Al pasar por Modesto Gardens, en la 104 y Lexington, veo a Papelito adentro. Se encuentra al lado de un arbusto de rosas, mirando la tierra como si hubiera perdido un lente de contacto. Ruego que no me vea, pues no quiero llegar tarde al trabajo.
“Oye Julio, mi amor,” me descubre.
El jardín es hermoso, con árboles importados, arena, tierra, flores, bancos y un hombrecito en forma de cascada y fuente.
“¿Qué pasa, padrino?” digo mirando alrededor del jardín. Varios años atrás este sitio era un lote vacío, lleno de cadáveres de perros, ratas y gatos. Un ex drogadicto llamado Modesto, con la ayuda de Hope Community, una organización estilo iglesia, transformaría este desierto de basura en un pequeño oasis en El Barrio. No podían darse el lujo de comprar tierra, plantas, flores y rocas, era demasiado costoso. Así que los tomaron prestados del Central Park.
“Mira hijo de Changó, ayúdame a encontrar estas piedras,” Papelito me muestra las piedras que ya ha recogido.
“¿Piedras? ¿Por qué?”
“Si buscas bien,” dice, agachándose delicadamente para buscar en el piso, “encontrarás lo que hace falta para los Orishas.”
“¿En las piedras?”
“En algunas piedras, no en todas. Más como guijarros mijo. Mira Julio, siglos atrás los Orishas abandonaron sus casas y sus cuerpos y bajaron a la tierra, para indicarnos el camino. Ahora los restos de su presencia están en estas piedras.” Descubre otra.
“Como esta,” dice. La levanta, la sopla, y la limpia con la manga, “ ’Tá má’ linda.” Miro la piedra que me muestra Papelito. Es una piedra común y corriente, pero es la historia que Papelito me acaba de contar la que hace que me agache y empiece a buscar con él más piedras en el piso. Según mi educación pentecostal, Dios vivía en el templo. Nunca entendí por qué Dios necesitaba vivir en una casa con paredes, ventanas y cerraduras. Cuando le pregunté al pastor por qué, me dijo que en realidad Dios vivía en el cielo. Así que siempre, pensé que deberíamos orar afuera, en la noche, cuando pudiéramos mirar hacia arriba y encontrar su reflejo en la luna y las estrellas. En lugar de eso le rezábamos dentro de un edificio. Manteníamos a Dios encerrado en una casa, como un anciano en una silla de ruedas. Los dioses de Papelito, por el contrario, vivían afuera, en las cosas vivientes. Los dioses negros no habían expulsado al hombre del Paraíso. La naturaleza es buena, y por lo tanto, incluso en esta jungla de concreto, Papelito aún puede encontrar vestigios de sus dioses, en las piedras.
Recojo una piedra parecida a la que Papelito tiene en la mano.
“¿Cómo esta también?” y se la muestro.
“No, baby,” dice, “si aprendes a escuchar oirás el ashé de los Orishas.”
“¿Ashé?”
“Sí, el poder y la fuerza vital que emiten los Orishas, para ayudar a aquellos que buscan la ayuda de los Orishas.”
“Papelito,” le pregunto, mientras sigo buscando piedras, “estas historias que tú has escogido para ayudarte a vivir tu vida . . .”
“Sí, mijo.”
“¿Qué te están enseñando esas historias en este momento de tu vida, quiero decir, ahora?” Papelito se levanta. Yo también. Papelito tiene un puñado de piedras, mis manos están vacías. Me mira a los ojos fijamente.
“Estas historias me dicen ahora que debo prepararme para abandonar el planeta. Pero prepararme con dignidad. La historia de la muerte de Changó es trascendental para mí ahorita.”
“Pero tú no te estás muriendo.”
“No en este momento, pero tengo sesenta y ocho, se está acercando mijo. Lo que la historia de Changó me enseña es no mirar mi cuerpo como el fuego, porque todos los fuegos mueren. Cuando tenía tu edad, sólo pensaba en el cuerpo. Novios al por mayor, nene,” y Papelito hace un guiño. “Bueno, aún sigo echándoles un vistazo a los hombres, pues uno no puede cerrar el cuerpo. Pero ahora que el cuerpo me está fallando, me identifico con la mente. Changó no era el fuego, era el calor del fuego que no se puede extinguir. Así que cuando me llegue la hora, como Changó, espero irme con la misma dignidad suya. Sin miedo. Esto es lo que me comunican los Orishas. Ahora, abre las manos, papi.” Hago lo que me dice. Suelta las piedras que lleva en la mano y me llena las palmas. El peso se siente delicioso, como sostener una libra de caramelos cuando uno es niño.
“Pero,” agrega, levantando en el aire un dedo meñique, “así como con cualquier otro dios, debemos estar dispuestos a dar algo de nosotros mismos para que así ellos nos puedan guiar.”
“Levanté el altar que me dijiste,” digo, extendiendo las manos con las piedras.
“Qué bueno, ¿te ayudó Ochún?”
“Sí, conocí a una muchacha.”
Papelito me da un codazo y me guiñe el ojo.
“Ves, eso es porque crees. ¿Quién es la princesa?”
“No la conoces, sólo una persona,” miento. Entonces Papelito se pone un poco serio y me mira como si supiera que estoy ocultando algo.
“Me alegro por ti,” dice. “Pero mi amor, lo que de verdad tienes que hacer, Julio, es examinarte a ti mismo y decidir si quieres empezar tu sendero hacia la santidad, hacia la ruta de los santos. Para permitir que las historias Yoruba guíen tu vida.”
“No sé si yo pueda cumplir ese compromiso, Papelito,” le digo, pues sé que eso toma mucho dinero, tiempo y lo que menos tengo . . . fe. Sin una fe como la que tiene Papelito, sé que nunca escucharé la música que él oye. Los Orishas no cantarán para mí. Aunque parece que Ochún lo hizo.
Los labios de Papelito se separan un poco y levanta ligeramente la cabeza.
“ ’Tá bien. Entonces, ¿qué es lo que sostienen tus manos?” pregunta.
“El ashé, la fuerza vital que los Orishas usan para ayudar aquellos que necesitan de su ayuda,” respondo con satisfacción.
“No,” dice.
“¿Lo que los Orishas dejaron aquí en la tierra?”
“No.”
“¿Entonces qué?”
“Piedras, Julio. Nunca les diste a los Orishas nada de ti mismo, nada. Así esas son sólo piedras, Julio. Así como las historias sin rituales son sólo historias, esas son sólo piedras, mi lindo.”
En el trabajo, es la misma historia. Casi nada ha cambiado.
“Este tipo Mario es el primer blanco con el que he trabajado,” me dice Antonio en español.
“¿De verdad?” digo.
Estamos en el descanso del almuerzo después de haber bajado con una grúa, durante toda la mañana, el alquitrán del techo. Tuvimos que hacer un hueco para poder bajar los trozos grandes de techo.
“Sabes, cuando lo vi por primera vez pensé que iba a ser buen trabajador, inteligente. Ahora pienso que es el más perezoso de todos,” comenta Antonio en un español hostil y molesto. Señala hacia donde está Mario, que se ha quedado dormido al lado de un auto estacionado mientras el sándwich se le llena de moscas.
“Sabes, Julio, cuando llegó intenté mostrarle cómo trabajar con todas las herramientas y lo único que quería saber era cómo salirse con la suya.”
“Mira Antonio,” le digo, “fue en la cárcel donde alguien conectó a Mario con este trabajo y le dijo que era algo fácil.”
“No.”
“Sí.”
“Pero aún así es blanco, es americano. Podría encontrar otro empleo ¿no?”
“A menos que sea rico, pero si lo fuera, no hubiera estado encerrado en primer lugar.”
“Aún así no me gusta.”
“Okay.”
“Julio, te pido disculpas por lo del otro día, por llamarte homosexual.”
“No te preocupes. Algunas veces también me pregunto por qué no me he casado.”
“Hay muchas mujeres, Julio. ¿Cuál es el problema? En México, podrías escogerlas como si fueras estrella de fútbol.”
“Esto no es México, Antonio.”
“Sí, ya sé. Esto es América.”
“Bueno, tiene su lado bueno y su lado malo,” digo en español.
“Sí, pero es un país loco. Es el único país que conozco donde lo meten a uno a la cárcel por pegarle a la mujer. Eso es una locura.”
“¿Por qué?”
“Pues porque ella es tu mujer, es de tu propiedad. Después de que te casas, claro.”
“¿Así que te gustaría que el esposo de tu hija le pegara?”
“No, pero esa es la tradición. No me meto. Lo mismo que no me gustaría que el padre de mi esposa me dijera lo que tengo que hacer con su hija.”
“Wow,” digo en inglés, “eso es salvaje.”
“¿Qué?”
“Lo que acabas de decir,” vuelvo a hablar en español.
“Pero sabes una cosa, algunas veces pienso que no me importa nada. Sólo vine a trabajar aquí para poder envejecer en México.”
“Esa es una buena idea.”
“Oye Julio,” se acerca y mira hacia atrás para asegurarse de que nadie lo escucha. “Conocí a una puertorriqueña.” Antonio me habla de ella y de cómo le gusta el sexo. “Me pide que le dé la vuelta y que la martille como un pájaro carpintero.” Entonces aúlla como un coyote bajo la luna. Me río. “Siempre está estresada porque dirige una organización,” dice, y habla de todo lo que ella hace por la gente y de nuevo Antonio me cuenta con detalle lo que ella le hace en la cama.
Me quedo escuchándolo, pues lo cuenta bien y, a juzgar por el entusiasmo, ha estado deseando contárselo a cualquiera desde hace tiempo. Pero no podía contárselo a ninguno de los otros, porque probablemente conocen a alguien que conoce a su esposa en México. Pero como yo no, entonces lo suelta todo.
“Le gusto,” dice, y yo no le voy a lanzar piedras al hombre por engañar a su esposa. Está lejos de México. Pero, lo más importante, es que no es asunto mío.
“¿Vienes a mi casa un día y tomamos cerveza?” pregunta Antonio y digo ¿por qué no?
“Podemos seguir conversando.”
Justo en ese instante tenemos que regresar al trabajo. Alguien golpea a Mario en las botas. Se despierta y empieza a maldecir. Imprecando que el jefe no daba suficiente tiempo para almorzar.
Yo y Antonio no dejamos de reirnos y me siento contento. Finalmente soy uno de los otros. Por una vez, no estoy encerrado en mis reducidos aquí y allá. Estoy interactuando con la gente, de cerca, y no simplemente observándola. Empiezo a silbar mientras trabajo. Antonio ha encontrado una forma de felicidad, y pienso en que no importa lo miserable que uno sea, lo lejos que se encuentre del hogar, lo rico o lo pobre, todos tenemos derecho a una cuota de felicidad. Antonio es la prueba viviente. Y por alguna razón me empiezo a sentir verdaderamente inteligente. Tengo las cosas resueltas. Tengo un empleo y cuido de mis padres. Viven conmigo y tenemos nuestro propio apartamento y he dejado de armar incendios para Eddie. Le encontré un empleo a Trompo Loco en la iglesia de Maritza, haciéndolo sentir como si fuera alguien, pues lo es y prefiero ver su rostro cuando sonríe que cuando empieza a dar vueltas. Maritza está haciendo lo que cree que es correcto, mezclando su filosofía feminista y socialista con Dios. Y me encuentro al borde de cambiar mis historias, mi religión por una nueva. Las cosas se ven despejadas. Excepto por Helen. También pienso en Helen. Lo que sucedió el otro día fue maravilloso. Pero Helen, como muchos de los neoyorquinos que se han lanzado por aquí, no tiene ni idea del pasado de mi ciudad. Cómo, cuando era niño, los restaurantes y otros establecimientos del Upper East Side y Greenwich Village nos servían pero al mismo tiempo nos querían decir “¿Por qué no se quedan uptown, donde pertenecen?” Si a nosotros nos iba mal, a los negros les iba el doble de mal. Algunos latinos tienen la piel blanca y podían pasar, pero a la gente negra siempre se les decía que se quedaran en Harlem. Lo escuché. Resonó en mis oídos de siete años como los frenos de un ruidoso y destartalado vagón de metro. Y ahora esa gente ha empezado a llegar a los dos Harlem, pero entonan ahora una canción distinta, “¿Por qué no se salen de Harlem?” Entonces, ¿cómo será la cosa?
¿Entendería esto Helen?
¿Y qué voy a hacer con ella?
No le doy más vueltas y pienso en la escuela. Me queda un año, y tengo clase esa noche, y ya preparé las lecturas asignadas e incluso tengo mis trabajos escritos, y entonces, me siento el doble de inteligente.
“Julio,” me llama el jefe desde lejos, “llamó Eddie, dice que necesita verte, ahora.” En ese momento, mientras hago esta evaluación, sus palabras me hacen caer en cuenta de que no importa lo inteligente que me considere, es imposible ver el panorama completo. Hay puertas de vidrio que aparecerán por sorpresa y contra las que me voy a estrellar. El mundo es demasiado grande y yo sólo soy una manchita. Una partícula de polvo entre un endiablado desorden. Un desorden habitado por gente maravillosa como Helen, como mamá, o Antonio, que tal vez no estén haciendo lo correcto, porque son sólo humanos. Y como yo, que armo incendios.
“¿Qué quiere?” grito a mi vez.
“Sólo ve, no sonaba muy contento.”
“Iré después del trabajo,” digo.
“No, ve ahora mismo. No sonaba muy contento.”
“¿Está seguro?”
“Sí, estoy seguro. Ve, aunque debo descontarte el tiempo.”
De camino a la cafeteria de Eddie, me asalta una sensación espantosa. Recuerdo lo que me decía Papelito sobre que todas las religiones tenían un guasón. Loki, Ghanesa o Lucifer, todos son el mismo personaje pero en historias diferentes, según Papelito. En su culto, aparecía el dios negro Eleguá, que le gustaba jugar con los hombres, diciéndole a cada uno que no importaba cuál sistema tomara, que no importaba lo que imaginara cada uno sobre lo que se trataba de su propia vida, él iba a estar lanzándole una cosa tras otra. Entonces se sienta, se acomoda y observa como hace uno para librarse de los problemas. Y si uno logra encontrar una salida, vuelve y le manda otra cosa.
Papelito dijo que una mujer se acercaba a mi vida, y llegó Helen. También dijo que había algunas cosas terribles en el horizonte. Cosas malas, dijo, que venían de una fuente poderosa. Estaba seguro de que esa fuerza estaba sentada, fumando, leyendo el periódico, esperando que yo entrara por la puerta de su cafetería.