En el trabajo el jefe protesta porque los ladrones habían llegado en la noche y se habían robado las costosas tuberías de los edificios que estábamos limpiando. Nos puso en una fila como si estuviéramos en cuarto grado.
“Tiene que ser alguno de ustedes,” dijo sin ofrecer ninguna explicación. “Ustedes tienen un hueso en el cuerpo que los hace robarse las cosas.”
Por años las ventanas y las entradas estuvieron taponadas con bloques de concreto. No tanto para que los drogadictos no usaran estas paredes como galerias para inyectarse, sino más para que los ladrones no se llevaran los tubos metálicos y los costosos cables escondidos detrás de las paredes. Los dueños sabían que con el tiempo el vecindario se recuperaría y que de alguna forma ellos empezarían a reconstruir. Pero si se robaban las tuberías la renovación sería mucho más costosa.
Mientras el capataz insiste sin parar en sus acusaciones, se me ocurrió algo.
Le pediría a Maritza que el diera un trabajo a Trompo Loco en su iglesia, algo como conseguir abrigos para los indigentes o algo por el estilo. Yo le pagaría a ella y ella le pagaría a Trompo Loco como si se tratara de un empleo de verdad. Trompo Loco nunca se enteraría. Si Maritza no lo podía hacer, tal vez Papelito sí, pero no quiero pedirle más cosas, pues ya me está ayudando bastante al afrontar la hipoteca en mi nombre.
“¿Quién de ustedes vino en la noche y se robó esas tuberías?”
Todos los obreros permanecen en silencio, mirando al piso. Mario sonríe desdeñosamente, asintiendo con la cabeza como si supiera quién fue. Pero ninguno le presta atención.
El capataz empieza a pasearse de un lado a otro.
“Está bien. Sólo quiero que me regresen los tubos. No me importa quién se los llevó.”
“Yo se las devuelvo,” Antonio dice en español. “Yo se las devuelvo cuando ustedes nos devuelvan Texas.” Todos se ríen menos Mario.
El jefe está furioso. Me mira.
“¿Qué dijo, Julio? ¿Qué fue lo que dijo?” me pregunta, y me doy cuenta de que en todo este tiempo no se ha preocupado por aprenderse los nombres de ninguno de los trabajadores, sólo el mío y el de Mario.
“La verdad, ¿tal vez?” digo.
“¿Tú también, Julio?” Se muestra sorprendido por mi respuesta, como si él y yo fuéramos amigos.
“Mire, creo que lo único que queremos todos aquí es volver al trabajo,” digo.
El hombre escupe en el piso.
“Yo sé quién lo hizo,” dice Mario.
“¿Sí, quién?” el capataz se acerca donde está Mario, “dime.”
“Sólo escoja a cualquiera de esos,” dice Mario, “no se equivocara.”
Mario se ríe como un idiota. El jefe no se molesta en contestarle. En cambio sus ojos buscan a Antonio. Antonio también lo mira fijamente, como si lo desafiara a que lo despidiera o a una pelea.
“Yo sé que me entiendes,” le dice el jefe a Antonio. “Yo entiendo lo que dices. Así que no creas que no comprendí tu chiste. No tengo que entender español para saber de qué se trata.”
Un medio gesto de burla se le forma al borde de la boca.
“Tienes un pickup viejo,” le dice el jefe a Antonio. “Lo he visto, de seguro viniste anoche y lo cargaste todo. ¿No es así?”
“No jefe,” responde Antonio en un inglés con mucho acento, “por la noche, soy un mexicano borracho. No puedo robar nada.”
Me río.
El jefe no se ríe.
Antonio sigue ahí, desafiante.
“Con que es así,” dice el jefe, “entonces debería reportar tu problema con la bebida al INS. ¿Qué piensas?”
Los ojos de Antonio finalmente miran hacia el piso.
“Quiero esos tubos para el final de la semana. Además, hay muchos otros mexicanos que matarían por tener sus empleos.” Se retira mientras todos regresamos al trabajo.
Le doy un golpecito en la espalda a Antonio.
“Bien hecho,” le digo en español, “no te preocupes, es un hijo de puta pero sabe que si el INS hace una redada en este lugar también peligra su trasero. Hay ciertas reglas sobre contratar trabajadores ilegales.”
“Ya lo sé, Julio,” responde, “pero yo sé quién se robó esos tubos.”
Antonio regresa al trabajo sin agregar nada más. Dejo las cosas así. No hago preguntas. Justo en ese momento miro hacia el frente y veo con nitidez la figura de Trompo Loco. Me ve y sonríe y señala su casco de obrero. Me siento furioso con él. No quiero que me avergüence, y eso es exactamente lo que va hacer Trompo Loco. Espero que el jefe no me vea hablando con Trompo y le comente a Eddie que Trompo Loco estuvo por aquí.
“Oye Julio, sabes, tuve esta gran idea que yo puedo simplemente ayudarte. Puedo trabajar al lado tuyo,” dice con la más alegre de las sonrisas.
“Trompo,” suspiro, “tienes que irte a la casa, vamos.”
“Pero te puedo ayudar, mira,” saca un sándwich empacado de uno de los bolsillos del overol, “hasta traje almuerzo, ves. La mitad es tuya, pero yo quiero la más grande.”
“Trompo vete a la casa,” levanto la voz y el aprieta la boca con fuerza. Volteo a mirar a ver si el jefe se ha dado cuenta de que no estoy trabajando. Veo que Antonio se burla de Trompo. Miro de nuevo a Trompo Loco y no puedo adivinar si está a punto de ponerse a llorar o a dar vueltas.
“No puedes trabajar aquí, pues ya te consequí trabajo en otra parte,” miento, pues sé que está a punto de ponerse a dar vueltas. Si empieza, no hay nada que lo detenga, por lo menos sin tumbarlo al piso de un golpe y tal vez hacerle daño.
“¿De verdad?” se me acerca, “¿un trabajo de verdad?”
“Sí, te cuento más tarde.”
“¿Qué tengo que hacer?”
“Irte a la casa.”
“Ese no es un trabajo, Julio.”
“Quiero decir que te vayas ahora mismo a la casa, hablaremos más tarde. Y después te vas a mudar con mi familia, ¿verdad? ¿Verdad?”
Trompo Loco está radiante. Se chupa los labios, como si estuviera muerto de hambre y acabaran de ponerle al frente un plato de comida.
“Okay, okay, puedes quedarte con todo el sándwich,” y me lo pasa. “Voy a la casa y me preparo uno nuevo. Todavía me queda algo de Wonder Bread, y mermelada y de todo.” Trompo Loco da la vuelta y se va. Me alegra que se vaya, pero entonces se voltea de nuevo. “Oye Julio, ¿por qué fat chance y slim chance significan la misma cosa? Oí que un tipo lo decía. Después otro también, y significan lo mismo . . .”
“¡Vete a la casa!” le grito, y de inmediato se tapa la boca, como si acabara de decir algo incorrecto. Se da la vuelta y empieza a alejarse silbando, feliz de tener dentro de poco un empleo. Y yo regreso al trabajo.
El jefe me toca el hombro.
“Oye, ¿no era ese el chico retardado de Eddie?” Me hace un guiño, lo ignoro y sigo trabajando. El jefe me sigue, me agarra del hombro, pues está convencido de que puede llamarle la atención a cualquiera de sus trabajadores en cualquier momento. “Déjame decirte una cosa Julio, siendo que los dos somos amigos de Eddie.” Me detengo un momento para escucharlo, tal vez lo que va a decir sea breve y me deje en paz.
“Yo conocí a la madre del retrasado. Todos la conocimos. ¿Entiendes lo que quiero decir?” Me hace otro guiño.
Como si no tuviera ya suficientes problemas.
Maritza me espera abajo, a la entrada de la casa. No la veo desde hace rato. Sólo escucho los ecos de su voz en la noche, cuando empieza el servicio en su iglesia. Trocitos de sus sermones me llegan por la ventana y algunas veces, cuando la iglesia está al máximo con el Señor, todo el apartamento se sacude.
Maritza agarra con fuerza a una niña que parece muy asustada. La niña se aferra a Maritza, como si tuviera uñas de gato. No levanta en ningún instante los ojos del piso, y llora silenciosamente. Sus gruesas lágrimas le ruedan por las mejillas y le caen sobre la blusa. Es una niña bajita, y puedo adivinar por su hermoso pelo negro y largo y por su silencio que se trata de una inmigrante nueva de la iglesia de Maritza.
“Tienes que llevarnos, Julio.” Así no más, sin decir por favor ni gracias.
“Un momento, ¿no se supone que deberías estar en la iglesia en este momento?”
“Salimos a escondidas. Tenemos poco tiempo, Julio. Tienes que llevarnos . . .”
“¿A dónde?” pregunto.
“A Queens. Yo no conduzco, vamos,” dice. “Esto es importante, Julio. Y sólo tenemos dos horas.” La miro fijamente por un par de segundos, pues Maritza es como ese estruendo sónico que se escucha segundos después de que la tormenta eléctrica cae sobre la ciudad y todas las alarmas de los autos se enloquecen. Eso es lo que hace conmigo cuando me cruzo con ella, y me toma mucho tiempo apagar la alarma. Estuve enamorado de ella por mucho tiempo, pero después la cosa se agotó. Como ese número al que uno le sigue apostando y que nunca sale, aunque uno insiste en jugarlo, pero que ya es más costumbre que amor o deseo o necesidad. En resumen, la conozco de toda la vida.
“Oye Mari, yo no soy el que está en el negocio de Dios, eres tú. Yo tengo mis propios asuntos de qué preocuparme.”
Maritza suspira con fuerza. Se había cambiado la habitual bata de pastor por un vestido que le resaltaba la forma de los pechos. Con sus impacientes suspiros, el pecho le subía y bajaba al unísono.
Maritza dirige su atención hacia la niña asustada. Le susurra algo rápido y cariñoso, algo sobre Dios al final, y entonces me lleva a un lado.
“¿A dónde vas que es tan importante?” le pregunto a Maritza, que siempre ha llevado el pelo corto en una especie de pelambre sin forma. Si se tratara de una muchachita, la considerarían graciosa y linda. Pero como es una mujer alta, más alta que yo y por el metro ochenta, ese pelo lo que le transmite a uno es que Martiza está preocupada con asuntos que considera más urgentes que el aspecto de su pelo. Así que lo lleva corto y despejado.
“Simplemente déjanos en la clínica, sólo déjanos allá. Todavía tenemos dos horas antes de que termine el servicio, vamos.”
Pienso que ya sé lo que sucede.
“¿Eso es todo? Pues tú siempre tienes algo más en la cabeza.”
“Eso es todo, vamos. Por favor, esta pobre muchachita se va a casar la próxima semana.” Me lanza una mirada de desesperación. Maritza sabe que yo no le puedo negar nada; aunque he tratado, nunca he podido. Durante años he intentado zafarla, pero como la mandíbula de un pit bull no la puedo soltar. Me ordena hacer esto y lo otro, yo me quejo, pero al final siempre cedo y hago lo que me pide.
Como ahora.
Las llevo a ella y a esta asustada niña a la clínica en Queens, y durante todo el recorrido ninguno dice nada. Silencio absoluto, excepto por los sollozos y lagrimeos de la niña. Tomo el FDR Drive hacia el Upper East Side.
En el auto silencioso, pienso que el Upper East Side siempre me recuerda la época cuando era adolescente y empezaba a darme cuenta de que me estaban mintiendo. Eran los días cuando creía en “La Verdad,” y en que toda esta gente que se movía por el Upper East Side eran seres destinados a ser liquidados por Dios. Todos estos ricos eran pecadores y no amaban a sus hijos, pues no caminaban por la senda del Dios Jehová y sus ideas no eran las ideas de Él. No conocían la Biblia y no se las leían a sus hijos todos los días y tampoco pregonaban las buenas nuevas del Reino del Señor. Eran parte del mundo material. Quien gobernaba su mundo era Satanás, y todas esas vitrinas de almacenes con relojes Rolex y vestidos de seda, y todos esos penthouses, y todos esos autos y elegantes muebles eran cosas materiales para embelesarnos con este mundo. Nuestra recompensa era el Paraíso.
Entonces empecé a caminar alrededor del Upper East Side y descubrí cómo esta gente también tenía iglesias y que ellos, también creían en Dios, y, también llevaban a sus hijos a la iglesia. Llamaban a su Dios lo mismo que nosotros, y Él, también tenía un hijo llamado Jesús, que también murió por todos los pecadores. Las iglesias y las sinagogas en el Upper East Side eran grandes y opulentas. Tenían bancos de madera de verdad, no sillas plegables, como las nuestras, y las alfombras estaban limpias, sin manchas de chicle. Los fieles no llevaban siempre los mismos dos o tres vestidos buenos que se rotaban cada domingo. Les compraban a sus hijos regalos, realmente costosos, como trenes y autos que funcionaban con pilas. Esta gente era cristiana como yo, creían en el mismo Dios que yo. El Upper East Side y Spanish Harlem era dos vecindarios que vivían el uno al lado del otro y eran como el principe y el mendigo. Pero nuestro Dios Cristiano era el mismo. Y se suponía que nuestro Dios nos amaba por igual. Se suponía que nuestro Dios nos bendecía por igual. Se suponía que nosotros debíamos vivir bajo Su palabra y participar de las mismas bendiciones. Pero eso no fue lo que vi. Recuerdo cómo, cuando estábamos por los quince, un día Maritza se burló de mi diciendo que “el Dios del Upper East Side le puede ganar al Dios de Spanish Harlem.”
Mi madre no paraba de decir que era sólo cuestión de tiempo, y que entre más años pasaran, más cerca nos encontrábamos de “El Fin.” Podía escuchar algo sobre un terremoto en la India o sobre alguna avalancha de barro en Colombia y los veía como nuevas señales de “El Fin.” Eso aún no ha cambiado. Pero yo no, estoy harto. Quiero hacer algo con mi vida distinto a esperar a que el mundo se acabe. Maritza fue a la escuela y tiene título universitario. Estudió derechos civiles, y cuando nadie en Spanish Harlem se convenció de su programa socialista, comenzó a salvar al mundo usando al mismo Dios con el que solía burlarse de mí por haber creído en él alguna vez.
“Aquí está la dirección, Julio. Rápido.”
“Está bien, está bien, Dios,” digo y recibo el papel que me pasa. Cruzo el puente de la 59, y no me siento para nada complacido. Había pensado que íbamos hacia algún tipo de sucursal de Planeación Familiar o un cuartucho en algún callejón que Maritza conocía. Pero esta clínica está localizada en Northern Boulevard, la arteria de Queens. La clínica está justo en el centro, donde encuentra uno de un solo golpe todo tipo de negocios: dentisterías, agentes de finca raíz, joyerías, restaurantes, bancos; no estaban intentando esconder nada.
“Tienes que venir adentro con nosotras,” ordena Maritza. La muchacha no deja de temblar.
El Centro de Cirugía Plástica no es un nombre usado para disfrazar algo, no se llama así para distraer la atención, lleva ese nombre porque eso es lo que es. Cirugía. De la plástica. Estaciono el auto.
Entro y, a excepción de Maritza y esta niña asustada, la sala de espera está vacía. El salón es de un rosa claro y en las paredes hay afiches de hermosas mujeres enmarcados elegantemente. Un televisor transmite MTV en Español, sin volumen. Shakira está sacudiendo sus raíces árabes como si la hubieran lanzado a un tanque de agua justo al final del invierno.
La puerta se abre y entra una mujer. Tiene un pelo hermoso, las piernas largas y esbeltas, los pechos del tamaño de bolas de béisbol, con la elevación perfecta que sólo se consigue con implantes.
“Entonces,” dice la mujer con frialdad, escribiendo algo en una tablilla, “¿ella necesita ser señorita de nuevo?”
“Sí,” contesta Maritza por la muchacha, quien de repente empieza a llorar como si su madre acabara de expirar en sus brazos.
“No te preocupes dulzura,” dice la mujer, poniendo la mano sobre la rodilla de la muchacha, “es muy fácil, no tengas miedo. Lo coseremos todo otra vez como estaba antes, como si nada hubiera pasado.”
“¿Necesitará anestesia?” Maritza acaricia el pelo de la muchacha mientras esta llora en su hombro.
“No mucha. Sólo local. Mira dulzura,” le habla la mujer a la muchacha que tiene la cabeza enterrada bajo los brazos de Maritza, “no te apures, todo se cose. Volverás a ser virgen.”
“No sé qué me hará,” solloza la asustada muchacha, “él cree que soy virgen . . .”
La muchacha no puede terminar la frase antes de ponerse a llorar otra vez. Imagino que lo que no puede decir es que su padre la podría matar si su marido la devuelve como si fuera mercancía estropeada.
La mujer con la tablilla no se mueve, parece haber escuchado todo esto antes. Incluso hasta lanza una maldición cuando se equivoca al escribir algo. Empieza a borrar, hablándole con claridad a Maritza.
“No se preocupe, el doctor tiene licencia y sabe lo que está haciendo,” le dice. “Su prima estará bien. Lo hacemos todo el tiempo. Dejamos una pequeña abertura sin coser para, ya sabe, el periodo. Pero todo lo demás queda bien. El himen quedará intacto como antes. Él no se dará cuenta de nada. En su noche de bodas, habrá sangre en las sábanas. Firme aqui.” Maritza firma. “Necesito la tarjeta de crédito,” y ahí es cuando Maritza me señala.
Me echo ligeramente hacia atrás, como si me apuntaran con un arma. Veo a Maritza que le dice a la mujer que se lleve a “su prima” adentro para que el médico empiece la operación.
Salgo de la clínica y camino hacia el auto. Maritza me alcanza.
“Espera Julio, espera,” me ruega. Por supuesto, me detengo.
“Lo sabía, lo sabía,” digo, “necesitabas algo más, lo sabía. No voy a pagar para que le arreglen la cosa a esa muchacha.”
“¿Entonces prefieres que la golpee el esposo o la mate el papá? Mira, esta chica me buscó para que la ayudara. Estoy tratando de ayudarla.”
“¿No has pensado alguna vez Maritza que no siempre puedes ayudar a la gente? ¿Que algunas veces es mejor dejar que las cosas sucedan?”
“No, no es mejor.”
“No te puedo creer, te conozco desde siempre y aún me sigues sorprendiendo. No te puedo creer.”
“¡Tengo ahí adentro a una niña que cometió un error! ¡Necesito tu tarjeta de crédito!” Ya está empezando a perder la paciencia conmigo, como si fuera yo el responsable de todo esto.
“Maritza, yo no soy el tipo que le hizo esto, y estoy seguro de que el tipo con el que se va a casar también es un inmigrante reciente, pues los nuyoricans no andamos con esa mierda de la virginidad. Nos gustan las mujeres así estén empujando cochecitos o no. Mira a Zulma, tiene como cuatro hijos, pero aún se ve muy bien y están todos esos tipos que quieren casarse con ella. Así que no sólo no es mi problema sino que no es el problema de mi gente.”
“Bueno, para tu información el tipo con el que se va a casar es puertorriqueño.”
“¿Sí, de la isla, verdad? Eso es diferente, allá se tragan el cuento ese de mierda de casarse con una virgen. Piensan que sus esposas tienen que ser puras como el azúcar o algo, como sus madres, o . . .”
“¡Te voy a devolver la plata!” Grita molesta por mi insistencia. Durante una fracción de segundo sólo se escuchan los ruidos de las sirenas y de los autos pasando.
“Te devolveré la plata,” repite con calma. “Si pudiera ponerlo en mi tarjeta, lo haría.” Y me observa fijamente como si tuviera poderes hipnóticos.
“¿No estás en contra de todo esto?” le digo, calmándome un poco y sacudiendo la cabeza lentamente. “¿No hablas en contra de todo esto en tu iglesia?”
“Sí, por supuesto que sí, estúpido. Dios, eres tan estúpido, Julio,” responde, “por supuesto que sí, se trata de una mutilación genital femenina. Por supuesto que estoy en contra. En realidad se trata de control sobre las mujeres. Pero en este instante, tengo una muchacha aterrorizada que si no sangra en su noche de bodas le van a sacar la mierda a golpes.”
“Algunas veces no te comprendo, Mari,” digo, dándome por vencido, “no te entiendo, pero bueno, ¿cuánto es?”
“Dos . . .”
“Sí, ¿dos? ¿Dos qué? ¿Doscientos?”
“Dos . . . Dos mil.”
“¡Dos mil! ¡No me jodas, chica!” No puedo llenar mi tarjeta, dos mil, tengo que mantener una hipoteca, los estudios, los libros, mis padres.
“Espera, espera, espera,” me agarra del brazo. “Yo tengo trescientos y ella tiene seiscientos, así que sólo tendrás que pagar mil cien. Te lo devolveré.”
La miro. La luz de un poste en la esquina le ilumina la cara. Una vez soñé que me gustaría saber cómo se vería su rostro en la oscuridad. Como cuando uno apaga la luz y los ojos se empiezan a ajustar y todo adquiere sombras nuevas y diferentes matices. Solía imaginar que tal vez una noche me despertaría sin ninguna razón y ella estaría ahí a mi lado y yo podría entonces ver esa imagen en la vida real. Pero entonces ella me dejaba por ahí sin prestarme atención y yo caía en cuenta de que Maritza era más como una hermana mayor que golpea de vez en cuando a su hermano pequeño.
“¿Me vas a pagar?” pregunto consciente de que no lo hará, no puede, pues, como tantos bienhechores, Maritza siempre está quebrada.
“Sí, te voy a pagar, ahora vamos.”
“Qué tal si le das un trabajo a Trompo Loco en tu iglesia,” le digo. Maritza voltea a mirarme como si estuviera loco.
“Listo, pero no podré pagarle . . .”
“No, le pagas a él lo que me debes. Simplemente déjalo hacer cualquier cosa . . .”
“Lo que sea, okay. Trompo puede limpiar o algo, volvamos adentro.”
Regresamos a la clínica.
Le pago a la mujer.
Maritza y yo no conversamos. Maritza vigila el reloj. Sabe que tiene que llevar a la muchacha de vuelta antes de que se termine el servicio en la iglesia. Puedo adivinar que la madre de la chica está en esto con Maritza. El padre debe ser un no creyente y no está en la iglesia, así que pueden usar el tiempo para escaparse y hacer que la muchacha vuelva a ser virgen.
Nos sentamos y esperamos sin hacer nada. En la sala de espera la hermosa mujer con tetas falsas, culo falso, nariz falsa, conversa con una futura cliente.
“Hay un problemita. Te vas a casar la semana que viene,” dice en español, “no puedes casarte la semana que viene. Necesitas por lo menos uno o dos meses para que los puntos desaparezcan.”
“¿Puntos?” pregunta la cliente frunciendo el ceño.
“Sí dulzura, puntos. Si tienes sexo en tu noche de bodas con los puntos intactos, ay dios mío, la posibilidad de infección es tan alta que para qué te cuento.”
“Pero nos vamos a casar la semana que viene. ¿No hay otra forma?”
“No dulzura, tienes que buscar la manera de posponer la boda, de otra forma, si tienes sexo con los puntos, bueno, tal vez engañes a tu esposo pero te puedes morir.”
Maritza también ha estado escuchando la conversación. Sacude la cabeza con tristeza, o con rabia o incredulidad. Fija los ojos en la mujer joven a la que ahora le cuelga la cabeza y que está a punto de ponerse a llorar. Maritza quiere ponerse de pie y hacer algo, pero la mujer la abraza y la arrulla.
“No te preocupes,” dice. “No es gran cosa. Yo también me hice la mía. Me la he hecho en todo el cuerpo. Lo único auténtico que tengo son los dientes,” dice y la mujer intenta sonreír. “Eso,” le dice, “sonríe, nosotras las mujeres, tenemos nuestros secretitos.” Entonces voltea a mirarme. “Engañamos a los hombres todo el tiempo.”