16E

Voy a la bodega y compro cinco mangos, cinco Snickers, cinco Hostess Sunny Doodles, y también cinco velas amarillas, de las grandes. Me detengo un momento en los chinos, y compro una bonita bufanda de seda y cinco bolitas de colores. Regreso a la casa, subo y arreglo la ofrenda. Extiendo la bufanda en una de las esquinas del piso del cuarto, como si me preparara para un picnic, y pongo con cuidado todos los dulces en platos. Enciendo cada vela rezando la oración que Papelito me enseñó. Me reprocho no tener una pluma nueva de pavo real, pues la vieja está descolorida y opaca. Le pido disculpas a la diosa Ochún, y espero que ella me ayude.

Ya estoy listo para bajar y ver a Helen.

Bajo las escaleras y golpeo en la puerta de Helen.

Cuando Helen abre la puerta, no se me ocurre otra cosa que decir excepto, “Recibí tu carta,” digo, “era hermosa.” Sonrío y agrego, “A mi papá también le pareció.”

“Bueno, desearía no haberla enviado,” dice, sin asombro, “pues estás hasta la coronilla con la carta.”

“Lo siento,” digo, “Lo siento.” Sólo sé que después del incidente del otro día, no quiero pelear ni discutir con nadie más.

“Sabes, Julio,” dice sin invitarme a seguir. “Me hiciste sentir muy mal. Muy mal.”

“¿Cuándo?” pregunto, aunque estoy seguro de haberlo hecho. Lo hago tan seguido que ni siquiera me doy cuenta.

“La noche que dijiste todo eso sobre que éste era tu barrio.” Cambia de postura, de tal forma que pueda sostener la puerta con una mano y su vaso con la otra. “Bueno, lo sentí así, okay. Tal vez él tenga razón. Tal vez tengo que hacerlo mío también. Tengo que reclamarlo. Quería hablarte tanto de esto pero no pude encontrarte, así que te escribí esa carta . . .”

“Era una carta hermosa . . .”

“No, espera,” me interrumpe y bebe un sorbo. “Porque después de lo que me dijiste, asistí a una reunión del concejo de administración local. Estaba pensando, okay, si éste es ahora mi hogar, debo entrar en contacto con mi comunidad. También estaba convencida de que tú estarías ahí por todo ese montón de cosas que salía de tu boca. Imaginé que estarías ahí. Bien, pues había unas doce personas. Sólo doce, Julio. Entonces me dije, no paran de hablar sobre la remodelación de los edificios y en realidad les importa un pepino. Mira todas estas sillas vacías. Y no sólo eso sino que la asamblea no era para discutir sobre la gente blanca como yo mudándose al barrio, ¡sino para discutir sobre la próxima fiesta en la manzana!”

Helen abre un poco más la puerta. Su casa se ve impecable, limpia y ordenada. Había oído que las chicas blancas eran sucias, por lo menos eso era lo que me había dicho mi madre y fui lo suficientemente estúpido como para creerle. “Entra,” dice finalmente. “Lo siento, déjame hablarte sobre esas reuniones,” le digo, entrando.

“No, deja que yo te lo diga a ti. Fui yo la que asistí. Entonces, levanto la mano como una tonta niñita blanca y digo, ¿Y qué pasa con el arreglo de los edificios? Y una mujer antipática, una latina me dice, ‘Eso no está en la agenda de hoy,’ como si yo fuera idiota . . . ¿Quieres tomar algo?”

“¿Ah? Sí, claro,” digo y Helen prepara un trago para ella y otro para mí. Lleva puesta una falda larga, negra, ajustada al cuerpo y que le llega hasta los tobillos, y una blusa negra ajustada. Parece una Laura Ingalls estilo gótico. La ropa resalta las curvas de su cuerpo. Su carita se ve aún más pequeña.

“ ‘¿Pero qué puede ser más importante que eso?’ pregunto a esa asamblea, y esta mujer antipática, me dice, ‘Ve y te mandas arreglar las uñas, cariño, ve y que te arreglen las uñas,’ y todo el mundo en el salón se ríe de mí, Julio. Todos se rieron . . . Toma.” Me pasa un trago.

“Lo siento,” recibo el vaso, “esas reuniones son inútiles . . .”

“Bueno, por lo menos ellos se reúnen, tú sólo hablas,” y entonces hace como un títere con la mano, “hablar, hablar, hablar.”

“No suenas igual que cuando escribes,” le digo, tomando un sorbo largo.

“¿Y quién sí, Julio? ¿Quién? Pero lo que te dije en esa carta era sincero. Me estaba sintiendo de verdad culpable. ¿Pero después de esa reunión y después de lo que vi el otro día con esas mujeres? Estoy llegando a creer que este sitio está jodido. Este sitio es como un cuadro abstracto, puedes describirlo como quieras y no te equivocas.” Helen se pone una mano en el pecho, “Yo no soy la que está mal. Todo este sitio está mal.” Se sienta a mi lado y cubre el vaso con ambas manos.

Helen mira fijamente el hielo.

Puedo escuchar el hielo derritiéndose en las bebidas.

“Sabes, Julio,” voltea la cara para mirarme, perdida en una nueva reflexión. “Estaba saliendo con un tipo que me llevó a ver Rent. El teatro estaba lleno de gente de clase media alta que vive en Westchester o Long Island, todos excitados porque por una noche iban a experimentar un conflicto urbano. Vamos a ver a los pobres de Nueva York luchando contra la addicción, la falta de hogar, la toma de edificios, los desalojos, la especulación inmobiliaria, el SIDA.”

Y los incendios, Helen. Siempre los incendios, me digo a mí mismo.

“Yo pensaba que esa era la realidad,” Helen parpadea varias veces seguidas. “¿Cómo podía yo, o cualquiera, ser tan tonta? En Bloomingdale’s hay una boutique Rent, así uno puede ‘vestirse a lo pobre,’ ” dice, soltando una risa corta, “¿como si fuera fantástico ser pobre?”

“Mencionaste algo parecido en la carta,” digo. “Helen, ¿te encuentras bien? ¿Te pasó algo más?”

“Sí,” contesta, “me pasó lo del otro día. Simplemente no me puedo sacar ese día de la cabeza. Si toda esa gente hubiera visto lo del otro día, sabrían que no está de moda ser pobre.”

“¿Cuál gente?”

“Esa gente,” dice, señalando hacia fuera, las palabras un tanto confusas. “Tú estabas ahí. Lo viste todo.”

“Si,” digo, “¿y?”

“Todo ese tiempo, y ni una sola patrulla de policía se acercó. ¿Qué sucede con este lugar, Julio?”

“Por eso es que esas mujeres lo resolvieron por ellas mismas,” digo, “Helen, éste es un lugar donde uno confía más en sus amigos que en la policía . . .”

“Oh, cállate. Hablas como si fueras la autoridad por estos lados. Tú no tenías idea de lo que estaba sucediendo ese día. Maritza sí.”

“Ah, esa es la segunda vez que la nombras,” digo, molesto de que me hubiera cortado de esa manera tan displicente. “¿Ahora las dos van de compinches?”

“Me gusta lo que ella está haciendo, Julio. Me gusta que ella esté haciendo cosas de verdad. Yo pensaba que su iglesia era un chiste, pero después de lo del otro día, creo que voy a ir a verla en el púlpito. . .”

“Déjame contarte un poco sobre tu nueva ídolo. Ella no cree en Dios, su iglesia es sólo para hacer política. Ella es una persona tan obstinada que se aprovecharía de ti, de mí, de cualquier cosa, tenlo por seguro . . .”

“Y qué. Yo no lo veo así. ¿Y qué me dices de ti?” Helen se pone de pie y va a buscar otro trago. Se tropieza ligeramente. Sus pasos son un poco vacilantes. “Por qué no me hablas de ti. Pues parece que lo sabes todo.”

“Muy bien, muy bien, soy un delincuente, Helen. Soy un delincuente,” digo. Helen pone al vaso a un lado. “Estoy metido en el fraude de seguros.”

“¿Qué quieres decir?” Entrecierra los ojos, desconcertada, formando dos arrugas paralelas justo por encima de la nariz. “¿Qué vendes seguros bajo el nombre de una compañía falsa y si algo sucede no puedes pagar, algo así?”

“No, Helen, hago incendios.” Me sale de manera tan natural, como si fuera un conductor de bus, un cerrajero o un portero.

“¡Incendios!” Retira el trago a un lado, como si no quisiera agarrarlo porque desea escucharlo todo sin nada de alcohol.

“¿Qué quieres decir con incendios?”

“He hecho algunas cosas,” digo, poniendo también mi trago a un lado, “hago incendios no sólo por la plata sino también por una especie de venganza, por cierta rabia que tengo. Cuando era niño, la propiedad donde estás ahora no valía nada. Muchos propietarios quemaban sus propios edificios para cobrar el seguro.” Helen está escuchando atentamente, su rostro sin expresión y ya no está parpadeando tan seguido. “Un día apareció una fotógrafa en Spanish Harlem. Era una mujer blanca, muy simpática y amable. Empezó a tomar fotos de todos los edificios quemados y de los lotes vacíos. Manzanas y manzanas de edificios quemados. Yo estaba con mi padre, quien me llevaba de la mano, y cuando la vimos tomando fotos, mi padre le dijo, ‘Toma fotos de este lugar para que así la ciudad pueda saber lo que está sucediendo aquí.’ Sabes qué contestó,” Helen sacude la cabeza, “dijo, ‘La ciudad ya sabe, incluso ya le tienen un nombre, Reducción Planificada.’ Y entonces nos tomó una foto a mi padre y a mí y nos pidió la dirección para que así pudiera mandarnos una copia. ¿Sabes qué sucedió?”

“¿Qué?” susurra.

“Mi madre era muy religiosa, aún sigue siéndolo, pero en esa época nos encontrábamos en la mitad de una iglesia de Pentecostés y una Casa del Reino de los Testigos de Jehová. Mi madre estaba convencida de que el fuego nunca nos tocaría, pues vivíamos al lado de gente que amaba a Dios y Él nos protegería. Mi madre cree que Spanish Harlem es un lugar espiritual, porque tiene más iglesias que hospitales y escuelas juntos. Entonces, antes de que la simpática señora pudiera revelar sus fotos, nuestro edificio se incendió, y el siguiente edificio donde nos mudamos también se incendió, y después el siguiente. Así que nos perdió el rastro.”

“Julio,” Helen pone la mano en mi muslo, con tanta naturalidad, como si me conociera de años.

“Pero espera, Helen. Años después, mi amigo Trompo, su padre puso un aviso en el periódico.”

“¿Para qué?”

“Buscaba a alguien para que trabajara en su cafetería. Al principio, era un trabajo legal, pero yo sabía lo que sucedía en aquella cafetería. Pero pensaba que si la ciudad puede permitir que sucedan esas cosas y salirse con la suya, entonces yo también podía. Y en poco tiempo ya tenía un empleo de verdad. Estaba armando incendios. ¿Quieres escuchar una historia divertida?” pregunto, pues empiezo a sentirme triste.

“Sí, dime,” aprieta la mano, como si quisiera también imprimirle cambio a la conversación.

“Cuando era niño, Ronald Reagan vino a Spanish Harlem.” Helen se ríe. “No, es en serio. Reagan estaba en campaña y se paró en un montón de escombros rodeado por los edificios quemados y dio un pequeño discurso sobre cómo él iba a salvar El Barrio de todos estos incendios premeditados y toda esta negligencia.”

Helen se ríe histéricamente.

“¿Y qué pasó?” Helen no puede parar.

“La gente al otro lado de la calle empezó a gritar, ‘¡Queremos a Kennedy, queremos a Kennedy!’ ”

“¿Teddy? ¿Ya estamos tan viejos?” pregunta por los dos.

“Yo tengo casi treinta,” digo.

“También por estos lados,” dice y me toma de la mano y me hala del sofá.

“Déjame mostrarte mi casa.”

Su apartamento es como la galería. Cuadros y objetos de todas partes del mundo. Hay una figura de Pavrati y otra de Ghanesa. Tiene dibujos de máscaras africanas colgados en las paredes y tapices latinoamericanos, creo. Hay jarrones, fotos enmarcadas, estanterías de libros, elefantes de marfil y platos tallados. La casa de Helen es sólo objetos y, excepto por una grabadora en la cocina, no hay aparatos de sonido ni televisor.

De vez en cuando, Helen levanta uno de los objetos, me explica de qué se trata, y me cuenta cuándo y en qué lugar del mundo lo compró.

“Este es mi planeta,” dice, “y voy a conocer cada centímetro antes de morir.”

En el comedor hay un aroma a Murphy Oil Soap, que se intensifica a medida que uno camina por el apartamento. Tiene un estudio pequeño donde, dice, pinta, muy mal pero pinta. Pienso que tiene más espacio del que necesita o del que se da cuenta, para no ser de Nueva York. Pero tengo que dejar de hacer estas suposiciones sobre Helen.

Entonces se lo pregunto.

“¿Espacio?” pregunta, pero no dice nada más.

Me muestra un afiche enmarcado en el corredor que muestra a un bebé al que le están enseñando a dejar los pañales. Tiene una leyenda que dice, “¿Está usted criando bolcheviques?” Comenta que le encanta el afiche, se puede interpretar de cualquier forma, dice. Fue un regalo. Descubro un balde y un trapero acomodados en una esquina, con Murphy Oil Soap. “Si es bueno para la iglesia, es bueno para los pisos.” Recita el jingle que hemos escuchado cantar tantas veces en los comerciales del día, cuando no íbamos a la escuela y nos quedábamos en la casa y tratábamos de evitar los programas de entrevistas que plagaban los canales.

Helen me conduce hasta su cuarto, donde enciende algunas velas. Se excusa y me deja solo ahí. La ventana de su cuarto da contra Jefferson Projects y algunos otros bloques remodelados. Hay una foto firmada del Dalai Lama sobre la cabecera de la cama, en el sitio donde uno, si fuera católico, colgaría una cruz. Regresa con la grabadora que estaba en la cocina. Pone algo de música y enciende otra vela.

“Tú en realidad,” empieza a decir mientras enciende otro fósforo para prender la siguiente vela, “tú en realidad no haces incendios, ¿cierto?”

No digo nada. Pero le relato hechos de mi vida. Tal vez ella necesita escuchar menos, pues los hechos son engañosos. Yo mismo no creo totalmente en los hechos. Igual que la gente, los hechos necesitan de otros hechos o de lo contrario no pueden mantener su centro. Los hechos necesitan que la gente se reúna en un cuarto y se ponga de acuerdo en algo. Así es como nacen. Helen y yo nos hemos reunido en este cuarto y ahora ella quiere que lleguemos a un acuerdo sobre ciertas cosas. Pero me mantengo en silencio. No le estoy contando la historia completa. Que es lo que se supone que los hechos deben revelar; el panorama completo. Y le oculto a Helen el hecho más crucial de todos:

Voy a incendiar tu casa.

“Te creo.” Sus ojos tienen un brillo particular, como si no fueran las velas las que reflejan la luz sino su certeza de que si permanezco en silencio estoy diciendo la verdad. “Te creo, Julio.”

 

 

Más tarde, tengo la seguridad de que Helen se ha convertido en otro hecho en mi vida. Como mis padres, como Trompo Loco, como Maritza, como Papelito, Helen es ahora real. Que sea una intrusa en Spanish Harlem, o que no lo sea, todo depende en cómo se interprete. Como ¿quién está por encima? O ¿quién viene o quién va? Importa muy poco. El hecho es que ella está aquí. Ahora mismo. Y quiero que esté aquí, conmigo. A medida que estoy con ella, me siento cada vez menos un extraño en su cuerpo, como si la mente y el cuerpo dejaran de rebelarse. Me divierto al descubrir las constelaciones que forman sus pecas, las diminutas arrugas alrededor de sus ojos, y los ruidos que se escapan de sus pulmones.

Esta vez con Helen es como visitar una ciudad que uno ama. Con la certeza de que uno no se va a perder nunca. Con la sensación de que uno sabe exactamente hacia dónde se dirige, las calles, las esquinas, las construcciones, y los lugares donde uno es bienvenido. Una ciudad donde uno siempre desea regresar. Desde ciertos lugares, desde ciertos ángulos, Helen se siente familiar, su cuerpo ha dejado de ser desconocido para mí. El cuerpo de Helen empieza a contener de manera natural todas las formas arquitectónicas que he visto siempre en esta ciudad. Visualizo los túneles en espiral construidos bajo tierra, como si la tierra fuera la oreja de Helen. Los subways que he escuchado y cogido toda mi vida. Ruidosos túneles internos, como sistemas circulatorios que reproducen la respiración y los intercambios de jadeos míos y de Helen. Mientras beso su cuerpo, imagino puentes de doble hélice, como si ampliara el ADN de Helen. Y acueductos, por donde ella puede canalizar su sudor, avanzando velozmente, como su pulso. Todas estas estructuras orgánicas están duplicadas en las calles por donde he caminado toda mi vida. Una comprensión como ésta hace que desee contarle todo a Helen. Pero contarle todo a Helen podría significar una sobredosis de datos, y entonces cualquier cosa podría suceder. Podría perder la perspectiva y extraviarme. Podría desequilibrarme. Podría olvidar que tengo una tarea que cumplir, algo que he estado aplazando. Así que me contengo y encuentro de nuevo la orientación.

 

 

Helen se ríe. Está feliz y no me pregunta nada más. Dejo que las cosas permanezcan en calma y que sucedan como tienen que suceder. Dejo que las velas se consuman, me levanto y voy por un trago, o empiezo todo una vez más. No sé y no me importa lo que va a suceder.

Simplemente me gusta estar aquí. En su cama. Sin hacer nada.

Helen dice entonces que estuvo maravilloso, y yo no comento nada. Pero ahora por alguna razón, quisiera saber de sus padres. Quiero escuchar sobre sus orígenes, su pasado, su pueblo. Ella pregunta ¿por qué? Y yo le digo, sólo quiero saberlo. En tu carta sonaban interesantes. Sonríe y acomoda el cuerpo, apoya el codo sobre la cama y sostiene su cabeza, como un pilar sosteniendo el techo de una catedral, y entonces Helen me cuenta muchas cosas.