se hizo realidad.
Papá Noel debió de decir alguna cosa.
Porque el lunes siguiente por la tarde —justo una semana antes de Navidad— me dieron por fin permiso para participar en las clases de conducción de trineo. Y estaba, si quieres que te sea sincera, superemocionadísima. Apenas pude pegar ojo durante todo el fin de semana. Y cuando me levanté el lunes por la mañana, Papá Noel me recomendó que saltara en la cama elástica «al menos media hora» para controlar un poco la emoción. Estaba ante mi única oportunidad de adaptarme a la escuela. Era la única cosa de elfos que sabía que era capaz de hacer.
El profesor, Rosquete, era buen amigo de Papá Noel. Cuando Rosquete tenía cinco años de edad, Papá Noel le salvó la vida. Una vez, cuando le pregunté a Papá Noel cómo le había salvado la vida, meneó la cabeza en un gesto de preocupación y dijo: «Hay cosas que es mejor olvidar». A Rosquete no le gustaba nada hablar, a no ser que fuera sobre trineos, de modo que yo no sabía nada más al respecto.
Así que llegamos a la Escuela de Trineo, en el Gran Sendero. Los trineos de aprendizaje, pintados de rojo y de blanco, estaban colocados en fila. Eran pequeños, mucho más pequeños que el trineo de Papá Noel, y solo era necesario un reno para tirar de ellos.
—Currusquito, tú coge a Saltarín —dijo Rosquete, señalando el primer trineo.
Currusquito obedeció encantado la orden.
—¡Voy volando!
—Centella, tú irás con Brioso.
—Sí, señor Rosquete —dijo Centella.
—Copo de Nieve, a ti te toca con Cometa.
Y así siguieron hasta que cada elfo tuvo adjudicado su trineo y su reno.
Le hice señas a Rosquete, que hizo como si no me viera.
—¿Y yo? ¿No puedo tener un trineo? —pregunté.
Rosquete entrecerró los ojos. Por debajo del flequillo, me pareció que me miraba con recelo.
—Los humanos no deberían volar en trineo.
Tuve enseguida la sensación de que a Rosquete no le gustaban mucho los humanos.
—Papá Noel es humano.
Rosquete negó con la cabeza.
—Papá Noel no es un humano normal y corriente. Papá Noel es un humano con beljuro.
Me acordé entonces de que, cuando mi madre se puso enferma y me encargaba yo de su clientela, la gente pensaba que era demasiado joven para andar deshollinando chimeneas. Pero les demostraba siempre que estaban equivocados, y aquel día estaba dispuesta a demostrarle también a Rosquete que se equivocaba. Me mantuve firme.
—Sé volar con trineo —dije—. Y a eso he venido.
Centella y Brioso se dirigieron a la pista de despegue, y detrás de ellos, Currusquito y Saltarín y todos los demás elfos.
De pronto, me invadió la espantosa y conocida sensación de sentirme excluida. Y se me llenaron los ojos de lágrimas.
—De acuerdo, vale —dijo Rosquete—. Pues habrá que encontrarte un trineo.
Sonreí.
—Gracias, señor Rosquete.
—Y haz todo lo que yo te diga, ¿entendido?
—Sí, sí, se lo prometo.
Salí al jardín. Los elfos habían ocupado ya todos los trineos con sus renos. Y entonces vi, en una esquina, un trineo pequeño de color blanco, vacío y reluciente, atado a Relámpago, el reno de Papá Noel. Era aquel trineo que vimos meses atrás, el día que fuimos a visitar la tienda de caramelos de Bombón. Aquel trineo tan reluciente, tan bonito y tan caro.
—Ya está —dije señalándolo—. Ese.
—Ese es un Ventisca 360 —repuso Rosquete con cara de gran preocupación.
—¿Y?
—Pues que es mi trineo más nuevo. Está valorado en mil monedas de chocolate.
Miró a su alrededor, desesperado por localizar otro trineo que asignarme, pero todos estaban ya ocupados y listos para despegar.
Rosquete me miró con exasperación.
—De acuerdo. Puedes volar con el Ventisca 360. Pero tienes que ir con mucho cuidado. Con mucho mucho mucho mucho mucho cuidado. ¿Me has entendido bien?
—Sí. Con mucho mucho mucho mucho muchísimo cuidado. Cinco «muchos». Entendido.
Me acompañó y subí al trineo. El asiento era cómodo y lujoso.
Rosquete señaló el salpicadero del trineo. Las puntas de sus dedos de elfo sobresalían por los extremos de los guantes sin dedos. El cuadro de mandos era una versión en pequeño del del trineo de Papá Noel.
—Aquí tienes el altímetro, y esto es el barómetro de la esperanza, que tiene que mantenerse siempre con la flecha apuntando ahí, y tienes que comprobar que la señal del convertidor de esperanza esté siempre iluminada. La brújula está en el centro. Idealmente, la flecha de la unidad de propulsión tiene que mantenerse entre ochenta y cien, pero tienes que subirla a ciento cincuenta para despegar y bajarla a sesenta cuando te dispongas a aterrizar. Y las riendas son de la mejor calidad que existe, razón por la cual la dirección es muy ligera y tienes ir con cuidado. Con tirones muy delicados virarás a derecha o izquierda. Tira hacia abajo para descender. Tres tirones para un giro brusco. ¿Entendido?
Asentí.
—Entendido.
Miré el barómetro de la esperanza. Funcionaba recogiendo las partículas de esperanza que flotaban en el aire. Y en aquel momento, desde que Elfhelm había firmado la paz con los troles, había mucha esperanza en el ambiente.
Rosquete murmuró alguna cosa para sus adentros y me dejó con el trineo. Se situó en la parte delantera del jardín, al lado de la pista, y empezó a gritar órdenes a todo el mundo.
—Muy bien, atención todos, en un minuto, cuando os vaya nombrando, tiraréis de las riendas cinco veces y el reno empezará a galopar al máximo de velocidad posible por la pista.
La pista era como cualquier otro espacio despejado y cubierto de nieve de Elfhelm. Y no era muy larga. Tenías que elevarte rápidamente, pues, de lo contrario, podías acabar estampándote contra el edificio de la escuela.
—Entonces, os elevaréis con delicadeza —dijo Rosquete—. Acomodaos bien en el asiento y no soltéis las riendas. En cuanto estéis en el aire, ya todo es muy sencillo. Un pequeño tirón de las riendas hacia la derecha para ir a la derecha y hacia la izquierda para ir a la izquierda. ¿Entendido?
—Sí —asintieron todos los elfos con impaciencia.
—¡Amelia! —gritó Rosquete—, ¿me has oído?
Moví la cabeza en un gesto afirmativo.
—Perfecto, muy bien. Y ahora, la regla principal que debéis seguir —continuó Rosquete—. Cuando estéis volando, aseguraos de que única y exclusivamente trazáis círculos por encima de Elfhelm. No os acerquéis a la Montaña Muy Grande y no vayáis nunca hacia las Colinas Boscosas. Es muy importante.
Volví a asentir y fue entonces cuando oí un leve «miau». Bajé la vista y vi los ojos verdes de Capitán Hollín mirándome fijamente. Vi también sus pequeñas huellas marcadas en la nieve. Era increíble.
—Te he dicho que te quedaras en casa —susurré—. Vuelve enseguida a casa. No tendrías que estar aquí. Los gatos no pueden subir.
Capitán Hollín me ignoró por completo y subió de un salto al trineo.
—¡No! Sal de aquí. Vete. Vuelve a casa. No puedes estar aquí, Capitán, o acabarás metiéndome en pro...
—¿Pasa alguna cosa, Amelia?
Rosquete se había dado cuenta de que me estaba comportando de forma un poco extraña y todos los elfos se volvieron hacia mí.
No podía contarles la verdad, de ninguna manera. De hacerlo, me metería en problemas y Rosquete lo utilizaría como excusa para que me perdiera la clase y me haría sentir otra vez como una humana alta y rara que era un cero a la izquierda en todo. Estaba ante mi única oportunidad de demostrarles que había una cosa en la que no era un cero a la izquierda: conducir un trineo.
—No, nada importante. No pasa nada.
Rosquete se quedó mirándome con recelo un rato más.
—Bien. Pues, en ese caso, sujetad las riendas y vamos a empezar.
Nunca había vivido una sensación mejor.
Estar en el cielo, con Elfhelm a mis pies, con el aire soplándome con fuerza en la cara y Relámpago galopando, tirando del trineo, con sus pezuñas tocando absolutamente nada.
Todo estaba yendo perfectamente bien. Rosquete se veía muy abajo, y estaba vociferando instrucciones a través de un cono gritador —o así, al menos, lo llamaban los elfos— pintado a rayas blancas y rojas.
—¡Muy bien, Currusquito! ¡Tensa más las riendas, Centella! ¡Baja el ritmo, Copo de Nieve! ¡Eso es, Amelia! ¡Bien hecho!
No podía ni creerlo. Era asombroso. Rosquete acababa de lanzarme un cumplido, pensaba que lo estaba haciendo bien. Y eso era porque realmente lo estaba haciendo bien, y mientras seguíamos trazando círculos en el cielo, todos los elfos se iban volviendo para mirarme.
Estaba controlando cómodamente las riendas. Relámpago se mostraba relajado y galopaba sin gran esfuerzo. El barómetro de la esperanza se mantenía estable en torno a la marca que indicaba «Esperanzado de Verdad».
Miré hacia abajo y vi la escuela, el Taller de Juguetes y el ayuntamiento. Me pareció ver también a Papá Noel y a Mary, paseando de la mano por la calle de las Siete Curvas.
Seguí a mi ritmo.
—Buen chico, Relámpago —dije—. Adelante.
—¡Una vuelta más! —gritó Rosquete—. Y después, todos a aterrizar en la pista. Tirad de las riendas hacia abajo, por favor. De uno en uno. Empezando por Currusquito y Bailarina... ¿Entendido? ¡Una vuelta más!
Iba todo tan bien que estaba sonriendo, casi riendo. Pensé en lo triste que había sido mi vida humana, atrapada en un hospicio de la mañana a la noche, pero ahora vivía en una tierra mágica, llena de elfos, de cosas maravillosas y, además, estaba volando en trineo. Sí, por mucho que algunas asignaturas me resultaran difíciles de verdad, a partir de ahora todo iría mejor.
—¡Caramba! —exclamó Copo de Nieve cuando Relámpago y yo la adelantamos—. ¡Eres asombrosa!
Y entonces Brioso empezó a galopar a mi lado, más rápido que nunca, con Copo de Nieve de pie en su asiento.
—¡Amelia! —gritó—. ¡Parece que has encontrado por fin tu asignatura favorita!
Y con el viento alborotándome el cabello, yo no podía parar de gritar:
—¡ESTO ES ESTUPENDO! ¡LA VIDA ES ESTUPENDA! ¡QUÉ GUAY!
Y todo esto muchísimos años antes de que la gente dijera «Guay». Estoy segura de que me lo inventé yo. Aunque, sinceramente, lo único que puedo decir es que en aquel momento todo me parecía ideal. Perfecto, de hecho.
Pero entonces...
Capitán Hollín, que había estado dormitando tranquilamente a mis pies, saltó de repente a mi regazo.
—No, Capitán, quédate abajo. Aquí arriba es peligroso. Estamos muy altos.
Pero Capitán Hollín nunca había destacado por seguir mis órdenes. Era un gato, al fin y al cabo.
Pasé a sujetar las riendas con una sola mano e intenté coger a Capitán Hollín con la otra para volverlo a colocar a mis pies. Pero justo en el momento en que intentaba cogerlo, saltó a la parte delantera del trineo, por encima del salpicadero. Y de allí, empezó a resbalar hacia abajo.
—¡Oh, no!
Capitán Hollín arañó toda la parte frontal del Ventisca 360 con sus afiladas garras.
Solté las riendas, me levanté del asiento y me incliné hacia delante para atraparlo. El trineo empezó a desviarse un poco del rumbo que le había marcado.
—¡Amelia! Pero ¿qué haces? —gritó Copo de Nieve, que iba detrás de mí.
No tenía tiempo para responderle. Capitán Hollín estaba muerto de miedo y tenía los ojos abiertos de par en par. Lo pillé rápidamente, aunque con un movimiento torpe, pues estaba prácticamente lejos de mi alcance.
—Eso es, Capitán, ya te tengo.
Pero seguía intranquilo. El viento frío soplaba con tanta fuerza que Capitán Hollín cayó presa del pánico. Y entonces sucedió una cosa espantosa:
Capitán Hollín, asustadísimo y a casi un kilómetro del suelo, consiguió escapar de entre mis brazos.