Qué bueno verte,” dice el viejo en el tono más amable, como si fuera profesor de un jardín infantil. Eddie está leyendo el Daily News y fuma un cigarro. De nuevo, tiene los otros tres periódicos de la ciudad apilados en el piso, cada uno esperando su tumo. Su teléfono celular descansa silenciosamente sobre la mesa.
Eddie se levanta, pone el periódico a un lado y me abraza.
“Tengo algo para ti.”
Le pregunto de nuevo qué sucede.
“Dentro de poco en D.C. se va a ser efectiva una nueva política. Me acaban de informar.” Comprendo de qué se trata. Por qué quiere verme.
“La llaman,” comenta con una sonrisa sarcástica, “Centralización Urbana. ¿Lo puedes creer, Centralización Urbana? En la capital misma del país, ¿puedes creer eso, Julio?” Eddie sabe que pueden llamarla Reducción Planificada, Negligencia Bondadosa, Ciudades Modelo, Renovación Urbana, o lo que quieran. Significa una cosa: despejar los barrios pobres para industrias y viviendas costosas, incendiar los ghettos.
“Quiero que entres, de principio a fin.”
Como la caída de los dientes, se trata de un proceso lento, pero con el tiempo, cuando todos los dientes originales se han dejado pudrir y se extraen, se pueden poner en su lugar nuevas coronas de oro. Se mantiene uno quemando el vecindario, cortando los servicios. Con toda la tristeza, el crimen aumenta. Entonces se puede culpar ahora a la gente que vive ahí por haber dejado caer el vecindario. Los dueños se sentarán sobre los edificios quemados, sobre los lotes vacíos, esperando, pues tarde o temprano el gobierno tendrá que declararla una zona empobrecida y empezará a mandar dinero en su dirección.
“Todos te conocen,” dice Eddie y mira por encima del hombro hacia alguien en la distancia y como si lo que estuviera a punto de decirme fuera totalmente secreto, “todos, los peritos, los agentes inmobiliarios, la policía de incendios, los dueños, pero, sobre todo, los políticos.”
Los ojos de Eddie resplandecen de luz, como si me estuviera ofreciendo la oportunidad de regresar en el tiempo y vivir un momento mágico que me había perdido por haber nacido demasiado tarde.
París en los veinte.
Berkeley en los sesenta.
“Me estoy volviendo viejo,” dice. “Para decirlo de alguna forma, quiero pasar la antorcha.”
La historia de todos los países es la guerra por la tierra. En la ciudad de Nueva York la guerra siempre ha sido por los barrios pobres. La propiedad inmobiliaria es para esta ciudad lo que el petróleo es para Texas. Es preciosa, pues no se puede crear más tierra de la que ya existe. Y aquellos que tienen propiedades quieren alquilarlas al mayor valor posible, con el mantenimiento mínimo que logren sacar. Ordeñan los edificios, ofrecen justo los servicios suficientes para mantener a algunos inquilinos pagando el alquiler. Pero de un momento a otro, el propietario le prende un fósforo a todo. Y cuando llega ese momento, todos se van hacia los patios de atrás. La zona de seguridad. Lejos para distanciarse de los efectos de sus políticas. Y ahí es cuando aparecen los tipos como Eddie. Y es en su cafetería donde los zares de la pobreza y los políticos locales toman las decisiones que afectan a quienes habitan en los ghettos.
Le digo, “Mira Eddie, prenderle fuego a una casa que el propietario quiere quemar y así cobrar el seguro es una cosa. El tipo sabe que yo voy a ir, así que no va a estar ahí. Pero si voy a incendiar un edificio donde hay gente viviendo, gente que no está en la jugada, eso es una cosa muy distinta. Yo no quiero ir a D.C. Te lo he dicho una y otra vez, renuncio.”
“Escúchame,” dice, “harás mucho dinero.”
“Esa idea me gusta,” digo, “pero ya no quiero armar más incendios.”
“En unos quince o veinte años verás lo lindo que estará ese sector de D.C.”
Le repito que estoy afuera. Nunca escuché ningún nombre, no sé nada respecto al seguro, nunca vi ninguna cara, siempre trabajé solo, y él sabe todo eso. Saco las manos de la chaqueta. Le digo que voy a estudiar tiempo completo. Pero que me gustaría seguir con el trabajo en la obra de demolición. Me interesan los beneficios que recibo del sindicato.
“¿Estás seguro de lo que dices, Julio?”
Le contesto con firmeza, “Sí, Eddie.”
“Harías mucho, muchísimo dinero,” repite.
“No quiero el trabajo, Eddie. ¿No se lo puedes pasar a alguien más?”
“No sería lo mismo, Julio. Éramos tú y yo. Siempre yo y tú. Cuando estuviera demasiado viejo, simplemente te lo pasaría a ti, y déjame decirte una cosa, nunca me defraudaste. Los médicos se entonan en el trabajo, los pilotos se entonan, los abogados, los profesores, los policías, los senadores, todos se entonan en el trabajo, pero tú,” dice con orgullo, “no sé cuándo te entonas pero nunca lo hiciste cuando era hora de trabajar.” Bajo la cabeza en señal de agradecimiento, como si se tratara de un cumplido. “Y por eso, muchacho, me gustas tú y no voy a dar fe de nadie más. Si a esas malditas profesiones respetables les cuesta trabajo conseguir buenos empleados, piensa en lo difícil que resulta para alguien como yo.”
“No quiero seguir con los incendios, Eddie.”
“Oye, no es mi intención insultarte, Julio, este trabajo es lo que es. No es muy lindo. Pero no creo que veas todo el alcance que tiene, Julio. Lo que está en juego.”
“Sí lo veo,” digo, “de verdad que sí.”
“¿Lo ves?”
Sí, lo veo.
Me mira a los ojos. Me mira lo suficiente para saber que hablo en serio.
“Eddie, ahora lo que quiero es estudiar e ir al trabajo.”
El viejo baja los ojos a su taza de café, bebe un sorbo.
“Muy bien. ¿Qué estás estudiando?”
“Administración, pero por ahora tengo sólo electivas.”
“Nunca me habías dicho. Olvídalo. Ve,” me dice, “ve a la escuela.”
Le doy las gracias. Tengo el corazón en calma.
“Ustedes los puertorriqueños. Nunca he perdido plata con ninguno de ustedes. Una vez aposté cinco de los grandes en la pelea Trinidad-Mosley.”
“No me digas, le apostaste a Mosley.”
“Exactamente, ¿te imaginas si hubiera ganado Trinidad?” vuelve a soltar su risa áspera, “tendría cinco paquetes menos. Pero tu gente nunca me haría eso.”
Estoy listo para irme. Ya he tenido suficiente.
“Pero tú,” su sonrisa desaparece, “tú me has hecho perder dinero.”
Un repentino espasmo me sube por el costado izquierdo de la pierna y me llega hasta la cara.
Le digo que no tengo idea de lo que está hablando pero con seguridad habrá visto mi costado izquierdo sacudiéndose, el tic en mi ojo.
Eddie apenas mueve la mano. El mesero, el único mesero que hay en la cafetería, desaparece en hacia adentro.
Escucho un maullido.
El mesero pone a Kaiser en mi regazo. Se encoge como si le hubiera hecho falta.
“¿Nunca cogiste nada? El animal ha debido quemarse con la propiedad.”
“Oye, el perito no lo puede reclamar como propiedad valiosa.”
“Es de pura raza,” grita, “estúpido. Pero ese no es el punto.”
Bajo a mirar a Kaiser, sus ojos tienen aspecto real, como si me dijera, soy de pura raza estúpido, por lo menos debo valer algo.
“Primero me fallas, después me engañas, y lo más tonto que pudiste haber hecho es dejarlo ir.”
Como todos los gatos domésticos, Kaiser de alguna manera consiguió regresar a su verdadera casa. Alguien debió de haberlo encontrado parado, sentado, o echado cerca de la casa quemada, semanas después de que el perito lo había reportado como quemado con el resto de la casa. Así que ahora alguien en la compañía de seguros tiene que dar explicaciones. Sobre cómo un gato escapó de un incendio eléctrico en una casa donde el clima estaba controlado, a no ser que el incendio no hubiera sido eléctrico, para empezar. Así que ahora, para cerrar algunas bocas, Eddie ha tenido que pagar por mi error.
“¿Cuánto tienes?” Eddie me mira mitad sonriente, mitad molesto.
“¿A qué te refieres?” pregunto nerviosamente.
“¿Cómo vas a hacer para pagarme?”
Le pregunto cuánto es.
Me dice.
Le digo que no tengo ni de lejos esa cantidad.
“¿Qué tienes? Dime, vamos.”
No tengo nada.
“Todo el mundo tiene algo.”
Le digo que no tengo nada.
“¿Una chica fiel a la que le puedas vaciar los bolsillos?”
Sonríe ligeramente, el viejo sonríe.
“Ya quisiera,” digo.
“Por supuesto que no. Tú nunca tienes una chica.”
“Gracias,” digo, esperando que todo esto no sea más que una broma.
“Te diré lo que tienes.”
Justo ahí, sé que habla en serio, que ha estado pensado en esto, y espero con el corazón palpitando, pues Eddie es un tipo creativo. Lo castiga a uno como los dioses griegos. Lo puede poner a uno a empujar una roca colina arriba por el resto de la vida sólo para hacerla rodar abajo una y otra vez. O encadenarlo a uno a una roca inmensa y hacer que un pájaro grande le devore el hígado sólo para hacer que otro le crezca en la noche y hacer que el pájaro regrese de nuevo al amanecer.
“Tienes algo de dinero en camino.”
Quedo tenso por el impacto. Tenso por su ironía.
“He estado investigando,” el viejo bebe otro sorbo de su café frío.
“¿Investigando qué?” digo.
“Tu edificio está asegurado con la compañía donde tengo a mi gente.”
Ya sé lo que quiere.
Mis padres viven ahí, le digo. Pienso en Helen, también en la loca iglesia de Maritza.
“No he dicho que incendiaras a tus padres.” Frunce el ceño y sacude con fuerza la mano como si hubiera humo entre los dos.
“Dividimos el seguro. Me dijiste que era tuyo, correcto, el tercer piso.”
“¿Qué pasa con la otra gente que vive ahí, Eddie?”
“Oye lo siento. Debiste haber pensado en eso antes de estafarme.”
“No puedo hacerlo.” Le digo que no puedo.
“Bueno, no te culpo. A mí nunca me gustó. Pero piénsalo o tomas el trabajo,” y retoma con calma la lectura del periódico. Cuando timbra su celular, contesta con dos palabras, “Sí, querida.”
Salgo de la cafetería de Eddie cargando un gato feliz en mis brazos. Kaiser es hermoso. Su pelo gris es suave y brillante, y su ronroneo es continuo y bajo. Alguien lo alimentó bien mientras estuvo perdido. Me siento aturdido. Sin darme cuenta he estado caminando hacia el oeste y termino en Central Park. Por alguna razón, ver pájaros y árboles me tranquiliza un poco. Entro a Central Park y camino alrededor del Harlem Meer. Kaiser me clava las uñas en la camisa, asustado por el agua. Lo sostengo con firmeza, asegurándole que no lo voy a lanzar al estanque. Kaiser se desprende de mi camisa y deja que lo cargue más suelto, como lo tenía antes, a fin de cuentas, sigue siendo un gatito.
Empieza a atardecer y una neblina sube del estanque como humo. Las sombras que las hojas proyectan sobre el agua parecen tatuajes sin color. La cabeza de Kaiser se transforma en una lechuza con ganas de asimilar toda esa naturaleza. Me uno a él observando con envidia las palomas y los insectos que vuelan libres alrededor del poste de luz. Sus sombras forman sobre la hierba y el agua abajo gigantescos dibujos volátiles. Intercambiaría lugar ahora mismo con cualquiera de esas figuras voladoras, pues en este minuto me siento como un furioso perro atado a un parquímetro. Un perro que sabe que no puede ir a ninguna parte hasta que no lo ordenen quienes lo ataron.
“Eddie no tiene derecho. Ningún derecho de joderme de esa manera. ¡Ningún maldito derecho para nada!” digo en voz alta, pero sé que hay algo ahí que no es cierto. Y enseguida me siento incómodo pues alguien que pasa trotando me alcanza a escuchar. Me echa una mirada y acelera el paso.
Doy la vuelta y me voy a la casa. No quiero pensar en prenderle fuego a mi casa o a la casa de nadie. Así que dejo de pensar en eso por ahora. No pienso en nada más sino en lo feliz que se pondrá mi madre. En lo mucho que quiere a este gato y en cómo la voy a complacer llevándolo de regreso. En este momento, esa es la única felicidad que debo esperar con ilusión.