Estaciono el auto y levanto el gato suavemente e indeciso, imaginando que me va a rasguñar. Me empieza a caer bien, pues no lo hace. El gato deja que lo cargue como si ya supiera que de ahora en adelante esta va a ser su casa.
Es tarde, estoy cansado, y empiezo a caminar hacia mi edificio. Entonces veo delante a la muchacha blanca que acaba de mudarse. Está unos pasos delante de mí, vestida de negro, tiene una cintura menuda y delgada, como si resultara fácil partirla en dos. Voltea a mirar y me ve cargando el gato. Sé que debo oler al yeso de la obra y a kerosene y al humo del incendio. Llega a la puerta antes que yo, saca las llaves y abre. Estoy a punto de darle las gracias y seguir, cuando se da la vuelta y quedamos cara a cara. Tiene una expresión amable con cierto aire de desconfianza. El tipo de mirada que le he visto hacer a la gente blanca frente a los porteros de oficina y los repartidores.
“Perdón,” dice, bloqueando la entrada. “¿Usted vive aquí?”
“Sí, vivo en el tercer piso,” digo cortésmente. Parece aún más indecisa de hacerse a un lado.
“¿De verdad?” sonríe nerviosamente. “¿Entonces no le importaría timbrar? Sólo quiero estar segura.” Observa al gato, pensando tal vez que soy un vago o algo por el estilo. “No quisiera dejar entrar al edificio a nadie desconocido.”
Quisiera arrastrarla por la calle y volverla trizas. Escucha puta blanca, no tengo por qué probar que vivo aquí. He vivido en este barrio desde hace muchos años, cuando esta precisa manzana estaba quemada y caída. Así que hazte a un lado y regresa a ese pueblo en Middle America de donde viniste.
Me hubiera encantado decir eso.
En cambio respiro profundo.
“Es pasada la medianoche,” suspiro. “No quisiera despertar a mis padres.”
¿Por qué estoy siendo educado cuando, a diferencia de ella, yo tengo una historia aquí? “Lo que pasa es que a usted nunca lo había visto aquí. Estos no son apartamentos de alquiler,” comenta, como si yo no lo supiera. Entonces empieza a escarbar la cartera con la mano y la deja ahí. ¿Gas paralizante, pienso, un celular o algo más?
La verdad es que quisiera empujarla a un lado y entrar en mi propiedad. Pero simplemente me quedo ahí. Descubro lo vulnerable y menudo que es su cuerpo. Cómo el tono de sus ojos verdeazules hacen resaltar el reguero de pecas alrededor de la nariz, acentuadas por un reguero aún más grande justo encima del escote en V de su blusa y alrededor de los pechos. La miro fijamente. Pienso en los días de mi infancia, cuando no había casi gente blanca en Spanish Harlem. Uno sólo veía gente blanca cuando iba al trabajo y marcaba tarjeta, y usualmente eran los jefes. En la escuela eran los profesores. En la TV los blancos eran siempre médicos, abogados y detectives. Vivían en otro sector de la ciudad y sabíamos que no éramos bienvenidos en esos sitios. Uno era arrestado en el mismo lugar donde pusiera un pie en sus jardines. Ahora que trato con gente blanca a un mismo nivel, y nunca permito que me mangoneen, me mantengo firme, pero de alguna forma, en Spanish Harlem, siento como si ellos se hubieran metido a mi patio. O a mi jardín. Debería ser yo el que hace las preguntas. Pero la otra voz me dice que si les demuestro amabilidad y educación quedan desconcertados. Esperan al Latino rudo de la calle, y la verdad es que yo soy así, también. Y, por momentos, me cuesta trabajo decidir cuál de las dos caras es la que debo mostrar.
“Por favor, ¿podría timbrar?” dice de nuevo mientras una sonrisa acompaña su última palabra.
El Barrio ya no era mi barrio, y el pasado parecía irrecuperable. Gente blanca viviendo en muchas de estas manzanas. Algunos tenían dinero, otros no, pero se supone que nosotros no debemos meternos con ellos. Debemos aceptar que se muden a nuestros vecindarios, al contrario de cuando los negros y latinos empiezan a entrar en sus suburbios. Cómo nos observan con sus malvados ojos. Les dicen a sus hijos que se mantengan alejados de los nuestros. Se aseguran de que sus hijas se mantengan lejos de nuestros hijos. Nunca nos han dado la calurosa bienvenida al gran Sueño Americano.
“¿Podría por favor sólo timbrar?”
Ahora nos viene con que está cansada.
Ustedes los pobres.
Pero no en mi manzana.
No en mi suburbio.
No en mi edificio.
“Si no timbra, no lo puedo dejar subir.”
Y aquí, en Spanish Harlem, se supone que nosotros debemos tomar el camino más fácil. Como Cristo, poner la otra mejilla. Darles la bienvenida a los blancos y sonreír mientras los accionistas de bienes raíces cambiaban el nombre de Spanish Harlem a Spa Ha, pues El Barrio no era un nombre cool ni pegajoso. Necesitaban un nombre nuevo, algo que atrajera a los yuppies y se sintieran hip usando todo ese negro.
Todo ese negro, justo como el que lleva puesto la muchacha que me bloquea la entrada a mi casa.
“Claro,” le digo, “no me importa timbrar,” y lo hago, además tengo que timbrar varias veces para despertar a mi familia.
“¿Quién es?”
“Pa, soy yo.”
“Coño, ¿no tienes llaves?” mi padre se queja por el interfono y ella suelta una risita ahora que está segura de que vivo aquí.
“Lindo gato,” saca la mano de la cartera y sostiene la puerta para que yo pueda entrar. “Gracias,” digo. Puedo percibir el alcohol en su aliento, y sus mejillas tienen el rosado de la goma de mascar. Seguramente habrá estado bebiendo con sus amigos hasta tarde. Pues con la afluencia de los yuppies, los bares han brotado por todo el barrio. Ha sido valiente en desafiarme. Me pregunto si lo hubiera hecho de no estar un poco entonada.
Seguimos adentro por el vestíbulo y oigo que mi padre pulsa el timbre para abrir.
“¿Vive con sus papás?” Empezamos a subir por las crujientes escaleras.
“Si,” musito, “igual, así tuviera el dinero, nunca los voy a meter en un hogar.”
“¿Perdón?” dice ella.
“Nada,” respondo, preguntándome si lo dije muy alto. “Sí, entre todos nos ayudamos.”
Se muestra de pronto realmente amigable y me cuenta que se llama Helen y que en Manhattan es demasiado costoso y que ella siempre ha querido comprar un apartamento. “Dios, no sé cuánto pagan ustedes, pero incluso en este vecindario, es malditamente caro.” ¿Este vecindario? Este ha sido mi hogar por tres décadas.
“Sí, no es un barrio muy bueno,” digo.
“¿Sabe dónde hay por aquí un sitio bueno y barato para ir a comer?”
“La Fonda, hay buena comida y es barato. Está en la 105 entre Lexington y la Tercera.”
Lo digo de manera amable, pero sé que si fuera al contrario, si fuera yo el que se hubiese mudado a un vecindario de blancos, mis vecinos no desearían tenerme cerca. Incluso si le pego al premio mayor de la lotería y me saco un millón de dólares, aún así no me considerarían de su clase. La junta de administración del lujoso edificio Dakota en la 72 y Central Park West no me dejarían comprar nada ahí así pudiera hacerlo. Me rechazarían justo en el acto. No se trata sólo de la plata. Y en realidad hubiera querido hacer lo mismo con Helen. Hacer que esta mujercita blanca supiera lo que es sentirse invisible y odiado. Temido, incluso.
“Tiene que echarle un vistazo, estupenda comida de Puerto Rico,” agrego.
“Grandioso,” responde, sonriendo de nuevo, “¿no quisiera tomarse un café en Starbucks un día?”
“Claro,” digo, pensando al mismo tiempo que no me encontrarían ni muerto en ese sitio.
“Adiós.” Entonces acaricia al gato, “Adiós gato,” y abre la puerta de su apartamento. “Me llamo Helen, por cierto,” repite.
“Julio,” digo.
“Estupendo,” dice, cerrando la puerta.
Me siento feliz de que se haya ido.
Subo y sostengo el gato con una mano mientras busco la llave de la puerta con la otra.
Cuando finalmente la encuentro, mi padre abre la puerta.
“Mira ¿un gato?” comenta mi padre, medio dormido, “¿qué haces tú con un gato?”
“Lo siento Pa,” digo y lo beso de saludo. Mi padre, que está envejeciendo antes de tiempo por todo ese trabajo y la vida disipada de su juventud, le gruñe al gato.
“No es un gato malo,” dice y me quita el gato de los brazos.
“Lo traje para Ma.” Y justo en ese instante escucho a mamá levantarse de la cama y dirigirse a la sala.
“Mira, es tarde. ¿Dónde está el vi-va-porú? ¿Quién ha visto el vi-va-porú?” Lo que busca mi madre es el Vicks VapoRub. Me río. Todo lo que dicen los lingüistas que el Spanglish ha sido inventado en las calles es mentira. Fue inventado en las casas. Por nuestros padres, los que no nacieron en Estados Unidos o no llegaron aquí de niños. “¿Dónde está el vi-va-porú?” Nuestros padres nunca tuvieron oportunidad de aprender inglés. Simplemente trabajaban y trabajaban y trabajaban. Sin escuela, crearon su propio inglés. Pichón para paloma, rufo para techo, y así. Es una lengua de la familia, del hogar, no de la calle. Mamá ve el gato y se olvida de la medicina. “¿Qué lindo, de quién es ese gato?”
“Nuestro,” le digo. Se lo quita de los brazos a papá.
Conflicto por un gato.
“Está con hambre y flaco,” dice y le levanta el rabo. “Un macho. Kaiser,” sostiene al gato en el aire, “te vamos a llamar Kaiser.”
“No, ese nombres es horrible,” protesto, “no es nombre de gato.”
“Llamémoslo Héctor Lavoe,” dice mi padre pero no le prestamos atención.
“Kaiser es un rey alemán, Ma.”
“No, no lo es.” Va hacia la cocina para servirle un poco de leche al gato. La sigo. Los platos están sucios, mamá observa a papá y señala los platos.
“Tú mejor te pones a dishwashar,” le ordena y me dice a mí: “No es un rey alemán,” y coge un plato limpio, “ese nombre está en la Biblia.” Saca la leche de la nevera, llena el plato y lo pone en el piso.
“¿Kaiser?” digo. “Nunca he leído ese nombre en la Biblia.”
El gato empieza a lamer la leche limpiamente, como si no hubiera comido en diez años.
“Pues ahí está, en el Libro de Job,” dice mamá.
“¿Cómo se deletrea?”
Mi padre empieza a lavar los platos. A esta hora, y está lavando los platos. ¿Por qué?
Porque, como yo, él nunca le puede decir no a mi madre.
“No se, pero está en la Biblia.” Acaricia al gato mientras. “Lo he visto. Mira, Trompo Loco vino a buscarte.”
“¿Qué quería?”
“Nada, supongo que solo quería jugar. Bendito, Trompo Loco, debería venirse a vivir con nosotros,” me dice mi madre, sin levantar los ojos, mirando contenta cómo Kaiser se lame los bigotes.
“Barretto, llamemos al gato Barretto,” dice mi padre mientras lava, “por Ray Barretto.”
“Olvídate tú de esos músicos viejos y más bien sigue dishwashando,” le contesta mamá y le acaricia el pelo al gato.
Ahora que están los dos despiertos, decido que sería mejor decirles que las cosas se van a poner un poco difíciles.
“Renuncié al segundo trabajo,” digo, y mamá deja entonces de mirar al gato y me abraza. El pelo le huele a almendras.
“Gracias al Señor,” dice. “¿Vas a estudiar ahora tiempo completo?”
“No, todavía tengo trabajo, en la obra,” respondo. Sé que ellos tenían sus sospechas sobre mi segundo empleo, pero nunca me preguntaron de qué se trataba. Puedo ver que papá asiente con la cabeza y sonríe mientras sigue lavando. “Quiero enfocarme en graduarme el próximo año. Ya voy para siete años,” comento.
“Mijo,” dice mi madre, “ahora mira, mira,” dice, apuntándome con un dedo, “ahora todo lo que tienes que hacer es encontrar una buena muchacha, casarte, tener hijos, regresar a la Verdad, mira que el fin está cerca.”
“Ma, por favor,” respondo y ella se siente un poco incómoda, pues ya hemos tenido esta discusión antes, desde cuando decidí salirme de la iglesia años atrás.
“Mira lo que pasó en septiembre, esas son señales, Julio. Cristo viene y pronto.”
“Lo que sea, Ma.” No voy a discutir con ella.
“Entonces por lo menos cásate, deja que Cristo vuelva y te encuentre por lo menos casado. Mira, que hay una blanquita muy linda, que se mudó aquí.” Y baja la voz para referirse a nuestra nueva vecina. “Parece buena persona.”
“Ma, por favor. Te pareces a Papelito.”
“Ah no, ese hombre no,” y lanza una rabiosa mirada a la pared, “ese pato es hijo del Diablo.”
“Me cae bien, Ma, y los pentecostales también tienen su mierda rara . . .”
“No digas palabrotas, Julio. Cada vez que lo haces el Diablo se te lleva un pedacito.”
“Si eso fuera cierto, Ma,” digo, “no habría puertorriqueños. Por favor, Ma.”
Se calma un poco. “ ’Tá bien, es tu amigo. Pero ¿por qué no te vuelves amigo de la blanquita también?”
No digo nada.
“La verdad es que esas blanquitas no limpian sus casas,” comenta. “Tal vez nunca seamos ricos pero siempre seremos limpios. Nuestra taza puede ser pequeña pero nunca estará desportillada. Esas mujeres se visten muy elegantes pero sus apartamentos son un desastre. Igual espero que encuentres alguien pronto. Ya casi tienes treinta.”
“Jesús nunca se casó,” digo. “Yo sólo sigo sus pasos.”
“Estás muy chistoso hoy,” y suelta un risita; aguardo otra de sus expresiones favoritas.
“¿Te tragaste un payaso de almuerzo?”
“Sí,” respondo, “¿cómo lo supiste?”
“Todo lo que digo Julio, es que le puedo rogar al Señor,” dice mamá encogiéndose de hombros y mirándome, “le puedo rogar que te cases, que veas las señales y regreses a la verdad.”
“Sigue rogando, Ma,” le respondo, “al Señor y al doctor chino.”
“Mira cuidado,” me dice, y sabe que me estoy burlando de sus oraciones. “Cuidado. No me puedes hablar a mí así, te cargué por nueve meses. Así que no me puedes hablar así. Por nueve meses te cargué.”
“Ah sí, Ma,” digo y la levanto, “pues yo te voy a cargar por nueve minutos.”
“Es pesada,” dice papá, “por ahí nueve segundos es todo lo que vas a aguantar.”
La suelto después de que se queja.
“Mira qué sinvergüenzas los dos,” dice, riéndose.
Mi padre lava el último plato y voltea a mirarme. “Yo también estoy contento de que hayas dejado ese otro trabajo.” Me sostiene la mirada. Entiendo a que se refiere. “Hiciste lo correcto.”
“Gracias, Pa.”
“Pero tu madre tiene razón, deberías casarte.”
“Pero el matrimonio no se puede forzar papá.”
“Sí, es verdad, no se puede,” dice.
Mamá deja el gato en el piso y se pone las manos en la cintura.
“Sí se puede,” le dice ella.
“No, no se puede,” contesta papá sacudiendo la cabeza.
“Pero si Julio fuera una muchacha, entonces ahí sí lo estarías forzando a que se casara, ¿verdad?”
“Eso es distinto. Una mujer es una cosa diferente.”
“No lo es,” dice ella.
“Oh sí,” contesta él.
“Oh no, señor,” insiste ella.
“Oh sí,” dice él, y yo los dejo a los dos discutiendo mientras Kaiser termina la leche y empieza olfatear su nueva casa.
Me preparo para tomar una ducha. Tal vez más tarde me ponga a estudiar un poco para la clase de mañana en la noche. Dejo a mis padres conversando en la cocina. Mis padres siempre conversan en la cocina. Es como si fuera su salón de conferencias. Cuando era niño, la cocina siempre estaba caliente, incluso cuando no había suficiente calefacción. A veces veo a mis padres sentados a la mesa, con la puerta del horno de la estufa abierta, despidiendo su calor al máximo mientras los dos discutían, se reían o simplemente miraban a las paredes. La cocina tenía comida y agua, así que era el rincón ideal para discutir asuntos de supervivencia, alquiler, familia, Dios.
Mis padres se habían conocido durante los años gloriosos de la salsa, cuando el barrio estaba lleno de gente y no se habían levantado los projects. En realidad, la religiosa era mi madre. Adoraba entonar cánticos con esa voz suya que podía subir tanto como para romper un cristal o bajar hasta darle a uno escalofríos. Mi padre, Ángel Santana, podía tocar los timbales como Puente. Está bien, miento, nadie podía tocar como Puente, pero mi padre se acercaba. Tengo grabaciones para probarlo. Mi padre había tocado con los grandes: Barretto, Bladés, De León, Colón, Palmieri, Cuba, Feliciano, Pacheco, y “el cantante de los cantantes,” Lavoe. Mi padre estaba de fiesta con Lavoe, cuando dijo: “el Señor se me presentó.” Lavoe y papá probaron de todo, “hasta gasolina, y cuando se nos acababa, sacábamos el Pepto-Bismol del botiquín y también nos lo tomábamos.” Héctor Lavoe siempre llegaba tarde a los conciertos, y muchas veces era porque estaba de rumba con mi padre. Toda esta vida dura hizo que papá cayera en una profunda depresión. Dejó de tocar música y un día, encontrándose solo en el apartamento, listo a saltar por la escalera de incendio, mi padre le pidió a Dios que le mandara una señal de que Él lo amaba. En ese preciso instante, escuchó unos golpes en la puerta, y era mi madre, predicando con sus hermanas de comunidad las Buenas Nuevas de Jehová. No sólo se convirtió sino que se casó con mamá, quien le ayudaría a dejar el vicio, y años más tarde mi padre aún interpreta su música en la iglesia.
Son todo un par, estos dos. Los quiero mucho, y por más loca que sea mi madre y por más quejumbroso que se ponga mi padre, nunca he dudado del amor que sienten por mí como tampoco del amor que siento por ellos.
Mientras me alisto para la ducha, escucho que mis padres hablan de ayudarme con la hipoteca. Escucho que mi padre se lamenta por haber malgastado su vida metiendo tanta droga y que el cheque por incapacidad no es nada. Mi madre da gracias al Señor por lo que tenemos y cómo con su trabajo en el hospital me puede ayudar con las cuotas. Hablan sobre arreglar alguno de los cuartos que aún no se han adaptado para que alguien viva ahí. Sobre todo las paredes. Qué desastre. Pero sería costoso. Mamá preferiría poner pisos de madera nuevos. Aunque eso también es costoso.
Pero están contentos. Sobre todo ahora que estoy haciendo lo correcto. Mis padres no son tontos. Ellos saben que he hecho cosas que Dios no aprobaría. Pero nunca me cuestionaron. ¿Y si les hubiera dicho, ofreciéndoles la oportunidad de elegir, que su hijo podría convertirse en un incendiario y comprar su propio apartamento en cinco años o tener un empleo de nueve a cinco, ir a la iglesia, y morirse pagando alquiler?
Sé lo que hubieran contestado.
Así que hice mi propia elección.
No sólo porque amo esta ciudad sino porque además conozco esta ciudad. Y Nueva York, como el país donde se encuentra, es un lugar que le promete a uno todo pero no le da nada. Y aquellas cosas por las que no se puede trabajar hay que tomarlas, usurparlas o negociarlas con pedazos del alma propia y algunas veces incluso con la ética de los padres de uno. En América, lo que importa es hasta dónde se llega, no cómo se llega. En tanto uno llegue allá, nadie hará preguntas. Uno no hace preguntas. ¿Y si alguien le pregunta a uno cómo llegó hasta allá? Pues seguramente se trata de una persona inofensiva que nunca consiguió nada, que nunca salió, y se murió pagando renta mientras esperaba a que Dios lo rescatara.