Es día de pago en América,” les grita a los obreros el nuevo capataz, un hombre pequeño con unos inmensos hombros caídos, como si los brazos lo halaran hacia abajo.“¡Es día de pago en mi país y quiero oír hablar en inglés, innnnglés!”
Justo un minuto antes yo estaba pelando el techo de esta construcción de cinco pisos sin ascensor lista para remodelación. Se trata de uno de los cinco edificios alineados sobre la 108 y First Avenue. Son unos edificios hermosos, uno de los muchos que se incendiaron años atrás y por fin están siendo renovados.
Como el resto de los trabajadores, me pongo en línea para recibir el pago.
Sabemos que este nuevo jefe no es para nada como el anterior. El otro era amable y comprensivo. En la fila hay un silencio, tenso. Pero yo supe cómo sería este trabajo desde el minuto que Eddie me lo ofreció.
“James Stevens Phillips,” dice el nuevo capataz y un obrero camina alegremente a recoger su cheque. El hombre lo mira con atención.
“¿No habla inglés?”
El obrero mexicano simplemente le sonríe.
“Estos tacos,” dice el jefe entregándole el cheque, “son mucho más brutos de lo que eran los negros.”
Estoy en la mitad entre Antonio y un obrero nuevo, un tipo realmente blanco, no un fantasma sino un tipo blanco de carne y hueso que no deja de maldecir en voz baja.
El capataz grita otro nombre anglosajón y de nuevo se adelanta otro obrero mexicano.
“¿Nada de inglés tampoco?” y le pasa el cheque. “Ah, a la mierda, por lo menos trabajas y no sigues furioso con el pasado.”
En la fila, Antonio susurra en español para él mismo, pero sabe que yo puedo oír y entender lo que dice.
“No vine a este país para ser americano. Vine para trabajar.”
No digo nada. Me limito a asentir con la cabeza.
“Vincent Pennisi,” es el nombre de Antonio. Se adelanta para coger el cheque. “Una antena de satélite para tu casa en México. Escoge Baywatch. Aprende inglés,” comenta el capataz, riéndose, y entonces el tipo blanco detrás de mí finalmente pierde la paciencia. Se lanza hacia el frente de la fila.
“¡Mario DePuma!” grita. “¡Sólo diga mi nombre y déme el maldito cheque!” le exige al otro.
El capataz lo observa con una sonrisita de burla.
“DePuma, ¿correcto? Mario DePuma,” dice mientras busca el cheque del tipo. Cuando lo encuentra, no se lo pasa. “Debes de ser un tipo muy importante, Mario DePuma. Tan importante que estás aquí de cuerpo presente.”
Mario levanta los ojos y encoge los hombros, incómodo.
“Sabes, vino un oficial de los de libertad condicional, anda con muchas ganas y amenazó con aparecer de un momento a otro.” Mario busca el cigarrillo que tiene detrás de la oreja.
“¿Me intentas decir entonces,” comenta el capataz, “que de verdad tienes que trabajar, como estos tacos?”
Ahí mismo descubro que quien sea el que le consiguió este empleo a Mario no es nadie importante, como Eddie. Mario es sólo un favor para el hermano de alguien, o el primo o el tío.
“Oiga, me dijeron que era un trabajo de verdad. Pero no me dijeron que tenía que estar con todos estos malditos mexicanos.” Mario está incandescente, se le pueden ver las venas verdes en el cuello. “¿Desde cuándo trabajamos con mexicanos?”
No sé cuánto tiempo estuvo encerrado Mario, pero ahora es como Rip Van Winkle despertándose en un East Harlem que desconoce. Los trabajadores indocumentados y los yuppies son la última moda. Los dos grupos viven en cajas, apartamentos que han sido seccionados para tener más módulos y cobrar más alquileres. La diferencia es que los yuppies no tienen que preocuparse de que el INS golpee en la puerta de un momento a otro y los eche afuera.
“Pero la verdad no me importan los mexicanos, me importan un culo,” Mario le da una chupada al cigarrillo, y cuando habla, nubes de humo le salen por la boca y la nariz, que lo hacen ver como una chimenea recién encendida. “¡La mierda que odio de verdad es que me trate como uno de ellos!”
Justo en ese instante los verdaderos dueños de los nombres empiezan a llegar poco a poco. Entran hasta el sitio de la obra con sus autos. Forasteros entrando a Spanish Harlem, nada raro en estos días. Algunos se quedan dentro del auto, otros se estacionan. Los trabajadores mexicanos les pasan los cheques a cada uno de los dueños de los nombres, los que tienen los números del seguro social. Y los dueños de los nombres les pasan a los mexicanos el dinero en efectivo.
Todo es ganancia, la verdad. Estos empleos de sindicato pagan dieciséis dólares la hora, los mexicanos reciben cinco y el dueño del nombre se queda con once. El indocumentado está ganando más dinero del que nunca imaginó, pues el salario promedio en México está por los cuatro dólares al día, y en otras partes de América Latina aún menos. El dueño del nombre, el miembro del sindicato, puede pasar el día dedicado a otras cosas o simplemente no hacer nada, los edificios se limpian, después se renuevan, los yuppies los alquilan y todo el mundo queda feliz. Así que todo el mundo cierra la boca. Nadie hace preguntas. Uno no pregunta. Nunca lo hace.
Cuando le pedí a Eddie que me ayudara a conseguir un empleo de verdad, con beneficios y sindicato, Eddie me ofreció este empleo. Me dijo que no necesitaba presentarme a trabajar, que simplemente me consiguiera un ilegal que lo hiciera por mí. No se quejan, dijo. Además, para el trabajo de demolición no se necesita cerebro, sólo hay que tumbar paredes y techos, cualquier idiota puede hacerlo. Pon a trabajar tu ciudadanía americana, dijo. Así fue como se construyó la ciudad de Nueva York. Necesito relajarme, me decía, los puertorriqueños ya hicieron su parte, ahora hay que dejar que otro grupo de imbéciles construyan el país. Lo decía como si nosotros los puertorriqueños formáramos ahora parte del Sueño Americano, como si acabáramos de llegar, sólo porque últimamente aparecíamos en más películas.
Igual, en tanto me hiciera presente, era un trabajo legítimo, y hay muy pocos aspectos genuinos en mi vida. Así que me aparezco y trabajo, pues quiero tener toda la legitimidad que pueda conseguir.
“Julio Santana,” dice mi nombre el capataz y me acerco para recibir el cheque.
“Eres uno de los pirómanos de Eddie, ¿cierto?”
“No,” contesto, pues nunca lo admitiría frente a nadie.
“¿No? No me vengas con esa mierda. ¿El único cheque girado a un nombre en español? No me jodas.”
“No sé de lo que está hablando,” digo sin ninguna razón en particular. Él sabe que estoy mintiendo.
“Escucha, Julio, no te ofendas si me divierto un poco con estos mexicanos, ¿okay? Quiero decir, no sé si eres mexicano. Pero sé que debes ser americano pues tienes la social y todo. Y dile a Eddie que le mando un saludo, ¿okay?”
“Si lo veo, le digo.”
“Sí, George, dile que Georgie le manda saludos y esto es todo tuyo,” agrega, entregándome el cheque. Observa a los mexicanos intercambiando sus cheques por efectivo con los verdaderos dueños de los nombres. Camioneta tras camioneta, los verdaderos propietarios de su identidad americana.
“Te lo digo, Julio, un día esos mexicanos van a comer mierda de los negros, como la comieron los negros de los blancos.”
“¿Y por qué?” doblo el cheque y lo guardo en el bolsillo de atrás.
“Porque no es que lo negros no trabajen, yo digo que los negros son perezosos pero en realidad eso no es verdad. Lo que pasa es que no trabajan por centavos, como estos tacos. Entonces, cuando ven a los mexicanos trabajando por estos salarios de mierda se enfurecen más de lo que ya están, pues ya no tienen poder para negociar.”
“¿Por qué piensa que son los negros lo que van a venir por los mexicanos y no los blancos que están usando a los mexicanos?” pregunto, mirando hacia los dos grupos. Los trabajadores indocumentados contando los billetes y sus contemporáneos señores esclavistas alejándose en sus autos con sus cheques semanales por no hacer nada, sólo por ser americanos. Los dos grupos felices, por ahora.
“Porque cuando ustedes los puertorriqueños llegaron a Spanish Harlem,” dice el capataz, “les caímos a ustedes y no a los judíos ni a los irlandeses, o quien coño fuera el que llevara la batuta.”
El capataz observa de nuevo a los obreros que siguen contando alegres el dinero, intercambiando risas, con el sol en sus caras.
“Okay, andando,” les dice el capataz. “Quiero que trabajen en esos edificios como si fueran ustedes los que fueran a vivir ahi.” Se ríe.
El capataz regresa al trailer, consciente de que los trabajadores no han entendido lo que acaba de decir, pero está contento porque les puede gritar a cualquier hora del día y lo que se le dé la gana.
Me preparo para seguir trabajando, raspando décadas de alquitrán adheridas al techo. Adentro del edificio hay humedad y huele a madera mojada, a escayola y pintura vieja. Subo hasta el techo, y entonces Antonio empieza a hablarme en español mientras preparo la manguera de aire para el gato hidráulico.
“Mano, ¿qué haces tú con tu plata?”
“La guardo,” respondo, aunque no es de su incumbencia.
“Sabes que se dice que eres homosexual,” dice Antonio, riéndose.
“¿Y quién lo dice?” pregunto, nada contento de enterarme.
“Todo el mundo. Todos tenemos familia y tú que estás libre no. Tu amigo, el santero, es gay.”
“Tal vez sea que no me quiero casar. Tal vez es que me gusta estar solo. Y el santero del que hablas, sí es gay.” Le contesto en español. “Pero él es amigo mío y no tuyo.”
“Sólo estaba preguntado, mano, nada más.” Antonio se separa un poco, como si se excusara. “En todo caso,” agrega en español, “siempre estás solo y no hablas con nadie. En mi país un tipo como tú es siempre un homosexual.”
“Okay,” digo. “Muy bien.”
“Lo que quiero decir es que me gustaría ser como tú,” dice Antonio en español, “sólo que no homosexual.”
“¿Sí, y por qué?” digo, y, sin intenciones de cortar la conversación, me alisto para subir el gato y empezar a raspar el alquitrán del techo.
“La plata que haría, mano,” dice, frotando el dedo índice con el pulgar, como si estuviera por prender fuego con su mano, “la plata que haría, si no tuviera esposa, ni hijos. Ni deudas. Sería un tipo importante y entonces me compraría una casa grande y después . . .” Subo el gato y empiezo a sacar el alquitrán.
La cara de Antonio se cierra de pronto como la puerta de un almacén. Lo he insultado pero no me importa. En realidad no lo conozco y no tiene por qué interesarle cómo vivo mi vida. Antonio suelta algo contra mí pero ya no le presto atención.
Despegando el alquitrán, me pregunto qué es toda esa cosa con el matrimonio. ¿Por qué es tan importante, como si estar solo no tuviera ningún valor? ¿Mamá, papá y ahora este tipo? Por favor. No es que me sienta exactamente feliz con lo que es mi vida, pero es mejor que la de mucha otra gente. Sí me gustaría conocer una muchacha linda, tener hijos lindos. Pero el problema es que mi pasado reciente no es tan agradable. ¿Qué le voy a contestar si me pregunta cómo me las arreglé para comprar un apartamento? ¿Cómo me gano la vida? Tendría que mentirle. Estoy cansado de mentir. Pero, con suerte, podré poco a poco ir saliendo. He roto mis lazos con Eddie y empiezo a asistir a la academia nocturna y poco a poco vuelvo a encarrilar mi vida. Estoy corrigiendo mis errores. Así que dejo las cosas así y sigo con mi trabajo.
Después de terminar, me dirijo a la casa de cambio. Mantengo todos estos secretos conmigo, y por eso no quiero abrir una cuenta bancaria real, pues imagino que entre menos papeles para rastrear mejor. Enseguida camino hacia la casa con un fajo de billetes en el bolsillo y, como casi todos los días, cuando llego a mi calle, me detengo y observo mi edificio, el tercer piso, atentamente. Ves ese apartamento, es mío, me digo. Ya es el atardecer y un sol amarillo-naranja cae sobre la ventana de mi cuarto. Veo la silueta de mamá que se mueve en el cuarto de mis padres, y sonrío, imaginando que habrán discutido y ahora ella se va a la sala. En el primer piso, veo a uno de los hermanos de esa loca iglesia de Maritza forcejeando con la puerta que está atascada. Esta noche tienen servicio, y aunque Maritza insiste en invitarme, nunca voy. También veo a Helen entrar al edificio, ¿estará regresando del trabajo? Pienso. Su diminuta figura es elegante y esbelta. Lleva el pelo cogido en una cola de caballo, que rebota con cada paso. Olvido que me obligó a timbrar la otra noche, pues se ve tan vulnerable, tan pequeña, tan frágil.
Por la puerta de al lado, en la botánica, sale Papelito para tirar el vaso de agua de ayer. Vierte con delicadeza el agua sobre la calle, deshaciéndose de las impurezas en su botánica.
“Julio, mi amor,” me ve y grita desde el otro lado de la calle, “qué estás haciendo ahí, hijo de Changó, ¿ah?”
“Ya tengo el de este mes,” le respondo. Papelito espera a que pasen los autos para poder cruzar la calle y, pronto, los conductores que lo conocen frenan para que pueda seguir. Negro como el alquitrán, sin ninguna huella de sangre española en su linaje, con sesenta y ocho años, Papelito es un hombre hecho de rumores. Se dice que puede matar con rezos. Papelito es el único hombre gay que puede caminar por las calles de Spanish Harlem sacudiendo las caderas como un puente colgante y no recibir burlas. Tan frágil y delicado que el viento parecería que podría llevárselo, posee una especie de arrogancia vistosa, una confianza en sí mismo, pues está protegido por una religión que es tan hermosa, malinterpretada y remida como él. Como gran sacerdote, un babalawo, de la Regla Lukumí, mejor conocida como Santería, Papelito es temido y amado por muchos.
“Mira lindo, Trompo Loco te anda buscando.”
“Ya supe. ¿Qué quiere?”
“No dijo, pero cuando le dije que no te había visto, se puso como loco. Ya sabes y empezó a dar vueltas como una tapa hasta que cayó al piso. Yo le dije, mijo, ¿quieres un té?”
“Voy a ir a buscarlo,” le digo a Papelito y le paso la cuota de este mes en efectivo y cien extras para él.
Pues fue Papelito a quien le pedí que me ayudara cuando necesité el nombre de alguien más para la escritura de la hipoteca. Como había ahorrado bastante dinero arreglando los incendios para Eddie, sabía que el IRS preguntaría cómo hice para poder comprar un apartamento con mi salario en el trabajo de demolición y además era estudiante de medio tiempo. Sabía que me agarrarían. Así que tenía que encontrar a alguien que pudiera justificar esa plata. Pero como en Spanish Harlem todo el mundo es pobre fue difícil encontrar una fachada. Sabía que Papelito era dueño de la botánica más grande de todo el barrio y cuando le pedí que me ayudara se me quedó mirando como si le estuviera pidiendo ayuda para cometer un asesinato. Me lanzó una de esas miradas de brujo a las que le temen todos los hombres en este barrio. No culpo a Papelito. Lo que le estaba pidiendo era arriesgado, y qué sucedería si yo no cumplía con las cuotas de la hipoteca, sería entonces él quien tendría que asumir la deuda, quizás perdería su botánica. Entonces me respondió que lo mejor que podía hacer era consultar a los Orishas y pedir consejo. La siguiente vez que me vio, me besó la mejilla con ternura y emoción. “Mira pa’llá ¡Cómo le puedo negar un favor a un hijo de Changó!” Un animado Papelito me diría entonces que si yo era iniciado en la Santería, sería el Orisha, el dios Changó, la representación del fuego y el relámpago, quien me tomaría como su hijo. Por eso es que me llama así, “Hijo de Changó,” y como Papelito cree que Changó siempre está vigilando a sus hijos, negarme un favor significaría insultar a uno de sus dioses.
No sé si todo eso es verdad o no, sólo sé que gracias a los secretos y silenciosos rituales de su religión, Papelito genera confianza y puedo quedar a salvo de los chismes del barrio y, aún más importante, a salvo del IRS. Así que debo mantener todo bajo cuerda.
“Mira Julio, mi amor,” Papelito toma el dinero de mi mano con la gracia de un delfín, “tengo un sueño.” Con elegancia guarda los billetes en uno de los bolsillos de su bata amarilla clara. Firmará un cheque para el banco en su nombre y dejará los cien dólares extra como regalo para los Orishas.
“Por favor Papelito, tú siempre tienes un sueño,” le digo.
“No mijo, te hablo en serio, he tenido este sueño, que te casas . . .”
“Coño, tú también . . . no. ¿Qué es lo que pasa?”
“Hablo en serio, papi.” Me muestra dos dedos, después los dobla, “¿Quieres hacer una consulta, lindo, preguntarle a los Orishas?”
“Tal vez otro día. Me tengo que ir, Papelito,” le digo, bostezando.
Es como si no hubiera dicho nada, pues de un momento a otro Papelito pierde todo el interés en contarme su sueño. Por alguna razón empieza a mirar una gruesa y profunda mancha de aceite al lado del andén. Un auto estacionado ha estado soltando todo ese aceite y la canal está cubierta de un fluido multicolor. Remolinos verdes, púrpuras, azules, y rojos forman espirales entre uno y otro alrededor de la canal antes de arrastrarse lentamente y desaparecer por una alcantarilla. Imagino que Papelito ha quedado atrapado en ese instante, por toda esa belleza que fluye en ese líquido sucio. Papelito puede descubrir la belleza en cualquier parte. Cuando le sucede, puede mostrarse tan ensimismado como Eddie cuando prepara sus incendios. Si tuviera tiempo, le preguntaría cómo es que una mancha de aceite en la esquina de una calle sucia, arrastrando colillas de cigarrillos, hojas muertas y parte de la suela de una zapatilla deportiva, puede atraer toda su atención. Si le preguntara, me dirá algo sobre el significado de la vida contenido en todos nuestros desechos. Sobre cómo las hojas mueren más hermosas y coloridas que en el instante mismo de su nacimiento. Algo por ese estilo, puedo apostarlo. Pero no tengo tiempo, tengo que descubrir qué es lo que está molestando a mi amigo Trompo Loco, y después tengo clases.