Memorias de Maldito Amor

Tomé el título de mi novela de una danza de Juan Morel Campos, nuestro compositor más prolífico en el siglo XIX, porque los conflictos a los que me refiero en ella comenzaron precisamente en ese siglo. Al presente Puerto Rico es un país de aproximadamente seis millones de habitantes, tres de los cuales viven en la isla, tres en el extranjero. Los que sufren el insilio sueñan muchas veces con una isla que no existe más que en su imaginación; los que viven el exilio mueren soñando regresar algún día o se pasan la vida viajando entre uptown NY y downtown SJ, habitantes de esa aterradora tierra de nadie que sobrevuelan los aviones de Eastern y de Pan Am. La tragedia de los puertorriqueños puede decirse que es precisamente el tener tan cerca su Paraíso, porque esto abona la falsa ilusión de poder regresar a él cuando queramos. ¿Existe en realidad el Paraíso cantado por Morel? ¿Existió alguna vez? En mi novela trato de enfrentarme a ese problema, que sospecho se encuentra relacionado con nuestra identidad nacional.

Maldito Amor intentó ser, entre otras cosas, una parodia de la novela de la tierra. Desde Andrés Bello hasta las novelas de hace sólo cincuenta años el concepto de nacionalidad, así como de una cultura latinoamericana, se encontró ligado profundamente a la naturaleza; o más bien a la imagen literaria que la literatura proyectaba de ella. Si la naturaleza o, aun más específicamente, el sistema metafórico que conforma ese concepto, ha sido la superficie sobre la cual la literatura latinoamericana ha inscrito el mito de su legitimidad, también resulta cierto que el concepto de nacionalidad de Latino América ha sido en muchos casos legitimado a través de la presencia de la naturaleza, o de los tipos específicos de naturaleza que existen en nuestros países. Así, la presencia de la pampa es de importancia principal en la definición de la nacionalidad argentina; la del llano en la venezolana; de la jungla en la colombiana; del páramo en México. Puerto Rico también produjo su novela de la tierra, La llamarada, de Enrique Laguerre (1935), donde la nacionalidad se perfila alrededor del infierno del cañaveral.

Ese mundo de amplias verandas y aristocracia de dril que luego Palés Matos habría de satirizar sangrientamente en sus poemas, aparece tanto en la novela de Laguerre como en un sinnúmero de otras obras, como el desiderátum de una identidad puertorriqueña trágicamente perdida. La crítica social a las injusticias del sistema de explotación agraria, que se encuentra también presente en estas obras, convive con una idealización de la vida romántica de la hacienda y sus dueños que permanece como paradigma o ejemplo en la mente de las capas populares por mucho tiempo. Maldito Amor intenta, de alguna manera, parodiar esa visión de la historia y de la vida señorial de la hacienda, arrebatarle al mito su poder de conferir autoridad e identidad, ya que la tierra (y la sociedad que generó entre nosotros) constituyó siempre en nuestro caso una realidad conflictiva e insuficiente. El regreso a la romántica vida de la tierra, a la hacienda azucarera, cafetalera o tabaquera, que proponen tanto La carreta de René Marqués, como Solar Montoya y Cauce sin río de Laguerre, así como los poemas de gran parte de nuestros poetas modernistas, para mencionar sólo algunos ejemplos, constituyó desde sus comienzos una actitud reaccionaria, insostenible en el mundo moderno. La vida de la tierra era, cuando estaba siendo cantada y mitificada por nuestros escritores de la primera mitad del siglo, algo que ya pertenecía al pasado, puesto que bajo la influencia norteamericana la isla había sufrido, para 1950, un intenso proceso de industrialización.

Creo que no debe existir en la historia de los pueblos uno cuyo nombre geográfico resulte más irónicamente adecuado que el nuestro. Puerto Rico fue siempre, desde el siglo XVII, cuando se extinguieron rápidamente las pocas minas de oro que poseía, uno de los pueblos más pobres de América, aunque hoy esto ya no es así. La riqueza imaginaria de la tierra, combinada a una pequeñez demasiado real (“rectángulo de tierra que mide ciento diez millas de largo por treinta y cinco de ancho”) sirvió de inspiración a un sinnúmero de nuestros poetas en el pasado. Desde Gautier Benítez, quien por primera vez identificó nuestra configuración geográfica con nuestro carácter moral en esos versos que dicen: “Todo es en ti voluptuoso y leve, dulce, apacible, halagador y tierno; y tu mundo moral su encanto debe, al dulce influjo de tu mundo externo”; hasta José de Diego, quien nos compara al “verde escudo en un relicario” que habrán de prenderle al pecho después que muera; y Lloréns Torres, quien nos llama “esmeralda en el pecho azul del mar”; la poesía sirvió para subrayar esa imagen de pequeñez, de ternura aniñada y desvalida, que Gabriela Mistral intuyó en su breve estadía en la isla al dedicarnos un poema intitulado “Cordelia de los mares”.

Si la “riqueza” imaginaria de nuestra tierra, claramente implícita en la segunda parte de nuestro nombre, sirvió para definir la identidad puertorriqueña durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, la primera parte de nuestro apelativo ha servido para establecer nuestra identidad en la edad moderna. Entre el Puerto y el Rico, en otras palabras, media nada menos que la transformación de la isla, de una sociedad agraria de inmovilidad feudal, a una sociedad industrializada en la cual la identidad se encuentra íntimamente ligada al cambio, a la constante transformación. El “Puerto” ha permanecido curiosamente mudo en la obra de nuestros poetas: casi ninguno ha cantado la naturaleza de esa mitad oculta de Puerto Rico, en la que yace hoy su carácter más auténtico, así como también traicionero.

Puerto Rico le ha dado albergue tradicionalmente a un sinfín de refugiados que han venido a tocar a sus puertas legal o ilegalmente; desde los venezolanos que durante el siglo XIX y comienzos del XX venían huyéndole a la guerra de independencia y a las matanzas del General Gómez; a los dominicanos que desafían hoy en las noches el violento estrecho de la Mona en botes de remo para desembarcar clandestinamente por Rincón y Aguada; a los haitianos que fueron echados de los campos de cuarentena del continente y a quienes todos los países menos Puerto Rico cerraron sus puertas; a los más de cincuenta mil cubanos que han huido de la revolución y se han refugiado en él. Estas inmigraciones recientes, sin embargo, le han dado a la isla un carácter de antesala o de patria transitoria, de peñón en medio del océano sobre el cual es útil apoyarse antes de “brincar el charco grande”. Así, los venezolanos, dominicanos, jamaiquinos y cubanos permanecen en la isla algunos años, quizá hasta una generación, pero sueñan siempre con el día en que podrán ingresar a los Estados Unidos, que constituye para ellos el verdadero objeto de su viaje.

Las inmigraciones recientes refuerzan una característica ya insinuada en la personalidad puertorriqueña en siglos anteriores: su fragmentación, su incapacidad para definirse como una entidad política y social coherente. Las inmigraciones de corsos, mallorquines, canarios, andaluces, extremeños, etc., por una parte, y de habitantes de Africa, por otra parte, que tuvieron lugar en el pasado, crearon una sociedad fragmentada en castas, que incluso habitaron durante el siglo XVII distintas regiones geográficas: la altura fue poblada por el jíbaro, descendiente de los españoles, y la bajura por el negro, que se importó para llevar a cabo en la isla las arduas labores de la caña. Esta fragmentación social significaba también una fragmentación cultural profunda, que sólo comenzó a soldarse en el siglo XVIII al surgir una clase social intermedia, la del mulataje. Fue en este sector social donde se fundaron por primera vez los valores culturales puertorriqueños, que comenzaron a definirse en el siglo XIX.

No creo que exista otro país latinoamericano donde la definición de la nacionalidad constituya un problema tan agudo como lo es hoy todavía en Puerto Rico. La nación se debate en un constante autoexamen que recuerda la obsesión de los novelistas españoles del noventa y ocho con el qué somos y el cómo somos. ¿Somos latinoamericanos o norteamericanos? ¿Seremos estado de la unión, estado libre asociado o país independiente? ¿Base nuclear y militar, o puente conciliador entre las dos culturas? ¿Cordero pascual del escudo de los Reyes Católicos o chivito estofado de San Juan Bautista? ¿Piragua de papel en aguas de piringa o peñón de Gibraltar perdido en el Caribe? ¿Gallito kikirikí guapetón o veleta vertiginosa, que cuando apunta hacia el sur nos dirige hacia el norte y cuando apunta hacia el norte nos dirige hacia el sur? ¿Paraíso del perito político o del perrito lingüístico? País esquisinfrénico con complejo de Hamlet, nuestra personalidad más profunda es el cambio, la capacidad para la transformación, para el valeroso transitar entre dos extremos o polos.

Isla, entonces, escasamente tierra, pero todo corazón y puerto, lugar de tristes despedidas y de eufóricos recibimientos, entrada y salida, quicio y dintel, pórtico, portezuela, trampa; país tamaño sello y con complejo homeopático; foto que todos cargamos en el bolsillo; país rico de puerto y pobre de costas; Puerto Rico oxímoron de Costa Rica; país apostillado por América del Sur y apestillado con América del Norte; pero ante todo y sobre todo, atracadero, desembarcadero, fondeadero del Paraíso de sueños. El mito confunde y a la vez fortalece: los puertorriqueños no están nunca seguros de si su isla de veras existe, de si existió alguna vez fuera de su entelequia; patria de inmigrantes a punto de partir, nunca se llega a ella plenamente, razón por lo cual no podemos nunca olvidarla. El puerto nos define, nos constituye en un país de caracoles viajeros, de peregrinos que vamos por el mundo con nuestra casa a cuestas.

En Maldito Amor intento contar esta transformación de Puerto Rico en Puerto; lo que podría llamarse el mito de la moderna (o posmoderna) nacionalidad puertorriqueña. Por ello la novela comienza en una hacienda azucarera y termina en San Juan, la ciudad puerto por excelencia. Y por ello en el texto hay tantas voces contrapuestas: está el abogado novelista, Don Hermenegildo Martínez, que quiere instituir en el pueblo la fama y el buen nombre de Ubaldino De la Valle, héroe político máximo del pueblo de Guamaní, y que escribe para ello la epopeya del caudillo ficticio. El discurso de Don Hermenegildo cuenta la versión oficial del Puerto “Rico” Paraíso perdido, un mundo feudal y agrario, en el cual supuestamente no existían ni la injusticia ni el hambre. Titina, Doña Laura y Gloria, por otra parte, los personajes femeninos de la novela de Don Hermenegildo, cuentan la historia del Puerto de Guamaní, donde todo cambia y no hay realidad segura. Son ellas las que ponen en entredicho la voz del novelista oficial y desafían el mito del cacique héroe. En Maldito Amor, en fin, la literatura, el lenguaje mismo constituye el centro de la disputa por el poder que llevan a cabo los personajes. Todo lo que ellos cuentan es chisme, mentira, calumnia desatada, y sin embargo todo es cierto.