Después de las clases nocturnas entro a mi edificio, subo un piso y me encuentro con Helen sentada sola en las escaleras. Lleva una falda negra, una blusa negra y sus zapatos son estos horribles zapatos negros color tierra que parecen un par de cajas ruidosas. Las manos le cubren la cara y los hombros se sacuden de arriba abajo mientras gime y susurra palabras entrecortadas. Descubro una botella de vodka medio vacía, derecha y reluciente a un lado de sus zapatos.
“¿Se encuentra bien?” le pregunto, poniendo ligeramente mi mano en su hombro.
Sacude la cabeza y el pelo rubio le cae sobre las manos, que le cubren la cara.
“¿Le sucedió algo?” Se mantiene en silencio, ni siquiera levanta la mirada.
“Puede golpear si necesita algo,” digo pasando por encima de ella, y sigo subiendo las escaleras. Me doy la vuelta para asegurarme de que aún sigue ahí, veo que sus hombros reanudan las sacudidas, arriba y abajo, arriba y abajo.
Mira, Julio, se fue Kaiser,” me dice mi madre cuando entro.
“¿Qué?” Estoy disgustado, la imagen de Helen en las escaleras continúa clara en mi mente.
“Má, ¿cómo se escapó el gato?”
“El estúpido de tu papá dejó la ventana de incendios abierta.”
“¿Pero cómo pudo pasar, Ma? Era un buen gato.”
“Yo lo sé, lo quería, ’taba más lindo.” Mamá está un poco triste.
“Lo busqué por todos lados, en el rufo, en la escalera, por el pasillo, por las bodegas, hasta entré a la botánica de Papelito aquí al lado, y tú sabes que yo odio entrar ahí.” Entonces dice bajando la voz, “Si entras ahí se te puede pegar algo.” Queriendo decir que algo maligno lo perseguía a uno. Y esa cosa estaba decidida a entrar a la casa de uno, acurrucarse en alguna esquina y esperar hasta que uno estuviera dormido, en ese momento se desenrollaba y empezaba a dar vueltas; tal vez abría la nevera, descolgaba el teléfono, dejaba la llave del agua abierta. Esa cosa maligna de la que todos los pentecostales estaban advertidos revolotearía por encima del cuerpo dormido de uno, siseando y murmurando ruidos ininteligibles. Estaría al acecho en el pequeño apartamento, y uno podía sentir que su presencia crecía con los días, hasta que empezaba a formar parte de tu oscura familia.
“Allí no vive Dios. Pero sólo entré a esa botánica para buscar el gato, así que el Señor me perdone.”
Sacudo la cabeza, no sólo porque el gato se ha ido, sino porque mi madre crea que las botánicas son casas de ángeles caídos. Los ángeles de los que habla el Génesis, aquellos que han abandonado el paraíso de Dios y materializado sus cuerpos para tener sexo con las hijas del hombre. Nos habían enseñado que, durante el diluvio, estos ángeles habían abandonado sus cuerpos de carne y habían retornado a su forma celestial. Pero no se les había permitido volver al interior de la fraternidad de Dios. En su lugar habían sido lanzados abajo a la Tierra, donde causaban estragos entre los hombres. Para los pentecostales, como mi madre, estos demonios son tan reales como los compañeros invisibles con los que juegan los niños en sus mundos inventados. Era ese terror, el terror a los ángeles malvados, el que impedía a cualquiera de nuestra iglesia de Pentecostal entrar a las botánicas. Esta creencia estaba tan clavada en la mente de mi madre que a medida que envejecía los clavos penetraban más profundo; para hoy, resulta casi imposible encontrar sus cabezas.
“Hasta le pregunté a ese hombre horrible si había visto al gato, y nadie lo ha visto.”
“Bueno, tal vez aparezca,” digo, mirando alrededor como si el gato fuera a salir caminando debajo del sofá en cualquier momento. Me gustaba tener ese gato por ahí. Me gustaba sobre todo, cuando se ponía a correr por todo el apartamento. Mi apartamento tiene un pasillo inmenso, y cuando Kaiser corría alrededor me hacía recordar lo grande que es este sitio. Me hacía querer aún más mi casa.
“¿Está despierto papá?”
“No, está durmiendo. Eso es lo único que hace ese hombre.”
“¿Hay comida?” le pregunto. Sólo quiero comer un poco de algo.
“Sólo queda pegao,” dice Ma.
“¿Pegao?” digo, “¿por qué no?”
Agarro una cuchara grande y fuerte y empiezo a raspar el arroz quemado que quedó en el fondo de la olla. Suena el timbre y mamá va abrir.
“Hola, sé que es tarde . . .”
“No, no es tan tarde,” le dice mi madre a Helen. “Entre. ¿Quiere comer algo?” le ofrece, aunque dudo que a Helen le guste el pegao.
“No, me tomaría . . .” duda un segundo, “un café. Si tiene.” Sospecho que en realidad no quería café, pero juzgando por la expresión en su cara, algo la impulsó a golpear. Helen entra con timidez. Cuando camina adentro, sus zapatos hacen ese ruido metálico sobre el nuevo piso de madera que pusimos en el comedor. Fue una renovación costosa, y me pregunto, mientras sus zapatos suenan como palos golpeándose uno con otro, si arruinará el piso. Por la presencia de Helen, la cara de mi madre se ilumina como una lámpara. No le importan para nada los pisos. Mi madre me empuja hacia la cocina y la dejo.
“Mira,” me dice bajando la voz, “quiero hijos con pelo bello.”
Le presento mi madre a Helen, pero ellas ya se han visto antes. Mamá sonríe como una atolondrada, pues está feliz de tener una persona blanca en la casa. Entonces nos deja solos en la cocina inmediatamente después de poner la olla para el café en la estufa. Me vuelve a susurrar que quiere tener nietos con pelo rubio, antes de retirarse.
“Siento mucho lo de las escaleras.” Helen no deja de parpadear. Tiene una mancha de maquillaje debajo de los ojos.
“No hay problema,” digo.
“¿Puedo preguntarle algo?”
“Claro.” Empiezo a comer cuando nos sentamos a la mesa.
“¿Por qué hay gente tan mala en este barrio?”
“¿Cómo qué? ¿La asaltaron? ¿Fue eso? Oye, lo siento.” Me encojo de hombros. “Suele pasar.”
“No,” contesta, “estaba en el puesto de la fruta y una mujer me mira de arriba abajo y cuando le sonrío amablemente me dice, sin ninguna razón, ‘¿Sí? Puta blanca vete de Spanish Harlem.’ ” Helen esconde la cara en las manos y su pelo rubio le cae por encima.
“Oye, no pasa nada. No llores, no pasa nada.” Le acaricio el pelo para reconfortarla.
Cuando se descubre la cara, ya no está llorando. Nada. Alcanzo a ver un trozo de su brasier cuando le miro la blusa.
“Estoy furiosa,” dice, “conmigo misma, con esa mujer. Furiosa de no saber qué estoy haciendo aquí.” Se aclara la garganta reseca. “Furiosa de lo que le estoy haciendo a este lugar. ¿Qué es lo que tengo?”
“¿Tú de dónde eres, Helen?” le pregunto, sólo para hablar de otra cosa, porque entiendo a lo que se refiere la mujer. Conozco la causa de sus recelos. Ha sido difícil para nosotros en Spanish Harlem negociar toda una nueva serie de relaciones entre las barreras de raza y aún de clase. Por décadas hemos vivido entre nosotros mismos, aquí en El Barrio, y muy pocos hemos tenido que vivir con gente blanca en la puerta de al lado. Y ahora, en el nuevo milenio, el melting pot se ha derretido, y no somos sólo nosotros los que no tenemos ninguna pista, Helen y su gente se encuentran en el mismo bote.
“Nací en Howard City, Wisconsin,” dice, “presume de tener la bola de trapo más grande del mundo.”
La cafetera pita y me levanto para servir algo de café para los dos.
“De donde vengo,” continua Helen, “no queman cruces, pero si no eres de por ahí, no te miran con los mismos ojos. Puedes ser tan blanco como el Grand Dragon, amigo, pero eso no importa, un extraño en mi pueblo es un extraño. Así que sí, entiendo pero . . .”
“Entonces si entiendes a esa mujer,” la interrumpo, “¿por qué estás molesta?”
“Porque,” y sacude la cabeza repetidamente, “aún así, no quiere decir que esté bien, Julio, ¿cierto?”
“No estoy diciendo que esté bien, Helen,” trato de conciliar, “lo único que digo es que tú debes entender.”
“Sí, yo entiendo. No soy tan tonta. Mi socio compró una casa en Harlem y le llegaron amenazas de muerte al buzón. ¿Eso no es horrible, o qué?” Mira alrededor, sospecho que quiere algo de beber.
“Sí,” respondo, “pero sigue siendo mejor que cuando un negro compra un edificio en un vecindario blanco.”
Vuelve a parpadear con rapidez.
“No quería molestarte Julio,” me dice.
“Está bien.” Sé que quiere hablar, así que la dejo. Y la verdad es, quiero escuchar lo que tiene que decir.
“¿Te puedo preguntar algo?”
“Claro,” me quedo mirando la cucaracha en la pared. Es la primera vez que veo una cucaracha desde que compré este lugar. El edificio necesitaba reparaciones pero estaba limpio.
“Voy a abrir una galería de arte en la 118 con Second Avenue. ¿Qué piensas?”
“Pienso que es perfecto. Espero que vendas muchos cuadros.” Vuelvo a mirar la cucaracha. ¿Debería matarla? Así no tendrá oportunidad de reproducirse.
Helen levanta los brazos y sacude la cabeza.
“No lo es. No es muy buena cosa.”
“Es una galería de arte,” comento, “no es otro Starbucks.”
“Sí, pero no lo ves Julio, estoy trayendo arte a un vecindario que ya tiene arte. Su arte propio. Mi socio dice, ‘La gente blanca no necesita una galería, tienen SoHo. Este vecindario, por otra parte, necesita galerías. La exposición de por sí no tiene precio.” Pero yo sé que todo eso es basura y aún así sigo adelante con el negocio. Mi socio siempre ha pensado que,” comenta, como si estuviera conversando con su socio, “este vecindario tiene arte. Toneladas de arte. La galería De la Vega, La Mixta, Taller Boricua, el Museo del Barrio. Ahí hay mucho arte. Pero si quieres saberlo, la verdadera razón por la que estamos abriendo una galería aquí es porque resulta muchísimo más barato que abrir una en SoHo.”
“Wow,” estoy impresionado. “¿Conoces todos esos sitios? Taller Boricua, Mixta. Mucha gente ha vivido aquí toda la vida y no sabe nada de esos sitios, wow.”
“Bueno, hice mis pesquisas en el barrio antes de invertir. ¿Tú no?”
“No. Siempre he vivido aqui.”
“Dios,” dice.
“Escucha, Helen, todo lo que te puedo decir es que estás aquí, y existen ciertas reglas tácitas, una manera de vivir. Tienes que reclamar tu territorio. Si pretendes convertir este barrio en tu residencia, tienes que reclamarla. No es simplemente que pagues un alquiler o inviertas dinero, a la gente en el barrio eso la tiene sin cuidado, y te van a fastidiar hasta que te vean las agallas . . .”
“Pero ¿qué hay con el Dalai Lama y la compasión?”
¿De dónde sacas eso?
“¿Qué?” digo, cogido totalmente por sorpresa. “¿Qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando?”
“¿Qué hay con la comprensión?”
“Mira, cuando nosotros llegamos a Spanish Harlem los italianos nos patearon el culo. Pero devolvimos el golpe, reclamamos. Ahora si tú vas a vivir aquí, tendrás que sangrar una que otra vez. No digo derramar sangre pero te van a herir, así como hoy, lo que quiero decir es que no dejes que esas mujeres te jodan. Consigue aliados y devuelve el golpe. Eso es lo que debes aprender. Aprenderás que al golpear verbalmente; el humor es clave. Hacer que alguien se sienta un estúpido. Pero de la misma forma harás amigos. Te reivindicas también yendo no sólo a Starbucks o a Old Navy sino también a las tiendas latinas . . .” Dejo de hablar, pues ella me observa fijamente como si hubiera dicho cosas que no se deberían decir. Como si acabara de pegarle un tiro a su perro. Justo en este momento caigo en cuenta de que en mi vida están pasando demasiadas cosas como para ponerme a juzgar quién tiene la razón y quién no. He trabajado duro e incluso he tomado algunos atajos para conseguir lo que tengo ahora. Siento que Helen no ha estado en Spanish Harlem el tiempo suficiente para que me esté hablando sobre lo que está bien o lo que está mal. No ha tenido que vender un pedazo de su alma para comprar algo, de nuevo, entiendo que no la conozco. No quería hablar de lo que la gente blanca nos ha causado a nosotros o de lo que nosotros les hemos causado a ellos. Tal vez en la clase, pero no aquí. No ahora.
“Eres tan malo,” dice casi en un débil susurro. Le tiembla el borde de los ojos, como si se hubieran confirmado sus peores sospechas. “Tú crees entonces que hay que tomar venganza contra los demás.”
Sé más o menos por qué se pone a la defensiva, pero ¿qué quiere que le diga?
Pone la taza a un lado. Espera un segundo a que yo la acompañe hasta la salida del apartamento. Sigo sentado y entonces se va.
Termino de comer y guardo los libros.
Arreglo una ventana que necesita un ajuste. Un par de tornillos que siempre andan sueltos. Termino en unos cuantos minutos, y después, abro y cierro la ventana para probarla, entonces salgo a la escalera de incendios.
Miro hacia el cielo vacío y azul oscuro que parece un océano con nubes. Hay luna llena, y la brillante silueta de un avión choca contra su blancura redonda.
Mirando hacia abajo, hago ruidos de gato, con la esperanza de que Kaiser me responda.
Busco alrededor en la oscuridad pero no lo veo.
Nada.
Miro al otro lado de la calle y no veo a nadie sentado frente a los edificios. No siempre era así. Antes de que llegara la gente cómo Helen, los edificios no tenían clavos en los bordes los escalones. La gente se sentaba en los umbrales y conversaba toda la noche mientras miraba jugar a sus hijos. Los clavos son ofensivos. Es como si dijeran “No queremos que ustedes se sienten ahí. No nos importa que se hayan sentado ahí durante décadas, trayendo esas costumbres tropicales de sus antiguos países, este es ahora un vecindario nuevo.”
Ya sé, todos los barrios deben cambiar, pero si uno es puertorriqueño y necesita aprender de dónde viene y quién es, debe empezar por Spanish Harlem. Las señales espirituales aún están aquí, en El Barrio. La gente como Helen no parece tener lugares místicos como nosotros. No tienen un Harlem sagrado, un East L.A., un South Central. No cuentan con lugares pobres y sagrados que se comunican con el alma, vibrantes calles que le hablan a uno de aquellos que vinieron antes. Todo lo que poseen son pequeños pueblos que mueren o se mantienen iguales. Pequeños pueblos que no les interesa romantizar. Pequeños pueblos que intentan matar dentro de ellos mismos cuando se van para Nueva York o donde quiera que sea y no voltean a mirar más. No hay mejor sitio que el hogar, decía Dorothy hablando de Wisconsin, ¿o era Kansas? Nunca me interesó la película ni el libro. Todo lo que sé es que muchos se quieren ir. Lo que en realidad desea Dorothy es venir a Oz. Y Oz se está quedando sin espacio.