Cuando tenía nueve años, Trompo Loco y yo construimos una casa de cartón en un lote vacío en la 109 y Park Avenue. La Casa Café, para el presidente y el vicepresidente de Spanish Harlem. Por supuesto todo el mundo en la cuadra quería unirse a nuestra administración, pues lo único que hacíamos ahí era comer papas fritas y tomar gaseosa. También se había corrido la voz que yo tenía acceso a las revistas Playboy que sacaba de la papelería. Eso no era cierto, pero dejaba que todo el mundo lo creyera, pues así se explicaba el letrero que tenía colgado afuera:
NO SE PERMITEN NIÑAS. ESPECIALMENTE MARITZA.
Ni a Trompo Loco ni a mí nos gustaba Maritza, pues al ser criados como pentecostales, recibíamos mucha mierda de ella. Especialmente yo. Ella le tenía lástima a Trompo, porque era un poco retrasado, pero conmigo no tenía misericordia. Decía, “Estás en una religión blanca, Julio.” Le replicaba que todo el mundo en la iglesia era puertorriqueño. “Sí, pero es una religión de gringos, no como los católicos, ves. Ésa sí es una religión para la gente hispana.”
¿De qué estaba hablando? Maritza ni siquiera era católica, sus padres eran socialistas de tiempo completo. En el pasado, en la isla, lucharon con pasión por la independencia de Puerto Rico. Cuando llegaron a Nueva Yol, a los talones del gran Albizu Campos, tuvieron a Maritza e inculcaron en su hija un repertorio socialista casi santurrón, por el estilo de un fanático religioso.
En esa época, cuando el vecindario se estaba quemando, ella y yo éramos sólo dos niños, pero ella sabía que en mi iglesia siempre teníamos arte, manualidades, y venta de comida, así que siempre se aparecía. Todos los domingos durante el verano, nuestro templo cerraba la calle al tráfico. Entonces la cuadra se transformaba en un paraíso de tiza en las aceras, música, bailes, salto de lazo y comida. A Maritza le encantaba cuando mi padre les enseñaba a los chicos a tocar las congas. Trompo Loco y yo le ayudábamos a traer todas las congas, como unas veinte, y daba sus clases afuera en la calle. Maritza golpeaba esos cueros como si estuviera poseída por la deidad de algún río africano. Daba golpes feliz y sonriente, olvidando por un momento que la clase transcurría en un lote vacío lleno de ladrillos calcinados, pañales desechables y muebles tirados a la basura.
Mi madre se ocupaba del arte y las manualidades, y yo ayudaba a sacar esas inmensas mesas comunales. Mi madre llenaba vasijas con bolitas y alfileres y las ponía en cada mesa. Los chicos tenían que traer cada uno su barra de jabón Ivory, y mamá les ayudaba a formar unas esculturas de jabón y bolitas. Eso también le encantaba a Maritza. Clavaba los alfileres en la barra de jabón con tanta violencia que parecía que le estuviera haciendo vudú a alguien. A lo largo de todo el verano, Maritza nunca se perdía ninguno de estos festivales.
Pero llegado septiembre, Maritza me volvía a ver en la escuela y era la misma mierda de siempre: “Tu religión sólo es show y bulla.” Sí, le decía yo, ¿y qué dices de esas clases gratis de música que recibes todo el verano de mi papá que era uno de los mejores músicos? “¿Sí? ¿Entonces por qué tu papá no está tocando en el Palladium, si es tan bueno?” Yo le contestaba porque el Señor le habló una noche y le comunicó que tenía que llevar a otros a la luz. Maritza se reía “¿La luz? ¡Tu papá no es Con-Ed!” Algunos chicos decían, oye si fuera tú, le daría una patada en el culo a esa perra. Yo contestaba que eso no sería muy cristiano y que Jesús había dicho que había que “poner la otra mejilla.” La verdad, me daba miedo pelear con las chicas, pues rasguñaban, le arrancaban a uno el pelo y algunas escupían. Además, había visto a Maritza pelear, y en esa época, en cuarto grado, Maritza podía ganarme. Lo sé, pues por esos mismos días recibía palizas de una chica terrible y gorda llamada Josephine, que me golpeaba detrás del pasamanos. Así que toda la escuela sabía que una chica me daba palizas. Y Maritza se cargaba con munición nueva, “¿Viste la luz? ¿Viste al Señor? Es gorda ¿cierto?”
Entonces cuando Maritza se enteró de la casa de cartón, amenazó con tumbarla al piso a menos que yo permitiera la entrada a las mujeres. Nunca tuvo la oportunidad de hacerlo. Esa misma noche, su edificio se incendió, llevándose el resto de la manzana. Tal vez había sido Eddie el encargado de prenderle fuego, ¿quién sabe? Pero en esos días yo sólo lo conocía como el papá bueno para nada de Trompo Loco. El hombre hacia quien Trompo Loco me arrastraba hasta la 118 para observarlo a escondidas. Como si lo idolatrara desde lejos. Pero no recuerdo mucho de Eddie, todo lo que recuerdo fue que el incendio que dejó a la familia de Maritza en la calle fue un incendio grandioso. Seis casas ardieron a la vez. Los rostros de los desempleados mirando hacia el invierno gélido, el único calor que había se levantaba de las llamas que le subieron la temperatura a la manzana entera. La verdad fue que me sentí feliz de que Maritza se hubiera ido. Ahora vivía en el South Bronx y ya no tenía nada que ver con ella. Pero no importó, pues mi casa no duró mucho más. Una semana después, unos hombres blancos se aparecieron por East Harlem. En esa época no era común ver gente blanca por el barrio. Trompo Loco y yo estábamos dentro de nuestra casita comiendo papas fritas cuando irrumpieron de golpe: “¡Afuera!” Y los dos salimos ahuyentados como las cucarachas en la cocina cuando de repente se enciende la luz. Desde el otro lado de la calle vimos cómo los tipos blancos quemaban la casita y clavaban en el piso, en el mismo sitio donde estaba mi casa de palos, un letrero: SE VENDE. El letrero seguiría ahí durante años, y algunos residentes ni siquiera sabían qué era lo que estaba a la venta. Yo con seguridad no lo sabía, no a los nueve años.
Cuando cumplí los once, Maritza regresó. Su casa en South Bronx también se incendió. Ahora Maritza y su familia terminaron en los projects. Los projects eran sucios, descuidados y peligrosos, pero por lo menos eran a prueba de incendios. Maritza regresaría a la misma escuela pública y, con casi total seguridad, en sexto grado, estaríamos en el mismo salón de clase y Maritza seguiría metiéndose conmigo. De camino a la escuela yo rogaba, “Señor Jehová, por favor que Maritza no vaya hoy a la escuela.” Pero Dios nunca escuchó mis súplicas. Y Maritza se metió conmigo durante todo el año, especialmente en ese año, pues fue el mismo en el que mi padre se convertiría en una pequeña leyenda en nuestra iglesia.
A diferencia de mi madre, mi padre se unió a la iglesia por la música. No estaba llegando a ningún lado con su orquesta, relegado a ser músico de estudio toda la vida. Además, por esos días, los pioneros de la salsa estaban siendo estafados por los promotores. Incluso a los más grandes les sacaban toneladas de dinero y los obligaban a realizar demasiadas presentaciones. Muchos se volvieron drogadictos. Mi padre fue uno de ellos. Deprimido y enganchado a cualquier cosa que pudiera preparar, después de años de tocar por centavos, empezaba a buscar a Dios o cualquier otra cosa que se le pareciera. Lo que mi padre encontró en la iglesia no fue a Dios sino un escenario nuevo. Una oportunidad para imponer su propio estilo, sus ritmos y letras. Para dirigir su propio show. Mi padre empezó a usar la iglesia para crear una nueva forma de gospel e inventó el latino espiritual.
I went down to la bodega,
But the Lord said not to buy anything.
Oh, oh, oh, what can you buy when Jesus is already yours?
Oh, oh, oh, what can you buy when Jesus is already yours?
(Bajé a la bodega,/pero el Señor me dijo que no comprara nada./Oh, oh, oh, ¿qué puedes comprar cuando Jesús ya es tuyo?/ Oh, oh, oh, ¿qué puedes comprar cuando Jesús ya es tuyo?)
Mi padre no sólo se sintió orgulloso de escribir esa canción, decía también que “I Went Down to La Bodega” era tan ingeniosa como “Come Into the Lord’s House It’s Gonna Rain.”
Don’t need to worr y if the mailbox is empty
The Lord’s work is my welfare check and that’s plenty
Oh, oh, oh, what do you need when the Lord is already yours?
Oh, oh, oh, what do you need when the Lord is already yours?
(No debes preocupar te si el buzón está vacío/la obra del Señor es mi subsidio y es más que suficiente./Oh, oh, oh, ¿qué necesitas cuando el Señor ya es tuyo?/Oh, oh, oh, ¿qué necesitas cuando el Señor ya es tuyo?)
La letra había sido escrita toda por él y estaba convencido de que era brillante. En realidad, eran de los peores versos que se habían compuesto para un gospel. Aun así, mi padre compuso unos gospel latinos que nadie antes había escuchado, con letras que no aparecían en ningún cancionero circulado por ninguna iglesia.
I saw Jesus in the elevator
He asked me to press his floor
All the way to sky
All the way to sky
On the elevator of the Lord.
All the way to the sky on the elevator of the Lord.
(Encontré a Jesús en el ascensor/Me dijo que pulsara el botón de su piso/Arriba hacia el cielo/Arriba hacia el cielo/en el ascensor del Señor/Arriba hacia el cielo en el ascensor del Señor.)
Algunas veces, los parroquianos se reían de las letras cuando las escuchaban por primera vez. Pero nadie se reía de la música. Ése era el don que había recibido mi padre, y gracias a su música nuestro templo era el templo pentecostal que tenía mayor asistencia en todo Spanish Harlem. Los tres ministros principales reconocieron el don de mi padre y dejaron que siguiera. Pronto, nuestra congregación se transformaría en un cancionero viviente. Lo que a nuestro templo le faltaba en predicación, ungimientos y sanación, lo compensaba con su música. Los servicios empezaban con un canto, después una oración, después un hermano daba un breve sermón, después más cantos, después una hermana relataba alguna experiencia espiritual, enseguida más cantos, un pequeño testimonio, y más cantos. Los nuevos gospel latinos que salían de las paredes de ese edificio eran tan únicos como los susurros que hace un viento helado de invierno dentro de un edificio vacío y quemado. Un sonido que sólo se puede escuchar en el ghetto. La gente que pasaba oía la música, esta música con letras extrañas que hablaban de un Jesús urbano que se comunicaba en spanglish y comprendía nuestros deseos y necesidades, pues él también vivía en los projects y sufría las mismas injusticias. Un Jesús que rogaba por calefacción, agua caliente y no más pintura con plomo. Un Cristo drogadicto que le imploraba a su Padre que le ayudara a mantener sus venas limpias.
The super won’t fix the tub and my rent just went up,
No heat for the winter, got roaches in my soup,
I want to go to the corner, get me a bag to cook
I’m taking my complaints
Oh, I’m taking my complaints
Oh, I’m taking my complaints
(El portero no arreglará la tina y me subieron el alquiler,/no hay calefacción para el invierno, hay cucarachas en mi sopa,/quiero ir a la esquina, conseguir una dosis para cocinar/voy a presentar mis quejas/Oh, voy a presentar mis quejas/ Oh, voy a presentar mis quejas.)
En poco tiempo la asistencia a nuestro templo había aumentado tanto, y los recursos subieron de tal manera, que los tres ministros alquilaron un espacio más grande. El templo se trasladó de ese diminuto hueco en la pared de la 110 y Madison Avenue hacia un edificio de dos pisos para almacenes en la 100 entre Lexington y tercera. Mis padres y yo vivíamos arriba de la iglesia y así ayudamos a organizar todo el sitio. Los tres ministros compraron tarros de pintura, mi madre puso las cortinas, papá compró el mejor piano de segunda que pudo encontrar, llegó toda la orquesta y finalmente se unió la congregación. Se puso un cartel afuera, LA CASA BETEL DE DIOS, y papá estuvo de vuelta al trabajo.
Oh, I’m taking my complaints
To the Housing Agency of the Lord
Oh, I’m taking my complaints
To the Housing Agency of the Lord
(Oh, voy a presentar mis quejas/ a la agencia inmobiliaria del Señor,/ Oh, voy a presentar mis quejas/ a la agencia inmobiliaria del Señor.)
Me avergüenza decirlo, pero esos días de crianza fueron maravillosos, cada momento una tarde de domingo. Trompo Loco y yo le cantábamos al Señor y sentía como si los ángeles del cielo tocaran la pandereta justo a mi lado. Yo siempre cantaba con alegría y terror, esperando y al mismo tiempo no esperando que el Espíritu Santo me poseyera. ¿Qué haría yo con todo ese poder? El poder de Dios. Había visto muchas veces cómo algunos hermanos poseídos lloraban y gritaban, con los rostros encendidos, hablando en lenguas, lanzando profecías. Cómo esos cuerpos ya no tan jóvenes bailaban y brincaban, fortalecidos por un jugo eléctrico divino que revigorizaba su cuerpo y su alma. Cómo los demás daban paso a los que eran poseídos con más frecuencia. Y todo el mundo quería sentarse al lado de estos hermanos benditos, de estos santos, para que así tal vez, sólo tal vez, saber lo que se sentía cuando Dios entraba en el cuerpo. Vivir en la presencia de Dios. Yo esperaba con terror y alegría que me sucediera. Me preguntaba cuándo agarraría Jehová algunos rayos del cielo y los lanzaría en mi dirección. Había sido bautizado, y pasaron los años, y nunca sucedió. Igual, creía en Dios. Pero cuando cumplí los dieciséis, en lugar de las bendiciones divinas, llegó el momento de escapar.
Misteriosamente, como el mismo Dios, en la noche, la iglesia se incendió por alguna razón. Se quemó hasta los cimientos. Semanas después, el edificio adyacente también se incendió, y después el otro que le seguía. Uno por uno, los edificios de la manzana eran quemados, hasta que sólo quedó una pequeña tienda de reparación de calzado. La ciudad ubicó a todas las familias en albergues, y más tarde todos terminamos en los projects. Los días de cantos y la gloria se habían terminado. Y sería desde ese día en adelante que, para mí, la palabra Dios ya no significaba “amor” o “luz” sino “fuego.”
Todos estos recuerdos me llenan la mente mientras tomo una ducha. La textura sedosa del agua tratada con cloro y que atraviesa cientos de miles de yardas de tubería siempre me transporta al pasado. También me trae buenos recuerdos, de los hidrantes de incendios abiertos en las bochornosas tardes de verano. Mojando a las muchachas y a los autos con improvisados grifos hechos con latas de aluminio. De cuclillas al frente del hidrante de incendios, como abrazándolo, y usando la lata hueca para canalizar toda la presión del agua hacia cualquiera que uno quisiera. Todos los que estuvieran secos al otro lado de la calle quedaban a merced nuestra. Los de los autos tenían que subir las ventanas bajo el calor infernal del verano para no quedar empapados. Estos recuerdos de la niñez y la tibieza de la ducha me hacen sentir seguro, como si no sólo estuviera quitándome de encima la piel muerta sino también mis problemas.
Salgo de la ducha y me paro frente al espejo empañado. Estiro el dedo y escribo, “Helen.” Doy un paso hacia atrás y leo su nombre. No puede ser un nombre más blanco, me digo. Entonces escribo al lado, “Helen y Maritza, tengo que incendiar el edificio.” Pero lo borro de inmediato, como si no tuviera que llevarlo a cabo. Me seco, y recuerdo el día cuando Papelito aceptó poner por mí su nombre en la escritura. Recuerdo cómo me dije que empezaba a vivir un nuevo comienzo, uno definitivo. Todas las promesas que llenaron mi apartamento, promesas resplandecientes. Como si abriera una caja y encontrara regalos. Uno era Helen.
“Mira, que Kaiser quiere entrar,” mamá golpea con urgencia la puerta y miro la caja para el gato debajo del lavamanos. “Llevas mucho rato ahí y el gato necesita hacer caca.” Puedo escuchar al gato rasguñando abajo de la puerta. Odio el gato. Recuerdo haber escuchado alguna vez que los ladrones no roban hasta cuando no están 99 por ciento seguros de que no los van a atrapar. Ese otro uno por ciento, bueno eso es lo desconocido, lo invisible, el policía que no está de servicio y entra al baño, el chico que graba la imagen de uno en la videocámara que le regalaron de Navidad, la trituradora de papel que no funciona. Pero tarde o temprano ese uno por ciento asomará su desagradable cara. Y ese uno por ciento, en mi caso, fue este maldito gato.
“Y qué,” grito.
“Entonces limpias tú,” contesta mi madre.
Agarro una toalla y abro la puerta. El gato entra velozmente al baño, como si no pudiera aguantar más. Mamá lo acompaña, como si un gato necesitara aprender a usar el papel. Voy a mi cuarto, encuentro mi altar oscuro y sin frutas. Me siento culpable. Le he fallado a la diosa Ochún. Pero espero que ella comprenda, aunque sé que también me puede castigar. Así que enciendo las velas, y limpio la pluma de pavo real. Me visto y me siento limpio, un poco más relajado, en paz.
Mamá golpea en la puerta. Le digo que pase.
“Mira Julio,” dice mientras me calzo, “fui el otro día al banco para averiguar si podíamos sacar un préstamo.”
“¿Un préstamo? ¿Para arreglar el apartamento?”
“¿Y pa’ qué ma? Claro que para arreglar todo este sitio.”
“¿Para qué hiciste eso, Ma?” le pregunto como si hubiera sido una mala idea. Era una idea maravillosa. Con un préstamo del banco podríamos arreglar el resto del piso. Tal vez poner un baño, levantar una pared y convertirlo en un pequeño estudio y alquilarlo.
“En el banco,” dice mamá levantando las cejas, “no apareces como el dueño.”
Ésa es exactamente la razón por la que no puedo pedir un préstamo y refaccionar el apartamento.
“¿Qué quieres decir que en el banco no aparezco como dueño? Bueno, ¿a qué banco fuiste, Ma?” me la juego.
“Al Banco Popular,” dice como si fuera la cosa más obvia, pues es el único banco con el que ha tenido cuenta. Es el banco donde también tiene la cuenta Papelito. Donde las escrituras de este apartamento están archivadas bajo su nombre en algún computador.
“Mira, Ma, yo hago negocios con el Chase Bank,” digo. “Consigo una mejor tasa para el pago de la hipoteca con el Chase,” digo y termino de ponerme los zapatos.
“Pero le di al Banco Popular la dirección y me dijeron que alguien que vivía aquí estaba pagando un morge pero que era confidencial. . .”
“Entonces será la blanquita,” le digo, interrumpiéndola. “Tal vez sea Helen. Maritza tiene arrendado abajo para su iglesia, así que tiene que ser Helen.” Kaiser entra al cuarto. Empieza a oler las velas, pero lo repele el humo.
“¿Por qué iba a poner una blanquita su plata en un banco hispano?” Kaiser entonces va hasta donde mi madre y le salta a la espalda. Mamá no se mueve. Deja que se siente en su hombro, como un loro.
“Un banco es un banco, Ma.” Digo mientras ella le hace carantoñas al gato.
“ ’Tá bien,” dice suspirando, “entonces ven conmigo al Chase, para pedir un préstamo para arreglar este sitio . . .”
“Ma, no es tan sencillo,” digo. “Además he estado pensando que este apartamento tampoco es gran cosa. Tal vez deberíamos venderlo y largarnos.”
“Loco, mira, a menos que me consigas algo en las Troomp Towers.”
“¿En las Trump Towers? ¿Y por qué ibas a querer siquiera vivir allá, Ma?”
“No sé, sólo para vivir allá. Para ver cómo es.”
“Bueno Ma, no sé sobre lo de ese préstamo,” repito y ahora que ella sabe que lo del préstamo no va a pasar, mira hacia mi altar con desdén.
“Eso, Kaiser,” le dice al gato, no a mí, “va a traer al diablo a esta casa.”
Me observa cuando me pongo una corbata.
“¿Dónde vas?”
“Pregúntale al gato, Ma.”
“Julio, ¿te estás arreglando? La blanquita, ¿cierto?”
“No, Ma, voy a la iglesia,” le miento, y ella sabe que estoy mintiendo, pues sería demasiado bueno para ser verdad.
“¿A esa iglesia en el piso de abajo?”
¿Por qué no pensé en eso? me pregunto. Con eso me la hubiera quitado de encima.
“Sí, y no toques mis velas, ¿okay?” Señalo el gato. “Y mantenlo fuera de aquí, también, puede quemarse las patas o algo.”
“¿Esas velas pa’ demonios?” y agita con fuerza un dedo en el aire. “No me voy a acercar a esas velas. Mi gato ya sabe que no debe tocarlas,” dice y sale del cuarto.
“Ma,” la llamo, “un beso de adiós.”
“Sólo si sales de ese cuarto.”
Cierro la puerta detrás de mí y le doy un beso. El gato salta de su hombro.
“¿Y tú no vas a ir a la iglesia hoy?”
“Sí, tengo que ir a la iglesia de verdad, me’ entiende,” dice. “Tengo que despertar a tu padre para que se aliste,” y habla despacio a propósito, “para . . . ir . . . a . . . la iglesia . . . de verdad.”
“Bien,” digo, “pueden llevar el gato.”
“Ah tan chistoso, ¿te tragaste un payaso de almuerzo?”