13B

El salón se encuentra en la 101 con First Avenue. Es uno de los bares nuevos y en estilo moderno que abrieron desde que empezó a cambiar el aspecto del barrio. Entro y me encuentro con toda clase de gente, pero en su mayoría se trata de blancos profesionales. Los residentes de Spanish Harlem beben afuera, con sus latas de Budwieser en bolsas de papel, y juegan dominó bajo un poste de luz o un árbol. Durante el invierno, van a las casas de los otros y beben en la cocina. Estos salones son extraños para Spanish Harlem. Incluso durante los gloriosos años de El Barrio en los cincuenta, cuando parecía haber un bar en cada esquina, siempre se trataba de sitios baratos, no estos lugares con pinturas, sofás, cojines y cortinas.

Sigo hacia adentro, la música está alta, pero no tanto que uno no pueda hablar o escuchar nada más. Veo a Helen sentada al lado de un tipo blanco con aspecto de imbécil y gafas. Todo el tiempo se quita un mechón de pelo que le cae sobre los ojos. Me pregunto quién podrá ser el tipo. Estan jugando Monopolio, y miro alrededor y me doy cuenta de que este lugar es un refugio para la gente cono Helen. Es como encontrar un bar americano en París, el bar para expatriados que sólo a unos cuantos locales les interesa apoyar. Todo el mundo es joven y blanco, y cuando me acerco a Helen, me aborda un tipo joven con vestido y corbata.

“Hey, amigo,” me dice, “¿sabes dónde puedo encontrar un poco?”

“Afuera,” le digo, “escoge una esquina.”

“¿Podrías hacerlo por mí?” pregunta y trata de pasarme un par de billetes de veinte. “Ya sabes, soy nuevo por aquí.”

“Lo siento, amigo,” digo, sin recibir el dinero, “no hago esas cosas.”

“¿Conoces a alguien que lo puede hacer? Un amigo tuyo, ¿tal vez? Mira no es que quiera ser grosero o insinuar nada. Sabes, sólo quiero relajarme un poco,” dice en el tono más amistoso posible, y le creo.

“¿Quieres un trago?” me pregunta. Le digo que no gracias. Entonces se da la vuelta y se dirige hacia el bar.

Un tipo latino, que se encontraba al lado de la mesa de billar y probablemente escuchó todo, se me acerca. Lleva puesta una guayabera, una camisa de manga corta con vistosos adornos bordados a los lados. Tiene un sombrero fedora acomodado en la cabeza, los oídos tapados con los audífonos de un walkman que debía tener con el volumen bajo.

“Amigo, te digo una cosa,” habla como si acabara de darle una calada a un porro de marihuana y no quisiera exhalar. “Éstos ven a un latino entrar aquí y de inmediato creen que es traficante.” Me muestro de acuerdo. “Sí amigo, pero lo peor,” dice después de darle un trago a su cerveza, “es que lo quieren aquí mismo, en el bar. Como un pedido de comida china, mierda. No tienen los huevos de salir y conseguirla en la esquina como todo el mundo. A no ser que sean verdaderos adictos, no lo hacen. Quieren servicio a domicilio. ¿Cómo te llamas?”

“Julio,” digo.

Helen aún no me ha visto por entre este inmenso salón bar. Pero puedo darme cuenta de que ya está un poco achispada, pues cada vez que lanza los dados, lo hace tan fuerte que se salen del tablero puesto sobre una mesita auxiliar.

“Me llamo Raúl. ¿Juegas billar?”

“La verdad no,” respondo mientras observo a Helen y al otro tipo arrodillados, buscando los dados.

“Sí, bueno, lástima. Estoy buscando un compañero. Tengo el siguiente turno para la mesa y, sabes, ésa es la única razón por la que estoy aquí. Vengo aquí para jugar billar, eso es todo. Me estoy cansando de que éstos siempre me estén preguntando si llevo algo de esa mierda.” Los veo reírse mientras buscan a tientas algo blanco por la alfombra verde.

“Este sitio, es una lata. Es como una maldita sala de estar. Pero tienen una mesa de billar nueva. Y te cuento que esas mesas en los clubes sociales están vueltas una nada. Todas ladeadas. Las bolas desportilladas. Los tacos más torcidos que los dientes de una puta drogada.” Encuentran los dados debajo del sofá donde estaban sentados. Se acomodan de nuevo en el sofá y siguen con la partida. “Esta mesa de billar está super, hermano. La mejor del barrio. A mí me gusta el billar, ¿te gusta el billar?”

“Sí, oye hombre, un placer conocerte,” le digo.

“Lo mismo digo, hermano. Si cambias de opinión, tengo el siguiente turno.”

Dejo a Raúl y me acerco al sofá donde Helen y el tipo están jugando. Helen me ve. Su carita se ilumina al tiempo que deja de jugar y viene para abrazarme. Incluso en este bar el pelo aún le huele a almendras, como si acabara de salir de la ducha. Su ropa negra se siente tersa y alisada, como si acabara de comprarla.

“Tienes que ayudarme,” me dice, “estoy completamente endeudada.”

Nos unimos al tipo y que me saluda con el más flojo apretón de manos. Lleva pantalones caqui y una camisa blanca. Tiene suelta la corbata roja y su blazer está cuidadosamente doblado al lado suyo en el sofá. Helen me lo presenta como Greg. El tipo me habla como si nos conociéramos de hace rato.

“Entonces, Helen me dice que ustedes dos son muy buenos amigos. . .” Helen le da un codazo y yo me siento incómodo. Deben de ser muy cercanos. Como si Helen fuera su bruja maricona. No que Greg sea gay o algo por el estilo, a quién le importa, pero en ese instante, cuando Helen le da un codazo por la vergüenza, me veo a mí y a Papelito haciendo exactamente lo mismo.

“Okay,” dice Helen, acomodándose un mechón de pelo detrás de la oreja, “sigamos con el juego.”

“Ya se terminó, Helen,” dice Greg, señalando todas sus propiedades. Reviso lo que ya es suyo. Tiene hoteles en el Mediterráneo, en el Báltico, Connecticut, Vermont, todas las avenidas más baratas. Cada vez que Helen pasa por la casilla de SALIDA y cobra sus doscientos dólares se ve obligada a caer en su barrio bajo y soltar la plata que acaba de cobrar.

“Se acaba,” dice Helen, lanzando los dados, “cuando me quede sin dinero. Todavía tengo cincuenta dólares,” Helen llega a Caja Nacional. Levanta la carta y lee, “Error del banco. Cobre $200 dólares.” Le saca la lengua a Greg y él le pasa el dinero del banco.

“¿No vas a devolver esa plata?” le pregunto medio en broma.

“Para nada, fue culpa del banco.”

“Pero aún así no es correcto. No es tu plata,” le digo.

“¿Por qué la tendría que devolver, Julio?” interviene Greg, como si él fuera la autoridad, “ésas son las reglas del juego. Si el juego dice que está bien, pues está bien.”

“Entonces lo que dices,” respondo, “es que está bien robar si las reglas te lo permitten . . .”

“Claro que no,” dice bruscamente y Helen se pone de pie.

“¿Alguien quiere otro trago?” pregunta y Greg y yo contestamos que sí, gracias. Helen se va, avanzando vacilante hacia el bar. Escucho que alguien grita el nombre de Raúl, sin duda ya es su turno para la mesa.

“Este juego,” Greg se acomoda las gafas, “es maravilloso. De niño, jugaba Monopolio con mi familia todo el tiempo. ¿Tú no?”

“En mi familia somos aficionados al Scrabble,” le digo.

“Claro, ése también me gusta. Pero en Monopolio mi padre me enseñó que es en los sitios baratos donde vale la pena invertir.” Me doy cuenta de que Greg también está un poco achispado. Se suponía que me encontraría aquí con Helen, y sin duda ella llevaba rato aquí, bebiendo con Greg. “Cuestan poco y la gente cae ahí constantemente.” Se echa hacia delante y dice, “Helen no sabe jugar. Se la pasa tratando de caer en Boardwalk y Park Place. Una pérdida de tiempo. Es tan malditamente costoso que si uno no tiene una cantidad increíble de dinero no puede construir hoteles ahí.” Lo comenta con orgullo, como el maestro del juego.

“Oye, ¿eres demócrata?”

“Voto,” digo, mirando las paredes alrededor. El sitio es agradable, como un nightclub donde nadie baila, solo beben y se echan al sofá.

“Bien, ¿qué tal una contribución para la próxima candidatura presidencial?” Se despeja el mechón de pelo que le cae sobre los ojos, tapándole las gafas.

“Mira, estoy en la ruina,” digo. “Greg, ¿cierto? ¿Cómo se conocieron Helen y tú?”

“Fuimos juntos a la universidad,” me dice Greg. “Acabé de comprar una casa en Harlem.

Ahora somos vecinos, ¿ves?” me dice.

“Ah, sí,” digo, y recuerdo entonces que Helen me había hablado de este tipo antes. “Tú eres el que recibió esas amenazas de bomba en el buzón de correo.”

“Mira,” dice Greg, “entiendo su rabia.”

Cuando Helen regresa con las bebidas, tampoco sigue con el juego.

“No he vuelto a recibir más amenazas. Pienso que la gente de Harlem nos ha aceptado.

¿No crees, Helen?”

“¿Qué?” pregunta. Está guardando el juego y pone las fichas y el tablero dentro del cajón de la mesita.

“La gente de este barrio, entiendes, que ya nos ha aceptado.” Greg se acomoda las gafas, que se le han escurrido de nuevo, y el mechón de pelo le cae otra vez sobre los ojos. Lo echa para atrás, despejándose la cara.

“Sí,” contesta Helen, mirándome. “Sé que hay uno que sí.” Me guiña el ojo. Hablamos.

Sobre todo de tonterías. Episodios de Seinfeld que nunca he visto. Helen y Greg hablan sobre la universidad. Sobre algunos amigos que conocieron en Cornell donde los dos estudiaron.

“Escuché que ella ahora trabaja para Schumer,” dice Greg.

“No puede ser,” replica Helen.

“Sí, es su asistente. Aunque su cargo suena bien elegante . . .”

“¿Esa cabeza hueca?” dice Helen con incredulidad, “en Cornell siempre estaba en las drogas. La llamábamos Stoned Joan.”

“Pues bien, Stoned Joan es ahora ‘Stoned Joan Coordinadora Especial.”

Me siento un poco aturdido y empiezo a pensar que debería contarle todo a Helen. Sobre mí y sobre el problema en el que estoy metido. Pero entonces veo su sonrisa mientras conversa, y de repente me siento embargado por la felicidad. Como si fuera a salvarme en el último minuto. Dostoyevsky en el cuerpo de incendios. En alguna parte, de alguna manera, alguien intervendría y yo no tendría que llevar a cabo lo que tenía que hacer. No había manera de poderle pagar todo el dinero a Eddie y yo estaba decidido a no ir a D.C. Verla sonreír y hablar tonterías con su amigo me da la esperanza de poder encontrar una solución a todo esto. Así que sonrío con ellos mientras siguen hablando. Helen me dice que uno de estos días me llevará a su bar preferido en Cornell. “The Chapter House, Julio,” dice, y suelta un largo suspiro.

Afuera.

Greg estira su flaco brazo blanco y los taxis vuelan en su dirección. Le da un beso a Helen de despedida y me da la mano, dice algo que no alcanzo a entender pero sé que es algo amistoso. Cuando el taxi se aleja, Helen me abraza y dice que necesita entrar a una bodega para comprar agua. A la entrada de la tienda, Helen se tropieza, y la agarro para que no se caiga. Los que se paran en la esquina y que han estado observándonos se ríen. “Oye, ¿no puedes controlar a tu mujer?” gritan riéndose de nosotros, a unos metros de la puerta de la bodega.

Helen alcanza a oírlos y les hace frente.

“¿Perdón?” les dice, “controlar . . . a tu . . . mujer . . . ? ”

Los cuatro no se mueven de su sitio pero le dan la espalda.

“No soy la mujer de nadie,” dice, moviendo el cuerpo para que puedan verla. Los de la esquina no quieren meterse con ella ni con nadie más. Están trabajando y no quieren llamar la atención. Así que me miran a mí.

“Llévate tu mujer a la casa, ¿okay?”

Esto irrita aún más a Helen, a quien el trago parece inyectarle valor. Recuerdo la primera noche que hablamos.

“Oigan, ustedes . . .” no la dejo terminar. Por detrás, la levanto de la cintura y la llevo lejos de ahí.

“Oye ¿qué haces?”

“Estás borracha, Helen,” le digo. “Déjalos tranquilos.”

La llevo unos metros más adelante, la pongo en el piso y la suelto. Pero no lo puede aguantar.

“Nunca vuelvas a agarrarme de esa forma,” me advierte y empieza a caminar de regreso donde los tipos de la esquina que maldicen en español cuando la ven otra vez, “Coño, esta blanca no aprende,” dice uno. “Señora, váyase a la casa,” le dicen pero sus ojos me enfocan a mí. “Váyanse a su casa.”

“Oiga, mírenme a mí cuando digan eso,” dice ella, pero ninguno le pone atención y empiezan a ponerse molestos.

“Si no te llevas a esta enana de aquí vamos a tener que golpearte,” me dicen, refiriéndose a lo bajita que es Helen.

“¡Enana!” grita Helen. Por un segundo pensé que iba a patear al tipo en la espinilla.

“Oye, hombre,” digo, tratando de ver si puedo reconocer a alguno. Consciente de que cualquiera de los cuatro puede terminar de un momento a otro con esta escena. “Está tomada, ¿okay? ¿Qué quieren?”

“Te voy a mandar a la puta mierda, eso es lo que voy a hacer si no te llevas a esta perra a la casa.”

“¡Amenácenme a mí!” Helen está tan furiosa que habla casi a gritos. “¡No soy invisible, su problema es conmigo!”

Los tipos de la esquina piensan que la cosa ya no es divertida, les parezco patético. Como si yo no tuviera nada de autoridad. Ya no quieren una solución pacífica.

“Listo, no me importa.” Entonces uno de ellos se viene contra mí, levantando los puños. Me preparo para recibirlo pero sé que no le voy a ganar.

“Conozco al hombre.” Raúl aparece. Con seguridad habrá salido del bar y habrá visto lo que sucedía. “No hay problema.”

“¿Lo conoces?” los puños del otro se vuelven palmas de nuevo. “Raúl, ¿lo conoces?”

“Sí, yo me hago cargo,” les asegura Raúl. “Yo me hago cargo.”

Helen lanza entonces su humillación y su furia contra mí. “¿Qué, ahora piensas que soy tu mujer?” me grita. “¿Ahora de un momento a otro soy de tu propiedad?”

“¿Estás seguro de que puedes hacerte cargo?” le preguntan, al ver que Helen y yo seguimos ahí, armando una escena. Raúl asiente con la cabeza.

Sacuden la cabeza y no se van a mover de ahí. Ésa es su esquina, y estoy seguro de que le estarán pagando a quien sea que controla la esquina para poder negociar desde ahí. Se trata de una economía clandestina y Helen la está obstaculizando. Pero como está tomada, piensa que está otra vez en Cornell, de regreso a su salón de clases, y que puede enfrentar cualquier comentario sexista.

“Mira, se tienen que ir a la casa,” nos dice Raúl. Helen jadea y resopla como el día que estalló frente a la casa, pero ahora lo hace en la bodega.

“Okay, gracias hombre,” le digo a Raúl, “deja que compre agua.”

“Sabes que tuvieron suerte esta vez. No soy Super Ratón para salvarlos de nuevo. Tienes que decirle a esa novia tuya que se quede en su sitio. Ya sabes.”

“Sí,” agradezco que Helen no esté cerca, pues de lo contrario la pelea comenzaría de nuevo. “Ya sé.”

“No puede salir y venir con esa mierda a donde mis muchachos. Y sabes hermano,” dice, señalándome, “es culpa tuya, hermano. Tienes que entrenar a esa chica blanca.”

“Sí, ya veré qué hago,” digo, y sé que es muy tarde. Muy tarde para discutir nada más en este instante, especialmente en la calle. Los dos cerramos el puño. Nos damos un golpecito juntando los nudillos.

Helen sale de la bodega y abre la botella de agua. Bebe la mitad de un sorbo. Sus labios están húmedos y frescos cuando me besa unos momentos después y me doy cuenta de que está más borracha de lo que pensaba, pues ha olvidado todo lo sucedido.

De regreso a la casa habla de Greg y de lo buen amigo que es. De las veces que se quedaba en su dormitorio y dormía en el piso después de haber estado bebiendo toda la noche. Cuando llegamos al edificio, puedo ver que Helen se está desvaneciendo, abro la puerta y la ayudo a subir las escaleras. Busco en su bolso las llaves de su apartamento, abro la puerta y le quito los zapatos y la acomodo en la cama. Helen queda profundamente dormida, y su pequeño perfil me hace pensar en las hadas, como Campanita dormida. Le doy un beso y ella apenas si se mueve. Como un gato bostezando. Me asalta de nuevo esa arrolladora sensación de optimismo. Siento como si pudiera hacer cualquier cosa. ¿Por qué me preocupo? Sólo tengo que conseguir veinte trabajos para pagarle a Eddie. Conseguiré veinte trabajos durante veinte años si tengo que hacerlo. Pero puedo hacer esto. Soy el dueño de mi propio destino. Los Orishas me han sonreído. Puede que esté un poco borracho. Pero en este instante, todo parece posible. Beso a Helen en la mejilla una vez más y salgo mientras la puerta se cierra detrás de mí.