El jefe no está de ánimo para insultar a nadie. Los tubos de cobre y latón y los cables que fueron robados semanas atrás no han aparecido. Por lo general, el jefe entrega los cheques a la hora del almuerzo, dando tiempo para que funcione el sistema de intercambio. Todo este intercambio toma tiempo, mientras los dueños de los números del seguro social llegan a recoger sus cheques y les dan algo de efectivo a los obreros, y siempre corta el tiempo del almuerzo a la mitad. Pero hoy el jefe ha retenido todos los cheques. Varios de los obreros están nerviosos, sospechando, con justa razón, que probablemente no les van a pagar.
“¿Qué crees que está esperando?” pregunta Mario.
“No sé,” contesto, quitándome el casco de trabajo, “no parece nada agradable, en todo caso.”
“¿Fumas?” me ofrece un cigarrillo.
“No, gracias.”
“Vamos,” dice, “coge uno, aquí no tenemos ninguna de esas leyes de mierda de Bloomberg.”
“Ya sé, simplemente no fumo,” le digo y miro hacia el trailer donde el jefe está hablando con los dueños de los verdaderos nombres, excepto Mario y yo. “Yo no tengo nada que ver con toda esta mierda. Necesito el cheque.”
“Tú y yo, compañero,” dice Mario, encendiendo el cigarrillo.
Compañero, me digo, ¿quién usa esa palabra hoy? ¿Cuánto tiempo habrá estado encerrado Mario?
“Oye, tú conoces a Eddie, ¿cierto?” dice, echando el humo a un lado.
“No,” digo, sin dejar de mirar hacia el trailer, “sólo quiero mi cheque.”
“Lo que digas, compañero,” Mario sabe que estoy mintiendo, “pero dicen por ahí que le debes bastante dinero.”
Por poco me tuerzo el cuello por la rapidez con la que me volteo a mirarlo.
“Oye, ¿tienes algo qué decirme?”
Mario da unos golpecitos en el aire para tranquilizarme.
“No, no compañero,” dice, sin dejar de dar palmadas al aire invisible, “tengo un regla. No meterme en los asuntos de los otros.”
“Bien,” le digo, y vuelvo a mirar hacia el trailer.
“Pero también sé cuándo dos personas se pueden ayudar la una a la otra.”
Mario se pone de cuerpo entero frente a mí. Quiere asegurarse de que lo escucho. Se da cuenta de que no lo hago.
“Oye, Julio,” su cara está frente a mí, “¿has escuchado hablar de los N-50?”
Suspiro como si estuviera aburrido, sacudo la cabeza para decir que no, pues no tengo la menor idea de lo que pueden ser los N-50.
“Escucha, los N-50 son certificados de ciudadanía americanos. ¿Entiendes lo que te digo? Es el premio que recibe un ciudadano naturalizado después de pasar el examen de ciudadanía y que lo convierte en americano. Los N-50 valen más que el oro. Ahora imagínate si hubiera por ahí un cargamento de N-50 en blanco. ¿N-50 en blanco? ¿Certificados de ciudadanía en blanco y todo lo que tendrías que hacer es escribir tu nombre y pegar una foto, así de sencillo, y eres americano? ¡Te imaginas lo que pagarían!”
El jefe sale, los dueños de los nombres siguen dentro del trailer.
“¿Me estás escuchando, compañero?”
“No,” digo, “sólo quiero mi cheque.”
Todos los otros obreros temen lo mismo que yo. Que a todos nos van a descontar plata, o algo peor, que no nos van a pagar. “Escuchen,” grita el jefe, “diles Julio, hasta que no aparezcan esos tubos, me veo forzado a descontarles a todos.”
“Oye, eso no es justo,” protesto.
“Maldita si no. A ti también te estoy descontando.”
“¿A mí? ¿Me está descontando a mí?”
“Y a ti también,” mira a Mario, que se encoge de hombros como si supiera cómo asimilar el golpe, aunque yo sé que no puede. Simplemente juega a mostrarse tranquilo, a pesar de que lo hace mal. “Cuando los de la oficina vengan a preguntar por esos tubos, ojalá ya hayan aparecido o no habrá un maldito pago.”
“¿Y esos que hacen?” pregunto, señalando a los dueños de los nombres en el trailer.
“¿Ésos?” dice el jefe, “están ajustando la paga de estos tacos.”
“No pueden hacer eso. No han levantado un dedo . . .”
“Si no les gusta, se pueden ir,” dice, “¿y cuándo les vas a dar las buenas noticias?”
Sé que los obreros ya saben. No hablan inglés pero lo comprenden y pueden sentir las malas vibraciones en cualquier lengua. El jefe se retira y los obreros me rodean. Me preguntan en español si van a recibir la misma cantidad de dinero de siempre. Les digo que ninguno de nosotros la va a recibir. Empiezan a maldecir y a hablar entre ellos. Alcanzo a escuchar todo tipo de sugerencias, como golpear al jefe y agarrar el dinero. Se calman un poco, pero siguen molestos. Cuando los dueños de los nombres salen del trailer, todos los obreros quedan en silencio y bajan la mirada al piso. Los blancos los intimidan. Prefieren no hablarles o mirarlos directamente a los ojos. Para ellos, los blancos son desagradables y abusivos. Y cuando algún blanco se muestra cortés y amigable, se ponen recelosos, preguntándose qué será lo que pretende.
Los blancos, los dueños de los nombres, tampoco están contentos. Hablan entre sí de “deshacerse de éstos y buscar otro lote.” Un grupo nuevo que no les robe. Otro de los blancos se muestra en desacuerdo. “Todos son ladrones,” dice, “estos tacos no tienen honor.” Otro comenta que no deberían pagarles nada. Pero al final todos transan y les dan a los obreros algo de dinero por su trabajo. Sólo se me ocurre que la inconveniencia de “buscar otro lote” excede lo que han perdido.
Los trabajadores no están contentos pero toman lo que les dan. Varios ni siquiera se preocupan por contar los billetes. Maldicen, escupen, maldicen y vuelven a escupir. Pero agarran el dinero y lo guardan en el bolsillo.
Voy hasta donde el jefe en el trailer. Golpeo y entro. Está haciendo cambios en los libros de contabilidad.
“Oye,” le digo, interrumpiéndolo, “¿hasta cuándo nos va a descontar?”
“Hasta que quede todo pagado. Cada tubo,” dice, “dile a Mario que venga por su dinero.”
“¿Dónde está mi cheque?” pregunto. Con descuento o sin descuento, necesito la plata.
“Eddie lo tiene. Dice que le debes dinero.”
“¿Qué?” protesto.
“Arréglate con Eddie. Yo sólo sé que hay que pagar por esos tubos.”
“Eso no es justo.”
“Mira, ve y habla con él si quieres. Pero vete. Además, tengo que descontarte un hora extra por ausencia.”
Salgo del trailer. Antonio observa a Mario igual que un perro cuando odia a otro perro. No se pueden mirar un segundo el uno al otro sin gruñir. Mario lanza el humo con arrogancia, como si fuera un aristócrata. Antonio debe estar pensando en asesinar y estrangular a Mario.
“Mario, el jefe te necesita,” digo.
Mario muestra una sonrisita, soltando el humo por entre los dientes.
Apaga el cigarrillo y pasa al lado de Antonio, retándolo a que lo empuje a un lado. Antonio se pone el casco de trabajo y bebe algo de agua de una botella de plástico. Los dueños de los nombres se han ido todos, no hay rastro de sus camionetas.
Antonio y los otros obreros se han reunido en un círculo cerrado. No me uno a ellos. Los escucho hablar sobre una mujer. Antonio dice que él no sabe el nombre, pero dicen que ella puede hacerlo a uno americano. Supuestamente ella cuenta con mucho poder y lo puede hacer gratis. Se entusiasman y Antonio les habla sobre el amigo de un amigo que ahora puede viajar ida y vuelta a México, o a su país de origen, gracias a esta mujer. Los obreros se animan aún más cuando Antonio les dice que él va a encontrar a esa mujer, que de alguna forma lo hará, hablará con ella, y tal vez todos serán ciudadanos, dentro de poco americanos. Pienso que Antonio sólo quiere que se sientan mejor. Contándoles este tipo de historias inverosímiles, como la segunda venida de Cristo, les está dando esperanzas.
En la cafetería, un mesero me dice que Eddie va a la misa de tarde más o menos a esta hora en Nuestra Señora del Monte Carmelo. Camino un par de cuadras hasta la iglesia y me digo que si Eddie me retiene la paga estoy perdido. Si no le puedo pagar a Papelito, Papelito pierde la botánica y yo pierdo el apartamento. Si él falla, yo fallo. Si sólo se tratara de mi casa, la quemaría. Así acabara conmigo, lo haría. Quedar sin nada por causa del fuego nunca me ha asustado. Cuando era niño en Spanish Harlem, me dormía con el arrullo de los carros de bomberos. Era un sonido al que me ajusté. Era tan natural como los ronquidos de mi padre. En la escuela, los bomberos llegaban para hacer demostraciones de lo que había que hacer en caso de un incendio en la casa. “No es el fuego,” nos decían, “sino el humo lo que lo ataca a uno. Así que pónganse de rodillas.” Aún así, uno sabía cuando alguien había muerto incinerado por el olor a pelo quemado. Era un poderoso olor que podía devorar una manzana entera de la ciudad.
Recuerdo un incendio, maligno y furioso, que se llevó la vida de siete mujeres solas. La madre de la prole era una mujer hermosísima recompensada con una cabellera larga y exuberante que le cubría toda la espalda hasta la cintura. Este rasgo sería heredado por sus seis hijas, que se llevaban sólo un año de diferencia entre cada una. Pero sólo llegó hasta ahí. Las hijas no resultaron muy agradables para la vista. Cuando las muchachas llegaron a los trece, cuatro ya eran completamente obesas y las otras dos sufrían de un caso serio de acné, tan grave que sus caras se veían siempre húmedas y babosas. Por esa época el padre abandonó a la familia, y la gente bromeaba cruelmente al decir que sus hijas lo habían hecho salir corriendo del susto. No eran muchachas muy populares, estaban siempre pegadas. Recuerdo verlas en la iglesia siempre sentadas juntas, cuatro de ellas comiendo chocolate a escondidas durante el sermón. Nunca hablé con ellas, pues eran mayores que yo, excepto por la menor, Aracelis. Pero me gustaba sentarme en la banca detrás de ellas, pues todo lo que uno veía al frente era esta increíble selva de pelo. La imagen era perfecta, hermosa y sutil. Era sólo cuando la congregación tenía que ponerse de pie y cantar al Señor que la cruel realidad lo golpeaba a uno. La madre guardaba la esperanza de que alguna de sus hijas encontrara un hombre y se casara. Había hablado con el pastor. Buscaba respuestas. ¿Por qué Dios les había jugado esa broma a sus hijas? ¿Por qué les había tomado del pelo de esa manera? ¿Quién querría casarse con ellas? El pastor le sugirió que invirtiera todos los ahorros en un auto usado y se lo diera a la mayor. Con seguridad un hombre se sentiría atraído, si no por la chica por lo menos por el auto. La madre hizo lo que le dijeron. Pero el auto era robado, y después vino el incendio y ninguna terminó casándose nunca. Después del incendio, el edificio de cinco pisos donde vivían quedó en ladrillos de concreto. A las ventanas y las puertas les pusieron tablas. Y así se quedó, cerrado como un baúl, como una caja ocultando sucios secretos. Pero años después se dijo, cuando el vecindario empezó a echar para arriba y el edificio quedó para renovación, que al quitar la primera tabla de la entrada, una nube gruesa y oscura se escapó gritando. Aquellos que estaban presentes dijeron que olía terrible. Los que estaban ahí dirían que olía a pelo quemado.
Nuestra Señora del Monte Carmelo en la 112 con Lexington es hermosa. Está hecha de caliza y piedra, y siempre está fresca adentro, incluso en el verano. A Eddie le gusta más esta iglesia que la de Santa Cecilia en la 106, pues se encuentra más cerca al sector de su vecindario. El sector que era italiano. Y ahora, como el resto del barrio, uno sólo encuentra residuos de ese pasado.
No estoy vestido para ir a la iglesia y llevo el casco puesto sobre el pecho, al menos para mostrar algo de respeto. Veo a Eddie hacia el altar, arrodillado, rezando y esperando que la hostia se le disuelva en la boca. A su lado hay cuatro mujeres. Probablemente las mismas cuatro que han estado viniendo aquí todos los días, año tras año, a un servicio al que nadie asiste o considera importante.
La misa acaba de terminar y me siento en una banca y espero a que Eddie me vea.
Un sacerdote joven camina hasta donde Eddie y lo abraza. Eddie me ve y se acerca.
Se sienta a mi lado. Aún tiene las cuentas del rosario en la mano.
“Crecí con su padre,” Eddie apunta hacia el sacerdote con la mejilla, “ahora el hijo pone cosas en mi boca.”
“¿Por qué me estás haciendo esto?” le pregunto.
“Siempre me pierdo en las piezas del altar. Crucifijos, vidrieras, trípticos, murales. Cristo agonizando entre los dos ladrones.” Dejo que Eddie divague. Éste no es muy buen lugar para quejarse por dinero, especialmente cuando se lo debo yo. ¿O quizás estar en la iglesia no sería el mejor momento?
“Mira hacia allá,” dice apuntando de nuevo con la mejilla hacia una vidriera que muestra un mural con las tres Marías. “Cuando niño siempre me preguntaba quién habría sido el último cliente de María Magdalena. Me volvía loco. ¿Habría sido Cristo? Me volvía loco. Así como este sitio me vuelve loco. Mira alrededor, Julio. Gente como tú y yo, aquellas tres.” Miro hacia las tres mujeres rezando. Están vestidas de gris y parecen ratones. “Y además te encuentras con santos, profetas, ángeles, diablos, demonios todos bajo un mismo techo. ¿Cómo se pueden tener todos estos contrarios bajo el mismo techo?” pregunta y me doy cuenta de que tiene la voz ronca, como si estuviera resfriado.
“No lo puedo hacer,” le digo. “Sé que te debo dinero, pero no puedo incendiar mi edificio.”
Eddie deja la divagación.
“Entonces acepta el trabajo,” dice y observa las vidrieras.
No lo puedo hacer.
Eddie deja de observar las imágenes en las vidrieras y gira la cara para mirame.
“Crees que es sencillo. Crees que todo es así de fácil.”
“No,” me interrumpe. “Nunca lo disfruté ni un poco. Nunca lo disfruté para nada. Ver toda esa destrucción, todas esas vidas arruinadas, esos niños quemados. Algunos propietarios enviaban flores a las familias. Pero yo sabía que sus condolencias eran falsas. Cada edificio que incendiaban les significaba dinero. Otros contrataban gente como yo, no les importaba. A la ciudad tampoco le importaba y yo dejaba de pensar en eso todo lo posible pero entonces, cuando tuve mis propios hijos, bueno, hice lo que pude. Lanzaba el rumor. Le pagaba a algún soplón para que corriera la voz del día exacto cuando venía el incendio. Deberías haber visto la cara de los bomberos, Julio, cuando se encontraban con familias enteras en la calle, con maletas empacadas como si se fueran de vacaciones.” Eddie baja la cabeza. ¿Es vergüenza, culpa, lo que veo?
Pienso una vez más en lo comunes que eran los incendios cuando era niño. Un forma de vida incluso. Algunas veces se colaba la fecha del día cuando el propietario le prendería fuego a su edificio. La fecha del incendio se anunciaba con suficiente antelación para que la gente pudiera escapar. Así como lo dice Eddie. Los chicos se acercaban a los profesores y decían, “No puedo venir para el examen del martes porque ése es el día del incendio.” Y los profesores quedaban tan perdidos como Oscar Lewis. Pero los otros chicos sabíamos que ése no regresaría a esta misma escuela. Perdí muchos amigos por causa de los traslados. Hasta que me llegó el turno a mí. Hasta cuando yo y mi familia fuimos expulsados por el fuego.
“Pero tu gente, ustedes se defendieron maravillosamente.” Eddie levanta la cabeza de nuevo. “Las familias resistieron con tenacidad. Cuando los propietarios les cortaban la calefacción, ustedes sobrevivían inviernos enteros envueltos en ropas, con las estufas de gas encendidas toda la noche. Cuando las facturas llegaban muy altas, ustedes no las pagaban sino que se las enviaban al propietario.” Eddie sonríe, como si se sintiera orgulloso. “Con-Ed, sin embargo, también estaba ahí, así que les cortaban los servicios. Entonces ustedes conectaban cables a la corriente municipal o a los postes de luz. Cuando los drogadictos se robaban la tubería costosa y la plomería dejaba de funcionar, ustedes recogían el agua de los hidrantes de incendios. Llenaban de agua los galones vacíos de leche, uno detrás de otro.” La voz de Eddie se había convertido en un orgulloso susurro. “Para la ducha y las tareas sanitarias visitaban a sus familiares o a un amigo cuyo edificio no había llegado todavía a las mismas condiciones.” Eddie me mira y quisiera decirle que su hijo es igual. Que Trompo Loco es extraordinario. Pero tengo la sensación de que Eddie quiere decirme algo más. “Cuando el Departamento de Sanidad dejó de recoger su basura, llegaron las ratas. Ustedes compraron gatos. Aquellos que tenían hijos asmáticos compraron trampas para ratas. Los ghettos se volvían cada vez más y más locos. Ustedes resistieron hasta donde pudieron. Pero la ciudad los atacó con algo que sabía que ustedes no podían defenderse: el fuego.”
Eddie se pone de pie.
“Cuando la conocí,” su mirada parece distante, como si mirara algo allá que viene del pasado y que no puede enterrar, “ella aún vivía en uno de esos miserables edificios. Era sólo cuestión de tiempo antes de que me ordenaran cargar con ese edificio.”
Bajo la cabeza.
Yo había tenido mis sospechas, pero no contaba con nada, nada en absoluto para confirmar la convicción de que Eddie había incendiado la casa de su propia amante. Trompo Loco había sido quemado, pero igual lo habíamos sido todos los demás. Eso no significaba nada. Las historias sobre la inestabilidad mental de la madre de Trompo eran ciertas y algunos habían dicho que ella misma incendió la casa. Pero yo nunca lo creí del todo. Yo había visto a la mujer, y por más aterradora que fuera no paraba de conversar, aún había algo bueno en ella, una parte suya aún se podía salvar. Lo que ahora sé es que esas historias ignoraban el hecho de que Eddie la arrastró más allá de cualquier ayuda. La arrastró a una condición tan triste que ella se convirtió en el chiste del barrio, un chiste que no era muy divertido. Se convirtió en una leyenda, la señora loca que asusta a los niños. La señora cuya puerta ninguno se atrevía a golpear la noche de Halloween.
“¿La casa de quién Eddie?” pregunto. “¿Quién era esa mujer?”
Eddie da un gran trago de saliva, se limpia el paladar, como si tuviera mal sabor en la boca. Voltea la cabeza para mirarme y vuelve a mirar hacia el altar.
“Te diré quién es el verdadero villano en todo esto.”
Entonces comprendo que Eddie no va a reconocer nada. Por lo menos nada que tenga que ver con él.
“El verdadero villano en todo esto fue el hombre que estaba detrás de quienes me contrataron a mí. Moses. Robert Moses. Reacomodaba a la gente como ganado.”
Eddie deja de hablar—¿o está haciendo memoria?
“Pero yo no soy así. Hice lo que tenía que hacer, pero hice lo posible para que no fuera tan grave. Te revelaré un secreto, Julio. La cosa más difícil en este mundo, Julio,” dice, apuntándome con un dedo, “es ser un mal tipo bueno.”
“Tú no quieres ese trabajo en D.C. más que yo, Eddie.” Se me acaba de ocurrir. “Ellos te ordenaron que buscaras a alguien. Alguien por quien pudieras dar fe. Alguien en quien confiaras y que no te costara más dinero.”
“A menos que lo hagas en tu propio edificio, es tu única opción, Julio.”
Durante un par de segundos, ninguno de los dos dice nada, y Eddie simplemente se queda ahí como un chico que jugara rojo, verde, un, dos, tres. Sigue en silencio, elevándose por encima de los bancos. Bajo la cabeza y descubro que la iglesia en silencio hace ruidos. Murmulla como motores budistas. Nuestra Señora del Monte Carmelo está en silencio, pero de alguna parte sale este rumor de fondo. Este murmullo.
“No creo que necesite confesarme.” Eddie sale del trance y empieza a caminar, entonces se voltea a mirarme, “cuida a tu amigo. Asegúrate de hacerlo.”
“¿Y mi cheque?” digo.
“Lo voy a retener a cambio. Me aseguraré que lo devuelvas. Lo haré.”
Y Eddie regresa hasta el altar. Se arrodilla lentamente. Las viejas rodillas deben de molestarle, pues puedo oír cómo le crujen desde donde estoy sentado. Las rodillas hacen un ruido como de huesos que estuvieran siendo estirados y partidos. El sonido repercute hasta que muere y se mezcla con los sonidos sagrados que nos rodean.