Querido Julio,
Cuando me mudé a Spanish Harlem estaba tan preocupada con ser políticamente correcta y no ser racista, que sin darme cuenta hice cosas estúpidas que demostraban mi temor y mi ignorancia. Me sentía hiperconsciente al ser la única persona blanca caminando por la calle. Tantos hombres me decían “hola muñeca” o “Dios bendiga tus ojos” que no quise volver a mirar a la gente a la cara. Pero no resultó, pues me negué a voltear a mirar a una de mis vecinas que me dijo “Hola” tres o cuatro veces. Esa vecina era tu madre. Me doy cuenta de que aún no puedo decir “gracias” en lugar de “thank you,” pues temo pronunciarlo mal y que suene ridículo; a pesar de dominar bien el francés, el italiano y el portugués.
Quisiera explicar te que ahora tengo una mezcla rara de soberbia y culpa. La soberbia me viene por no poder olvidar los hábitos de ese ambiente al que he estado acostumbrada, un ambiente donde los piropos son una grosería y donde la gente que maneja la comida lleva guantes puestos, y nadie grita en la calle ni en ningún otro lugar público. Pero la culpa se me vuelve frustración por el hecho de que no sé cómo reconciliar el hecho de que yo no soy la causante de estas discrepancias, que fue otra gente blanca, que ni siquiera tiene nada que ver conmigo. Aún así, en este vecindario sigo siendo considerada culpable por algunos individuos que reaccionan ante mí como si fuera la encarnación del Imperio Blanco del Mal. De la misma forma, yo reacciono ante algunos otros como si fueran el típico esteriotipo que he visto en la TV.
Por supuesto, podría tomar clases de español y sería tan, tan fácil para mí aprender el idioma. Pero oír hablar español sin entender nada es como estar al frente de una gran obra de arte abstracto. Me siento avasallada, pero siempre encuentro cosas nuevas cada vez que lo escucho, así como encuentro cosas nuevas cada vez que miro un cuadro de Pollock. A una parte de mí le gusta sentirse rodeada por mi propia incomprensión, pues parece más real y mucho más interesante que el mundo mío donde todo el mundo asume la autoridad, la destreza y, por lo tanto, el control.
Mis padres se trasladaron a ese pueblo de Wisconsin donde nací después de conocerse en Ithaca, NY. Después de casarse, la compañía los trasladó allá. Mis padres no estaban acostumbrados a la vida de un pueblo pequeño. Tan pronto como llegaron conduciendo autos extranjeros y no americanos, en el pueblo empezaron a sospechar que eran comunistas. Durante la Guerra Fría, a mi madre la tildaron de lesbiana por protestar contra la carrera armamentista. ¿Qué tenía que ver eso con sus preferencias sexuales? Mi padre se reía. Mi madre trabaja como bibliotecaria y luchó a capa y espada por los libros que la biblioteca había prohibido. A pesar de todo esto se ganaron al pueblo y finalmente, décadas después, se consideran a sí mismos de Wisconsin. Pero yo no, añoré siempre su pasado en Cornell y contaba los días para irme.
No planeo cambiar nada en Spanish Harlem. Pero así como mis padres, seré yo misma. Sí, Nueva York puede ser muy materialista y superficial. Los implantes de senos y el pelo rubio teñido se han convertido en armaduras que las mujeres llevan puestas para no tener que sentir nada. Yo no quiero ese NYC, quiero vivir en un sitio donde la gente se alimente de comida real y que se prepara ella misma, algo que no sale de una caja o se le hacen llegar en bandejas de poliestireno.
Entre más vivo aquí, Julio, más empiezo a comprender la profunda complejidad de lo que en un principio romanticé.
Pero ahora empieza a tener sentido. Para mí, Julio, no para ti. Es mi manera de resolverlo. Solía mirar a una mujer que vendía sopa casera en un carrito de mercado en la calle y pensaba que ella conocía el significado de la vida. Le compré sopa, imaginando que se trataba de una sopa especial, hecha por unas manos viejas y sabias. Una sopa mágica, como algo salido de una novela de Gabriel García Márquez. Qué tonta he sido. Es en realidad algo muy sencillo, es una mujer pobre. Me han dicho que soy mejor expresándome en un papel que en una conversación, y entonces sólo quise contarte estas cosas.
Helen.
Tan pronto como termino de leer la carta de Helen, pensé en sus manos. La carta está escrita en unas letras negras y claras, con unos movimientos tan elegantes como los de Papelito. Puedo visualizar sus manos deslizándose sobre una hoja blanca de papel, haciendo todo tipo de círculos y vueltas. La carta de Helen es hermosa. Nunca he recibido una carta semejante, nunca. No quiero doblarla. Se me ocurre llevarla conmigo a todas partes y releerla a la menor oportunidad, en el subway y en los paraderos de bus. Durante los descansos en el trabajo y en las clases, especialmente cuando el tema sea aburrido y mecánico. Imagino que podría descubrir cosas nuevas sobre ella. Cosas nuevas en mí, también. Pero si llevo la carta conmigo, posiblemente se estropeará y no quiero que pase eso.
Entonces la guardo entre las páginas de un libro para alisarla. Es todo lo que se me ocurre para protegerla. Soy un principiante en estas cosas. Después de guardar su carta, me siento mal por haberle dicho esas cosas la otra noche. Y desearía poder expresarme como lo, hace ella. Siento terror y alegría al mismo tiempo de que ella haya hecho una explicación por carta y siento que debo hacer algo. No sé qué. Así, me siento más tonto pero voy a hacer lo que muchos hacen cuando se encuentran en esta situación. Voy a ir a ver a Papelito. Como en todo caso tengo que pagar la hipoteca, no podrá descubrir las verdaderas razones por las que estoy ahí.
La botánica de Papelito, San Lázaro y las Siete Vueltas, resplandece bajo una gloriosa luz. Incluso los torturados santos de yeso, tamaño real parecen vivos, como plantas que por instinto giran hacia el sol. Es una botánica tan limpia y piadosa que adentro uno siente que debe hablar en voz baja.
Y siempre está llena de mujeres. El lugar expele feminidad. Las mujeres entran y salen de la botánica de Papelito como si fuera un salón de belleza. Adoran a Papelito, pues él las deja entrar en los secretos Yoruba. Les prepara pociones de amor para sus hombres, o conjuros para mujeres que odian.
Papelito lleva un vestido azul con blanco, los colores de Orisha, el dios negro que lo ha escogido a él, y de Yemayá, la diosa del mar. Entro con la cuota mensual de la hipoteca, como hago siempre. Papelito le está susurrando algo a una mujer e intento no interrumpirlo.
“Mira mi amor, envuelve una hebra de tu pelo alrededor de su buzón de correo,” la mujer escucha atentamente, “derrite cera roja sobre las fotos de ella. Mételas en una caja negra de zapatos y escóndelas en el armario.” La mujer asiente con la cabeza. “Reza la oración a Ochosi, el cazador, y tu hombre regresará a tu lado.”
Ella le cree. Entonces supongo que dará resultado.
La mujer intenta besar la mano de Papelito.
“No, no mija. Bésale la mano a Orisha,” le dice él, retirando los dedos con delicadeza, “dales las gracias a ellos, mi linda. Haz las ofrendas y rézales. Ellos te indicarán el camino, muchacha.”
“¿Qué pasa si no regresa?” se lamenta la mujer.
“Ten fe en los Orishas,” dice él y ella está a punto de llorar. Papelito la abraza.
“No te preocupes, confía en ellos,” repite mientras la mujer se retira; Papelito sostiene en la mano una hebra del pelo de la mujer.
“Qué pelo tan lindo,” le dice Papelito. “Pero Irma, tienes horquilla. Tan joven y con horquilla, tengo algo para eso.”
Espero a que termine con Irma, y miro por ahí. La botánica de Papelito funciona también como tienda de empeño. Hay tantos trastos que Papelito vende cajas de leche llenas de chécheres por tres dólares. Se han regado rumores que una mujer compró una de estas cajas y encontró supuestamente en el fondo un anillo de oro. Otros dicen haber comprado otra caja donde encontraron un diamante entre un frasco medio vacío de aceite para bebés. Algunos han encontrado cosas menos apetecibles pero en todo caso más útiles, como cucharas, cajas de detergente, radios pequeños, crema de dientes, pilas nuevas, bolígrafos, enlatados, libros y juguetes (algunos rotos pero otros no). Todos estos objetos llegan como cortesía de ladrones, drogadictos, borrachines, y otros indigentes que regularmente llegan a San Lázaro y las Siete Vueltas para ofrecer su botín. Entran y le preguntan a Papelito si les recibe esto o lo otro por plata suelta. Papelito recibe todo gentilmente y después echa las cosas en una caja de leche.
Espero con paciencia a que Papelito atienda a sus clientes. Me acerco a uno de los rincones elegantes de la botánica. Hay un altar erigido para el Orisha Changó. Papelito adora a Changó, pues Changó es el dios por el que Papelito siempre quiso haber sido escogido. Muchos años atrás, cuando Papelito estaba siendo iniciado, durante el asiento, cuando se pone un Orisha sobre la cabeza del iniciado, Papelito no perdió la esperanza de que Changó lo reclamara a él. Seguiría recordándole a cualquiera que hubiera escuchado su historia una parte de la leyenda de Changó: “Ese Changó, una vez se vistió de mujer para escapar, y habita dentro de una mujer, Santa Bárbara. Así que mira. Él me va a escoger y a aceptarme como soy.”
Pero durante la ceremonia santa, sería la Diosa Yemayá quien reclamó a Papelito. Su padrino—su maestro—se lo comunicó y entonces Papelito acogió a Yemayá con toda su alma. Azul y blanco, los colores del Orisha, son los únicos colores que usa, y hace todo en siete, pues el siete es el número de la diosa. Pero en su corazón, Papelito todavía mantiene una vela encendida para Changó.
El altar a Changó está montado sobre una sólida mesa cubierta con un mantel rojo y blanco, los colores atribuidos a Changó. En el contro hay una imagen alta de la regia santa católica Santa Bárbara, que comparte la dualidad con Changó. Hay otras representaciones simbólicas atribuidas al Orisha: un hacha de dos cabezas, varias rocas volcánicas, la imagen de un caballo, platos con caramelos, almendras, semillas, y, en el piso, un tambor batá tamaño real con una mancuerna de oro en el borde. En la pared, encima del altar a Changó de Papelito, colgando derecho y firme de una puntilla cuidadosamente clavada, hay un retrato enmarcado y autografiado de Robert F. Kennedy. Levanto la foto y la estudio con detenimiento, como si mirara los titulares de una vieja revista o escuchara una canción de los sesenta que saliera de una radio lejana. La foto me hace pensar en lo “pudo haber sido” del mundo. Maritza se mostraría orgullosa de mí por pensar en esas cosas.
Papelito se acerca por detrás y con suavidad me quita el retrato de la mano.
“Tenía que tocarlo, Julio. Apareció en El Barrio y nos le mandamos encima,” dice, poniendo cuidadosamente la foto en el sitio que le corresponde. “Le agarré al brazo y fua, se le cayó una mancuerna.” El rostro de Papelito se entristece. “Yo era tan joven en el 68. Ni siquiera me ponía vestidos.”
Vuelve a sonar la campanilla. Una mujer entra y le susurra algo a Papelito en el oído.
Papelito asiente. Hablan brevemente.
“Hice una colecta, Papelito. Ese es el derecho para los Orishas,” le pasa un rollo de billetes, “¿puedes hacer el trabajo?”
“Pero contra mami,” posa suavemente la punta de los dedos en el pecho, cerca al corazón, “por supuesto que haré el trabajo.” Cuando Papelito habla, todo el cuerpo se le mueve como en un balanceo, con la delicadeza del aceite saliendo lentamente por el pico de una botella.
La mujer mira hacia donde estoy y hace un gesto de desconfianza. Le comenta algo tapándose la boca, para asegurarse de que yo no la oiga.
Papelito asiente de nuevo, le besa suavemente la mejilla, y la acompaña hasta la salida. Cierra la puerta detrás de ella, y le da la vuelta al cartel de CERRADO.
“Mira mi amor, tu mamá estuvo por aquí hace unos días preguntando por un gato,” dice bajando la voz como si pudiera armarse un escándalo por el simple hecho de que ella le hubiera hablado.
“Sí, ya sé. No te preocupes por eso. Ya le conseguiré otro. Mira,” le digo, entregándole el dinero para que lo deposite y pueda hacer el cheque para el banco como si fuera su hipoteca. Después de darle el dinero, me quedo ahí como si esperara la llegada de un tren. Quiero contarle a Papelito que una mujer me escribió una carta, y preguntarle lo que los Orishas tendrían reservado para mí. Quisiera una consulta, pero me siento un poco estúpido pidiéndola. Especialmente después de haberme negado al ofrecimiento, una y otra vez, de Papelito para hacerlo. Sigo ahí, nervioso, y no puedo pronunciar palabra. En lugar de eso, pienso en las redes psíquicas y los horóscopos y en ese tipo de cosas, cosas en las que no creo. Siempre he creído que uno puede ajustar cualquier situación de la vida en un horóscopo y en ese tipo de interpretaciones. Por eso es que no me parecen verosímiles. Pero la religión de Papelito es una religión de la supervivencia. Una que toma ciertas medidas para mantenerse viva. Una religión de la astucia. La santería es una cosa diferente. Algo real. Pero, sobre todo, lo que yo tengo es fe en Papelito.
“Tengo que hablar contigo,” dice después de recibir la plata. Me mira fijamente a los ojos como si hubiera visto algo que él sabe temo decirle. Como si así lo hiciera más fácil para mí, como si me lanzara un salvavidas. “Ven, ven,” me toma de la mano.
“Tengo que irme Papelito,” le digo, pues siento que me estoy arrepintiendo. “Tengo las clases nocturnas, después tengo que ayudarle a mamá con los azulejos de la cocina. El apartamento necesita arreglo . . .”
“No mijo miro,” parpadea y hace una pausa para asegurarse de que le presto atención, “que esto es importante, mi amor,” dice, y me río por dentro, no por lo que dice sino como lo dice. La manera como hace la coreografía de las manos con la conversación es como mirar un ballet. Pero estoy contento, porque esto es en realidad lo que deseaba desde un principio y no era capaz de hacer a un lado el orgullo, el miedo, y las dudas para por fin hacerlo.
Vamos al sótano.
Aquí es donde Papelito ha montado el Ile, la casa de los Orishas. Es un cuarto magnífico, lleno de flores y plantas. A los pies de cada santo hay ofrendas de frutas, platos con dulces y los símbolos atribuidos a cada Orisha. Pegados a la pared hay arcos y flechas, lanzas, y cañas de azucar enteras con banderas de distintos colores. Un elaborado altar para Ochún está armado sobre una mesita de altura hasta la rodilla. A su lado, derecha y afectuosa, hay una estatua de tamaño real de La Caridad de Cobre, la Señora de la Caridad, la santa católica con quien Ochún comparte la dualidad. Hay cinco cestas llenas de frutas—cinco pues ese es su número—y plumas de pavo real, el ave asociada a ella. Pañoletas amarillas de seda y otras telas similares decoran el altar, en celebración de los colores del Orisha.
Papelito me dice que me siente en el piso, donde hay dos cojines frente a frente, y después me pide el derecho, la cuota para el Orisha. Quiero decirle que no le he pedido una consulta, que es porque él me ha querido traer aquí. En lugar de eso meto la mano al bolsillo y saco tres de veinte. Me indica que los enrolle y haga una cruz con los billetes tocándome los hombros, la frente, y después el estómago, besando la plata al final. Hago lo que me dice, pues no quiero ofender a Papelito ni a su religión.
Le entrego la plata y Papelito toma el derecho y lo mete en una vasija de colores próxima a una figura de El Niño de Atocha, el santo con quien el Orisha Eleguá comparte la dualidad. Papelito me descubre observando a Eleguá.
“Eleguá es tanto mensajero como guardián, él tiene las llaves para que así podamos conversar con los dioses negros. Siempre se empieza y se termina con Elegua.”
Entonces Papelito se sienta a mi lado en el piso.
“Veamos a ver cuál es tu letra hoy, mi negrito,” me dice. Papelito toma un collar hecho de caparazones de tortuga y lo arroja entre los dos. Cada vez, escribe diferentes combinaciones, números que alcanzo a ver y palabras que sólo él puede entender. Papelito murmura cosas para sí mismo en voz baja. Me dice que agarre con fuerza ciertos objetos que me entrega. Una piedra. Un hueso. Una concha.
Escribe más combinaciones.
“Nadie les ha pedido a los Orishas que te hagan daño, mijo,” me dice.
“Eso es bueno, ¿verdad?” digo, tratando de mostrarme calmado con lo de la carta. Realmente quisiera preguntarle si se ve el amor en mis naipes. O algo por el estilo.
“Pero ’pérate, dos mujeres vienen en tu camino, Julio.”
“No digas,” estoy emocionado.
“Una es blanca, tiene plata, la otra es morena pero te amará y te dará hijos.”
Es una religión de sacerdotes poetas arrancados de su amada África y forzados no sólo a soportar la esclavitud sino a convertirse al catolicismo. Y así estos sacerdotes poetas preservaron su religión escondiendo a sus dioses dentro de los santos católicos. Los españoles se tragaron la treta, y, con el tiempo, las dos religiones se fusionaron, formando el camino de los santos, la Santería. Una religión nacida de la necesidad de sobrevivir, de la diversidad, del color y de la magia. El Continente Negro estaba en nuestras venas y las religiones de África eran parte de nuestra herencia cultural. Como la sangre de nuestra gente, la Santería se volvió una con muchas otras cosas para poder sobrevivir. Se adaptó y se transformó en una cosa nueva. Es este instinto de supervivencia lo que se respira hoy en las botánicas a lo largo de todo el país.
“Wow, dos mujeres,” susurro, “¿qué tengo que hacer?”
“Tienes que tomar una decisión, papi.”
“¿No me puedo quedar con las dos?” Dios, pienso, cuando llueve, llueve a cántaros.
“No, la codicia no va con los Orishas, mi amor.”
“¿Estás seguro?”
“Sí mijo, estoy seguro. A los dioses les encanta comer, pero no son codiciosos. Ahora, mijo, tienes que levantarle un altar a Ochún, la diosa del amor y el matrimonio. Cinco velas amarillas, cinco pastelitos, una pluma de pavo real, que es el ave de Ochún. Después de cinco dias, tiras los pastelitos al East River como ofrenda. Me entiendes?”
“Okay.”
“Julio, en el East River, no en el Hudson, las mujeres vienen del este.”
“Suena bien.”
“Tú sabes cuál santa comparte la dualidad con Ochún, ¿cierto?”
“La Caridad de Cobre, ¿verdad?”
“Bien, estás aprendiendo, mijo, estás aprendiendo.” Papelito entonces revisa los números de nuevo. “Sí pero, aún hay una amenaza en tu letra. Se acerca una amenaza.”
“¿Cómo qué?” Entrecierro los ojos y empiezo a temer que las llamas de todos esos incendios que he hecho extiendan sus brazos para agarrarme. Para devorarme quizás.
“No sé,” Papelito sacude la cabeza, estudiando atento sus cálculos. “Pero la amenaza viene de una poderosa fuerza, Julio,” y mira los números como si quisiera volver a verificar.
“Oye, Papelito,” hago una pausa, pues he querido hacerle esta pregunta desde hace tiempo y quiero que suene correctamente, “¿por qué crees tanto en los Orishas?”
Papelito sonríe un poco, echa la cabeza hacia atrás. Guarda los números y con el dedo golpea ligeramente un vaso con agua que está sobre la mesa. El vaso hace un bonito sonido como de cristal que resuena por un par de segundos. Papelito se levanta y se echa hacia delante para encender una vela azul a su Orisha, Yemayá. Hace una reverencia a Eleguá, pues todas las cosas empiezan y terminan con Eleguá.
“Este es un salón sagrado, ven mijo,” dice, y lo sigo escaleras arriba, donde un par de mujeres lo esperan afuera al otro lado de la puerta. Las caras latinas de las mujeres confirman que pertenecen a la iglesia de Maritza. Han estado esperando con paciencia y en silencio a que Papelito vuelva a abrir la botánica.
“Momentito, momentito!” Papelito las deja seguir con amabilidad. Les entrega a cada una la imagen de San Lázaro, que comparte la dualidad con el Orisha Babaluayé, santo de los enfermos y difuntos. Las mujeres reciben las imágenes y las sostienen sobre el pecho, como si se trataran de vacunas milagrosas, algo tan vital como el agua en el desierto. Papelito les dice que le den las gracias a Maritza, y las mujeres se retiran silenciosamente. No salen por la puerta del frente sino por la de atrás. Quizás temen que sus amigos, quienes no comprenden su religión y las vean salir de la botánica, puedan juzgarlas.
Papelito me presta de nuevo atención. Pone su mano sobre la mía, como hace cuando tiene que hacer una revelación.
“Tu asunto es fácil, mi lindo,” dice. “La regla Lokumí es en realidad los patakis, las historias que yo he escogido para vivir mi vida.”
“¿Historias?”
“Sí, historias poderosas que me enseñan cómo experimentar la vida, mi vida. Cómo vivir mi vida entre la naturaleza y mi comunidad.”
“¿Por qué tienen tanto poder estas historias?”
“Porque están más allá de las historias, Julio. Tienen poder para todos nosotros, mijo. Escucha. Estas historias significan en realidad nuestra búsqueda de la verdad, del sentido, del significado. Estas historias están ocultas en nosotros. Mira mi amor, algunos escogen vivir sus vidas según las historias cristianas, o indias, o musulmanas, o budistas, o, como yo, Yorubas, pero si tomas todas esas historias, descubrirás elementos similares, personajes similares.”
“¿Cómo quién?”
“Como Eleguá antes,” y señala hacia otra estatua de El Niño de Atocha. “Eleguá no es sólo el guardián sino también el bromista, un guasón. Muchas religiones tienen un guasón, Julio. En las creencias cristianas, justo cuando Dios le había dado al hombre un trabajo, una mujer, una vida eterna, la serpiente tuvo que meter la nariz. El guasón está ahí para decirte, justo cuando piensas que tienes todo bajo control, ¡Sape! Te jode la vida. Dependiendo de las historias que escojas para vivir tu vida, Ghanesa, Hanuman, Lucifer o Eleguá estarán lanzándote cosas. En realidad todos son el mismo personaje pero en historias diferentes.”
“Historias, ¿ah? ¿Hay alguna historia de amor ahí?”
Papelito me muestra la sonrisa más luminosa que jamás haya visto decorar su cara.
“Todas las buenas historias son historias de amor, papi,” me da con delicadeza un golpecito en el hombro. “De eso es en realidad de lo que se trata. El verdadero héroe de todas las historias es el amor.”
Me siento intranquilo y un tanto incómodo de estar haciendo preguntas sobre todo esto.
Me hace sentir como una de esas mujeres que vienen a visitarlo. La verdad, quisiera seguir escuchando, pero cambio el tono.
“¿Historias? Ya veo,” digo, levantando un poco la cabeza, como si comprendiera todo.
“Sí, historias que si escuchas con atención te dirán cosas sobre ti que en lo profundo tú sabes que son ciertas.”
“A mí sí me gustan las historias cristianas. Lo que no me gusta es la iglesia,” digo y me encojo de hombros.
“Entonces mijo, lo que a ti no te gusta son sus rituales. Estas historias vienen con los rituales. Es la única manera de que estas historias se vuelvan reales para nosotros.”
“¿Entonces los seguidores de la Regla hacen que sus historias sean reales con las posesiones y las pociones y todo eso?”
“Nada distinto al Papa diciéndote que te comas el cuerpo de Cristo, ¿verdad? O de un pastor hablando en lenguas, ¿eso es posesión? ¿No? Mira, todos esos son rituales, todos tienen relación. Tal vez sea hora de que cambies tus historias. Tal vez quisieras vivir tu vida bajo los mitos y los rituales de otra cultura. Reza, Julio.”
Retira su mano de la mía y me guiña un ojo y va a atender a otra clienta que ha entrado mientras conversábamos. Zarandea las caderas hacia ella, la abraza como si la conociera de décadas. Tal vez, la mujer sea tan vieja como Papelito. Empiezan a chismosear.
“¿Cuándo? ¿No? ¡Ese marido tuyo!” exclama Papelito y entonces él y la mujer se ríen al tiempo y siguen en el cuchicheo como brujas entrometidas.
Esa misma noche, compro las cosas que necesito para mi ofrenda. Regreso a la casa pensando en leer de nuevo la carta de Helen y en cambiar mis historias. ¿Por qué no? En la academia recibiré un grado en administración, pues sé que así podré conseguir un buen empleo; el problema es que la administración es realmente aburrida, como jugar Scrabble bilingüe con mis padres. En mis estudios nocturnos no aprendo ninguna historia que me guíe, sólo recibo un montón de información. Una serie de tecnologías para un mercado laboral nuevo y supuestamente mejorado. Pero las historias me interesan. Conozco algunas historias Yoruba y muchas son hermosas, animadas y encantadoras. Los dioses negros hablan desde el viento y el trueno. El espíritu de Dios se agita sobre todos los manantiales de la montaña y las extensiones de hierba. Es una religión terrenal llena de poesía. No había poesía en mi educación como pentecostal.
En cuanto a Papelito pidiéndome que orara, nunca he dudado del poder de la oración. Tanto bueno como malo. Yo mismo fui testigo de su poder cuando era niño en una oportunidad en que nuestro pastor pidió a la iglesia entera una oración en nombre de su hermano que se encontraba sin empleo. Este hermano tenía que alimentar a su esposa y cinco hijos pero no tenía trabajo. Era muy difícil encontrar trabajo durante la recesión. El desempleo se encontraba en su punto más alto. La ciudad de Nueva York se encontraba al borde de la bancarrota. Cuando las cosas se rompen, rotas se quedan. Entonces el pastor imploraba a la congregación una semana sí y otra semana no para que tuvieran a su hermano en sus oraciones. Recuerdo rezar algo tonto, algo como “Señor Jehová, tú tienes un trabajo. Por favor ayuda a este hermano a conseguir trabajo también.” Algo por el estilo, algo que tendría sentido sólo para un chico de siete años. Cuando el hermano consiguió un empleo como conductor de un camión de leche, la iglesia entera se regocijó. Incluso hasta donó leche para aquellos de la congregación que les hiciera falta. Pero al tercer mes de tener el trabajo, un camión de bomberos se estrelló contra el camión de leche que conducía el hermano, y lo mató. Me sentí traicionado. ¿Lo mataron mis oraciones? ¿Fue Dios? El pastor se puso frente a la plataforma y dijo, “Probablemente entonaba un cántico cuando Dios se lo llevó. Era un hermano dulce como la miel. Su muerte fue una reconciliación entre la leche y la miel.” Y entonces la congregación se rió con este pequeño juego de palabras. Pero yo estaba triste. Después del servicio, me acerqué nerviosamente hasta donde el pastor, quien no hizo caso a mi pregunta de “por qué” y me ordenó que escuchara a mi madre. Yo era un niño, así que no lo volví a molestar nunca más después de eso. Pero entonces incluso ya a esa edad empecé a poner en duda nuestras creencias. Había otras fuerzas actuando aquí. Mi religión no era el centro del universo, como me enseñaron a creer. Existía otra serie de verdades a las que temía mi religión, y que no pretendía enfrentar, ni sabía cómo abordarlas cuando las tenía enfrente. Por nadie de ninguna edad.
Por esa razón creo en Papelito. Para él todas las religiones son como manantiales, ríos, cuerpos de agua que se dirigen hacia el mismo océano. A Papelito le importa poco si su religión es considerada un gran lago, un estanque o un charco; en tanto mantenga su agua limpia, él cree que a su vida la enriquece su fe. No importa lo extraña que esa fe les parezca a los otros. Así, tal vez debería seguir el consejo de Papelito con seriedad. Tal vez debería cambiar mi Jesús cristiano por el Cristo de otra cultura.