Entro a la Primera Iglesia del Pueblo de Dios en Spanish Harlem, la más grande colección de inadaptados, pecadores y anormales. Cristo mismo no hubiera sido capaz de congregar este revoltijo de gente como lo hizo Maritza.
Trompo Loco está alistando el sistema de sonido para el servicio. Me ve y me saluda con la mano. Se toma el trabajo con seriedad. Tiene el casco bajo el brazo, pues estoy seguro de que Maritza le ha dicho que no lo puede llevar puesto adentro. Trabajando con Trompo Loco está Sweet Suits Pacheco, un ex drogadicto que hace de todo. Pacheco está por los cincuenta y puede arreglar, armar y construir cualquier cosa. Sweets Suits Pacheco solía vivir de los demás, y por eso podía conseguirle a uno lo que pidiera. Por un precio. Y ahora vive de porteros perezosos que lo contratan para hacer trabajos ocasionales en sus edificios. Se enamoró tarde en su vida, y se desganchó: “Sí, le pegué un tiro al caballo, Pa’. Justo en la cabeza. El caballo es la muerte, Pa’.” Se sentía orgulloso de haber dejado la adicción, entonces a su esposa le dio cáncer de seno y murió, dejándolo con tres hijos, así que volvió a chutarse. Fue Maritza quien lo ayudó a salir de nuevo. Incluso le ayudó a recuperar a sus hijos del gobierno.
La que distribuye los folletos y los libros para el servicio es Minerva “Three-Dollar Mindy” Vega. Una prostituta que estuvo en crack y que había recibido el apodo cuando otras prostitutas se enteraron de que estaba jodiendo las tarifas al cobrar tres dólares por una mamada en lugar de los cinco convenidos. Todos los tipos preferían esperarla a ella, así que las putas organizaron una cacería y la molieron a golpes. Fue Maritza quien la encontró en la calle, cubierta de sangre, y la salvó.
Sigo mirando alrededor de la iglesia y veo a alguien que nunca pensé encontrarme en la iglesia de Maritza. La hermana García se me acerca y extiende la mano. Nunca me gustó. Cuando era niño y ella era una mujer joven, aseguraba que ella nunca había conocido un hombre. De hecho, juraba que ningún hombre ni siquiera había visto cuál era el aspecto de su habitación. Cuando los hermanos y las hermanas iban de visita a su casa ella cerraba la puerta de su habitación y le echaba llave. “Nadie me puede acusar nunca de mala conducta,” decía, “mi cuerpo es p’al Señor.” Y entonces, para enfatizar, guardaba la llave del cuarto en un juguete, a salvo de la vista de los hermanos visitantes. No sé por qué ella se creía tan sensacional. ¿Quién se la podía aguantar? ¿Quién desearía su cuerpo gordo? Tenía más anillos alrededor del estómago que Saturno. Incluso cuando la Hermana García era joven no era nada como para mirar. Tal vez era por la manera de mostrarse atractiva ante los ministros jóvenes que siempre estaban a la búsqueda de hermanas virgenes. Ahora, bien entrada en los cuarenta, se había transformado en una solterona amargada.
La hermana García no vive sola en todo caso. Su hermana y el esposo de su hermana murieron los dos de infarto, y ahora ella cuida de sus dos jóvenes sobrinos a quienes mantiene bajo un riguroso camino devoto. Tienen entre diez y nueve años, y estoy seguro de que no tendrán novias. Nunca sabrán lo que significa robarle un beso a una chica, ni la seguridad ni la sensación de pertenencia que da andar con otros muchachos. Siento verdadero pesar por los dos. Cuando ella me extiende la mano, se la estrecho nerviosamente, sólo que ella me arrastra contra su inmenso cuerpo y me da un beso en la mejilla.
Entonces veo por ahí a Big Black, la persona más gorda y encantadora de todo el vecindario. Cuando Big Black sonríe, todo su rostro se ilumina, como el de un niño. Su inmensa sonrisa es radiante, y atrapado en esa hermosa luz uno le sonríe de vuelta. Es un afroamericano cuya madre era puertorriqueña, el propio Arthur Schomburg.
Chuito, que es mudo, Pabellón, que es ciego, y Sandra, que es sorda, se sientan juntos, ayudándose el uno al otro. Cada uno llenando los vacíos de los otros.
La mayoría de la congregación de Maritza la conforma gente indocumentada. Nuevos inmigrantes de México y América Central que necesitan de una comunidad amable que los reciba. No tienen nada que ofrecerle a las calles, por lo tanto las calles de Spanish Harlem les ofrecen poco, y entonces hacen contactos en la iglesia. Igual que los políticos que necesitan votantes, cualquier votante, Maritza recibe a los que otras iglesias del barrio han rechazado o ignorado. Hay montones de madres solteras. Llevan vestidos cortos y apretados, tan ajustados que la única palabra para designarlos es “escandaloso.” Descubro a la “nueva virgen.” La muchacha a quien protegían el otro día las mujeres cuando humillaron a su padre por lo que le había hecho. Conversa con su madre. Me ven y se dan la vuelta como si fuera a hacerles daño. Dejo que hagan lo que quieran.
El espacio mismo de la iglesia no es nada especial, lleno de sillas plegables y un sistema de sonido que suena peor que los vagones de metro de la MTA. Excepto por algunas imágenes de paisajes y textos de la Biblia, las paredes están casi desnudas. En el sitio hay dos banderas, la Old Glory y la bandera de Puerto Rico. Están una al lado de la otra, con algunas flores de plástico como decoración en el centro de la plataforma.
Ver a Maritza hablando con Papelito momentos antes de que se inicie el servicio sólo me hace sentir avergonzado. Por más que Maritza me haya puesto apodos y se haya metido conmigo, la verdad es que nunca hizo nada para herirme a mí o a mi familia.
“Mi amor, que agradable sorpresa, qué estás haciendo por aquí.” Papelito me abraza sin fuerza.
“Que pasa Papelito,” y entonces señalo a Maritza, “me debes plata. No le estás pagando a Trompo.”
Maritza no lo puede creer. Me mira como si acabara de decirle que se muriera.
“Estamos en la iglesia, Julio,” dice, llevándose las manos a los labios, con su bata de ministro, lista y preparándose para subir al púlpito. “Hablamos de eso más tarde.”
“No me salgas con eso. Por favor, yo sé lo que es una iglesia. Esto no es una iglesia.”
Maritza tuerce los ojos. Le echo una rápida mirada a sus pechos, que, a pesar de la holgada bata, llaman la atención.
“Julio,” Papelito me golpea la mano suavemente, “eso no es amable, cara de chulo.”
“Lo siento Papelito, pero sabes, estoy en la ruina,” digo.
“Un hijo de Changó arruinado, ¿qué más hay de nuevo?” dice, arreglándome el cuello de la camisa.
“Déjame,” le digo cuando Papelito empieza a ajustarme mejor la camisa.
“Mira papi, es por tu propio bien. Hay muchas hermanas solteras aquí, hay que verse bien, papi, verse bien.”
Antonio entra. Lo veo mirar alrededor y muchos de los que están en la iglesia lo saludan. Debe venir regularmente. Sé que Maritza y él tienen algo, pero nunca hubiera creído que una iglesia como ésta lo pudiera atraer. A pesar de su infidelidad, Antonio parece un tipo chapado a la antigua. Del tipo que uno ve en esas viejas películas hispanas en blanco y negro, donde los campesinos son tan tontos que le dan todos los pesos que se han ganado con esfuerzo a la iglesia, mientras se mueren de hambre.
Trompo y Pacheco encienden la música. Todo el mundo busca asiento.
“¿Te quedas feo?” me susurra Papelito.
“Tal vez me quede un rato,” le contesto también en voz baja, pues la gente se prepara para empezar a cantar. Maritza se dirige al púlpito. “Novecientos dólares es mucha plata, Papelito. Y ella no le ha pagado a Trompo Loco, como dijo que lo haría.” No tengo otra excusa legítima para quedarme ahí. La verdad, me siento avergonzado.
Papelito me deja para ir a saludar a tres mujeres gordas.
“Nenas, se ven muy bien. ¿Qué ha estado haciendo?” escucho que les dice.
Entonces comienza la música y la gente empieza a cantar y me encanta. A pesar de que no me encuentro ahí para rezar, nunca voy a rezar de nuevo, escuchar y encontrarme entre estas familias me transmiten una sensación buena y cálida. Pues cuando uno ha sido criado en la creencia de Dios, alguien que lo ama y lo cuida a uno, el sueño que en realidad Él existe permanece con uno. Y cuando uno escucha los cantos evangélicos, o cualquier otra cosa que despierta esos recuerdos juveniles de cuando Él era real tanto para uno como para los papás, se llena uno de felicidad. Estoy feliz de encontrarme aquí, de escuchar a toda esta gente cantar y alabar al Señor. Por poco me suben lágrimas a los ojos cuando me dejo llevar a esos años de infancia cuando me decían que la tierra sería un paraíso y yo podía jugar con animalitos. Aquellos años devotos cuando mis padres eran jóvenes, en su máximo esplendor, y cantaban a Dios y a los ángeles por la luzy el fuego. Cuando terminan los cantos, escucho algunas toses y recuerdo de pronto las verdaderas razones por las que me encuentro aquí. Dios no tiene nada que ver con esto.
Un hermano abre el servicio con una oración en español. La pastora Maritza Sanabria sube a la plataforma.
“Si hablo en las lenguas de los hombres y de los ángeles pero no tengo amor,” dice Maritza en español, todo el servicio es español, “me he convertido en una pieza sonora de metal o en un ruidoso platillo, ahá, así.” Estoy impresionado, fijo en la silla. Ella se conoce bien la Biblia. “Y si doy todas mis pertenencias para alimentar a otros y si entrego mi cuerpo, con el que puedo presumir pero no tengo amor, no tendré beneficios, no así ahá.” Maritza está citando Corintios, y ahora, como todo buen pastor, acelera el ritmo. “El amor no es celoso, ¿verdad?” Aprendió muy bien de todos esos años asistiendo a nuestras ventas pentecostales de tortas. La congregación asiente cada vez que hace una pausa.
“El amor aguanta todas las cosas, ¿verdad?”
Todos asienten.
“Cree en todas las cosas, ¿verdad?”
Todos asienten.
“Tiene esperanza en todas las cosas, aguanta todas las cosas, ah así, mismo.”
Todos asienten.
“Y acepta todas las cosas, todas la cosas, a todo el mundo, sano o enfermo ¿no es verdad?”
Maritza es toda una pieza. Entonces ahora se aleja de los Corintios y lleva su sermón hacia otro lugar. Hacia algún tema social, estoy seguro.
“¿Entonces deberíamos rechazar, deberíamos ignorar, deberíamos expulsar a la gente de nuestra iglesia cuando todo lo que hace es seguir lo que dice la Biblia? Sí mis hermanos, hay gente que ha hecho el bien, que ha seguido la palabra de Dios, y aún así ha sido castigada.”
La congregación está desconcertada, nadie asiente. Y a pesar de lo confundidos que se ven, siento que saben que su pastor los pone así cada semana. Siento que saben que Maritza tiene una revelación para manifestarles.
“Quiero llamar a la hermana García para que nos dé un testimonio, aleluya. Todos ustedes la conocen, todos ustedes la quieren, ahora todos la van a escuchar. Con el fuego de Dios ella va a hablar.”
Maritza se hace a un lado y la hermana García se levanta nerviosamente de la silla. Cuando llega al púlpito, no puede hablar. Sus labios se mueven pero no sale ningún sonido. La congregación empieza a darle ánimos, murmurando, “Habla, habla, testifica, testifica.” Intenta de nuevo. Es humillante para ella, sus días de estrella santa se han terminado. Le ha acontecido alguna tragedia que la hace ver ahora como cualquier ser humano y no como una criatura perfecta.
“Antes de convertirme en miembro de esta iglesia, yo era una persona arrogante,” la hermana García solloza ligeramente. “Creía que el Señor podía impedir que nos sucediera algo malo a mí o a mi familia.”
Atiendo al recuento que hace la hermana García de su experiencia.
“El esposo de mi hermana es positivo. No le contó a nadie.” Nadie murmura, nadie grita al Señor, nadie hace nada que hasta donde recuerdo esté asociado a lo que se supone debe ser una iglesia. Simplemente escuchan. “En el hospital, la primera vez que le dijeron a mi hermana que él estaba enfermo, mi hermana dijo, ‘Pero mi esposo nunca mira a las mujeres. Él siempre viene a la casa conmigo y sólo sale con su amigo Raymundo’.” La congregación entera gime al unísono. La hermana mira hacia el techo como si estuviera buscando la misericordia de Dios, “Ay Señor Santo.” No llora ni está nerviosa, sólo habla desde su corazón y siente que se deben decir estas cosas. “Mi hermana murió el año pasado. Tuve que decirle a los hermanos que había sido la leucemia.” Traga saliva pero no está sollozando. “Necesito . . . decir la verdad . . .” Es muy valiente de su parte estar allá arriba, sola. Dirigiéndose a unos extraños, pues aunque sean hermanos y hermanas en Cristo, no son sin embargo parte de la familia inmediata.
Maritza se acerca a la Hermana García acompañada de otro hermano, y la llevan de regreso a su silla. Maritza retoma el sermón, habla sobre la enseñanza a las mujeres de que el matrimonio es la cura. Abstinencia y matrimonio. Y sí, la Biblia dice que Dios ama un buen matrimonio y que no debemos fornicar. Cita algunos textos para reforzar su afirmación y entonces lanza ese sablazo, esa curva por la que su congregación es famosa. “La hermana de la hermana García hizo todas estas cosas buenas, sólo tuvo un hombre en su vida y ese fue su esposo, y aún así el monstruo la atrapó.”
La congregación se mantiene en silencio y Maritza no profiere ninguna profecía. No hay gritos ni lamentos ni vociferaciones a Dios. Agradece de vez en cuando al Señor, pero su sermón es sutil y amable. “La iglesia es un lugar al que muchos de nosotros llega en momentos de enfermedad o muerte. Pero cuando tenemos que mentir o mantenernos en silencio, entonces no hay consuelo,” dice.
Entonces la ministra Maritza Sanabria invita a un ex pastor de una iglesia rival a subir al púlpito. Este pastor cuenta cómo perdió a su único hijo por causa del monstruo y cómo él, también, tuvo que mentir para mantener en buena reputación su posición de pastor, hasta que su conciencia le impidió volver a conciliar el sueño y tuvo que decir la verdad. Entonces fue expulsado de su parroquia, “pues un hombre que no puede atender las necesidades de su familia no puede atender las necesidades de su congregación,” dice. Después de que el ex pastor da su testimonio, Maritza llama al púlpito a dos conferencistas invitados de algún organismo de salud pública para que hablen a la congregación sobre asuntos concernientes al VIH. Traen con ellos gráficos, folletos, condones y jeringas gratuitos para que los hermanos y las hermanas los recojan después del servicio. Hablan en español pero dicen venir de una iglesia bautista afroamericana en Harlem. Explican cómo en su congregación también se enfrenta a altos indices de contagio. Varios ministros, dicen, solían creer que el monstruo era un castigo de Dios, y que muchos de sus hermanos estaban muriendo y nadie hacía nada porque todo era parte de Su plan divino. Hasta cuando murió alguien importante de la congregación. Uno de los miembros principales murió, y entonces ahora ellos combaten la epidemia con la palabra de Dios y con los folletos educativos que tienen para repartir. Pero lo más importante, ahora ellos hablan del tema, han decidido arremeter contra el monstruo desde la iglesia.
Después del sombrío servicio, varios se van a la casa furiosos y escandalizados, pero la mayoría se queda para socializar y chismosear. Trompo Loco empieza a guardar el equipo de sonido y reacomoda los cancioneros. Nadie se acerca a la mesa donde los hermanos de la iglesia afroamericana han puesto sus folletos. Los que se han quedado se muestran indecisos, y nadie parece querer tomar nada del material.
Entonces un indeciso y tímido Pacheco conducido por Maritza se dirige hacia la mesa. “No pa’,” dice Pacheco, “ya no hago eso.”
“No estoy diciendo nada, Pacheco,” dice Maritza, “sólo quiero que mi hermano se mantenga con vida eso es todo.” Agarra las cosas que le producen timidez a Pacheco y se las echa en el bolsillo. Pacheco no las vuelve a sacar, se limpia la nariz y les agradece a los hermanos afroamericanos de la mesa y se va. Entonces Maritza agarra una manotada de condones y los guarda en su bolso. Abro los ojos, como si efectivamente fuera a tener tanto sexo. Puro show. Entonces me doy cuenta de que todos se miran unos a otros sin saber exactamente qué hacer. Papelito sostiene la mano de Minerva Vega, la ex prostituta, y los dos toman algo de información y algunos condones y hasta firman alguna petición o algo por el estilo.
Big Black se acerca y sin tomar nada estrecha las manos de los hermanos afroamericanos. Pabellón, que es ciego, Sandra, que es sorda, y Chito, que es mudo, también se acercan, y aunque no se llevan nada, miran alrededor y, en grupo, manipulan los artículos. Hacen lo mejor posible para describirse entre todos lo que el otro no puede ver, ni oír ni hablar de qué se trata.
La muchacha revirginizada y su madre no se acercan a la mesa. Algunos otros se acercan pero lentamente, como si la mesa mordiera, y empiezan a aproximarse con cautela y haciendo preguntas. La hermana García y el ex pastor, que ofrecieron hace un rato el relato de sus experiencias con el monstruo, caminan hasta la mesa. “Por primera vez,” dice la hermana, mirando parte de la información que está expuesta sobre la mesa, “fui capaz de llorar en mi propia iglesia por la muerte de mi hermana.” Y el ex pastor dice, “Amén, hermana.”
Justo en ese instante Helen entra a la iglesia con Greg. No todos los días entra gente blanca a la iglesia de Maritza. De inmediato los miran de arriba abajo, con la sospecha que Helen y Greg tal vez sean del INS. Para bajar la tensión, Papelito se acerca donde Helen y Greg.
“¿Sí?” Papelito se presenta, aunque estoy casi seguro de que se han visto antes.
“Espero no interrumpir,” dice Helen, “vivo en el piso de arriba y siempre he querido ver este sitio por dentro. Lo digo porque puedo oírlos desde mi apartamento arriba.”
“Sólo es una iglesia. Pero el servicio ya se terminó,” contesta Papelito.
Helen mira alrededor, me ve.
Con un rostro feliz y tímido me dice, “Tenemos que hablar ¿okay?”
“Sí, en un rato,” le digo, ella se sonroja.
Helen se acerca a la mesa donde todos los folletos están ordenadamente expuestos. Quiere saber de qué se trata.
“¿Me puedes decir dónde está la caja para las contribuciones, Julio?” me pregunta Greg como si no la pudiera ver por él mismo. Se la señalo, pero quiere que lo acompañe. La caja está sólo a unos metros, pero quiere que yo le indique dónde se encuentra exactamente. Entonces Greg echa un billete de cien dólares dentro. Sus ojos me miran por un segundo. Quiere que yo me percate de su generoso acto.
Descubro que Helen mira hacia donde está Maritza. Parece idolatrarla. Maritza, en cambio, la despacha con un amable apretón de manos y sigue donde se encuentra Antonio y le toma la mano. No es nada sorprendente. Es Maritza en el peor de los casos. Tiene uno aquí a la más feminista de todas las feministas saliendo con un tipo que se queja de que este es el único país donde uno va a la cárcel por pegarle a la esposa. No sólo eso, además está casado. Maritza, sin siquiera saberlo, o tal vez sí lo sabe, se ha vuelto como todos los pastores. No puede poner en práctica lo que predica. No la culpo. En todo caso, quién puede cumplir con todas esas malditas reglas. Es imposible ser tan santo, antes que uno se dé cuenta algo tendrá una mancha. Alguien encontrará todas esas porristas en el armario. No me importa de quién se trate, lo piadoso que sea, ellos lo descubrirán.
“Julio, ¿qué has estado haciendo, mi buen amigo?” comenta Greg. “¿Has pensado en trabajar para el partido? Hombre, cuatro años con ese imbécil de Texas es más que suficiente.”
Yo sólo me limito a sonreír y ladear un poco la cabeza. Lo dejo hablar, pues pienso que disfruta haciéndolo.
“Piénsalo. ¿No sería maravilloso que empezaras a organizar campañas para que esta gente consiga sus papeles y de ahí directo a los puestos de votación?”
“¿Por qué? Si ellos aman a México.”
“¿Por qué? ¿Por qué? Porque ahora están en América, deberían convertirse en ciudadanos y votar. Por los demócratas.”
“Tal vez nunca vinieron aquí para convertirse en americanos,” digo, y Greg sacude la cabeza como sisupiera que estoy equivocado aún antes de que termine de hablar. “Tal vez vinieron aquí sólo para trabajar.”
“No, no, no. Esta gente se está enterrando el cuchillo. El partido siempre ha apoyado a los pobres.”
“¿Sí?”
“Claro que sí.”
“¿En serio?” Decido entonces lanzarle algo. “Escucha Greg. Yo pensaba que Carter era el más dulce de los tipos, pero mi vecindario estaba en llamas mientras él estaba en el poder.”
“¿Carter?” grita y enseguida se chupa los dientes. “¿Carter? Eso es historia antigua, Julio, ahora este es el Nuevo Partido Demócrata.”
“Greg, yo no soy muy bueno en estas cosas, tal vez quisieras hablar mejor con Maritza.”
“Está bien, Julio,” pronuncia mi nombre como si me conociera, como si fuéramos amigos. Como si me conociera desde hace mucho tiempo. “Es una lástima. Hubieras podido ser un enlace importante para el Partido Demócrata,” dice, como si yo acabara de renunciar al trabajo de mi vida. Como Special Liaison Stoned Joan.
Salgo para despejar la cabeza.
Una de las madres al otro lado de la calle había estudiado conmigo en junior high school. Su hija está saltando lazo, tendrá unos seis o siete años y es tan linda como había sido su mamá.
Greg y Helen salen detrás de mí. Helen sacude la cabeza, bastante encantada.
“Qué iglesia. Maritza es increíble. Esa mujer es increíble. ¿Dónde estaba este sitio cuando yo era niña? ¿Sabían que había un transexual entre los que asistieron?”
“Ah, ese es Popcorn,” digo, sin dejar de mirar a la muchacha que conocí alguna vez, la misma que es ahora madre. Recuerdo que solía llamarme Eskimo. Y su familia fue la primera en la manzana en conseguir televisión por cable.
“Popcorn es un viejo amigo de Papelito,” le digo a Helen.
“Necesito un trago. ¿Alguien más necesita un trago?” dice Helen.
Entonces la muchacha que conocí alguna vez, la que ahora es madre, levanta a su hija y la lleva dentro de los projects, y siento verdaderos celos. Quiero tener su vida, su alegría, madre soltera o no. Quisiera ser como ella. Quisiera señalar a la mujer y decirle a Helen, eso es lo que quiero que seamos. Así. Llevar a cabo eso.
“Mira, piénsalo,” me dice Greg. “Toma, mi tarjeta.”
Una tarjeta más. Se la recibo.
“¿Cuánto pagan por el trabajo?” le pregunto.
“¿Pagar?” Greg me mira incrédulo, “se trata de un trabajo voluntario. Pero es un trabajo gratificante. Piensa en la cantidad de vidas que salvarías. Convirtiéndolos en americanos para que así puedan votar. Por los demócratas, por supuesto.” Greg le da un abrazo de despedida a Helen y llama un taxi sin ningún problema.
Cuando quedamos solos, Helen me besa en la mejilla.
“Helen,” le digo, retirándola suavemente.
“Tomémonos algo, vamos.”
“Helen,” digo, retirándola de nuevo. “¿Qué hace Greg en Harlem?”
“¿Y a ti qué te interesa?” dice, decepcionada porque no le esté prestando atención. “No sé, siguiendo a Clinton. A él le encanta ese partido.”
“Y tú, Helen,” le pregunto, “¿qué estás haciendo aquí?” como si no quisiera que estuviera por estos lados. Lo que es cierto.
“¿Yo? ¿Qué estoy haciendo aquí? No me preguntaste eso la otra noche,” dice. “Sólo estoy intentando comprender lo que sucede aquí. Conocerte.” Se acerca una vez más.
“Helen,” digo, echando a un lado ese maravilloso aroma de almendras. Sus manos están frías y suaves. El pelo lo tiene más liso que siempre, y la luz artificial que cae del poste de la luz le da un brillo dorado.
“Entonces, no es como si fuéramos íntimos,” dice. “Fue sólo sexo.”
“No lo dirás en serio,” digo.
“Claro que no,” estalla. “Qué les pasa a ustedes los hombres. Oye, tú me gustas, yo no me acuesto simplemente con cualquiera, ¿okay?”
“Bueno fue un error,” respondo, y desearía decirle algo más.
“No pensaste eso la otra noche,” repite.
“No quiero hablar de eso,” digo y entro de nuevo en el edificio.
Helen me sigue.
“No, va sa hablar conmigo,” dice, me sigue por las escaleras. Me agarra de la camisa y me hala. Dejo de subir las escaleras. “Oye, ¿te da vergüenza que te vean conmigo?” pregunta, entrecerrando los ojos, formando arrugas diminutas. “Porque esta es la ciudad de Nueva York, y que estemos juntos no es gran cosa.” Helen estudia mi rostro de nuevo, sólo que esta vez lo hace como un joyero estudiando un diamante recién comprado, buscando imperfecciones. “¿Crees que eres el primer latino o que yo sólo voy con hombres latinos? ¿Eso es lo que piensas?”
Sigue un silencio. Helen permanece inmóvil, esperando a ver si mi cara le dice algo. Es una buena actriz, el rostro impenetrable y sabe cómo controlar el momento.
“El problema es . . .” suelto un suspiro.
“Sí, ¿qué es?”
“El problema es,” hago una pausa y observo fijamente sus arrugas de bebé, “es que la pobreza lo deshonra a uno y lo obliga hacer cosas.” Me controlo, aunque quisiera decirle que he hecho ciertas cosas y que ahora estoy pagando el precio. Cuando la conocí, pensaba en Helen como una intrusa en mi barrio. Y justo cuando iba a dejar ese sentimiento a un lado, cuando estaba a punto de echar para atrás y reflexionar en lo que alguna vez había pensado sobre la gente como ella mudándose a El Barrio, Eleguá tuvo que complicar aún más mi situación.
Estoy totalmente seguro de que Mario tenía razón. El servicio se llevó a cabo de buena fe, pero fue la expresión en la cara de todos esos indocumentados lo que me convenció de que Maritza tenía los formularios. Estaban completamente horrorizados con su sermón sobre el SIDA, y en la iglesia, nada menos. Los ojos llenos de desprecio y disgusto, pero lo soportaban, pues querían algo de ella.
Helen no tiene la menor idea de lo que sucede. ¿Cómo le puedo decir que voy a prenderle fuego a su casa, que estoy en líos con la ley y que su ídolo es un fraude? Son muchas cosas sucediendo a un mismo tiempo, como escuchar muchas emisoras en el dial. Lo único que puedo hacer es quedarme estático. No consigo escucharme a mí mismo pensar. “¿Cómo qué? ¿Qué es lo que te obliga hacer?”
Entonces decido volver a lo que ya habíamos estado discutiendo.
“Como un hombre que conocí que escribía poemas y enloqueció.”
“¿Cuál?” cruza los brazos con impaciencia, pues presiente que me estoy alejando de lo que sucedió entre los dos la otra noche y me estoy yendo a otro lado. Pero la verdad, se trata de nosotros.
“El tipo leía sus poemas en voz alta. En la calle, para que los escuchara cualquiera, y cuando no había nadie cerca se los recitaba a sí mismo. Caminaba alrededor del barrio cargado con montones, con resmas de sus cosas. Vivía en la ruina, siempre sin un centavo. Cuando lo echaron del apartamento, vivía en la calle y aún así seguía escribiendo. Un día me lo encontré tumbado en la calle, al lado de una alcantarilla, escribiendo. ¿Sabes qué me dijo?”
“No, qué.” Helen descruza los brazos, los deja colgar sueltos. No le interesa la historia.
“Me dijo que estaba escribiendo poemas del caño. Poemas verdaderos de la calle . . .”
“¿Quieres algo de tomar?” pregunta Helen, más perdida que Colón. Es mi culpa, en todo caso, debí simplemente haber salido y decirlo de una.
“Vivía donde vives tú. Aquí mismo. Justo aquí, años antes de que este edificio de mierda se volviera de propietarios. El tipo sobrevivió a los incendios, a la negligencia, a la inflación, al crimen, a todas esas cosas que tú no has enfrentado y nunca enfrentarás.”
“Eso no es justo,” dice casi en un débil susurro.
“Pues, toda esa historia, Helen,” agrego, “es extraña para ti y para los que son como tú.”
“La gente que estaba en la iglesia esta noche,” dice, los ojos dos diagonales de furia, “los nuevos inmigrantes, tampoco tienen una historia aquí, Julio. Tú simplemente tienes miedo.”
“¿De qué?”
Helen contesta de inmediato, “Miedo de cambiar.”
“Por favor.”
“Ésta es la ciudad de Nueva York, Julio. La ciudad cambia por naturaleza. El mundo cambia.”
“Bueno, la Quinta avenida no cambia nunca, Helen. Siempre permanece rica y blanca. No ha cambiado nada. La Quinta avenida sólo cambia cuando ellos quieren que cambie. Pero los barrios como el mío, sin embargo,” hago una pausa y busco en el bolsillo la tarjeta de Greg, “cambian todo el puto tiempo.” Hago pedazos la tarjeta de Greg y subo las escaleras. Dejo a Helen observando atónita mi agresividad.