Lo último que espero encontrarme cuando entro a la casa es a Helen sentada tan cerca de mi madre en el sofá que parece como si mamá la cargara en el regazo. Las dos miran los álbumes familiares. Mi padre está sentado al otro lado de la sala en su silla favorita. Tiene sobre las piernas sus discos favoritos de salsa. Sin duda habría estado presumiendo.
“Julio adoraba el colegio,” dice mamá, lo que no es cíerto. Yo odiaba el colegio.
“Y esta,” Helen señala una foto que conozco muy bien.
“Esa era su casa de palos, la adoraba,” dice mi madre. Helen me lanza un sonrisita furtiva, la que uno hace cuando algo es de poco valor.
“Julio adoraba la iglesia,” dice mamá, señalando otra fotografía, y eso, también, es mentira. La iglesia me gustaba, pero eso estaba muy lejos de la adoración.
“Julio adora los gatos,” dice mi madre. “Me trajo uno una vez.”
“Julio adora muchas cosas, Señora Santana,” comenta Helen, riéndose.
“Ah, sí. Es tan inteligente.” Mi madre quiere ponerme en venta, como si necesitara que Helen se diera cuenta de que soy bueno. “Este es Julio en su graduación.”
Como Helen es blanca, mi madre asume que necesita hablar en un inglés claro, correcto, como si eso mostrara que es civilizada. Aunque mi madre tiene un ligero acento, no hay ningún rastro de spanglish en su conversación.
“Muéstrale una foto de cuando tuve una orquesta de salsa,” dice mi padre, pero mamá no le hace caso.
“Le encantaba jugar, Julio siempre estaba jugando,” dice, y Helen está disfrutando. Pero en realidad no quiero que vea esas fotos. Conozco bien esas fotos. Las veo en mi mente todo el tiempo. No es mi niñez la que las hace memorables, es la época que retratan. Los edificios quematios, los lotes vacíos, los trenes con graffitis, los ascensores rotos, las montañas de basura, todos esos edificios y lugares que han dejado de existir en un vecindario que se desvanece. Y sé que Helen sólo me verá a mí riéndome o jugando y no se percatará de lo que tengo detrás. Ella ignora los destellos de las verdades en esos decorados. Ese era mi barrio, con todas sus arrugas y verrugas, antes de la cirugía.
“Por ahí hay una foto mía con Héctor Lavoe,” dice Pa, y mi madre sabe que si uno lo deja tranquilo, mi padre se pondrá a soñar consigo mismo. Y eso es precisamente lo que ella quiere.
“¿Quiénes son esos dos, Señora Santana?”
“Son los amigos de Julio, crecieron juntos. Eduardo y Maritza.” Por supuesto mamá no menciona que Trompo Loco es retrasado y que Maritza dirige una iglesia comunista.
“Ella es linda. Aunque el pelo corto no le queda muy bien.”
Mi madre ha ido demasiado lejos. Estoy a punto de arrebatarle el álbum. Me acerco y cuando mamá se reacomoda el álbum se cae al piso. Varias de las fotos se esparcen sobre la alfombra. Helen pide disculpas como si hubiera sido culpa suya. Empieza a recoger las fotos. Helen me mira.
“Pasé sólo para disculparme por lo de la otra noche.”
“Está bien,” digo.
“Julio, Helen va a comer con nosotros,” declara mi madre con satisfacción.
“Sólo sí no es problema, Señora Santana. Quiero decir que le devolveré la invitación y corresponderle tan pronto como pueda arreglar la cocina. Esta hecha un desastre. Pero la galería no abre sino hasta dentro de dos semanas.”
“Lástima que no me pueda quedar,” digo.
Mamá deletrea lentamente para sí misma en su susurro lo que ha dicho Helen, pues no conoce la palabra.
“Mira, eso no está bien,” dice papá. “Tenemos una invitada y tú te tienes que ir. ¿Qué modales son esos?”
De un momento para otro mi padre se preocupa por los modales, como si nos encontráramos en la iglesia o algún otro lugar público.
Helen y mi madre terminaron de recoger las fotos y están de nuevo de pie.
“Sé que no está bien pero lo siento. Sólo pasaba para cambiarme y recoger un libro para la clase,” digo. La verdad, cualquier cosa sería mejor que el lugar donde tengo que ir. Además quiero hablar con ella, por lo menos disculparme por lo de la otra noche. No quiero que ella piense que yo he llegado a la conclusión de que está loca por mí por haberme escrito esa linda carta.
Mamá me lanza su mirada más furiosa.
“Se siente avergonzado de nosotros,” le dice en voz baja a Helen, “porque no somos tan americanos como él.”
“No lo creo, Señora Santana. Eso no es verdad,” dice Helen. Yo, por otro lado, dejo que mi madre diga todo lo que quiera. Hago todo lo posible para no discutir con ella.
“Me tengo que ir. Siento no poder quedarme, Helen.” Voy a mi cuarto y me cambio. Abro el libro donde guardé la carta de Helen y la releo rápidamente. Me digo que no hay nada ahí que lo obligue a uno pensar en algo particular. Ella sólo está fijando su posición, y lo hace de una manera maravillosa y agradable, y uno debería mostrarse igual de amable. Guardo de nuevo la carta dentro del libro y lo cierro.
Cuando salgo del cuarto, los tres están en el comedor. Hago como si estuviera alistando las cosas, pero los miro y descubro que Helen parece estar cómoda. Sonríe cuando mi madre le sirve un poco de comida.
De verdad quisiera quedarme. Pero debo irme.
“Julio, espera,” me llama Helen, se levanta de la mesa y se acerca de un salto, antes de que yo salga, “te pido disculpas por lo de la otra noche.”
“Ah, eso, no te preocupes,” respondo, sin mirarla.
“¿Fue grosero Julio contigo?” Mamá se nos une en la puerta.
“No, para nada,” le contesta Helen.
“Tengo que irme,” digo, listo a dar la vuelta.
“¿Recibiste mi carta?” pregunta.
“Ah, la carta, si,” respondo y me doy cuenta de que mi padre sonríe con la más tímida de sus sonrisas. El hombre la leyó. ¡Dios! Me pregunto si mi madre también la habrá leído. Eso es lo que se gana uno por vivir todo este tiempo con los papás. Idiota. “Sí, yo también debería pedir disculpas,” digo.
“No, no,” la boquita de Helen queda abierta por un segundo, como si hubiera escuchado un comentario descortés, “no, no. No hay necesidad. Sólo intento que seamos amigos ¿okay? Eso es todo. No vine aquí a discutir. Sólo quiero estar en paz,” dice Helen. “Gracias por leerla.”
“¿Cuál carta?” pregunta mamá.
“Nada, Ma,” le digo, para calmar sus sospechas. “No es nada.”
Milagrosamente, mi madre lo deja. Pero Pa sigue con esa sonrisita en la cara.
“Pobrecita,” dice mi madre, acariciando el pelo de Helen, “le dicen ‘la rubia’ todo el tiempo en la calle.” Pero yo sé que mi mamá mataría por ese apelativo.
“Sólo quiero paz,” repite Helen, “eso que me dijiste sobre reclamar mi presencia aquí es demasiado violento. Como los pioneros, esto no es el viejo oeste.” Sonríe y descubro lo hermosa que es su nariz. Con esas diminutas pecas que se juntan cuando sonríe. “Aliados y todas esa cosas, sólo quiero paz. ¿Okay?” lo vuelve a decir como si la palabra tuviera poder. Tal vez sí lo tenga; a mí también me gusta la palabra. A veces he pensado que nos podría salvar a todos. Quisiera hablarle a Helen de esto, pero no lo puedo hacer ahora.
Estaciono el auto frente a la cafetería en la 118 con Primera. Entro a cobrar por el que será mi último trabajo. Eddie se encuentra sentado en su mesa favorita. Habla por su teléfono celular y ojea por encima un New York Post desmadejado. Con apenas una educación de tercer grado, Eddie es un mago para los números y los datos triviales. Tiene una calculadora en la cabeza, y todas las mañanas lee los cuatro periódicos de la ciudad, el Times, el Daily News, el Post, y Newsday. Si supiera español, apuesto a que leería El Diario. Prácticamente todos los domingos, los dedica a leer los periódicos. Pero sé que no está haciendo apuestas.
Sin dejar de hablar por el teléfono, hace señas para que me acerque y me siente.
“¿Por qué no vas en mi auto, amor?” no baja la voz ni nada. “No. Voy a estar por aquí un rato.” Hace una pausa y observa una foto en la pared. “No sé a qué hora estaré de vuelta, ¿está bien? Pero cuando regrese, arreglaré el auto,” dice y hago como si no lo escuchara. Las paredes de la cafetería están desnudas, excepto por la pared detrás de la caja registradora, cubierta con empolvados trofeos de bolos y fotos de su esposa e hijos. No hay ninguna foto de Trompo Loco en esa pared. “Sí, sí, yo también te quiero,” dice y me siento incómodo, pues Eddie no tiene ningún inconveniente con esas tres palabras. Por lo menos no con su esposa. Eddie puede ser el más frío de todos y aún así pronunciar esas palabras aunque haya alguien más en el local.
“Bye, yo también te quiero,” repite, cuelga, y me mira como si no hubiera dicho nada embarazoso, y supongo que no.
“Hola, qué bueno verte,” dice en el tono más amable mientras dobla el Post. Los otros tres periódicos están perfectamente apilados en el piso, esperando su turno. Entonces Eddie se levanta, me sirve un café y me entrega un sobre con la paga. Lo guardo; no necesito contar el dinero.
Le digo que ese era mi último trabajo.
“¿Estás seguro? Si fue sólo ayer que empezaste a trabajar, cómo vuela el tiempo.” Se levanta, pasa por encima de sus periódicos y me abraza.
“¿Por qué renuncias?” pregunta como si no se lo hubiera dicho ya.
Le digo que no puedo seguir haciendo trabajos para él. Me hace falta mucho tiempo. Le cuento que voy a empezar a estudiar a tiempo completo. Pero que me gustaría seguir con el empleo en demolición que me consiguió en el sitio de la obra. Nunca escuché ningún nombre, no sé nada sobre el seguro, nunca vi ningún rostro, siempre trabajé solo, y ahora quiero estar afuera.
“¿Afuera? ¿Afuera dónde? ¿Qué quieres decir con afuera?” Eddie está envejeciendo, pero sigue con la misma voz joven que tenía cuando, de niño jugando stickball, gritaba, “¡Safe!”
“Pero, Julio, qué se supone que deba hacer, ¿llamar al sindicato, ‘Oigan, mándeme otro incendiario, pues el último que tenía renunció para ir a estudiar’?”
Me sonríe y yo le sonrío y pienso en lo maravilloso que puede ser este viejo. En todo lo que ama aún a su esposa, y cree en Dios y la ropa le huele a periódicos y a café dulce. Sería un gran viejo si sólo supiera cómo hacerlo.
“No puedes renunciar así como así, Julio. Eres el mejor. ¿Qué se supone que voy a hacer?”
Le suplico. Pues sé que también es un hombre justo.
“¿Cómo vas a mantener la hipoteca, Julio? No puedes, vas a tener que regalarles dinero a los bancos.”
Le contesto a Eddie que eso es asunto mío. Miro fijamente a los ojos del viejo sin otra razón que así pueda ver que no estoy ocultando nada. La hipoteca es mi problema, él no tiene nada metido ahí, es mía y sólo mía si la pierdo.
“Ven, acércate, dame un abrazo. Dame un abrazo.”
Lo abrazo de nuevo. Igual, por más bueno que sea conmigo, estamos hablando de negocios y los negocios son lo más duro del mundo, más duro que los diamantes y más duro que criar hijos.
“Escucha, siempre me has gustado.”
Sé que la razón por la que este viejo me quiere es porque cuido de su hijo. Es la manera como Eddie justifica sus irresponsables tropiezos, una cadena que ha creado con mi ayuda. Él me cuida, y yo le cuido a su hijo. En sus propios términos Eddie cree que así cumple con sus obligaciones paternas. No sólo eso, sino que además puede comulgar y quedar en paz con su Dios.
Eddie conoció el temor de Jesús cuando era niño, bautizado en Nuestra Señora del Carmen en la 112 con Lexington. Adora esa iglesia. Después su madre lo preparó para que se convirtiera en el cura de la familia, pero él perdió el camino, o lo encontró, no estoy seguro. Le gusta contar la historia de cuando Spanish Harlem se llamaba Little Italy, cómo cada viernes, cuando había pescado y nada de carne si uno no quería ir al infierno, su madre le daba veinticinco centavos para comprar pescado fresco en el mercado. También ese era el sitio donde los hombres jugaban a los dados y hacían apuestas. Miraba los juegos pero, más importante, las caras de los apostadores. Pronto descubría quién iba con quien para lanzar su apuesta sólo después de que el tallador cómplice hiciera la suya. En poco tiempo los viernes fueron algo más que pescado y los viernes fueron los días del joven Eddie para hacer dinero. Así fue hasta que estos jugadores de dados aprendieron sus trucos y entonces pasó a otra cosa.
Esa otra cosa resultó ser un arma vieja que Eddie se había ganado en una partida de póker. Su madre odiaba el arma, y la historia cuenta que Eddie no sabía él mismo qué hacer con el arma. Entonces alguien golpeó en su puerta.
Una mujer quería saber si Eddie podía liberar a su perro de su sufrimiento. Resultaba más barato que Eddie le pegara un tiro al perro que llevarlo hasta el hospital de animales y pedir una inyección. Ella estaba destrozada. Su perro estaba sufriendo. Eddie aceptó y en poco tiempo el barrio lo conoció como el hombre que les pegaría un tiro a los perros. Pronto, muchos golpearían en su puerta pidiendo sus servicios. Eddie lo hacía por un precio. Descubrió que era buen negocio. Una bala costaba tres centavos, y Eddie haría el trabajo por cinco dólares. Enterraba el perro en el Central Park por diez más. Con la única condición que el perro fuera viejo y estuviera sufriendo. Decían que Eddie odiaba el trabajo. Le confesaría al sacerdote que odiaba el trabajo porque los dueños llegaban a su puerta llorando, narrándole a Eddie historias de sus perros cuando eran cachorros. Los zapatos que habían despedazado. Cómo solían correr y tropezarse. Pero Eddie necesitaba la plata, así que hacía lo que tenía que hacer. Iba a misa todos los domingos para limpiar sus pecados. Eddie hizo tantos encargos que el dato se regó por todos los barrios italianos de Nueva York. Para esa época Eddie tenía diecinueve años y sacrificaba tres perros por mes.
Hasta que rompió el arma. Un día el arma se le cayó al piso y se hizo pedazos. La cacha, el gatillo y el cañón quedaron esparcidos por el piso.
Entonces pasó a otra cosa.
Durante algunos años Eddie trabajó en un supermercado mientras East Harlem seguía cambiando de tono. Gente como mis padres llegaban por montones. East Harlem pasó a ser entonces El Barrio o Spanish Harlem. Después, a finales de los sesenta el valor de la propiedad en el barrio se vino abajo. Y esa otra cosa que estaba esperando Eddie llegó bajo el nombre de Limpieza de Barrios Bajos. Dejó de ser el tiempo de los trabajos de poca monta, había una fortuna por hacer. Y Eddie se dispuso hacerla.
“Ustedes los puertorriqueños, nunca he perdido dinero con ninguno de ustedes. Una vez aposté cinco paquetes en la pelea Benítez-Sugar Ray.” Eddie tiene una debilidad, le gusta apostar. Si Eddie descubre dos cucarachas una al lado de la otra se queda inmóvil y le apuesta a uno cuál de las dos llegará primero a la pared.
Le digo que Benítez perdió la pelea.
“Exactamente, y no me falló. Imagina si hubiera ganado. Hubiera perdido los cinco paquetes. Pero ustedes nunca me han hecho algo así.”
Pero este viejo no cree en el apostador con buena suerte, sólo cree en ganadores y perdedores. Y los ganadores son los que controlan el juego. Así que si le apuesta a la cucaracha que está a la izquierda, es porque le ha descubierto algo, una pata menos, una antena rota o algo que la de la derecha no tiene. Esa es la razón por la que lee todos los periódicos de la ciudad. Siente que los fragmentos de trivialidades en distintos temas le dan una ventaja a la hora de apostar. Un día me dijo que, como yo no leía los periódicos, nunca jugara, pues siempre iba a perder.
“Está bien, buena suerte.”
Le doy las gracias y cuando estoy a punto de levantarme, su celular vuelve a timbrar, y Eddie hace un gesto de la mano para indicarme que espere.
Miro las fotos detrás de la registradora. Veo la historia de su familia. Hay una foto de Eddie joven llevando sus hijos a la iglesia. Trompo Loco, por supuesto, no está. Trompo Loco es un pecado que Eddie niega haber cometido, un pecado que no le ha confesado a su sacerdote ni a nadie más. Y, así como le dice a su mujer “Te quiero,” sin un gramo de vergüenza, trata de ignorar, con la misma naturalidad, la existencia de Trompo Loco. Pero en algún rincón del ser de Eddie se oculta una culpa católica que lo corroe, que devora su hígado cada noche mientras uno nuevo le nace al día siguiente. Lo sé, pues siempre se las arregla para preguntar por “mi amigo.” Sé que por eso quiere que espere, para preguntarme sobre Trompo Loco. Hay momentos en los que quisiera responderle bruscamente “Cómo voy a saber. Es tu hijo, pregúntale tú mismo.”
“Perfecto, querida,” dice, “me alegra que haya encendido.”
Eddie le habla a su mujer como un recién casado, le dice “Te quiero” a cada momento. Quiero decirle, ya le ha dicho “Te quiero,” ¡cuelga ya! Pero no, sigue en la línea.
“No, me gusta el padre Hernández, me cae bien, sí, claro le haré llegar algo de dinero por ahí.”
Eddie conversa y actúa en diferentes velocidades, como si hubiera inventado dos lenguajes, dos sentimientos, dos rostros. Uno para su esposa y el otro para el rigor de su profesión.
Finalmente Eddie le dice a su esposa en el tono más dulce posible, como tantas otras veces, “Sí, okay, bye, yo también te quiero.”
“¿Ya me puedo ir?” le pregunto.
“Escuché que tu amigo estuvo por la demolición.”
“Sí,” le digo, “estuvo por ahí, le dije que se fuera, pero no escucha.”
Entonces, ya sé que el jefe de la obra me delató. Que debería servir como argumento definitivo para Eddie, confirmándole que todo el mundo sabía la verdad. El único que aún cree que la gente no sabe que Trompo Loco es hijo de Eddie es Eddie.
“Mantén alejado a tu amigo de cualquier cosa que tenga que ver conmigo.”
“Lo intento, pero no escucha,” le digo a Eddie. Entonces—y no sé de dónde saco las agallas para decirlo, pero lo hago—digo, “Él piensa que tú eres su papá.”
El rostro de Eddie colapsa como si hubiera recibido un golpe.
“Tú no crees eso, ¿cierto?” se pone totalmente a la defensiva.
No, digo, claro que no, pero me pregunto por qué pensará eso.
Eddie gruñe. Se echa hacia atrás en la silla.
“Escucha, te agradezco que lo cuides. Mira, te confieso una cosa, sí tuve algo con la madre. Eso no significa que sea mi hijo. Muchos hombres se metieron con esa mujer. Era un caso de locura, tú sabes. Lo confesé hace tiempo y recibí mi castigo. Pero ahora, no me voy a convertir en el imbécil que se hará cargo de ese muchacho. Por eso es que no muevo un dedo por él. Lo haría si fuera mi hijo.”
Quiero decirle a Eddie que Trompo Loco ya no es un muchachito. Es un hombre. Un poco lento, pero un hombre.
“Claro que lo haría. Pero nunca moví un dedo por ese muchacho. Y tú sabes que yo no soy así para nada. También ayudo a los demás. Te ayudé cuando necesitabas un empleo ¿verdad?”
Sí, te agradezco, le digo. “No te preocupes, mantendré alejado de aquí a mi amigo.”
“Bien,” responde Eddie, “pero llévalo a la iglesia. Será la única forma de que encuentre algo de dirección. Algunos se salvan por la iglesia. Su madre pudo haberlo hecho. Así que llévalo. ¿Okay?”
“Sí. Le conseguí un trabajo en una iglesia.” Aunque no le digo en cuál, pues la iglesia de Maritza tiene una reputación terrible.
“Bien, muy bien.” Eddie levanta las cejas. Imagino que está contento. “Bien Julio, ahora, mira, toma esto.”
Me entrega las llaves de un auto.
“¿Qué es?” pregunto.
“Un favor, sólo un favor. Recogerlo en la 82 y Park y dejarlo en Hunts Point, ya sabes dónde.”
Le acabo de decir que ya no hacía trabajos para él. Ningún tipo de trabajo, ya no más.
“El papá de este muchacho le compra un Lexus de cumpleaños. El chico quiere la plata. Los chicos de ahora, tú no eras así. Por eso siempre me gustaste.”
Sacudo la cabeza, la mano extendida para devolverle las llaves. No puedo. No quiero hacerlo. ¿No puede conseguir otro?
“Julio, un último favor,” se levanta y me toma la cara con las manos, las tiene ásperas y potentes pero me agarra como si sostuviera huevos.
Lo haré pero le repito que será el último. Le digo, se trata sólo de un favor. Me aseguro de repetírselo.
Doy la vuelta para irme.
“Buen scout, no te desaparezcas y avísame cuando te gradúes. Y recuerda, no cojas nada. Ni siquiera abras la guantera. Y mantén a ese chico lejos de aquí.”
Salgo de la cafetería y me encuentro con Trompo Loco al otro lado de la calle, mirándome. Se me despierta una furia creciente al verlo. Trato de tranquilizarme, pero me siento furioso por todo ese complicado lío que tengo que manejar aunque no haya tenido nada que ver con su creación.
“¿No te había dicho que no vinieras por aquí?” Empujo a Trompo Loco para que siga caminando. Quiero que se aleje de aquí lo más pronto posible.
“¿Hablaste con él? ¿Hablaste con mi papá?”
“Cuántas malditas veces tengo que decirte que él no es tu papá.” Cuando volteamos la esquina ruego que Eddie no haya visto a Trompo.
“¿Maritza habló contigo?” le pregunto y baja la cabeza. “Vas a trabajar en su iglesia, ¿verdad?” le digo, más dándole una orden que preguntándole. Trompo Loco asiente.
“Te vas a mudar, también, pues esa gente con la que vives te odia, Trompo. El juego de esa gente es hasta el final. Tú simplemente los retrasas, ¿okay?”
“Pero yo quiero ser menos necesitado. Sólo quiero un poco de ayuda y después ya no quiero ninguna ayuda. Menos ayuda,” dice y observo a Trompo Loco y veo a un hombre que simplemente quiere lo que todos queremos. No hay nada extravagante en su deseo, ni autos lujosos, ni mujeres, ni fama. Trompo Loco sólo quiere una vida de verdad. Un trabajo. Una casa. Un padre. No puedo seguir desalentándolo. Es su derecho tener esas cosas. Y está trabajando para conseguirlas, también. Se está esforzando con todo, está tratando de ocupar el puesto que le corresponde, y yo sigo frenándolo. Así que le doy un abrazo y le digo que se vaya a la casa y que ya hablaremos. Que hablaremos de verdad al día siguiente y que le ayudaré con lo de ser menos necesitado. Pero la cuestión con el papá. Ahí no hay nada que yo pueda hacer.
El favor para Eddie tiene que ver con un Lexus. Este muchacho quiere que le roben el auto para así poder cobrar el seguro. El chico se pone en contacto con gente que conoce a Eddie. Le da las llaves a Eddie, le dice a Eddie dónde se encuentra el auto, y mi trabajo es robarlo. Lo llevo hasta donde me dice Eddie, lo estaciono, desatornillo las placas y dejo que los buitres se lo lleven a pedazos. La compañía de seguros hace la investigación y cuando lo encuentran es sólo un esqueleto. No tiene nada que ver con el contrabando de repuestos. Es simple fraude. Investigan al chico pero él no se lo robó, fui yo, y ellos no tienen idea de quiénes somos nosotros. Ni siquiera yo sé quién es ese “nosotros,” yo sólo trabajo con Eddie. Estos trabajos son casi regalos. He hecho toneladas de estos. El único peligro es que la policía lo pare a uno por alguna infracción. Ahí está uno perdido. Le cae encima robo de autos a gran escala y Eddie ya no lo conoce a uno. Así que uno conduce con extremo cuidado. No pasarse en amarillo y usar las luces direccionales.
El auto que voy a robar supuestamente está en la 82 con Park Avenue. Un Lexus negro. Tengo la placa. Tengo las llaves.
Lo veo y me aproximo. Saco la llave del bolsillo, abro la puerta y entro como si fuera de mi propiedad. Pongo la llave en el encendido y prendo el motor. Reviso la guantera. Sólo hay CDs de Gloria Estefan. ¿Qué clase de música es esa? El auto de este tipo merece ser robado. . . sin que le devuelvan el dinero del seguro.
Cruzo el Willis Avenue Bridge. Lanzo a Gloria por la ventana y salgo al East River. Sigo hasta el Bronx. Abandono el Lexus en Hunts Point en el Bronx. Tomo la línea 6 de regreso a El Barrio, recojo mi auto, sigo hacia mis clases nocturnas contento con el dinero que llevo en el bolsillo.