17F

Tan pronto como lo veo afuera del salón de clase, caminando de un lado a otro, esperando a que termine la clase, ya sé lo que es en realidad. Ha engañado a todos los demás, aunque no va vestido de manera diferente. La ropa se le ve igual de arrugada, con aspecto de usada. Ha venido a la escuela para recogerme. Sabe dónde es y la hora a la que me tiene que venir a buscar. Los policías no hacen esto a no ser que uno esté metido en serios problemas.

“¿Señor Santana?” Me llama cuando termina la clase.

“Eres tú,” digo con una seguridad que es pura pantomina. Estoy perdido, pienso.

“¿Hay algún lugar donde podamos hablar?” pregunta, mientras otros estudiantes pasan rápido a nuestro lado, apresurándose para llegar a la siguiente clase.

“Hay un salón vacío, allí adelante,” digo y llevo a Mario hasta allá. Entramos y él cierra la puerta, pero no se sienta. Se mantiene de pie.

“No voy a quitarle mucho tiempo. Discúlpeme por no presentarme.”

La voz de Mario me suena extraña, como si se tratara de dos personas diferentes. Extiende la mano. Lo saludo. No me enseña ningún tipo de identificación, no necesita hacerlo, lo haría si se lo pidiera pero no hay necesidad. No habla como policía, pero es. “Usted trabaja para Eddie Naglioni. Ha estado siendo investigado por fraude de seguros.

¿Le suena familiar?”

No digo nada.

“Bueno, debería, pues fue usted quien hizo esos incendios para Eddie, mientras él cobraba. Hicieron su negocio. Usted compró un apartamento en un edificio en la 103 con Lexington. Le pagó a cierto Félix Camilo, dueño de una tienda religiosa, para que firmara con su nombre en las escrituras, pero es su hipoteca bajo el nombre de otra persona y le pagó a algún notario para que atrasara las fechas. Todo para poder eludir al IRS, que le preguntaría cómo había podido comprar un apartamento con un salario tan bajo.” Mario no necesita notas, me tiene completamente agarrado, y recapitula mi vida como si estuviera interpretando poesía.

“Mario,” digo, “si es que ese es su nombre. Tengo clase. Sólo dígame qué quiere.”

“Siento tener que molestarlo.” Sospecho que también lo dice en serio. “Voy directo al grano.”

Afuera, oigo algunos estudiantes que aguardan para entrar a este mismo salón y así poder dormir hasta su siguiente clase.

“Escuche, en realidad no es usted quien me importa. No voy detrás de usted. Voy por su amigo.”

Los estudiantes golpean en la puerta. Mario no les presta atención.

“¿Eddie?” digo inocentemente. “No he visto a ese tipo en mucho tiempo. ¿Dice que trabajo para él? Mucha gente trabaja para él, es dueño de una cafetería.”

Los estudiantes siguen golpeando.

“No sé nada sobre Eddie,” digo.

Me mira a los ojos de nuevo, no dice nada. Sabe que estoy mintiendo.

“Sr. Santana, usted no le haría ningún bien a nadie desde la cárcel.” No me quita los ojos de encima. “Estaría dispuesto,” hace una pausa y se aclara la garganta, “a no tener en cuenta sus errores.”

Escucho a una estudiante afuera declamando sus palabras de graduación.

Hemos puesto en sus manos nuestros sueños y esperanzas porque hemos confiado en su generosidad.

Sabemos que aún tenemos mucho trabajo por hacer para definirnos a nosotros mismos y definir nuestra misión en la vida.

“Estará en libertad condicional durante algunos años, pero no cumplirá ninguna condena si entra a ser una fuente de información,” dice Mario con amabilidad. Como si me estuviera pidiendo una moneda.

“Mire, no sé nada sobre Eddie,” repito.

“¿Eddie? A la que quiero es a su amiga,” aclara Mario, “usted se encontró con ella hace poco, quiero a su amiga. Maritza Lisa Sanabria.”

“Espere, espere, espere ¿usted quiere a Maritza?” Mario no quiere a Eddie. ¿Quiere a Maritza?

“¿Está involucrado con esta mujer?”

“¿Involucrado? ¿Se refiere sentimentalmente?”

“Sí, correcto.”

“Ah, ah, no,” digo.

“Si es así, dígamelo ahora. Tal vez así pueda usted persuadirla, a que colabore. No sé, dígamelo usted.”

“Bueno, ¿qué quiere de ella? ¿Qué hizo?”

Mario permanece en silencio y no habla durante un par de segundos.

“Hace más o menos un año, el INS estuvo en proceso de limpiar sus oficinas para trasladarse. Alguien cometió el error de botar un archivo lleno de certificados N-50 en blanco. ¿Conoce algo sobre estos certificados?”

“Usted los mencionó una vez, en la obra. Son certificados para naturalizarse americano,” digo y no puedo aún creer el cambio en Mario. Si no estuviera metido en tantos problemas le diría que cambiara de carrera, pues iba a desperdiciar su talento.

“Correcto,” dice y extrae un documento de su chaqueta. Mario me pasa el papel. Tiene un aspecto majestuoso, grueso como un diploma, los bordes verdes como un billete, sólo que lleva un recuadro para una fotografía y una línea para la firma justo a un lado del águila de los Estados Unidos de América. Se trata de un documento que muchos americanos no han visto nunca, porque no lo necesitan. Por lo tanto, estos documentos pueden estar en cualquier parte. Incluso hasta un indocumentado podría tenerlo, y como están escritos en inglés probablemente ni siquiera sabría de qué se trata. Yo de verdad no sabía cómo eran. Sabía que existían, pero no sabía cuál era su aspecto.

“Le he seguido la pista,” Mario me quita el documento de las manos. “Supuestamente el archivo lleno de estos N-50 fue visto por última vez por los lados del FDR Drive. Lo habían dejado por ahí para que se pudriera, en algún rincón de la fábrica Washburn en Spanish Harlem. Tengo razones para creer que su amiga sabe dónde se encuentran estos certificados.”

Quisiera echarme a reír de verdad, pero conozco muy bien a Maritza. Mario podía tener razón. Es probable que Maritza tenga esos certificados. Que los haya repartido. Podía muy bien estar naturalizando nuevos americanos. Así de sencillo. Sin dirección fija. Ningún test. Ni aprendizaje de inglés. Ningún juramento de lealtad a la “Old Glory.” Nada. Su iglesia siempre estaba llena de gente indocumentada. Tal vez Maritza sepa las verdaderas razones de su asistencia a la iglesia pero es demasiado orgullosa para admitirlo. Es posible que a sus seguidores les importe poco sus motivos, y sólo vayan por los certificados. Quieren ser americanos.

“Los inmigrantes ilegales no son de mi incumbencia. Son otros los que pueden echarle mano a esos certificados y obtener pasaportes americanos,” Mario gira su dedo en el aire como un propulsor, “y secuestrar un avión y hacer trucos de vuelo. ¿Entiende adónde quiero llegar?”

“Mire, hermano,” digo, dejando a un lado toda mi educación y maneras sociales, y pasando a hablar como en la calle. “Mario, yo sé que me tiene agarrado ahora de las pelotas. Pero me está pidiendo que le dé información contra mi propia gente. Está bien, dejemos eso a un lado,” digo cuando entrecierra un poco los ojos, “pero usted me está mencionando sólo conjeturas. Ya sabe, en la calle hay muchos rumores. Pero eso no quiere decir que sean ciertos.”

Mario me muestra una mueca y una sonrisa a medias, como si ahora tuviera la certeza de quién soy yo. Como si se sintiera orgulloso de que finalmente ha sacado a la luz mi verdadero yo.

“Sólo quiero que sepa que mi trabajo es conseguir esos certificados como sea. No voy a hacer el trabajo de nadie más. A mí no me gusta la obra esa,” explica Mario, sin contestar realmente a mis palabras. No tiene por qué darme una respuesta. “No me gusta lo que pasa allá pero ése no es mi trabajo. Así que no voy a compartir ninguna información sobre ninguna cosa, ¿para qué? ¿Para que otro agente reciba el crédito? Ni hablar.” Suena ahora como el Mario que yo conozco. “Yo sólo hago mi trabajo. Fui asignado para encontrar esos certificados y eso es lo que voy a hacer. Sólo me interesan esos documentos. Y ahí es donde viene usted.” Levanta entonces la voz. “Cuando nos veamos en la obra, usted no me habla a mí. Yo le hablo a usted.”

“Okay.” Bajo la cabeza, avergonzado. No pienso desafiarlo en ninguna otra cosa. Ya me ha explicado cuáles son mis opciones. No las va a explicar una vez más.

“Bien,” me pasa su tarjeta. Sin levantar los ojos del piso, la recibo. Mario se prepara para abrir la puerta y salir. “Tiene mi número. Si descubre algo, me llama. No se dirija a mí en la obra en tanto yo no le hable a usted,” repite.

Leo la tarjeta. Mario es su verdadero nombre. Es más que un policía. Por eso es que no necesita hablar sucio ni usar ningún artilugio, como hacen los policías. Mario es el gobierno y por eso lleva el gran garrote y habla poco.

“Podría arrestar a su amiga. Podría asaltar esa iglesia y ponerla patas arriba. Pero eso no quiere decir que vaya a encontrar esos certificados.”

¿Quiere que le dé las gracias? No sé.

“Le voy a revelar un pequeño secreto. Yo robé esos tubos, fui yo.”

“¿Fue usted el que robó esos tubos?” levanto bruscamente la cabeza, sorprendido. “¿Por qué?”

“Porque,” dice, “tan pronto como el jefe lo descubra, hará que me arresten en la obra. Cuando suceda, significará que este montaje se habrá terminado. Con algo de suerte,” dice abriendo la puerta, “para ese momento usted o yo tendremos algo ya.”

Me siento furioso. Me siento culpable. Me siento solo. Y lo peor de todo, es que no puedo hacer nada al respecto. Ya no se trata sólo del edificio o de Helen, sino de mi libertad. Necesito toda la ayuda que pueda encontrar.

He escuchado que las ideas más absurdas le llegan a uno cuando se encuentra completamente contra la pared, tan acorralado que empieza uno a rezar Ave Marías. Tan acorralado que la pared empieza a tomar la forma de la espalda de uno. Estas ideas son lo que la gente religiosa llama apariciones, ángeles o visiones. Como ponerle una armadura a una niña y lanzarla a liderar las tropas, podría ser. Estos actos de desesperación nos atacan a todos. Les llegan a los beisbolistas de los barrios bajos que valen un millón de dólares, a los generales perdiendo la guerra, y a la gente común y corriente que vive para llegar a la casa y ver televisión. Son en momentos así cuando la gente vuelve a la fe.

 

 

Después de la escuela, visito a Papelito en la botánica. Acaba de cerrar pero le golpeo en el vidrio y me deja entrar.

“Necesito ayuda, Papelito,” le digo, con ganas de ponerme a llorar en su hombro.

Él comprende.

Papelito ve y escucha la urgencia en mi voz. No me presiona ni nada. Me toma de la mano y me guía por entre la botánica. Me ordena cariñosamente a que compre una figura de un jefe indio americano. Es una figura alta de un hombre con los brazos abiertos como si llamara al viento para que formara un tornado. Papelito me dice que encienda siete velas de lavanda y las ponga a los pies de la imagen.

“Él comparte la dualidad con Ochosi, el cazador,” dice Papelito.

Entonces señala una imagen de San Pedro. Me ordena que la compre y que le encienda siete velas negras y verdes.

“Éste es Ogún,” dice Papelito. “Y ya tienes un altar para Eleguá. Estos tres juntos comen cualquier cosa. Aliméntalos con cualquier cosa.”

“¿Por qué?” pregunto.

“Porque mi amor, estos tres son guerreros. Comen cualquier cosa,” responde Papelito con esa delicada voz suya mientras acomoda los libros con las oraciones específicas para cada Orisha. “Y por la mirada en tus ojos, vas a necesitar la ayuda de los guerreros.”