15D

Trompo Loco está sentado en el sofá, con una bolsa de hielo en la cabeza. Mi madre, mi padre, y Maritza le limpian las heridas y la nariz ensangrentada. Me encuentro afuera en la puerta, conversando con tres de los activistas que lo trajeron hasta aquí. No dejan de pedir disculpas y hasta trajeron con ellos casi todas las cosas de Trompo.

“No quisimos hacerle daño, ¿tú sabe?” dice un tipo delgado con bigote, “pero éste es un asunto serio. Sólo intentábamos sacarlo, pero empezó a dar vueltas como loco y se golpeó.”

“Mi esposa y mis hijos viven allá y sabes, estoy luchando para mantenerlos,” dice otro activista mientras me pasa una caja llena de ropa. “Si él quiere pasar y recoger el resto de sus cosas, puede hacerlo.”

“Sí, no vamos a tirar nada,” me asegura otro pretendido activista, una mujer. “¿Puedo decirle que lo sentimos?” Trata de mirar dentro de la casa.

“Déjenme preguntarle,” les digo.

“Sin resentimientos,” dice la mujer.

Levanto la caja con la ropa y entro. Trompo Loco respira hondo y con furia. No me importa si dejo que los activistas entren a pedirle disculpas y los golpee, pero no quiero que empiece a dar vueltas y se haga más daño.

“Trompo, ¿te sientes mejor?” le pregunta mi madre, y él no responde sino que aprieta los labios con fuerza y voltea a mirar hacia la pared.

“Julio,” dice Maritza, “esta gente le hizo a él lo que ellos no quieren que el dueño del edificio les haga a ellos.”

“No, yo le había dicho que esto le iba a pasar,” volteo a mirar a Trompo, “¿no te dije que esto iba a pasar? Listo, ¿estás contento ahora? ¿Ves?”

Trompo se encoge, estrecha y levanta los hombros. Se escurre en el sofá como un cachorro. Un cachorro con una bolsa de hielo en la cabeza.

“Julio, bendito, el pobre muchacho . . .”

Interrumpo a papá.

“Nada de pobre muchacho, no me quiso escuchar.” Vuelvo a mirar a Trompo. “No me quisiste escuchar.”

“Basta ya,” dice mi madre, “sin gritar.”

Nadie hace caso.

“Eso no está bien,” dice Maritza, “no fue justo. Tenemos que hacer algo . . .”

“¿Cómo qué, Maritza, como qué? Esta gente está haciendo sólo lo que ellos creen que es correcto. No están hiriendo a nadie, sólo quieren una casa, como todo el mundo.”

“Así como Trompo también quiere una casa . . .”

“¡Trompo tiene que escucharme a mí!” le digo una vez más a Trompo.

“Aún así no es justo, Julio,” dice Maritza, “¿qué vamos a hacer al respecto?”

“Nadie va a hacer nada,” dice mi madre, “gracia a dio que está bien. Ahora Trompo va a vivir con nosotros . . .”

“No, no puede,” digo enseguida, “nosotros también necesitamos ayuda. No creo que nos podamos quedar aquí Ma, ¿no te lo había dicho?”

“Éste es Trompo, claro que puede vivir con . . .”

Interrumpo de nuevo a papá.

“No puede, es probable que todos tengamos que irnos . . .”

Trompo entonces me interrumpe.

“Pero tú me dijiste que viniera a vivir aquí. Me dijiste que podía venir. Quiero venir aquí. Quiero venir aquí.”

“Ahora sí quieres venir hijo de puta, preciso ahora . . .”

“Mira,” salta mamá, “esa boca. No se dicen groserías en mi casa.”

“También es mi casa,” digo y siento que la rabia sigue acumulándose con todas estas cosas de las que me tengo que preocupar. “No puede venir aquí.”

“Habla con mi papá,” Trompo gime como un cachorrito que ha perdido a la mamá, a punto de llorar. “Habla con él, Julio.”

Mis padres esperan mi respuesta. Como todos los demás, ellos saben quién es el padre de Trompo. Los miro y grito con rabia.

“No voy a hablar con tu papá, ¿está claro?”

“Creí que habías dicho que él no era mi papá,” replica Trompo.

“No es tu papá . . .”

“No, no, acabas de decir que es mi papá . . .”

“Escúchame, ¡él no es tu papá! ¡Y si lo fuera él nunca va a hacer nada por ti! ¡Así que deja de llorar, deja ya esa mierda ‘habla con mi papá, habla con mi papá’ como un bebé quejándose, y convéncete de una vez que él no es tu papá, y empieza por hacerme caso cada vez que te digo que hagas algo!”

Suena el timbre de la puerta. Voy a abrir. Les digo a los activistas que se vayan a la casa, Trompo no quiere hablar. Cierro la puerta. Maritza tiene los brazos cruzados como si esperara a que yo le dé algo.

“¿Qué vas a hacer, Julio,” dice, “al respecto?”

“¿Qué quieres que haga?”

“Algo.”

“Bien, ¿por qué tú no,” le contesto con una mueca de burla, “por qué tú no empiezas a hacer algo? ¿Por qué no empiezas a pagarle a Trompo por su trabajo. ¿Ah? ¿Qué tal, ah? Y déjame tranquilo.”

Kaiser sale de ninguna parte, como si hubiera estado durmiendo y lo hubiéramos despertado.

“¡Perfecto!” grita Maritza, “acabamos de ver lo que le pasó y tú sólo quieres culpar a alguien más en lugar de hacer algo . . .”

“¿Cómo qué, Mari, como qué? ¿Quieres que vaya allá por la noche cuando todo el mundo esté durmiendo y encienda el edificio?”

Todos me miran incrédulos. Excepto Trompo, todos tienen la misma expresión seria, como si trataran de descifrar un enigma.

“¿Eso es lo que quieres que haga, Mari? Porque lo puedo hacer. Puedo dejarlos a todos sin casa y entonces así quedas contenta, ¡todo sería una maravilla!”

“¿De qué estás hablando?” pregunta mi padre, “¿quemar qué?”

Con todos estos alaridos y gritos, con toda esta rabia, lo dejo pasar.

Señalo el gato.

“¡Todo esto es culpa tuya!” El gato se lame los bigotes como si no le importara nada.

“¡Debí haber dejado que te quemaras!” grito.

Ninguno sabe de qué diablos estoy hablando.

Vuelve a sonar el timbre.

“¡Puta!” grito, “¡Ya les dije a esos malditos activistas que se largaran a su maldita casa!”

Para este instante he perdido a mamá, papá y Maritza. No pueden soportarme y lo sé.

No abro la puerta, y grito.

“¡Váyanse a la maldita casa!”

El timbre suena otra vez.

“¿Necesitan un maldito mapa?” grito de nuevo y una fastidiada Maritza se dirige a la puerta para abrir.

Es Helen.

“Hola,” dice, un poco incómoda, pues con seguridad habrá escuchado los gritos, “hay un grupo de mujeres abajo, en la iglesia, preguntan por ti.”

“¿Por mí?” dice Martiza frunciendo el ceño.

“Sí,” dice Helen. Imagino que percibe que algo no está bien, no en mi sala sino afuera. “Dicen que lleves una escoba . . .” agrega Helen. “No sé por qué, pero dicen que lleves una . . . ¿escoba?”

Maritza voltea a mirarnos. Tiene la cara pálida y totalmente aterrorizada. Algo con relación a esa escoba hace que toda la casa se sacuda de miedo como si en lugar de una escoba le hubieran pedido que buscara un arma.

“Señora Santana, necesito su escoba.” Mamá se retira del lado de Trompo y papá toma el puesto para atenderlo.

“Voy contigo,” le digo a Maritza.

“No, no puedes, Julio,” contesta nerviosamente y mira a Helen. “Tenemos que manejarlo nosotras.”

Helen asiente con la cabeza varias veces y rápido, como si ya se hubiera convencido de ir, aunque está tan perdida como yo.

Mi madre le entrega la escoba a Maritza. La agarra.

“Ten cuidado, Dios lo cuide, santo Señor.” Dice mamá, convencida de que algo grave está pasando, algo aún más grave de lo que le acaba de pasar a Trompo Loco, y que sólo Maritza sabe de qué se trata. La inminencia de la situación obliga también a Helen a pensar en otra cosa. Por la expresión de los ojos, ha visto algo afuera sin duda desagradable, como un linchamiento. No hemos vuelto a hablar desde la noche que estuvimos bebiendo. No me ha escrito ninguna carta pero, reconsiderándolo, no tenía por qué hacerlo. Esa noche no resultó tan terrible. Ahora mismo, hay algo que requiere atención inmediata, no puede esperar, y conociendo a Maritza, sé que es algo feo. Maritza sale disparada de la casa y Helen la sigue. Aunque Maritza me dice que no vaya, no le hago caso y salgo detrás de Helen.

Afuera, Papelito se encuentra rodeado por varias mujeres furiosas. Muchas son de la iglesia de Maritza, inmigrantes recién llegadas. Helen se les une, sobresaliendo como un pez dorado.

“Mari, Mari.” Las arrugas en su cara forman canales perfectos para que baje el sudor, como agua en un acueducto.

“Papelito, ¿qué pasó?”

“Oh Dios, Mari,” Papelito no puede encontrar las palabras.

“Cálmate, cálmate, ¿qué pasó?” dice Maritza.

“La volvió a tocar, Mari. Lo hizo otra vez.”

La cara de Maritza se pone pálida. Se le abren los ojos. Agarra con fuerza el mango de la escoba, como si estuviera a punto de torcerle el pescuezo a una gallina.

“Está en la esquina de la 103,” dice Papelito, y más o menos una docena de mujeres con escobas siguen a Maritza. Helen no lleva escoba, pero es arrastrada por la situación y sigue a las demás. Voy detrás. Llegamos a la 103, y todas las mujeres rodean a un tipo parado frente a una bodega. El tipo, de corta estatura, el pecho en forma de barril, levanta los ojos de su cerveza y mira a las mujeres. Les pregunta en español, ¿qué quieren? Ellas no le contestan. Imagino que reconoce a alguien en la multitud y empieza a alejarse, pero las mujeres lo siguen. Con Maritza y Papelito al frente, las mujeres empiezan a golpear al tipo con las escobas. En lugar de defenderse, el hombre suelta la cerveza y empieza a correr. Las mujeres lo persiguen, dándole golpes con las escobas y los traperos. El hombre cae y vuelve a levantarse, intenta correr de nuevo, pero se detiene y enfrenta a las mujeres. Respira con fuerza y podría matarlas a todas sólo con la rabia. Tiene los ojos desorbitados, y los dos grupos se observan como si se tratara de la caza de una gallina. Maritza empieza a gritar, “Pa’que nunca ma’ la toque’.” Las demás mujeres se unen al grito. “Pa’que nunca ma’ la toque’.” El hombre tiene los puños cerrados y aprieta los dientes, pero sigue inmóvil ahí, resoplando y furioso. La razón por la que el tipo no ataca a las mujeres no se debe a que lo superen en número o porque se encuentre muy cansado, sino porque varios hombres que han observado esta muestra pública de humillación también han empezado a burlarse de él. Otros de los que se paran en la esquina no dejan de reírse y decir “¡Toma!” y “¡Pa’que aprenda!” Se burlan del otro que además sabe que si golpea a alguna de estas mujeres, los hombres dejarían de burlarse y se unirían a la golpiza, y los hombres no llevan escobas o traperos sino puños.

Los de la esquina siguen burlándose del hombre que ha sido perseguido por las mujeres con sus escobas. Dicen, “Denle más duro,” o “¡dale un mapaso!” La risa de los tipos aumenta al tiempo que la esposa del hombre sale por entre el grupo y le empieza a gritar. “Y nunca más vengas a casa.” La mujer sigue gritándole a su marido, contándole a todo el mundo sobre su bebedera y transgresiones, lo que hace que los de la esquina se rían aún más. Pero entonces la mujer empieza a llorar y cae de rodillas al piso, quejándose, “¿Por qué? . . . ¿Por qué?” Descubro a la muchacha a quien Maritza y yo ayudamos a revirginizar. Está llorando de nuevo, y esta vez es Papelito quien la abraza con fuerza.

“El doctor le dijo que tiene el monstruo.” Los hombres de la esquina se quedan en silencio. Las repulsivas palabras de la mujer llenan la calle y permanecen suspendidas en el aire, como odiosos bichos silenciosos dando vueltas alrededor. Durante ese instante terrible, todo el mundo permanece inmóvil, mirándose uno al otro sin hablar, ignorando qué pensar al respecto. Los gimientes ojos de la mujer están plagados de preguntas, de porqués, y los del hombre siguen llenos de odio. La calle está colmada de mujeres con escobas y de hombres cuyas burlas han quedado silenciadas por lo que acaba de ser revelado.

Lentamente empiezan los murmullos. Después aumentan de intensidad: “SIDA,” y entonces los hombres que se habían acercado empiezan a retirarse poco a poco, murmurando entre ellos, “Un desastre. Contagió a toda su familia.” Las mujeres de las escobas ayudan a la esposa a levantarse que no deja de gemir y vuelve a derrumbarse en el piso como arcilla seca. “Después que operaron a mi hija.” Se lamenta la esposa, “Tú tienes que tocarla otra vez.” Entonces comprendo lo que sucede. Entiendo la expresión aterrada de Maritza un rato antes. La muchacha que Maritza y yo llevamos para que le restauraran el himen se iba a casar, pero su familia temía que su marido la devolviera una vez descubriera que la mercancía estaba dañada. La operación se haría cargo, excepto que era el padre quien la había abusado y que, aún peor, tenía el monstruo. La gran enfermedad con el pequeño nombre.

Helen y otras mujeres le indican a la esposa que respire profundamente, pues la mujer ha empezado a hiperventilar. “Respira, cariño,” le dice Helen. “Respira,” repite Helen, mientras la mujer traga sus espasmos secos y sollozantes. “Respira, mijo.” Maritza se une al grupo, pues la mujer se encuentra en peligro de hiperventilar poco a poco y desmayarse. Maritza la golpea suavemente en la espalda, “Respira.” “Un poco de agua,” le dice Helen a una de las mujeres, que corre hacia la peluquería. Papelito sostiene con fuerza a la hija, quien tiene la cara enterrada en el pecho de Papelito. “Respira, cariño,” Helen arrulla a la mujer. “Respira, Carmen, respira,” insiste Maritza, y tan pronto como los secos sollozos empiezan a llevar suficiente aire a sus pulmones, empieza a gemir de nuevo, vaciando su cuerpo de sonido.

El marido permanece inmóvil, las manos apretadas en dos puños. Entierra las uñas con fuerza en sus palmas. Tiene el rostro enrojecido, y mira fijamente a su esposa con un odio que le seca a uno la garganta. Por un segundo, intenta decir algo pero su boca simplemente se sacude nerviosamente.

Las mujeres con las escobas rodean a Carmen. La hija se retira del reconfortante lado de Papelito y abraza a la mamá. La hija sigue llorando; Carmen se ha tranquilizado. Papelito mete la mano en uno de los bolsillos de su bata. Saca un cigarro y lo enciende. Expulsa con habilidad suficiente humo como para rodearnos a todos. Papelito ha empezado a lanzar humo y a hablar en un dialecto que ninguno de los que estamos ahí comprende. Papelito vuelve a meter la mano en el bolsillo. Arroja un poco de polvo blanco al rostro del marido. Le llueve por encima de la cabeza, como rociándolo con tiza blanca. El hombre no se mueve. Respira tan fuerte que puedo escuchar cada furioso jadeo. Está tan furioso que le empiezan a rodar por la cara lágrimas silenciosas de derrota.

Lentamente, todo el mundo empieza a alejarse de su lado. Continúa inmóvil, como si tuviera las suelas hundidas en cemento.

“Tal vez creíste que estabas hecho de hierro, que el monstruo nunca te iba a atrapar,” una mujer escupe a los pies del marido mientras se aleja.

Carmen toma la mano de su hija y sigue a Papelito, quien conduce a todas las mujeres de regreso a la iglesia. Por el rabillo del ojo alcanzo a ver que Antonio cruza la calle. Cuando se encuentra con Maritza, la abraza como si él hubiera sufrido con ella toda esta angustia. Maritza lo abraza como si hubiera estado esperando su llegada. Antonio le despeja el pelo de la cara y los dos, también, caminan en dirección a la iglesia.

Helen no sigue a la multitud. Está ligeramente conmocionada. Permanece inmóvil, los ojos sin mirar hacia ninguna parte en particular. La nariz le empieza a gotear y trata de controlar las lágrimas. Camino detrás de ella. Se da la vuelta y me observa con tristeza y al mismo tiempo con incredulidad. Durante un maravilloso segundo tengo la certeza de que Helen se va a lanzar a mis brazos. Sollozar en mi hombro. La abrazaré con fuerza, le despejaré el pelo y le daré un beso. Diciéndole que todo está bien, que no hay problema con lo de la otra noche. Que no hay problema con lo que sucedió hoy. En cambio, Helen se limpia las lagrimas con el dorso de la mano. Le estiro los brazos, pero me empuja a un lado, como si necesitara estar sola.

La dejo tranquila y camina en dirección a la galería.

Volteo a mirar al marido. No se ha movido ni un centímetro. Se ha puesto de rodillas y reza frente a la peluquería. Sostiene una diminuta cadena con una cruz de oro frente al rostro. Besa la figurita sujeta a la cruz y susurra una oración.

Los tres peluqueros que administran la peluquería han visto todo lo sucedido y salen. Uno lleva una jarra de agua.

“¡Pa ’fuera! ¡Fuera de aquí” dice y empapa al marido con el agua. El hombre se retira de un salto, como si el agua estuviera hirviendo o totalmente helada.

“Si ese santero del diablo no te mata primero lo haré yo,” dice otro de los peluqueros.

“Cabrón, fuera. Estás maldito.” El tercer peluquero patea al humillado marido cuando empieza a alejarse. El marido camina sin quejarse como si estuviera roto, como si ya no le importara nada su vida ni su dignidad.

“¡No vuelvas por aquí nunca más!” El que lleva la jarra se la lanza al marido. El recipiente plástico golpea al hombre en la cabeza, rebotando sobre la acera, donde termina encima de un montón de basura.

“¿Rezándole a Dios?” comenta con desprecio uno de los tres mientras vuelven adentro de la peluquería. “¿Y dónde estaba Dios,” dice el peluquero, “cuando se lo estaba haciendo a su hija? Pal carajo. Tú no sacas esa cruz, no enfrente de mi peluquería, no señor. Pal carajo, qué se cree.”