros que habían invertido grandes sumas en los Bancos Santacruzanos. Los barones del azúcar y del ron, por su parte, habían pasado del día a la noche, de los floridos discursos recitados desde sus escaños en el Senado (desde los cuales hilvanaban, vestidos de dril cien, las elaboradas filigranas de su oratoria ciceroniana) a proezas de otro calibre. Dedicados a quemar en cuerpo y alma el pábilo por ambas mechas, concentraban todas sus fuerzas en arrojar sin contrición los cimientos de sus casas por las ventanas.
Era evidente que no tenían salida, y se decía que habían llegado, en ciertas ocasiones, hasta a invitar a los agentes de su desgracia, a los inversionistas extranjeros del Banco Condal, a estar presentes en aquellas fiestas. Como poseían cierta cultura y educación decidieron un día, como los ciudadanos de la antigua Roma al verse sitiada por los bárbaros, suicidarse lentamente, devorándose las propias entrañas. Se encerraron entonces en sus mansiones de cal y canto del pueblo, a las que se habían trasladado a vivir cuando se vieron obligados a abandonar las haciendas que les era imposible ya sostener en funcionamiento, a beberse y a comerse lo que les restaba de sus enormes fortunas.
La nueva burguesía pujante, por su parte, las familias criollas que compartían con los extranjeros la directiva del Banco Condal, convencidas de que el espectáculo de la disolución de aquella clase redundaría en que la sangre de los justos sería algún día vertida sobre las cabezas de los hijos, y de los hijos de los hijos de quienes osaran presenciarlo, no sólo se negaba a asistir personalmente a aquellas fiestas (como sí lo hacían a veces los inversionistas extranjeros), sino que rehusaban dejar pasar a los descendientes de los hacendados por las puertas de sus casas, y consideraban el que sus hijos fuesen también invitados a aquellas fiestas como un intento de corromper a su progenie inocente. Con voces temblorosas de indignación denunciaban los bautizos comunales que los hacendados celebraban en sus bañeras de mármol, llenas a desbordar de ron, que éstos denominaban con orgullo su “oro líquido”, en los cuales sus esposas y sus hijas se comportaban como elegantes hetairas, imitando los incitantes modales y actitudes de las prostitutas del pueblo. Comentaban en voz baja, blancos de ira, los nuevos hábitos bárbaros de los cañeros, como por ejemplo, el saludarse, al entrar por los enormes pórticos neoclásicos de sus casas, apretándose el pene dentro del pantalón de dril, invitando a los presentes a innombrables relaciones sexuales ilícitas, llevadas a cabo, para resguardarse del calor atosigante del pueblo, sobre lechos de almohadones de azúcar, y a veces hasta de nieve. Hacía ya, por lo tanto, varios años que los hijos de la nueva clase no pisaban las casas de los hijos de los cañeros, y lo mismo resultaba cierto a la inversa.
Desde sus casas de manipostería moderna, prácticas y funcionales, edificadas según los requerimientos del modern American way of life, los nuevos empresarios y ejecutivos santacruzanos, aliados a los inversionistas norteamericanos porque veían de cuál lado se inclinaba el barco, observaban con desprecio las celebraciones que se realizaban en las mansiones coloniales de los magnates del ron, y comentaban entre sí los efectos cada vez más galopantes que tenía en ellos el deterioro y la desintegración. Contemplaban, con ojos de horror aunque sin atreverse jamás a denunciarlos ante las fuerzas de la ley, cuando éstos, casi siempre borrachos, se empeñaban en adentrar sus automóviles antiguos Packard y sus Hudson polvorientos, por la puerta mayor de la catedral, conduciéndolos bocineando hasta el altar; o cuando se bañaban desnudos en las noches de luna bajo los chorros de agua de colores que vomitaban los leones de yeso de la fuente en la plaza principal.
Pero la censura de los cañeros no se limitaba a una censura privada, comentada en el seno de las nuevas familias pudientes en una voz trágica, sino que llegaba a alcanzar los niveles de una revancha pública, como si se tratara de un deceso familiar. Los banqueros santacruzanos, reunidos con los inversionistas extranjeros en el seno marmóreo de la sala de conferencias del Banco Condal, habían logrado convencerlos de que les estrangularan a los hacendados criollos poco a poco los préstamos. Apoyaban sus argumentos no sólo en la situación económica de los barones del ron, la cual se tornaba cada vez más precaria, sino en el hecho innegable del “qué dirán” social.
En todo esto las esposas de los industriales y de los ejecutivos del Banco desempeñaron un papel principal. Decididas a convertirse en rectoras del decoro del pueblo, en sus reuniones semanales de las cívicas, en las tómbolas de la iglesia, en sus clubes de bridge y de costura, comentaban sin cesar la necesidad de que los clientes del Banco mantuvieran un alto nivel de comportamiento moral. “Innumerables han sido las veces”, decían, “en que, atareadas en el sereno ajetreo de nuestras casas, detenida la mano sobre el mango de nuestras cafeteras de plata mientras les servíamos a nuestros maridos una taza de café humeante, o suspendida la delgadísima aguja de zurcir entre puntada y puntada, hemos escuchado cómo ha sido necesario negarle un préstamo a zutanito, porque el rumor de su intento de suicidio ha alcanzado, como insecto inoportuno, los delicados tímpanos de nuestros oídos, o de cómo ha sido necesario ejecutarle la hipoteca a menganito, porque llevó a la querida a un restorán elegante, desafiando todas las leyes de la propiedad social. No vemos que el caso de los hacendados sea en absoluto distinto, por más alcurnia que tengan. A ellos también será necesario aplicarles la ley de la respetabilidad.”
En suma, la respetabilidad, la moderación, la probidad del comportamiento privado, y hasta el cumplimiento riguroso de los deberes eclesiásticos, había pasado a ser en Santa Cruz, como reacción a los desmanes incalculables de los barones del ron, el mejor aval, la mejor carta de crédito de quienes requirieran un préstamo del Banco Condal. Los divorcios, los abandonos del hogar, incluso los suicidios habían sufrido una merma sorprendente en aquellos tiempos, y las iglesias del pueblo se encontraban generalmente muy bien concurridas a la hora del servicio dominical.
En toda esta situación Don Augusto había permanecido neutral, considerando indigno el mezclarse en aquellos chismes de batiburrillo de pueblo. Tanto los síndicos del Banco como los hacendados lo respetaban enormemente, y hasta el momento ese respeto había logrado mantener a los inversionistas norteamericanos a raya. A diferencia de lo que había sucedido en la Capital, donde la industria se encontraba ya casi toda en manos de los norteamericanos, en Santa Cruz las fábricas de materiales de construcción todavía le pertenecían a él.
Lo sorprendente de toda esta situación era que Don Augusto, al igual que los hacendados del ron, había hecho su fortuna durante la guerra, gracias a esos mismos extranjeros que ahora irónicamente intentaban quedarse con todo. A fines del 38, hacía exactamente 34 años, Don Augusto era dueño de una pequeña siderúrgica, en la cual se ganaba la vida fabricando principalmente masas y catalinas de ingenios, así como también vigas, varillas, y extensiones para hermosos puentes de arcos que él mismo solía diseñar. La inseguridad de la industria azucarera, sin embargo, le causaba infinitos dolores de cabeza, porque las órdenes de masas y catalinas que recibía eran siempre muy inciertas.
Un día de diciembre de ese mismo año recibió en su casa la visita confidencial de un grupo de oficiales de la Marina Norteamericana. El Caribe se encontraba por aquel entonces infestado de submarinos alemanes, y esto los obligaba a multiplicar las bases militares por toda la isla, bases que habría que aviar de carreteras, depósitos y aeropuertos. Se tenía, a más de esto, la información secreta de que Hitler planeaba invadir en cualquier momento a Inglaterra, y era por ello necesario preparar en la isla malecones gigantes, capaces de dar refugio en ellos a toda la flota inglesa. Los oficiales de la Marina habían escogido la bahía de Roosevelt Roads para ese propósito, ya que ésta podía protegerse muy bien, por el lado del mar, desde las islas de Vieques y Culebra, y quedando así toda la costa este de la isla transformada en un pequeño Mare Nostrum de la Metrópoli.
—Por fin podrá cumplir un propósito heroico esta extraña isla suya —le habían dicho amistosamente los oficiales a Don Augusto—. Siempre nos había inspirado algo de desconfianza su extraña formación geológica. Por el oeste recuerda la cabeza de un perro, y por el este la cola de un pez, por lo que nunca hemos sabido exactamente si era mamífero o anfibio.
Los oficiales de la Marina habían recurrido a Don Augusto en aquel momento álgido porque, como su padre antes que él, Don Augusto había sido siempre miembro incondicional del partido anexionista. Una vez expuesto el problema militar, le ofrecieron facilitarle todos los préstamos que necesitara para expandir su empresa, llevándose a cabo, gracias a ella, la construcción de los enormes malecones de Roosevelt Roads, así como la de las fortificaciones de las otras bases, como Henry Barracks y Losey Field.
Don Augusto tenía amplias razones para pensar bien de los norteamericanos y considerarlos sus amigos. Su padre, Don Arnaldo Arzuaga, había emigrado a la isla como refugiado de la Guerra de Independencia de Cuba, luego que todos sus familiares perecieran fusilados por revolucionarios. El odio que aquel buen señor experimentaba hacia los españoles estaba sin lugar a dudas justificado. Había sufrido en carne propia las torturas de los compontes: uñas arrancadas con tenazas, astillas carbonizadas introducidas bajo la piel, baños en pailas de aceite hirviendo, tonificados por remojos en salmuera de aceituna y alcaparrado leonés.
A los diez años de la llegada de Don Arnaldo y su hijo a Santa Cruz, la flota del General Miles enfiló sus cañones hacia los malecones del pueblo. Un mensaje al General Macías, capitán general de la plaza, le informó a éste que tenía doce horas para rendirse antes de que bombardearan el pueblo. El general intentó resistir, apostando sus tres compañías de Cazadores de la Patria en lugares estratégicos en torno a la población, pero todo fue en vano. No bien se enteraron los habitantes de Santa Cruz de lo que sucedía, se amontonaron frente a los cuarteles de mando, y amenazaron con atacar en masa al malnutrido destacamento español. Don Arnaldo estuvo a la cabeza de aquella operación, dirigiendo a una muchedumbre que, como él, hacía años soñaba con aquel momento. Por aquel entonces casi todos los habitantes de Santa Cruz vivían convencidos de que los norteamericanos traerían la democracia, el progreso y la libertad a la isla. Aterrado ante la ira de la multitud, el general Macías rindió sin chistar la plaza.
Don Arnaldo murió poco después de este suceso, víctima de una pleuresía fulminante. Augusto, huérfano y sin herencia, fue recogido por su tío, Don José Izquierdo Arzuaga, medio hermano de su padre y herrero de profesión. Era éste un hombre tosco y de poca educación, que maltrataba de continuo a su sobrino, tratándolo como sirviente y mozo de taller, pero Augusto todo lo sobrellevaba con buena voluntad. Tenía un carácter risueño y paciente, y vivía tranquilo en la confianza de que cualquier día, cuando menos se lo esperase, los norteamericanos, a quienes veneraba como héroes, harían cambiar su suerte. Cuando su tío por fin murió, heredó la herrería La Fragua, expandiéndola en siderúrgica algunos años más tarde. Fue allí donde los norteamericanos, que no olvidaron nunca la gesta de Don Arnaldo frente a los cuarteles de Macías, lo visitaron para comisionarle la edificación de las facilidades de las nuevas bases.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Don Augusto ya era rico. La paz de las siguientes décadas le permitió disfrutar una relativa bonanza, durante la cual se dedicó a la construcción de su Galería. Últimamente, sin embargo, con el incremento astronómico de la deuda externa, la Metrópoli había decidido sacar cada vez mayores réditos de sus inversiones en la isla, y había comenzado a incrementar los precios del petróleo industrial que se exportaba a la isla. A Don Augusto le había caído encima, como consecuencia, el manto de la desgracia. Los costos de producción de sus fábricas se le volvieron de pronto astronómicos, y la luz que impulsaban sus generadores y turbinas parecía destilada en oro. El capital de Don Augusto, por más sólido que fuese, no podía resistir aquella sangría por mucho tiempo.
Fue por esta razón que la inocente sorpresa que le guardaba Adriana Arzuaga a su marido aquella noche tuvo tan graves consecuencias. Congregados aquella tarde sobre la cima polvorienta del Vigía, alineados junto a las rocas de la empinada carretera o abanicándose bajó los tamarindos, tintillos y quenepos, los ciudadanos de Santa Cruz no podían adivinar que aquel día, el día de las despampanantes segundas nupcias de Don Augusto Arzuaga, sería el último día de su Imperio Industrial.
Todo comenzó la tarde en que Adriana fue al aeropuerto a despedir a Gabriel. Estaba parada en el andén, con la rosa que Gabriel le había regalado en la mano, su desencanto, y un sentimiento vago de alivio que le subía de las plantas de los pies, al verlo alejarse por el pasillo interminable que llevaba a la plataforma del avión, cuando Don Augusto le dirigió la palabra por primera vez. Había venido a despedir a su hijo, y se le había quedado mirando con insistencia cuando Gabriel se alejó por fin de su lado, con aquel pelo lacio y grisáceo cayéndole en un mechón sobre la frente, que le daba un extraño aire de adolescente viejo. Se inclinó un poco hacia ella y tocó con indiferencia el ala de su sombrero.
—Hacía tiempo que la conocía de vista, pero no creo que nos hubiesen presentado antes —dijo con una sonrisa, encogido por la timidez dentro de su saco de paño impecablemente cortado—. Me llamo Don Augusto Arzuaga, soy el padre de Gabriel y me gustaría saber su nombre.
Adriana lo saludó distraída, demasiado ensimismada en su angustia para que la sorprendiera el abordaje del anciano.
—Adriana Mercier, mucho gusto.
Había vuelto a mirar en dirección al viajero que se hacía cada vez más pequeño, con el saco colgado del hombro y el pelo revuelto por la ventolera que levantaban los motores de propulsión. Trató de sonreír sin mirarlo pero se sintió a punto de llorar, y comenzó a parpadear rápidamente, como si se le hubiese derretido una partícula de hielo dentro de los ojos. Gabriel, sacudido por la risa que le había provocado alguna broma recordada a distancia, se detenía de cuando en cuando y agitaba una mano para despedirse, dándoles la espalda nuevamente y caminando con rapidez hacia la puerta de salida.
Envuelta por el olor a combustible, sosteniendo en el brazo derecho el paquete de libros que Gabriel le había entregado a última hora para que lo enviara por correo a su dirección, porque pesaban demasiado y el oficial del mostrador había amenazado con hacerle pagar sobrepeso, supo que todo había terminado. Gabriel no regresaría a la isla y ella, a pesar de lo prometido, jamás iría a reunirse con él a Europa. Estaba cansada y admitió de pronto la sensación de soledad contra la cual había estado luchando toda la mañana. Había logrado llevar la tarea hasta el final, y se felicitó a sí misma por ello: mejor hacer como que todo marchaba bien, sonreír, ser cariñosa y evitar escenas melodramáticas, las acusaciones que luego volverían a abrirse en la memoria como latigazos de sangre. Allá iba Gabriel con sus sueños de idealista; Gabriel, que quería que se casara con él y que lo siguiera al fin del mundo, abandonando su carrera para formar con él un hogar feliz. Le deseó buena suerte y se volvió para marcharse, cuando sintió que Don Augusto la tomaba del brazo. Debió verse muy pálida en aquel momento porque escuchó que le preguntó, en una voz muy suave y cortés, que si quería sentarse en alguna parte, que no tenía buena cara.
Se dejó conducir dócilmente hasta la cafetería del aeropuerto, donde él le hizo beber un café. Sentada frente a la taza humeante, se sintió de pronto frágil, casi vulnerable, al verse reflejada en la compasiva mirada del anciano. Lo miró con resentimiento, y se juró que no lloraría frente a él. Pero no bien se dijo estas palabras, dos lágrimas gruesas y lentas le bajaron por las mejillas. Don Augusto guardó silencio. Se limitó a sacar del interior del saco aquel pañuelo enorme, increíblemente anacrónico, inundando el local con su vaho a naranjo y a limón.
—Yo creía que ya nadie usaba pañuelo —le dijo, e intentó reírse, al ver que le ofrecía aquel lienzo interminable a través de las lágrimas.
Él le sonrió, sin preguntar ni contestar nada. Permaneció sentado frente a ella, adivinando que en aquellos momentos su compañía la ayudaba más que todo lo que se le ocurriera decir, y esperó a que se le hubiera pasado el ahogo y recuperara nuevamente su presencia de ánimo. Cuando le vio mejor semblante le dijo:
—¿Sabe que me recuerda usted un cuadro de mi galería de Pintura Universal? “La Muerte de Isolda”, me gustaría mostrárselo.
Al ver que ella no levantaba la vista de la mesa, añadió en tono cariñoso: —No sé lo que le sucede, pero si tuviera la edad que yo tengo, no lo tomaría en serio.
Sospechó que aquel hombre también estaba triste, que era posible que se hubiese acercado a ella por un sentimiento de solidaridad en la desgracia y no, como había pensado, por un interés sórdido. Notó las manchas de vejez que le salpicaban las manos y la manera de sentarse un poco inclinado hacia adelante, como afirmando en el ángulo del cuerpo su inseguridad, y le preguntó cuál era el motivo del viaje de su hijo.
—¿El motivo? ¿Que cuál es el motivo? —El anciano sonrió nuevamente, mostrando unos dientes blancos y todavía fuertes, a la vez que se enderezaba sobre la silla.— Sus estudios, por supuesto. Gabriel va a estudiar a la Sorbona por un tiempo.
Guardó silencio varios momentos y añadió, cambiando el tema: —Pero es sorprendente, verdaderamente sorprendente. En mi cuadro Isolda aparece así, tal como está usted sentada en este preciso momento, con una taza en la mano derecha y una rosa en la otra. La Galería está en Santa Cruz, ya sabe, el pueblo donde nació Gabriel. Es la ciudad más importante del sur de la isla.
Adriana pensó que estaba perdiendo su tiempo, que no había nada que la retuviera junto a aquel hombre que evidentemente desbarraba, hablándole de un cuadro que ella no tenía la menor intención de ir a ver. Había oído a Gabriel mencionar aquella galería, especie de octava maravilla del mundo, que se había convertido en el delirio de su padre en su vejez, pero no sentía ninguna curiosidad por conocerla. Le dio gracia escuchar hablar a don Augusto sobre el viaje de estudios de su hijo, como si de veras fuese cierto. Estaba a punto de levantarse cuando escuchó que añadía; en una voz suave como el aceite de almendras, algo que la dejó impresionada. —Sólo que en la taza hay veneno, mientras que la rosa está recién cortada y seguramente es un obsequio de amor. Isolda no sabe por cuál de las dos decidirse, si por el veneno o por el amor.
Lo miró con curiosidad. Supuso que la pensaba una niña tonta, desgarrada por la desilusión; o a lo mejor estaba feliz porque la relación entre ella y Gabriel había terminado. Aunque no podía estar segura de que sabía que vivían juntos. Se encogió de hombros, decidida a no pensar más en el asunto.
Tomó la taza para beber un último trago de café antes de marcharse, pero Don Augusto la detuvo. Le tomó con delicadeza la mano y se la separó de la taza, como si en efecto ésta hubiese contenido veneno, besándosela con un ademán a la vez refinado y tierno. Mucho tiempo después Adriana habría de recordar su gesto:
—Ya sé que usted es diferente —le dijo el anciano— pero a veces es necesario apostarle a la farsa del amor. Hasta los perros, créame, cuando se quedan solos, aúllan.
Adriana no volvió a pensar en Don Augusto por mucho tiempo. Pero cuando tres meses más tarde recibió muy de mañana un enorme ramo de rosas rojas, acompañado por una tarjeta postal en la que aparecía reproducido el cromo de una mujer morena, adornada por una gargantilla de corales gruesos como cerezos, adivinó sin dificultad quién era el remitente. Isolda sostenía en la mano derecha una taza de oro, y en la izquierda una rosa; al dorso, en una caligrafía elegante, leyó el siguiente mensaje: “¿Cuándo se tomará usted por fin una tarde de asueto, y vendrá a visitar mi museo? Aún albergo la esperanza de confrontar algún día a mis dos Isoldas”.
Puso las flores en un jarrón con agua y colocó la postal sobre el espejo del tocador, incrustada entre el cristal y la orla del marco. Se quedó mirándola mientras se cepillaba el cabello, haciéndolo revolear alrededor de su rostro como un torbellino de sombras. Existía, en efecto, un parecido entre ella y la modelo del cuadro, pero la incomodaba reconocerlo. El cuadro la disgustaba, lo encontraba demasiado dulce, empalagoso, en su rendición de la mujer como un ser exótico.
Se preguntó por qué Augusto le habría enviado la postal, por qué insistía en verla. Le parecía extraña aquella insistencia en ocupar el lugar del hijo; en convencerla de que la farsa del amor podría, a estas alturas, darle una razón a su existencia. Con sus millones, seguramente tendría a cientos de mujeres rendidas a sus pies, para quienes la edad no ofrecía obstáculo alguno a la felicidad connubial. Volvió la postal al revés, con la imagen mirando hacia el espejo para no verla, y salió del cuarto dando un portazo. Se dirigió rápidamente hacia los bajos de la casa, donde se encontraba estacionado su coche.
A las cinco de la tarde, a la misma hora que regresaba todos los días de la universidad, se encontró con su padre que subía la cuesta sombreada de helechos gigantes. Los helechos que él había sembrado y el camino de malezas que él había talado, para luego también asfaltarlo. Abrió la cartera y sacó su llavero para abrir la puerta. Su padre se detuvo a acariciar a los perros, que le habían salido al encuentro.
—Si quieres, te ayudo a preparar la cena —le dijo dándole un beso. Su padre era así, servicial siempre, aunque jamás la dejaba olvidar que la casa, el coche, el mobiliario, todo lo que poseían, era fruto de una disciplina militar implacable. Se levantaba todos los días a las cinco, como hacía desde sus tiempos de teniente en el ejército norteamericano, y a las diez de la noche ya él y su madre se hallaban profundamente dormidos, los mastines tendidos al pie de la cama, prontos a comprobar sus dotes de guardianes.
Adriana entró a la casa y pasó directamente a la cocina. En el pasado, antes de la enfermedad de su padre, éste lo había hecho siempre todo en la casa: era él quien había pintado los muros, impermeabilizado los techos, barnizado los muebles, cultivado tenazmente el huerto y los jardines circundantes. Pero Adriana se sentía asfixiada en aquel espacio recuperado a la pobreza por una actividad siempre febril, siempre encarnizada, como si la vida fuese un perenne cumplimiento de tareas que reafirmaban la rectitud intachable de sus habitantes. Soñar, dormir una siesta, desmadejar arpegios sin propósito alguno en el piano, eran todos pecados imperdonables.
Sacó del armario la tabla de picar cebolla y escuchó a sus espaldas el paso vacilante del padre —Need any help, darling? —le preguntó cariñosamente. Adriana se sintió mortificada, al escuchar que le hablaba en inglés. Era una de aquellas costumbres que sus padres habían adoptado al llegar a la isla, a las que ella jamás había logrado acostumbrarse. Movió la cabeza negativamente y se quedó mirando por la ventana el valle, que comenzaba a iluminarse allá lejos al avanzar la noche, entre las lomas que Gabriel había comparado una vez con sus piernas. —¿Ves las luces de los autos que bajan por entre las lomas, siguiendo el contorno invisible de la carretera en la oscuridad? —le había dicho entonces—. Son como las gotas de agua que te descienden por los muslos cuando estamos haciendo el amor. —Se sintió de pronto inundada, absolutamente arrasada por el recuerdo de Gabriel, y por un momento sintió vértigo. La relación con Gabriel había sido siempre así. Cuando estaba a su lado, la intensidad del deseo le derretía literalmente las entrañas. Pero la sensación nunca le duraba mucho, y en cuanto se hallaba lejos, lograba sin dificultad superarla.
Regresó a su tarea, y comenzó a picar la cebolla y los ajos con un staccato rápido y cruel, deshaciéndolos de su cáscara dorada y parpadeando a menudo para espantar el escozor que le producía en los ojos el golpe del zumo agrio y súbito.
—Estamos en casa, papá, por favor no me hables en inglés —contestó en un tono de voz agresivo, que lamentó enseguida. Desde su ataque al corazón, su padre se había visto forzado a permanecer recluido en el hogar, prácticamente como un inválido. Le había sido necesario abandonar su carrera militar y se limitaba a llevar a cabo las tareas más banales de la casa: limpiaba y recogía; regaba las plantas; aguardaba el regreso del resto de la familia. Habían viajado por Europa durante años, como familia militar: su madre era enfermera del Club de Oficiales y su padre había sido hasta poco antes attaché del cuerpo consular. Habían vivido en Alemania, en España, en Italia, aunque para Adriana era todo lo mismo, porque se había educado en las escuelas de las bases, en las que siempre se hablaba inglés.
Comenzó a cantar “Noche de Ronda” para acompañarse en su trabajo, abriendo con énfasis la vocal final e imitando la entonación gutural e intencionadamente ordinaria de la Gorda de Oro, en el Show de Tira y Tápate de KBM. Afortunadamente, no pasaba mucho tiempo en aquella casa. En cuanto terminaba de preparar la cena de sus padres, se marchaba nuevamente a la capital. Era entonces que comenzaba su segunda vida, debutando nocturnamente en un bar distinto del Condado. Esta noche le tocaba a La Pianola, donde comenzaría al filo de las once. Mañana le tocaría a La Gruta, pasado mañana a La Butaca, pasado pasado al Cotorrito.
Era un trabajo que la divertía; que la hacía sentir un disfrute extraño al desplazarse por entre aquel paraje dilapidado, barrido por la basura que vomitaba el mar y por las interminables serpentinas y papelillos arrojados por la borda desde los barcos que atracaban silenciosamente a media noche en los malecones rosados de la ciudad. Sabía que aquel empleo era peligroso, que podía poner en entredicho su carrera. De hecho, ya había recibido ofertas para trabajar de cantante en varios hoteles, y pensaba que no sería difícil ganarse las simpatías de los empresarios de los cabarets, apareciendo en los shows que éstos montaban en sus establecimientos. Desde que había vivido en los Estados Unidos, sabía que, por su tipo físico, por su piel brumosa y sus facciones perfiladas y simétricas, le resultaba poderosamente atractiva a los turistas extranjeros. Su hotel preferido, donde hubiese querido debutar, era, por supuesto, el Condado Vanderbilt, antigua mansión de veraneo de la familia de ese mismo nombre.
La visión de aquel palacete francés, con sus techos inclinados de pizarra azul y sus mansardas parisienses, balanceado sobre la lengüeta de lo que antes había sido arena de pan de azúcar y ahora era concreto comprimido, separando la podredumbre de la laguna del Condado del Océano Atlántico eternamente enfurecido, la llenaba particularmente de alegría; le gustaba pasearse por sus avenidas sembradas de palmeras a la Biarritz, alineadas de honky tonk shops poblados de dildos, de consoladores electrónicos, de penes de trapo rosado y torsos de mujeres de goma, de cines triple X y de los eternos bares gay. Había oído decir que aquella región de la ciudad había sido conocida en una época como La Taza de Oro del Caribe, en los años en que la antigua mansión de los Vanderbilt había colindado serenamente con la casa de los Hermanos Ben, conocidos por los habitantes como los Hermanos Brothers, dueños del teléfono y del telégrafo por aquel entonces. Eran los tiempos en que la burguesía criolla de la capital había bailado codo con codo junto a los Roosevelt y los Ford; en que los hijos de la crema y nata, vestidos de dril cien, habían jugado al tenis, al bridge y al backgammon, y paseado gentilmente en sus Model T’s a orillas de los jardines versallescos de los Vanderbilt, antes de darse cuenta irremediablemente de que jamás serían invitados por ellos ni a beber un vaso de agua. Porque no era que la sociedad de Newport los hubiese evitado; los había boleado con la bola más negra de la lepra, desterrándolos eternamente de sus progressive parties y de sus vermouth-champagnes; porque la amistad con los nativos no podía pasar de un cordial saludo de bufanda o de guante de cabritilla, ejecutado a distancia y a la inglesa desde su Rolls Royce y su Bentley descapotables; porque quién se creían esos negros refistoleros que eran, decían, llamando por teléfono a sus vecinos los Hermanos Ben. Entonces la burguesía criolla, herida, magullada en la prosapia más tierna de su abolengo, había clausurado las celosías francesas de sus casas y de sus clubes, y se había retirado a las alturas de Green Hills y de Gardenville, abandonándoles la Taza de Oro como trofeo a los invasores.
La región cayó rápidamente en el desahucio. Los palacetes criollos, abandonados a la carcoma del mar, se habían ido reventando por las costuras enmohecidas de sus varillas, las puertas daban portazos en el viento y la vegetación marina comenzó a tomar arraigo entre los escombros. Se inició entonces la llegada de los rastacueros, de los eternos buscavidas del norte, cargados de baúles desbordados de sarapes mexicanos y abalorios de semillas nativas cosechadas en Nicaragua para tentar a los turistas de poca monta que ahora acudían a la isla, a las empleadillas del cosmetic counter de Woolworth, a las vendedoras de pies irremediablemente hinchados de las tiendas por departamentos de Nueva York. Los nuevos empresarios de bastón al codo, clavel en la solapa y sombrero prá-prá, comenzaron a comprar entonces las casas de la burguesía criolla, en las que establecieron sus hoteles de putitas puertorriqueñas nacidas en Haití o en Santo Domingo, sus restoranes de roast-beef y de langosta, tan cotizadas por los comerciantes, que como una nueva ola invasora se desparramaban noche a noche por las calles de aquel puerto ahora ruinoso, por el que los Vanderbilt habían desembarcado antaño sus navios repletos de champán y de foie gras.
La invasión fue demasiado para los Vanderbilt, y poco después de la retirada de la burguesía criolla ellos también se marcharon de la capital. Cerraron su palacete normando y éste fue a caer también en manos de los aventureros del norte, quienes lo convirtieron de inmediato en un rag-time hotel. Allí hubiese querido trabajar ella; cruzar, vestida de lentejuelas nacaradas, el recibidor, montar las escalinatas de caracol y entrar al Patio del Fauno, iluminado por las fuentes que borboteaban un champán de color diferente en cada esquina; debutar cantando o bailando frente al enorme piano de cola que había acompañado en el pasado a sus héroes: a Joe Valle, a Daniel Santos, a Bobby Capó.
Comenzó de nuevo a tararear “Noche de Ronda”, velando un poco la voz, e imitando esta vez la ronquera insinuante de Ruth Fernández.
—Please darling, don’t sing so loud! I’m watching the last lap of the Superbowl! —le gritó desde la habitación contigua su padre, quien herido por su reproche anterior, se había refugiado ahora en el cuarto de la televisión.
—¡Inglés, inglés, inglés, siempre y en todas partes! —replicó esta vez Adriana, mientras picaba ahora con furia los pimientos verdes y los diminutos sombreros episcopales de los ajicitos dulces.
—¡La clave está en no ser reconocidos, en no ser diferenciados! —Se dio cuenta de que, desde la distancia de la cocina, su exabrupto debió de sonarle a su padre a desvarío.
Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y pasó al cuarto contiguo. Se acercó a su padre silenciosamente y le dio un beso en la cabeza. En realidad no podía culparlo. A los recuerdos de las casas simétricas de las bases alemanas y españolas se sobreimponían otros recuerdos que Adriana no podía olvidar: la pequeña casa desvencijada del arrabal de Bajura Honda, con techo de cuatro aguas y balcón. Allí había nacido y había pasado su niñez, y allí había ido a buscarla su padre cuando regresó de Corea, perdida ya la pequeña finca y vendida a los intereses extranjeros, para llevárselas a su madre y a ella a desplazarse por Europa en su eterna pompa de jabón.
—You must learn to speak English without an accent! —había sido la consigna de su niñez, desde su salida del arrabal—. You must learn to speak English without an accent! —le había repetido su padre en el avión, en el aeropuerto, en las casitas eternamente iguales de aquellas bases de monopolio de juguete, dando fe de que era, al fin y al cabo, digno hijo de un ladino campesino de Bajuras. Y en Alemania, en España, la consigna había funcionado. Nadie había adivinado que ellos, los Mercier de Coamo, los Such de Ciales (Such era el apellido de su madre) no llevaban el inglés sembrado en la boca desde la niñez.
Su padre había regresado con ella a la cocina y se había sentado a su lado en la silla de travesaños rojos sobre la que leía matinalmente el San Juan Star. Adriana comenzó a sofreír la cebolla y el aroma de las pieles doraditas del ángel de la cocina criolla los envolvió en su nube de benevolencia. Comenzó a cantar nuevamente, esta vez en voz baja y con una brizna de ironía incrustada al fondo de la voz. “¡La tierra de Borinquen, donde he nacido yo…!” Su padre le sonrió de soslayo, sin atreverse a mirarla.
—Dicen que la tonada no es nuestra, que es de la Linda Peruana, no sé si sabías… —añadió moroso, alcanzándole un ramito de culantro para que lo picara también. Adriana soltó una carcajada y se dio definitivamente por perdida.
Aquella noche, al enfrentarse, nuevamente a sí misma en el espejo del tocador, pensó que su futuro se encontraba teñido de incertidumbre. Su padre y su madre habían regresado a la isla para quedarse, no le cabía la menor duda. Pero era un regreso condicionado, un regreso a medias. Por eso habían escogido aquel lugar para vivir, uno de esos barrios físicamente cercanos a la capital, pero prácticamente inaccesibles, al que sólo se podía llegar internándose por una red interminable de caminos tortuosos, que avanzaban y retrocedían irracionalmente por el bosque. Su padre jamás bajaba de la loma en la cual había edificado aquella casa, semi-imitación de chalet suizo, semicasa suburbana, con vigas de pino en los techos y balcones de madera cortados en forma de hojaldre, con baños de azulejos resplandecientes y enormes ventanales de cristal, desde los cuales podía divisarse, como en una postal que se recibe en el extranjero, la bahía de San Juan o, en días de transparencia excepcional, hasta los baluartes del Morro. Su madre, por otro lado, descendía de “la altura” sólo para internarse en la base militar norteamericana, cumplir con sus eternos deberes de enfermera, y regresar nuevamente al hogar.
Observó cómo la lamparilla que estaba sobre la mesa, cubierta por una mampara de tul rosado, iluminaba su piel morena; los anillos de azabache de sus cabellos; aquellos rizos que, en su mundo de antes, habían sido siempre la bandera de su diferencia, de su desemejanza con el mundo de las muchachas albinas y desaguadas que la rodeaban. Sentía horror cada vez que pensaba que tendría que pasarse la vida transitando de un mundo a otro, como había hecho hasta entonces.
En el Conservatorio le habían aconsejado que se fuera a estudiar a Europa, que su talento se perdería en el medio cultural atrofiado de la isla, pero su situación económica era tan precaria que no sabía siquiera si podría terminar su carrera. Su sueldo de pianista-cantante le daba apenas para vivir, y la enfermedad de su padre había hecho cada vez más difíciles los pagos de su colegiatura. Definitivamente necesitaba una beca para concluir sus estudios en el último año de la universidad.
Comenzó a cepillarse la cabeza con furia, cien veces hacia arriba y cien veces hacia abajo, como hacía todos los días antes de acostarse. Al mirarse en el espejo vio que en efecto tenía un parecido con la exótica mujer de la postal que le había enviado Don Augusto. La retiró de su ranura en el marco y la colocó frente a ella sobre la repisa del tocador. Había algo ominoso en la manera en que el cabello revoleaba como un remolino negro alrededor del rostro de la Isolda del cuadro. Dejó el cepillo sobre el tocador y tomó su propia cabellera con ambas manos, esparciéndola como una cortina de luto alrededor de sus mejillas.
Pensó otra vez en Gabriel, de quien no había vuelto a saber absolutamente nada; pensó en el futuro depresivo que le esperaba a ella, si no lograba graduarse del Conservatorio: quedarse a vivir en aquella casa y servir de anfitriona a las amistades de sus padres; encontrar quizá entre ellos algún marido que la llevara a viajar por el mundo, protegida en su pompa de cristal. Pensó en Don Augusto, como lo había visto aquel día en el aeropuerto, yendo y viniendo afanoso con las maletas y los bultos del hijo; la sonrisa afable, prendida eternamente a los labios; el gesto paternal y condescendiente con que la había tomado del brazo para sostenerla, para consolarla. Se vio a sí misma tambaleándose al borde de la plataforma por la que se iba alejando Gabriel, borrado a cada paso por el silbido de los motores del avión, por el polvo que levantaban a su alrededor las turbinas del DC-10. Observó todo aquello en las ondas vertiginosas de sus cabellos reflejados en el espejo, como si lo viese al fondo de un remolino embrujado. Pensó entonces que lo peor era no llegar, como Isolda, a decidir su suerte; vacilar, eternamente suspendida, entre la taza envenenada y la rosa, entre el odio y el amor.
Se sentó ante la mesa de su escritorio. Sacó pluma y papel de la gaveta y comenzó a escribir con calma, con una caligrafía segura y casi sin detenerse a pensar. Al otro día, muy de mañana, dejó caer el sobre en el cajón del buzón. Había decidido aceptar, después de todo, la invitación de Don Augusto Arzuaga, y tomarse un día de asueto visitando su Galería de Pintura Universal.
Llegó temprano al centro y en la plaza sombreada por las copas simétricamente podadas de las caobas, unos jugadores de dominó le indicaron la dirección exacta de la Galería de Pintura Universal. Hacía mucho tiempo, desde que era niña, que no visitaba aquel pueblo, y había olvidado la solidez con que el calor delineaba las siluetas de los objetos, la claridad brutal con que el aire ardiente recortaba los contornos de los edificios, empujándolos hacia afuera como si estuviesen ordenados sobre el proscenio burdo de un teatro. Echó en falta los vientos atlánticos que refrescaban a los transeúntes de la capital, estimulando el pensamiento y la circulación, y le pareció que allí los habitantes la miraban con ojos sin brillo y parpadeaban lentamente, como si se encontrasen hipnotizados por el bochorno, agotados por el esfuerzo que representaba nada más moverse por entre el vaho alcalino que se desprendía del pavimento reblandecido de las calles de brea.
Recordaba bien aquel calor, el sentimiento de asfixia que le provocaba Santa Cruz cuando venía con sus padres a visitar algún tío o tía, pero le pareció que el pueblo había cambiado para lo peor. A la entrada del mismo había tenido que atravesar una región industrial, donde se aglomeraban las nuevas fábricas que se habían establecido en el pueblo. De ellas procedía aquella llovizna química que caía sin cesar del cielo, arropando las elegantes calles y los edificios coloniales con un manto de murcielaguina gris, a la vez evanescente y pegajoso al tacto.
Ansiosa de salir de allí, pisó el acelerador del coche y atravesó el pueblo hasta llegar por fin a la Galería de Pintura. Era sin duda, la construcción más sobrecogedora de todas; sobrepasaba en suntuosidad y pompa cualquier otro edificio de veinte millas a la redonda. Se trataba de un enorme monasterio estilo gótico, tallado en piedra de Siena y trasladado con claustro, contrafuertes, gárgolas y todo, a las tropicales costas del Caribe. Sintió al entrar una vaharada de aire acondicionado que le acarició la espalda desnuda, expuesta por el corte veraniego de su traje de algodón, estampado de flores rojas, que traía bañado en sudor. Dio su nombre y se sentó a esperar a Don Augusto en un banco de la iglesia, todo tallado de ángeles. Las salas estaban decoradas al gusto religioso: había incensarios y velones rojos que parpadeaban por todas partes, y frente a los cuadros había jarrones atiborrados de flores, que hacían pensar en la decoración de un altar. A los pocos minutos vio a Don Augusto acercarse por uno de los pasillos góticos, con un paso ágil y rápido que desmentía su edad. Vestía un impecable traje de gabardina inglesa.
—No sabe cuánto le agradezco el privilegio de confrontarla con su doble, la mujer más hermosa del mundo —le dijo sonriendo cuando se encontró junto a ella—. Pero antes tiene que permitirme que le muestre mi Galería.
Tomó acto seguido su bolso, para que no la importunara, y se lo entregó a uno de sus guardaespaldas, asiéndola luego gentilmente del brazo para indicarle el camino que habrían de seguir.
Atravesaron varias salas perfumadas de incienso, en las cuales el anciano le iba sirviendo de cicerone, haciéndole notar cuáles eran los óleos, los bronces y los dibujos de mayor valor. Los óleos, ante todo, muchas veces de tema femenino, se hacinaban en profusión maravillosa sobre sus cabezas, ocupando los muros de piso a techo.
—¿No le parece que son demasiadas? —le preguntó Adriana, que se sentía ya mareada por aquel bosque enloquecido de náyades, princesas y vírgenes, todas con los cabellos desordenados cayéndoles sobre el pecho, o balanceadas en actitudes de piedad precaria, por el cual se iban internando lentamente. Los velones rojos que los iluminaban, sobre todo, habían empezado a intrigarla.
—Debería de guardar algunas en el sótano, quizá así habría más tranquilidad.
—Imposible, Adrianita, los cuadros son como las personas, necesitan la luz. Un cuadro que se guarda en el sótano es un cuadro que se muere, que se asfixia; y a los retratos femeninos les sucede todavía peor. Pierden el color, se llenan de escamas, se les desprende el barniz como la piel de una señorita sin vitaminas. Las miradas de los admiradores las alimentan, les dan una razón válida para seguir existiendo. Además, es necesario estar constantemente examinándolas, restaurándolas. A veces hay que lavarles el rostro con jabón de Castilla para sacarles la mugre de los siglos; otras, tenderlas sobre bastidores para apretarles las cuñas; otras, barnizarlas, encerarlas, reentelarlas. Son muy temperamentales las damitas de mis cuadros; no creas, no es fácil mantenerlas en buena salud; son como divas exquisitas.
Adriana lo miró curiosa. Había algo ingenuo y a la vez tierno en Don Augusto, que lo hacía profundamente entrañable. Seguramente se sentía solo; tenía poca gente con quien hablar. Siguieron su camino y Don Augusto comenzó a relatarle en detalle la historia de la Galería de Pintura Universal. Había comenzado a formar su colección cuando estaba aún casado con Margarita, su difunta mujer. En un principio ésta había sido también una entusiasta coleccionista de arte, y habían viajado juntos a Europa, en la época en que el Viejo Continente era aún el paraíso del dólar, un diverso e infinito campo de cacería para las obras de arte. Habían regresado con incontables objects d’art et de vertu, que formaron la semilla original de la colección, y que fueron colocados, como oro en paño, en la sala formal de la mansión. Con el tiempo, sin embargo, a medida que Don Augusto iba adquiriendo más y más cuadros, casi todos desnudos femeninos (barrocos, españoles, italianos o franceses, no albergaba prejuicio alguno por la nacionalidad), la casa se vio invadida por aquellas telas que a veces alcanzaban una dimensión apocalíptica, y Margarita comenzó a sentirse amenazada. Se le metió en la cabeza que el cariño de Don Augusto por las mujeres de aquellos cuadros competía con su cariño por ella.
Don Augusto la tranquilizaba; le aseguraba que aquellas mujeres no eran sino sombras indefensas, algunas de las cuales tenían varios siglos de ancianidad, y no podía creer lo que oía cuando Margarita afirmaba que su pasión por la Magdalena, por la Friné o por la Salomé ponía en entredicho la armonía de su unión matrimonial. Al cabo del tiempo, Don augusto tuvo que plegarse a las protestas de su mujer. Se vio obligado a construir otra mansión estilo gótico, exactamente igual a la que habitaban entonces, y a la cual se trasladaron a vivir. Quedó así segregado el “harén”, como Margarita lo llamaba, de su hogar católicamente constituido, y allí vivía él ahora, completamente solo desde la muerte de su esposa hacía ya dos años, y la más reciente partida de Gabriel para el extranjero.
Se dejaba arrullar por el tono placentero de la voz del anciano, sin animarse a pensar en nada, a preocuparse por nada. Escuchaba como en un sueño el sonido de las cascadas que vertían, al centro de cada salón, unas fuentes medievales, talladas en granito negro y sembradas de lirios blancos. Sentía, además, una como seguridad, una sensación de poder al pisar aquel piso de losas antiquísimas, extraídas de un palacete francés. Miró a su alrededor y se percató de que el estallido seco de sus tacos, mezclado al murmullo del agua, era casi el único sonido que se escuchaba en los salones en aquel momento. Observó la presencia de otros visitantes, pero éstos se escurrían como sombras silenciosas por los recodos de los pasillos, iluminados por la luz fantasmagórica de los velones. Pisaban en puntas de pie y hablaban todo el tiempo en voz baja, en un tono a la vez reverente y apagado.
Llegaron por fin al salón principal, originalmente el refectorio del palacete, en el cual se encontraba exhibida la “Muerte de Isolda”. Las paredes estaban cubiertas por retratos de mujeres lánguidas, de Reynolds, de Ingres y Gainsborough, reclinadas sobre sillones de ormul o desmayadas sobre cortinajes antiguos, todas con la misma expresión de estar muy por encima de las miserias de este mundo. Adriana se sentó al borde de una de las fuentes medievales que circundaban el cuadro de Isolda y se dijo que aquella visita había sido una equivocación, que jamás lograría pedirle a aquel hombre la beca que necesitaba para terminar sus estudios. Hundió la mano en el agua helada durante algunos minutos, jugando con los lirios que cabeceaban de un lado para otro al impulso de la corriente.
—Debió haberse vestido de azul agapanto en lugar de rojo bermejo —le dijo Don Augusto—. El azul agapanto es el color de Isolda, porque es el color de la fidelidad. Pero no importa. A pesar de ello el parecido resulta sorprendente, realmente sorprendente. La misma piel brumosa, casi ocre, los mismos cabellos rizos ingobernables.
Adriana se volvió hacia el cuadro y observó detenidamente la superficie aporcelanada de la pintura. Estaba en perfectas condiciones y parecía que hubiese sido pintado el día anterior. Sobre las mejillas de Isolda brillaba aún el arrebol de la juventud. La frescura de los pliegues de su vestido, una elaborada creación cortesana con falda tipo campana recamada de piedras preciosas, resultaba extraordinaria. Las pinceladas eran apenas discernibles bajo la capa traslúcida del barniz.
Al ver los colores saludables que iluminaban las mejillas de Isolda, Adriana se sintió desilusionada. —Entonces usted me estaba mintiendo, porque la taza de oro no contenía veneno, sino un filtro encantado —le dijo en tono de reproche—. Aunque para los efectos daba lo mismo. Si recuerdo bien la historia de Isolda, el bálsamo del amor fue lo que la condujo a la muerte, porque acabó traicionando al Rey Marcos.
Jamás se rebajaría. Jamás le pediría dinero. —Además, no me gusta esa mujer, la encuentro demasiado relamida y emperifollada; totalmente parcial a las ideas chauvinistas del pintor. —La Isolda del cuadro llevaba, en efecto, un ridículo adorno de cabeza, que imitaba el surtidor de una fuente. Adriana sonrió, mostrando una dentadura perfecta como una hilera de perlas, de la cual la Isolda del cuadro se hubiese sentido sin duda envidiosa si hubiese podido sonreír.
El anciano la miró sorprendido antes de arrojar su hermosa cabeza plateada hacia atrás y prorrumpir en una carcajada argentina. El timbre de su risa no era animoso, sin embargo, sino lleno de bohonomía y admiración.
—Es usted realmente una monería, una caja llena de sorpresas —le dijo, tomándola gentilmente del brazo—, no sabe cuánto me agradan sus opiniones. Una mujer a la vez inteligente y exquisita, que piensa por sí misma; capaz de poner en jaque a cualquiera. Reconozco que me ha ganado la partida. En adelante ya no podré llamar a la Isolda de mi cuadro la mujer más extraordinaria del mundo.
La conversación había hecho acudir el color al rostro del anciano, que la miraba con ojos brillantes. Al caminar en dirección a la salida, Adriana no pudo dejar de admirar el tono rosado de su piel sobre las sienes, el corte masculino de su espalda dentro de aquel traje impecablemente cortado. “Aunque sea veneno y no un filtro de amor, si la taza es de oro sólido, quizá me decida a tomarlo”, se dijo al alejarse de aquella sala. Y unos minutos más tarde, aceptó la invitación para regresar a la Galería de Pintura Universal la semana siguiente.
Seis días más tarde, el sábado próximo, llegó temprano al palacete y se sentó a esperar en el mismo incómodo banco de la vez anterior. Se había vestido con esmero; llevaba un enorme sombrero de ala ancha, que iluminaba su rostro con una luz dorada, y vestía falda y blusa color azul agapanto, atado el cabello con una cinta del mismo color. Por fin vio acercarse a Don Augusto por uno de los pasillos. Cuando llegó a su lado, le besó la mano y murmuró con una sonrisa: —¿Cómo se encuentra hoy mi Isolda? ¿Va a serme de veras fiel hasta la muerte? —Adriana sabía que se refería al color de su vestido, que había elegido a propósito para la visita, pero no se dio por aludida.
Caminaron juntos hasta llegar a una puerta disimulada, incrustada en el costado de uno de los salones principales, que Don Augusto abrió con una llave que llevaba en el bolsillo. Pasaron a un claustro silencioso, rodeado de columnas de alabastro. De lo alto de las murallas caían macizos de jazmines como cataratas de un verde mate, salpicadas de diminutas estrellas blancas. Al centro se acumulaban nuevamente los lirios, distribuidos simétricamente por una serie de canales de mármol negro por los que corría un agua helada. Entre los canteros, semiocultos por el follaje y a veces en actitud de fuga, otras simplemente de pie en medio de la vegetación, gozando de la belleza expuesta de sus cuerpos, se encontraba una serie de esculturas, probablemente de procedencia griega o romana. Adriana se internó por uno de los senderos y a los pocos pasos divisó una pequeña glorieta en la que había colocada una mesa para el almuerzo. Todo estaba dispuesto con un gusto impecable, desde el mantel de damasco ribeteado con hilos de plata, hasta la batería de argentería francesa, ordenada como las teclas de un instrumento musical a uno y otro lado de los platos. Se sentaron en sillas de varas de bambú doradas y brindaron, entrechocando copas, por aquel encuentro. El cristal resonó con el tañido inconfundible del baccarat. Adriana recordó los cuentos de hadas que había leído de niña, en los que las mesas aparecían siempre servidas por manos invisibles, y los manteles eran levantados como por arte de magia, en cuanto los invitados terminaban de cenar.
—Don Augusto yo…
—Por favor, no me llame Don. Tenga compasión de mí, Adrianita, de mis canas y de mis arrugas. Tengo bastante para avejentarme yo solo.
—Dispense la pregunta, Augusto —le dijo en tono conciliatorio— pero de veras me gustaría saber su propósito al edificar esta magnífica Galería en Santa Cruz.
—No sólo de pan vive el hombre, Adrianita, recuérdelo —le respondió Don Augusto—. El arte, como la religión, como todo lo grande en la vida, es un misterio que a veces no conviene develar. Los santacruzanos vienen aquí a inspirarse, a sublimar las pasiones viles que los confunden; a encontrar, en fin, una razón válida para seguir viviendo.
Adriana se rió de buena gana. Había comprendido de pronto el porqué de aquellos velones siniestros que humeaban por todas partes, de los visitantes silenciosos, que hablaban piadosamente en voz baja y caminaban por los pasillos suntuosos en puntas de pie. Don Augusto no era tan distinto de los parroquianos que visitaban las boites nocturnas de la capital: aquéllos estaban dispuestos a cualquier cosa para alimentar sus sueños románticos, mientras él hacía lo mismo, con sus sueños de redención popular. Midió bien sus próximas palabras y adoptó una pose lánguida, casi inerme. Tomó la copa de champán por el fuste y bebió un sorbo largo, sonriéndole a don Augusto por sobre el borde delgadísimo del baccarat.
—No veo cómo nadie pueda encontrar una razón válida para seguir viviendo, embelesado como un memo frente a una obra maestra que no entiende. ¿No sería mejor fundar una academia de pintura o, lo que sería mejor, de música, de escultura, o de… lo que se le ocurra? Así yo podría venir a visitarlo más a menudo. Al presente, curso mi cuarto año de estudios de piano en el Conservatorio, y es posible que me vea obligada a abandonarlos, por causa de la enfermedad de mi padre…
Había dejado por fin caer la bomba y sintió de pronto repulsión de sí misma, pero se dijo que no le importaba, que luego se sentiría peor si no se arriesgaba. No se atrevió a mirar a Don Augusto cuando añadió con más seriedad: —Estoy solicitando ahora mismo una beca del Gobierno, aunque ya usted sabe, sin un mecenas privado y con la crisis económica que existe en el país…
Don Augusto la miró asombrado. —No sabía que fuese estudiante del Conservatorio, Adrianita —le dijo cariñosamente—. Claro, ahora comprendo el porqué de sus opiniones sobre ese hecho tan trascendental que es el arte. No se preocupe, tendrá su beca. Hoy mismo me ocuparé de que la Galería de Pintura Universal le financie el préstamo que necesite. —Adriana guardó silencio, pero el uso del diminutivo la enterneció. Sintió una felicidad pequeñita subiéndole por las plantas de los pies, incrustándosele en cada una de las vértebras de la espalda.
Era demasiado orgullosa para ser efusiva, pero le dio sinceramente las gracias. De pronto había comenzado a sentirse bien, a sentirse a gusto. Había sido cruel con Don Augusto, que era un hombre generoso. Los rumores que corrían sobre él en la capital debían ser ciertos: se decía que había donado cientos de miles de dólares para la universidad, para los asilos, para los hospitales, para un sinnúmero de instituciones benéficas en el pueblo. Y era además un hombre refinado, de un gusto exquisito. Nadie que no lo tuviera hubiera podido crear un lugar tan hermoso como aquél. Le pareció que el agua que derramaban las fuentes se mezclaba a la luz increíblemente transparente que los rodeaba, bañándolos con una gran paz espiritual. Todo allí, el claustro medieval, las esculturas, las flores, parecía emitir un vaho helado, destinado a purificar el alma, a conservar la lozanía de la juventud. Frente a ellos, en una bandeja de porcelana azul orlada de perejil fresco, una langosta a la vinagreta, ensortijada como un penacho rojo sobre los abanicos tiernos de las lechugas, emanaba un perfume suculento.
Adriana observó atentamente a Don Augusto que levantó en silencio el pequeño tenedor de tres puntas del lado izquierdo de su plato, y se dispuso a imitarlo. Antes, sin embargo, desplegó sobre su falda la servilleta de hilo blanquísimo, doblada en forma de mitra, que se encontraba frente a ella. Fue entonces que descubrió la sorpresa.
Al desdoblar el género encontró, oculto bajo sus pliegues, un pequeño estuche de terciopelo negro. Sintió que la sangre le acudía al rostro y se llamó a sí misma necia, cretina; no era posible que tuviera tan poca sofisticación. —Le agradezco mucho su gesto, pero sabe que no voy a aceptarle ningún obsequio —fmalgré tout y malgré dijo, sorprendida ante la ecuanimidad de su propia voz.
Don Augusto levantó inocentemente los ojos del plato y siguió comiendo, como si no hubiese pasado nada.
—De no haber sido por su increíble parecido con la Isolda del cuadro, a la que conozco desde hace tanto tiempo, jamás me hubiese atrevido a tomarme esta confianza —le dijo en tono de broma—. Pero desde la tarde en que la conocí llevo esa pequeña ofrenda en el bolsillo, aferrado a la loca, a la desatinada idea de que quizá algún día llegaría a vérsela puesta. Acéptela o rechácela, Adrianita, no tiene la mayor importancia; ni la compromete a nada.
Adriana sacó el anillo del estuche y lo sostuvo con la punta de los dedos, con esa reverencia rayana en estupor con que las personas suelen a veces sostener los objetos que se encuentran económicamente fuera de su alcance. —Todo el capital de mis padres no daría para comprar la montura de esta alhaja. Debe tener un valor verdaderamente astronómico —dijo en tono de asombro, y, colocándose el anillo en el anular de la mano derecha, lo admiró más de cerca.
La aguamarina, tallada en forma de corazón y de un peso de alrededor de veinte quilates, le iluminó el dorso de la mano con su resplandor azul. —Es como llevar un enorme pedazo de hielo en el dedo —añadió—, me temo que muy pronto me cansaría de cargarlo. —Pero los fulgores entrecruzados de la joya retuvieron su atención y no se la quitó, sino que permaneció contemplándola unos segundos, moviendo la mano en diferentes direcciones para que la atravesara la luz.
—Es como su corazón, Adrianita, una gota de cielo límpido —dijo Don Augusto—. No sabe cuánto la admiro por su idealismo, por su ilusión.
Adriana siguió comiendo sin despojarse de la joya y tuvo que parpadear varias veces para tragarse las lágrimas. No sabía si lloraba de alegría o de ira, pero se dijo a sí misma que ahora por nada del mundo daría marcha atrás. Comieron en silencio y no volvieron a mencionar el tema. No fue hasta la hora del postre, cuando un camarero silencioso como una sombra surgió de entre las columnas para retirarles los platos, y colocar ante ellos dos copas altísimas, colmadas de unos cucuruchos color de nube que Adriana descubrió eran nieve de limón, que Don Augusto le hizo por fin aquel comentario, aquella proposición inverosímil que ella había estado temiendo toda la tarde.
Cásese conmigo, Adrianita. Cásese conmigo mañana mismo y le prometo que podrá estudiar todo lo que se le antoje.
Quedó fijada la fecha de la boda para dos meses después, y Adriana se mudó con su familia a Santa Cruz para los preparativos. La generosidad de Don Augusto no tenía límites. Gracias a su ayuda económica, su padre recibió un tratamiento esmerado en el mejor hospital del pueblo y comenzó a mejorar. Su madre pudo dejar de trabajar para dedicarse a cuidarlo. Don Augusto le prometió que, luego de algún tiempo, cuando él lograra resolver unos asuntos de negocio que tenía pendientes en Santa Cruz, se mudarían a vivir a la capital. No sólo le costearía sus estudios en el Conservatorio, sino que luego de su graduación se trasladarían a vivir a Europa, donde ella podría proseguir su carrera de música bajo la tutela de los mejores maestros.
Don Augusto, en fin, la adoraba; respetaba su menor capricho como si se tratara del dictado del destino. Si vivía inmerso en su mundo de fantasía; si quería hacer de su Galería una iglesia y del arte una religión esotérica, no sería ella quien se opondría.
—Después de todo —se dijo—, puedo ayudar a Don Augusto en muchas cosas. A hacer una buena muerte, por ejemplo, así como él puede ayudarme a hacer una buena vida. Nos complementamos en nuestras necesidades, y eso quizá pueda llamarse algún día, si se quiere, amor.
Como parte de los preparativos de la boda, Don Augusto hizo redecorar los jardines de su palacete. Contrató a un arquitecto francés para edificar, en medio de ellos, un pabellón o gazebo que él mismo bautizó el Quiosco del Amor. Una vez terminado, mandó colocar en él una estatua de Venus tallada en mármol. El rostro de la estatua, de fría belleza clásica, hubiese podido pertenecer a cualquier mujer hermosa, pero en su cuerpo desnudo Adriana reconoció de inmediato, secretamente sorprendida ante la imaginación y el atrevimiento del anciano, una reproducción exacta de su propio cuerpo. El descubrimiento la sorprendió. Supuso que Don Augusto le habría enviado al escultor una foto suya tomada en secreto, confiando en su discreción.
—Es la Venus de la fidelidad, por eso la he puesto en el lugar de honor, para que presida en nuestra boda —le había dicho con una sonrisa, señalando el plinto todo sembrado de agapantos con que había mandado adornar la base de la estatua. Su silencio casi ingenuo, al disfrutar sin malicia de aquella broma privada mientras le rendía tácitamente homenaje, terminó por conmover a Adriana.
A los pocos días de su llegada a Santa Cruz, Don Augusto insistió en que Adriana lo acompañara a sus oficinas para mostrarle desde ellas el panorama de su Imperio Industrial Universal. Subieron juntos los veinte pisos del edificio en un elevador blindado. Una vez en su despacho, Don Augusto dictó varias cartas, hizo varias llamadas por el intercom, se comunicó con París para hacer una oferta en una subasta de arte, le llamó la atención a los gerentes de una de sus fábricas por un problema de producción. Adriana pronto se sintió aburrida. Se levantó y caminó hasta la ventana, pero el espectáculo de las fábricas la deprimió. Las calles del pueblo se veían tristes, cubiertas por aquella eterna capa de polvo que se arremolinaba en pequeñas nubes sobre las copas de los árboles.
—Es el polvo del progreso, Adrianita —le dijo Don Augusto, como si adivinara su pensamiento—. Ese polvo vale su peso en oro. Es lo que le permite comer, dormir y disfrutar del progreso, de la vida moderna, a los habitantes de Santa Cruz.
Don Augusto se había puesto a hojear lentamente la libreta donde se encontraban apuntados los invitados a la boda. —Quería hablarte sobre los invitados a la boda —le dijo con una sonrisa—. Es muy importante que los socios norteamericanos del Banco asistan.
Adriana lo miró asombrada. —Yo también quería hablarte precisamente de eso —le dijo—. Comprendo que invites a los hacendados, por ser parientes lejanos de Gabriel y de Margarita, así como a los ejecutivos santacruzanos del Banco, pero lo de los norteamericanos no lo entiendo. No quiero tener que servirles de anfitriona en mi propia boda; ya me basta con haberlo sido durante tantos años en casa de mis padres.
Augusto cerró los ojos e inclinó, con un suspiro, la cabeza sobre el respaldar de la silla. Cuando habló por fin, la voz pareció salirle de una caverna que acababa de abrírsele al fondo del pecho. —Lo siento, Adrianita —le dijo en un tono trémulo y frágil que ella no le había escuchado antes—. Pero eso es imposible. Es muy importante que los norteamericanos asistan a la boda, y que tú les caigas simpática. Nuestro matrimonio ha dado mucho que hablar en el pueblo, y existe el peligro de que, a causa de ello, en el Banco me cancelen los préstamos.
Adriana, inmóvil, lo miró en silencio.
—Es cierto; parece inverosímil —añadió Don Augusto cada vez más apesadumbrado—. Es que son años difíciles para las empresas. Pero aunque hoy no podamos fiarnos de nadie en Santa Cruz, estoy seguro de que mis amigos norteamericanos no nos traicionarán.
El día de la boda Adriana salió por la tarde al jardín, a darle una última ojeada a los preparativos, que ya habían sido dispuestos por todas partes. Frente a ella, bordeando la orilla posterior de la piscina, se desplegaba la pista de baile, construida especialmente para la ocasión; la tarima en la que se sentarían los músicos y un sinnúmero de mesas forradas de raso blanco, colocadas en derredor. Se sentó en un pequeño banco a orillas de la piscina, y miró su rostro reflejado claramente en el agua. Se inclinó un poco hacia adelante y recordó el día en que había recibido en su casa la tarjeta de Isolda, y las esperanzas falsas que se había forjado a causa de ella. Pensó que todo lo que estaba pasando lo había visto reflejado proféticamente en el espejo, al fondo del remolino de sus cabellos, aquel día.
“Me parece bien que Isolda le dé hoy una pequeña sorpresa al pueblo de Santa Cruz”, pensó riéndose de su propio reflejo en el agua. Recordó el día en que, dos semanas antes de la boda, se recibió en la casa la respuesta de los socios norteamericanos del Banco Condal, Mr. Harvey, Mr. Campbell y Mr. Young, informando que asistirían con gusto a la boda. Don Augusto había dado un suspiro de alivio al abrir el sobre, convencido de que aquella tarjeta auguraba buenas nuevas para las Empresas Arzuaga. Se la tendió a Adriana por encima de la mesa del desayuno, para que ella también la leyera. —Ya ves cómo mis amigos son fieles —le dijo con una sonrisa—. Vendrán a la boda y se resolverán nuestros problemas con el Banco.
Poco después de esto recibieron la respuesta de los socios santacruzanos, que fue también afirmativa. La decisión había sido tomada en el Banco luego de una reunión borrascosa en la cual las esposas de los gerentes se habían opuesto terminantemente a aceptar la invitación. Según ellas, el matrimonio de Don Augusto con Adriana Mercier, cantante de cabaret, era un desafío abierto a los cánones de moralidad del pueblo. Llevado por fin a votación el asunto, sin embargo, se convino que por el bien del pueblo, demasiado desgarrado ya por el conflicto entre hacendados e industriales, el Banco enviaría a sus representantes a la celebración. Se acordó que éstos mantendrían en todo momento una actitud de propiedad intachable, correcta pero distante, que desalentara las elucubraciones malsanas respecto a la política económica de la institución.
Adriana se alejó del borde de la piscina y, como general que inspecciona minuciosamente el campo de guerra antes de la batalla, comenzó una gira de supervisión de los jardines. La mesa de los invitados de honor, en la cual se sentarían los novios y los invitados principales, había sido colocada bajo un toldo de franjas azules y blancas que aleteaba levemente en la brisa. Contó los lugares dispuestos, los platos y las copas; verificó los arreglos de orquídeas, que formaban verdaderos bosques de cotiledones color púrpura al pie de los candelabros de plata. Se cercioró de que Mr. Campbell, Mr. Young y Mr. Harvey quedasen sentados a la cabecera, muy cerca de ella. Los hacendados y sus esposas se sentarían al lado izquierdo de la mesa, y los socios santacruzanos del Banco y sus esposas al lado derecho. Satisfecha con la inspección, caminó hasta la pista de baile. Allí se encontraba el conversation piece de la noche, el Quiosco de la Venus del Amor. Había dispuesto previamente que, al comenzar a tocar la orquesta, los invitados de honor caminarían hasta allí, y bailarían el primer vals alrededor de la estatua. Una brisa húmeda, de chubasco impertinente, comenzó a alborotar los helechos gigantes que aleteaban alrededor de la piscina. Notó que se había hecho tarde, y decidió irse a vestir a su habitación.
Empujó con cautela la puerta de su cuarto y verificó que estaba sola; dio un suspiro de alivio porque no quería encontrarse con nadie antes de vestirse para la recepción. Se quitó los zapatos sin encender las luces y los seis espejos que forraban de techo a piso las paredes del cuarto reflejaron su cuerpo en las penumbras mientras se fue desvistiendo. A pesar de que lo había planeado todo con amplia premeditación, se le hacía difícil respirar. Tomó, de la consola del tocador, los polvos de Coty tonalidad “Alabastro” y comenzó a empolvarse. Una vez que terminó, se ciñó a la cintura el armazón de crinolinas que se había mandado a hacer en secreto con la modista del pueblo, y movió con agilidad las piernas desnudas dentro de la enorme campana de aros de metal. Vistió de inmediato el traje de raso azul agapanto, cuajado de canutillos y mostacillas que imitaba una campana cubierta de piedras preciosas, y se colocó sobre la cabeza el aparatoso adorno en forma de surtidor, exactamente igual al que Isolda llevaba en el cuadro.
Cuando su toilette estuvo terminada, caminó hasta el centro de la alcoba y encendió las luces del techo para verse reflejada en los muros de espejo. El vestido la hacía parecerse aun más a su doble, y eso haría sentir contento a Augusto. Decidió entonces ensayar el vals de aquella noche, y apretó el botón del tocacintas. Escuchó, inmóvil sobre la alfombra, los primeros acordes flotar en el aire helado del cuarto, antes de abandonarse riendo a la marea de la música.
La boda se celebró en la Galería de Pintura, a la luz de los vitrales medievales de la capilla. Adriana desfiló hasta el altar al ritmo de los acordes del “Beata Virgine” de Monteverdi, ejecutado con cara de aburrimiento por un fraile centenario sobre el teclado polvoriento del órgano. Don Augusto quedó encantado con su atuendo. Había mandado a traer el cuadro de Isolda a la capilla, y antes de la ceremonia la hizo girar lentamente frente a él.
—Estás absolutamente despampanante, Adrianita. Harás que el resto de las damas, incluyendo a la Isolda original, se sientan como faroles apagados —le dijo al tomarla cariñosamente de la mano para acompañarla hasta el altar. Y Adriana, pese a su intención de mantenerse lejana e indiferente, inclinó hacia él su cabeza tintineante de canutillos y agujas, para que le diera un beso.
Terminada la boda y pronunciados los parabienes a la puerta de la iglesia, la comitiva se desplazó de inmediato en limusina hasta el jardín de la casa. Los novios caminaron juntos hasta el lugar reservado para ellos en la mesa principal, desde el cual se podía divisar con facilidad la pista de baile, y se sentaron cada uno a la cabecera opuesta. Adriana vio venir a Mr. Campbell, a Mr. Harvey y a Mr. Young, y les hizo señas para que vinieran a sentarse junto a ella. Así lo hicieron, y muy pronto se les vio a los cuatro en animada conversación. Las esposas de los socios santacruzanos del Banco se acercaron poco después a ellos, prendidas como orquídeas malévolas a los brazos de sus maridos. Como era costumbre por aquel entonces en las fiestas de Santa Cruz, tanto los hacendados como los banqueros acudieron casi todos armados. El que menos, ocultaba bajo el saco impecable de su chaqué alguna cobra, alguna calibre 32.
Las esposas de los banqueros, vestidas uniformemente de negro, guardaban un silencio displicente, rechazando con sonrisas frígidas a los mozos que intentaban llenarles las copas de champán. Las de los hacendados, por el contrario, ornadas de boas y plumas polvorientas, y emperifolladas con joyas y flores pasadas de moda, bebían cantidades pantagruélicas de champán y hacían todo lo posible por animar la conversación. Se sentaron por fin todos a la mesa y los mozos comenzaron a pasar las fuentes por entre los invitados. A lo lejos se escuchaban los trombones de César Concepción barrer de extremo a extremo la pista con sus fogonazos de plata.
Ni la música, ni el champán, sin embargo, lograron disipar la tensión que se veía dibujada en todos los rostros. Tanto los hacendados como los banqueros espiaban a Mr. Campbell, a Mr. Harvey y a Mr. Young, que charlaban animadamente con Adriana. El consenso general era que si alguno de éstos la invitaba a bailar, al Banco Condal no le quedaría más remedio que condonarle los préstamos a Don Augusto, porque eran ellos quienes finalmente decidían la política de crédito de la institución. Don Augusto, sentado al otro extremo de la mesa, se dispuso a hacer el brindis de la boda.
—Compueblanos —dijo, levantando con bohonomía su copa—; hacendados, banqueros, ciudadanos de Santa Cruz, amigos todos. He querido tenerlos aquí conmigo esta noche, para que sirvan de testigos a mi felicidad. Brindemos por mi amada esposa, Adriana Arzuaga, luz de mis ojos, sal de mi casa, dulce Isolda de mi corazón.
Los invitados brindaron y, luego de un aplauso desganado, comenzaron a comer, concentrando la atención en los deliciosos manjares que les humeaban sobre los platos.
—Su novia es extraordinariamente hermosa —le comentó Mr. Campbell a Don Augusto, desde el extremo opuesto de la mesa—. No parece puertorriqueña; más bien parece egipcia o quizás oriunda del sur de Francia.
La risa de Adriana se mezcló al tintineo de las lágrimas que se balanceaban sobre su cabeza. Se inclinó provocativamente hacia Mr. Campbell, para servirle una cucharada de mayonesa fresca sobre la ensalada de langosta.
—Se aburre usted aquí en Santa Cruz seguramente, luego de cantar en tantos lugares interesantes en San Juan, ¿no es cierto? —le dijo éste en una voz cargada de insinuación. Adriana se limpió un dedo embarrado de mayonesa en una de las hojas plateadas del centro de mesa y le contestó que sí, que tenía toda la razón. No le importó que mencionara su vida nocturna de la capital ante las esposas de los banqueros; más bien se alegró de ello.
Al lado izquierdo de la mesa el silencio de las esposas de los banqueros se hizo ominosamente sombrío, en relación directa a la creciente intimidad entre Adriana y Mr. Campbell. Los vapores del champán, el calor y la oscuridad que emanaba de sus lóbregos vestidos, habían convocado una nube de majes que giraba en espiral sobre sus cabezas, y que les daba un aspecto entre cómico y endemoniado. Temían decididamente lo peor. Veían peligrar, en las hambreadas miradas que ahora Mr. Young también le dirigía a Adriana, todas las directrices morales del Banco Condal.
Los hacendados y sus esposas bebían y reían a carcajadas, y pronto comenzaron a despojarse de corbatas y mantones, ansiosos de comenzar a bailar. Alto, enjuto, con las colas del frac impecablemente dobladas sobre la falda para que no se le estrujaran, Don Augusto sonreía y brindaba por Adriana copa tras copa, desde el extremo opuesto de la mesa. Se encontraba absolutamente ajeno a lo que estaba sucediendo y confiaba en que el champán, la simpatía de su esposa y el maravilloso ambiente que los rodeaba surtiría muy pronto un efecto benéfico sobre sus amigos, y que éstos le condonarían los préstamos. Hierática, casi inmóvil sobre su silla, Adriana le sonreía a distancia, como para alentarlo.
Terminados los postres y el café, el maestro de ceremonias anunció por fin llegado el momento en que los novios deberían bailar el primer vals. Caminaban ya Don Augusto y Adriana hacia la pista, cuando Mr. Campbell los detuvo. Poniéndole a Don Augusto el brazo sobre el hombro, le pidió que le hiciera el honor. El novio accedió y Mr. Campbell, haciendo caso omiso de las miradas asesinas que los socios santacruzanos y sus esposas le dirigían, tomó la mano enguantada de Adriana y se dirigieron juntos hacia el centro del salón. Don Augusto regresó a su lugar en la mesa, y un rumor como de ola se levantó entre la concurrencia. Los invitados todos se pusieron de pie para contemplar a la pareja.
Los músicos blandieron en alto los trombones y trompetas y Adriana se abandonó riendo a la marea de la música. Disfrutaba de antemano del efecto de su broma inocente sobre la concurrencia. No fue hasta la quinta vuelta, cuando la velocidad de los giros de Mr. Campbell sobrepasó la velocidad de los latidos de su corazón, que la rígida campana de piedra que le colgaba de la cintura comenzó a elevarse, comenzó a cimbrearse cada vez más alto, a la altura de sus rodillas, de sus muslos y de sus pechos, sostenida por los arcos de seda de sus enaguas. Adriana no podía parar de reír, y su risa hacía tintinear aún más sobre su cabeza su absurdo cucurucho de lágrimas. De pronto los hacendados y sus esposas dieron un grito de júbilo, y se arrojaron en tropel a bailar sobre la pista, ya en pleno despelote de sus vergüenzas más íntimas. Los gerentes del Banco, por su parte, enfurecidos con los hacendados y con sus socios norteamericanos, se abalanzaron sobre ellos, desatándose entre la concurrencia un verdadero huracán de pistoletazos, carterazos y zancadillas, como hasta entonces jamás se había visto en Santa Cruz. Al sexto compás quedó por fin revelada la sorpresa de Adriana, aquel espectáculo escandaloso, inconcebible, que provocó aquella noche la retirada de los socios norteamericanos del banco, así como la ruina involuntaria de su marido. La visión de su cuerpo empolvado, desvergonzadamente desnudo dentro de su traje de Isolda, idéntico al del Quiosco del Amor. Al terminar la pieza, Adriana había dejado de reír. Se dio cuenta de que estaba llorando, y no entendía por qué.