l dulce olor a chocolate era embriagador. Papá Noel señaló hacia el fondo del edificio del banco, donde los empleados del banco de los elfos transportaban de un lado a otro enormes sacos de monedas doradas.
—Sabes de qué están hechas esas monedas, ¿no? De chocolate. Todo el dinero de los elfos es de chocolate. Del chocolate más delicioso del mundo.
—¡Sigue pareciéndome ridículo! —dijo Mary riendo.
Papá Noel se acercó a una empleada que estaba sentada detrás de una mesa. Según la plaquita identificadora que llevaba prendida en la ropa, se llamaba «SOBERANA».
—Hola, Soberana —la saludó Papá Noel.
—¡Hola, Papá Noel! —le devolvió el saludo Soberana. Sonreía de oreja a oreja—. ¡Qué alegría verte! ¿Y las que te acompañan son las humanas que viven contigo?
—Sí, así es. Te presento a Mary y a Amelia.
—Hola —dijimos a la vez Mary y yo.
Soberana no paraba de reír.
—Caramba. Los humanos sois todos muy altos. Son casi tan altas como tú, Papá Noel.
—Es que, desde un punto de vista técnico, yo también soy humano. Un humano con beljuro, pero humano de todos modos. Mira, Soberana, venimos porque tengo que sacar algo de dinero de mi cuenta.
—Por supuesto, Papá Noel. ¿Cuánto necesitas?
Papá Noel carraspeó un poco antes de responder.
—Veamos... mil monedas, por favor.
Soberana casi se cae de la silla del susto.
—¿Mil monedas?
—Sí, por favor.
Soberana sacó un libro de contabilidad de debajo de la mesa. En la tapa podía leerse: «CUÁNTO DINERO TIENE CADA UNO».
—Oh —dijo Soberana—. Oh. Oh.
—¿Oh, qué?
—Oh, vaya.
—¿Oh, vaya qué?
—Oh, vaya que no tienes dinero suficiente.
—¿Cuánto dinero tengo en la cuenta?
—Tienes ochocientas treinta y siete monedas. Lo cual me parece raro, puesto que en noviembre tenías en la cuenta veintitrés mil setecientas veintinueve monedas.
Papá Noel suspiró, evidentemente incómodo.
—Es... es que... me las he comido casi todas.
Soberana frunció el entrecejo y movió la cabeza en un gesto de desaprobación.
—No deberías andar comiéndote tu dinero, Papá Noel.
—Es que está delicioso. Y era noviembre. Y estaba estresado con la llegada de la Navidad. ¿Por qué tenéis que hacerlo tan delicioso? Este nuevo chocolate que utilizáis es increíble.
—Sí. Es la nueva fórmula de Coco. La pusimos en circulación el otoño pasado.
—No tiene sentido. Si queréis que la gente no se coma el dinero, será mejor que no lo hagáis tan sabroso.
Soberana suspiró.
—Esto es Elfhelm. Aquí nada tiene sentido. Por ejemplo, no tiene ningún sentido que tú seas el Líder del Consejo Élfico, seas también el responsable del Taller de Juguetes y solo te pongas un sueldo de cincuenta monedas al mes.
—Bueno —dijo Papá Noel—, ¿y por qué tendría que ponerme un sueldo más alto que el que reciben los que trabajan para mí? Trabajan tan duro como yo. Y, además, yo no hago esto por dinero.
—Pues a lo mejor deberías hacerlo —replicó Soberana.
Papá Noel se volvió hacia Soberana y dijo:
—¿Podrías concederme un préstamo? Solo necesito ciento sesenta y tres monedas más.
Soberana se rascó la cabeza, pensando, y siguió rascándose la cabeza un rato más.
—Sí. Te lo concedo.
—Estupendo.
—Pero tendrás que esperar seis meses.
—¿Seis meses?
—Sí. Los elfos son buenos trabajadores, pero malísimos en todo lo relacionado con el papeleo. Ya lo sabes. Son peores que los duendes.
Papá Noel puso mala cara.
—¿Peores que los duendes? ¡No hay nadie peor que los duendes!
—Lo siento —dijo Soberana.
—Tranquila —replicó Papá Noel—. Ahorraré. Y no tardaremos tanto en reunirlo.
—Ganaré dinero de un modo u otro —dije en cuanto llegamos a casa.
Mary empezó a hacer un movimiento negativo con tanta fuerza que pensé que se le saldría la cabeza de sitio.
—No digas tonterías, Amelia. Tú tienes que ir a la escuela. Tienes once años. Eres demasiado joven para trabajar.
Me encogí de hombros.
—Desde los ocho años limpiaba las chimeneas más sucias y llenas de hollín de todo Londres. Puedo trabajar. Estoy hecha para trabajar... Le propondré a Rosquete si quiere que le eche una mano en la Escuela de Trineos.
Papá Noel suspiró.
—Ya te he dicho que es un poco raro. Le gusta trabajar solo.
—Lo sé. Pero ¿y si voy y le limpio la escuela mientras él no está?
—Creo que lo mejor es que te mantengas una buena temporada lo más alejada posible de Rosquete.
Capitán Hollín, intuyendo que algo iba mal, saltó a mi regazo y empezó a ronronear. Cogí un poquito de tarta que me había dejado antes sin comer. Estaba deliciosa de verdad. Pero no pude disfrutarla. Es lo que pasa con el sentimiento de culpa. Te lo roba todo. Incluso la alegría de poder disfrutar de una tarta de arándanos.
—Tendré que ponerme otra vez a deshollinar chimeneas.
Mary me miró horrorizada.
—¿Deshollinar chimeneas? ¡Amelia! Eso forma parte de tu antigua vida. Una vida que ya no tiene nada que ver contigo.
—Lo sé. Pero en eso soy buena. Mientras que en las cosas de elfos soy nefasta. Sé deshollinar chimeneas perfectamente. Y, además, tampoco estaba tan mal. El hospicio era mucho peor.
Papá Noel estaba negando con la cabeza.
—No, Amelia. No puedes.
—¿Por qué?
—¿Has visto el tamaño de las chimeneas de los elfos? No cabes de ninguna manera.
Y tenía razón. Las chimeneas de los elfos, como todas las cosas de los elfos, eran mucho más pequeñas que las chimeneas de los humanos.
—Meterte en una chimenea de elfos te sería literalmente imposible. Y si lo consiguieras, jamás lograrías salir.
—Pero tú cabes en cualquier tipo de chimenea.
—No en las de los elfos, pero lo mío es distinto. Me hicieron un beljuro. Soy mágico.
—¿Y por qué no me hacen también a mí un beljuro? —pregunté.
Ser la criatura menos mágica de todo Elfhelm era espantoso. Era incluso menos mágica que Capitán Hollín, porque él era un gato y los gatos son mágicos por el simple hecho de ser gatos.
—Sabes perfectamente por qué, Amelia. Porque solo puede hacerse el beljuro a alguien que esté muerto, o a punto de morir. El beljuro te devuelve a la vida. No se puede andar haciendo beljuros así como así. Un beljuro es la esencia de la esperanza más auténtica. No puede falsificarse. Y cualquier beljuro conlleva mucho riesgo, además.
—Y tener el beljuro no implica necesariamente que puedas practicar el beljuro —añadió Mary—. A mí me hicieron el beljuro hace casi un año. Y cada semana asisto a clases y aún no puedo ni flotar por los aires ni mover cosas con la mente ni detener el tiempo ni nada de todo eso. Basta con que mires la decoración de la casa.
Miramos a nuestro alrededor y nos echamos a reír.
—Ni siquiera soy capaz de bailar la cachizumba —dijo Mary con una sonrisa.
Papá Noel le tocó la mano con cariño.
—Ya llegará, pastelito. Es cuestión de tiempo.
Mary suspiró y se quedó mirándome.
—Piensa, Amelia, que con ser como eres ya tienes magia suficiente.
Entonces la que suspiró fui yo. Un suspiro muy largo.
Los ojos de Papá Noel se iluminaron un poco.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Puedes trabajar en el Taller de Juguetes.
—¿El Taller de Juguetes?
—Sí. El sábado. Y no es un sábado cualquiera. Es el sábado antes de Navidad. Y la semana antes de Navidad los elfos reciben un sueldo de doscientas monedas de chocolate al día.
—¿Y si no lo hago muy bien?
Papá Noel se echó a reír, como si lo que yo acababa de decir fuera una ridiculez.
—Por supuesto que lo harás bien.
—Ten en cuenta que en la escuela soy malísima fabricando juguetes.
Papá Noel agitó la mano, como si mis preocupaciones fueran una mosca que pudiera espantar.
—El trabajo en el Taller de Juguetes no consiste solamente en fabricar juguetes. Allí se hacen muchas más cosas. Algo te encontraremos.
Sonreí. Estaba preocupada, pero no quería ser una molestia mayor de lo que ya había demostrado que era.
—De acuerdo, pues —dije—. ¿A qué hora tengo que empezar?
—A Demasiado Temprano. La hora favorita de los elfos.
Estuve a punto de decirle «¡Pero si yo no soy un elfo!». Pero me callé. Lo dije solo mentalmente.