o! —grité.
El tema es que no habría pasado nada si Capitán Hollín hubiese saltado de nuevo hacia atrás. Pero no lo hizo. Saltó en dirección contraria. Hacia delante. Fuera del trineo. Y cuando miré por encima del lateral, no lo vi por ningún lado. No estaba.
Y entonces lo localicé.
Capitán Hollín había aterrizado en el lomo de Relámpago y estaba aferrado a él para no caerse. Y cuando Relámpago giró la cabeza y vio aquella criatura negra y peluda clavándole las garras en el pelaje, abrió mucho los ojos, horrorizado. Se sacudió para sacarse el gato de encima. Y después ya no vi mucho más porque me vi impulsada hacia atrás, caí de nuevo en el trineo y no pude incorporarme otra vez porque aquello no dejaba de dar bandazos. Intenté recuperar las riendas, pero el trineo se movía muy rápido, arriba y abajo, de lado a lado.
—¡Relámpago! ¡Cálmate! ¡Relámpago! ¡No pasa nada! ¡No es más que un gato! ¡Relámpago! ¡Relámpagoooooooo!
Relámpago galopaba a toda velocidad, adelantó incluso a Brioso y dejó a todos los demás elfos y renos atrás.
Yo solo oía la voz de Rosquete muy lejos, chillando:
—¡Amelia! ¡Amelia! Pero ¿qué haces? ¡Vuelve aquí inmediatamente! ¡Controla tu reno! ¡Amelia! ¡Estás acabada...!
Dejé de oír a Rosquete. Relámpago galopaba a la velocidad de la luz. El trineo se había estabilizado un poco porque Relámpago avanzaba hacia una única dirección, aunque con una rapidez increíble.
De un modo u otro, y con gran esfuerzo, conseguí ponerme en pie. Me sujeté a ambos lados del trineo, asomé la cabeza y, horrorizada, vi que íbamos directos hacia el lugar que nos habían dicho que debíamos evitar: las Colinas Boscosas.
Miré hacia atrás y apenas vislumbré los demás trineos. Elfhelm parecía una ciudad de juguete, llena de vivos colores, que iba desapareciendo a lo lejos.
—Oh, no, oh, no, oh, no.
Me incliné sobre un lado y, desesperada, intenté hacerme con las riendas de cuero que se agitaban como serpientes excitadas.
—Oh, no, oh, no, oh, no, oh, no, oh, no.
Pero era inútil. Era imposible pillarlas. Vi entonces que Capitán Hollín se desplazaba por encima del lomo de Relámpago, hacia el cuello.
—¡No, Capitán! No. Hacia el otro lado. Ven hacia mí. Vamos. Por favor, Capitán. ¡Por favor!
Pero pedirle algo por favor a un gato no sirve de nada. De hecho, pedirle cualquier cosa a un gato no sirve de nada. Un gato siempre será un gato. Pero ¿qué podía hacer si no?
Empezaba a tener la sensación de que Relámpago galopaba para intentar alejarse de Capitán Hollín. Lo cual era complicado, puesto que Capitán Hollín parecía haberse pegado a su lomo.
Miré hacia abajo. Estábamos muy altos. Más altos que los árboles que sobrevolábamos. Y ya muy lejos de Elfhelm. De hecho, ya no se veía. Debíamos de estar a muchos kilómetros.
—Oh, no, oh, no, oh no, oh, no, oh, no, oh, no, oh, no, oh, no, oh, no, oh, no, oh, no, oh, no, oh, no.
—¡Relámpago! —grité una última vez para detener al reno, que parecía haberse vuelto loco—. Tranquilo, tranquilo, tranquilo...
De pronto, se me ocurrió una idea.
Era una idea de lo más tonta, pero fue la única que se me ocurrió.
Necesitaba controlar a Relámpago. Y desde el trineo era imposible controlarlo. Era totalmente imposible sin las riendas.
No. La única manera de controlar a Relámpago y las riendas, y recuperar luego a Capitán Hollín, era saltar desde el trineo al reno.
Me coloqué lo más adelante posible del trineo y puse el pie izquierdo en el salpicadero, justo encima del barómetro de la esperanza, que estaba en su nivel más bajo posible: «Poquísima Esperanza, La Verdad». Me sujeté con cuidado en la pequeña barra metálica delantera y levanté el otro pie.
El viento gélido me azotaba la cara con una fuerza inaudita y el pelo se proyectaba completamente hacia atrás.
—Muy bien —me dije—. Adelante, Amelia. Puedes hacerlo. Capitán Hollín lo ha hecho antes. Aunque Capitán Hollín es un gato, y los gatos son muy buenos saltando y también muy buenos aterrizando. Venga, vamos. Deja ya de discutir contigo misma. Hazlo y ya está. ¡HAZLO!
Y lo hice.
Salté por los aires y aterricé con un batacazo justo encima del culo de Relámpago. El reno se arqueó en el aire como un toro salvaje para intentar desprenderse de mí.
—¡Relámpago! —grité cuando me golpeé la cara contra su lomo—. Pero ¿qué haces, Relámpago? ¡Soy yo, Amelia!
Y me entendió, porque se amansó un poco y aplacó su nivel de locura. El galope aéreo empezó a ralentizarse hasta el trote.
—Buen chico, Relámpago. Buen chico.
Y entonces tenía que decidir. O intentar recuperar a Capitán Hollín o intentar recuperar las riendas.
Y decidí ir a por las riendas.
Tomé la decisión errónea.
Porque el momento en que sujeté por fin las riendas fue también el momento en que Capitán Hollín se soltó del lomo.
—¡Oh, no!
Me lancé rápidamente hacia Capitán Hollín, pero solo conseguí rozarle la punta blanca de la cola antes de que empezara a caer, a toda velocidad, hacia los árboles de abajo.
—¡Capitááááááán!
Tiré de las riendas con fuerza hacia abajo porque sabía, según me había explicado Rosquete, que era la forma de indicar a un reno que tenía que empezar a descender y prepararse para el aterrizaje.
—¡Hacia abajo, Relámpago! ¡Baja! ¡Baja! ¡Baja!
Creo que Relámpago sabía lo que acababa de hacer. Creo que hasta aquel momento no fue consciente de que tenía un gato en la espalda. Simplemente notaba que allí había algo y no le gustaba en absoluto. Pero de pronto me dio la impresión de que entendía que lo que tenía en la espalda no era simplemente «algo». Había comprendido que se trataba de mi gato y que era muy importante para mí y que, en consecuencia, también era importante para Papá Noel, y si algo odiaban por encima de todas las cosas los renos, y muy especialmente Relámpago, era hacer enfadar a Papá Noel. De modo que Relámpago se proyectó hacia abajo, a más velocidad que la gravedad, en dirección a Capitán Hollín.
El trineo nos estaba ralentizando, así que solté las correas que lo sujetaban al reno y el trineo salió disparado por detrás de nosotros.
Y entonces lo vi.
Una manchita negra que iba aumentando de tamaño a medida que nos acercábamos. Íbamos más rápido nosotros que Capitán Hollín en su caída.
Estaba ya a la altura de las puntas más altas de los abetos que poblaban las montañas. Pero comprendí que las ramas de color verde oscuro no ralentizarían ni amortiguarían el descenso, puesto que estaba demasiado lejos, justo en una zona entre árboles.
—¡Más rápido, Relámpago! ¡Corre todo lo que puedas! ¡Corre tan rápido como la magia!
Deseé que Papá Noel estuviera a mi lado. De haber estado conmigo, habría hecho algún beljuro y habría detenido el tiempo. Aunque, la verdad, de haber estado Papá Noel allí nada de todo aquello habría pasado.
Capitán Hollín.
Estaba justo allí.
Lo veía perfectamente, girando sin cesar por los aires, con la cola agitándose como una serpentina.
Extendí los brazos y conseguí cazar a Capitán Hollín al vuelo antes de que cayera al suelo. Relámpago hizo entonces una cabriola en el aire y remontó el vuelo a toda velocidad para que no nos estampáramos todos.
—¡Ya está, Capitán! ¡Ya te tengo! ¡Estás a salvo! ¡Y estamos vivos! ¡No sé cómo, pero estamos todos vivos!
Me inundó una sensación de alivio que me sentó tan bien como un vaso de leche caliente. Y justo en el momento en que Relámpago bajaba el ritmo con la intención de aterrizar con suavidad en el bosque, se oyó a nuestras espaldas un sonido increíblemente potente que rompió toda nuestra felicidad.
¡PLAM!
Cuando me di la vuelta vi que era el trineo, el resplandeciente Ventisca 360 hecho añicos en el suelo, convertido en un montón de basura humeante.
—¡OH, NO!