Querido Julio,
Eres tan injusto. A pesar de lo que te escribí sobre mi pueblo, no tienes idea de que ese pueblo, como muchos otros por toda América, comparte ciertas universalidades con Spanish Harlem. Existe un poderoso sentimiento de fraternidad entre todos nosotros, y tal vez esto sea difícil de creer para ti, pero en mi pueblo también hay tolerancia para las excentricidades humanas. Así como el poeta de la alcantarilla de ustedes en Spanish Harlem, en mi pueblo hay gente igual de loca. Como la Señora Rana, por ejemplo, que todos los domingos durante los meses del verano prepara galletas y las deja al borde del estanque para que así las ranas puedan comer algo de azúcar. Sí, es en serio. Es tan religiosa que hace ir al juez de paz hasta su casa para que así pueda oficiar el matrimonio entre los animales de su granja. De tal forma que ni siquiera sus animales tengan que fornicar sin la aprobación del Altísimo. Mi pueblo es un lugar donde aún votamos con lápiz en balotas de papel, donde los de preescolar cantan “Horse With No Name” en sus clases de ecología. Donde, cuando era niña, yo podía ir hasta la casa del alcalde y pedirle las llaves de la biblioteca para abrirla y así poder leer en solitario.
Julio, comprendo tu rabia (y miedo tal vez) hacia los cambios en tu barrio. Si me dejas escribir otras líneas, me gustaría contarte sobre el día que las vacas abandonaron el pueblo. Cómo se me partió el corazón. El sol no volvió a salir para mí hasta que no fui mayor. El recuerdo de las vacas de Gregory Fall marchando sobre la rampa de metal para subir al camión resultó pavoroso. Tomó cuatro horas para acomodar todo el rebaño, y entonces el camión empezaría su lento descenso por la colina hacia el centro de subasta en dirección a Concourse. Setenta vacas en ese camión, una manada pequeña para los estándares de Wisconsin, pero representaba el último hato en Howard City. Al día siguiente, cuando mi madre me llevaba al colegio, pasamos frente a las tierras de Gregory y lo alcancé a ver desarmando los comederos, sabía que después vendrían las máquinas de ordeño. Sentada en el asiento de atrás lloraba sin que me pudieran consolar. Su granero era un cementerio de autos en un lote vacío, como en los que tú jugabas cuando niño en Spanish Harlem; su granero era algo así para mí. Julio, debiste haber escuchado a Gregory hablar de sus vacas. De su pueblo, colmado y exuberante y cubierto de granjas. “Antes,” decía, “todo el mundo tenía una que otra vaca,” y entonces podías ver sus ojos húmedos, la aspereza en la voz. “No señor, antes, nadie tenía que ir a la tienda por leche.” Ahora que lo pienso, suena como tú.
Supongo que para este momento, Julio, ya sabes que ésta no es una carta de amor. Odio pelear. Es un desperdicio. Julio, el planeta entero está cambiando. ¿Para bien o para mal? No sé. Sólo tengo certeza de dos cosas. Me gustas, mucho. Y que los cuadros en el museo Metropolitan sueñan en color cuando el museo está cerrado los lunes.
Helen
P.S. Por favor ven a la inauguración, por lo menos para recoger tu reloj. Lo dejaste el otro día. Lo hubiera echado debajo de la puerta con la carta, pero . . .
Papá me ve al lado de la estantería de los libros. Por la expresión en su cara sé que la vio antes que yo. Es la misma sonrisa que me mostró cuando recibí la primera carta. No me molesto con él, en todo caso. Debería, pero no lo hago. Me muestra su sonrisita y aguarda a que yo le hable al respecto.
“Oye,” dice Pa, con una trompeta y un trapo en la mano, “perdona que haya leído tu carta, pero mejor que haya sido yo y no tu mamá.”
“No hay problema, Pa.”
“Lo que pasa es que estaba ahí debajo de la puerta.” Pa le da brillo al instrumento como si fuera a brotar un genio. “Pensé que se trataba de una cuenta, ya sabes.”
“No te preocupes, Pa.”
“Leí ‘Querido Julio,’ y ya sabes como yo también me llamo Julio . . .”
“Está bien, Pa,” le digo.
“No la leí toda; espero que sepas que . . .”
“Ya te dije que no importa.”
“¿Qué vas a hacer ahora?”
“No sé.”
“Hiciste ese altar pa Ochún. Y mira lo que pasa.” Me señala con el dedo, “Yo no soy como tu mamá, yo respeto esa religión y sé, por Héctor Lavoe, ¿que esa mierda funciona!”
Pa me hace sentir contento cuando habla, a veces. Puede ponerle la mejor salsa a cualquier conversación.
“Tu cuarto parece ahora una botánica, Julio. Incienso y todos esos altares. Pero ese cuento es real, Héctor lo sabía muy bien. Mira, como dice la canción,” entonces canta, “tú me hiciste brujería, bruja, brujo.”
“Okay, papa,” digo, “¿qué hubiera hecho Héctor Lavoe?”
“A Héctor no le hubiera importado. Era un genio pero no era de las mejores personas . . .”
“Wow, estás calumniando a Lavoe.” Éste es un honor.
“No la verdad es la verdad, ese hombre no respetaba a nadie.”
“Okay ¿entonces tú qué harías?”
“Lo primero que haría sería sacar esa carta de ese libro, porque si tu mamá la encuentra, olvídate. Te tendrá casado y con hijos . . .”
“¿Y qué hay de malo en eso?”
“Nada, mijo. Sólo quiero que tu mamá no se haga muchas esperanzas. La mataría si resulta que no es nada. ¿No es nada, Julio?”
“No sé, Pa.”
“Bueno, dejaste el reloj en su casa, así que ya es algo. Mira que tu Ma es de una época cuando las muchachas no daban nada a menos que les hicieran una promesa. Así que asegúrate que tú y esa muchacha no la pongan a hacer planes y después la hagan sentir como una tonta.” Me da un par de golpecitos en el hombro, para asegurarse de que he comprendido. “Tu mamá es la única persona que hay que tener en cuenta. El resto no cuenta. Yo sólo quiero que tu mamá no salga herida.”
“¿De verdad? El hecho que sea una blanquita no es un factor . . .”
“¿De qué estás hablando, Julio? Mira, ustedes los chicos hoy son más blancos que algunos de los chicos blancos. Para nosotros, era un problema grave. En mi época, yo nunca podía estar con una muchacha blanca, una locura. Para ustedes, no es tan terrible. ¿Me entiendes?
“Pa,” le digo, “no ha sido sólo la blanquita en lo que he estado pensando. Creo que vamos a tener que irnos de este sitio.”
“¿Qué quieres decir?” Entrecierra los ojos.
“No creo que podamos seguir a flote, eso es todo.”
“Pero las cosas nos están saliendo bien. Hasta pudiste renunciar a ese otro trabajo tuyo. ¿Es eso? ¿Es que ese otro trabajo ha vuelto a venir por ti?” Pa sabe cómo es la cosa, no como mamá que estaría lanzándole las preguntas a Dios. Él, por el contrario, me hace las preguntas a mí.
Aún así no puedo verme contándole a alguien lo que de verdad está sucediendo.
“No, lo que pasa es que tal vez vamos a necesitar otro préstamo, y no creo que lo consigamos. Tal vez deberíamos ir a Puerto Rico . . .”
“Yo no quiero volver a Puerto Rico,” dice, haciendo un gesto en la cara como si acabara de tragarse un limón.
“¿Por qué? Creía que toda la gente de tu edad quería regresar,” digo, no que yo quiera regresar pero es mejor que la otra alternativa. Porque para mí la isla es un mito. Era simplemente algo de lo que, cuando niño, oía hablar día y noche. Lo lindas que eran las cosas allá, lo maravillosa que era la isla. De cómo era un paraíso, y yo, que era un niño asmático, no podía enfermarme allá porque podía correr por las lomas y el aire era completamente limpio. Colinas verdes y libertad. Me lo decían no sólo mis padres sino todo el mundo alrededor. Cuando finalmente mi madre me llevó allá cuando tenía nueve años, aterrizamos en San Juan y me puse enfermo, verdaderamente enfermo.
“Yo no, Julio. Tu madre ¿tal vez? Pero dejé de hablar así desde hace años. Cuando llegué aquí por primera vez, odiaba el frío. Un frío peluo. Pero ahora, El Barrio es mihogar.” El mío también. Cuando regresé la última vez a Puerto Rico fue cuando tenía dieciocho años, y para esa época Spanish Harlem era lo único real para mí. Había crecido entre gente que ondeaba la bandera de arriba abajo, de derecha a izquierda, desfilando cada año por una avenida que ni siquiera era nuestra. Por una avenida donde ninguno de nosotros vivía o nos podían permitir como gente. La Quinta avenida era el rostro opulento de New York City, aunque durante esa tarde era de nuestra propiedad. Pero al siguiente día, volvía a la realidad, y ahí era cuando me daba un golpe. Ser puertorriqueño era algo más que ondear una bandera la segunda semana de junio.
“Sabes, Julio, regresar a Puerto Rico sería perder todas estas cosas que hemos recreado aquí en El Barrio. Los sonidos, los olores, los sabores de la isla. Aquí mismo.”
“Pero Pa,” digo, “ese barrio ya no existe. Desde hace años se acabó. Sólo quedan por ahí algunos rincones y esos, también, están desapareciendo.”
“Oye, todo tiene su final; nada dura para siempre,” papá cita una canción de Héctor Lavoe, “tenemos que recordar que no existe eternidad. Yo sé que todas las cosas se tienen que detener, Héctor Lavoe también lo sabía. Doy alguna vuelta por aquí ahora y me encuentro con calles totalmente seguras y blancas y entonces volteo la esquina y estoy de regreso a los setenta. Ya sé eso. Pero a pesar de que este barrio ya no es lo que era antes, aún sigo vivo, y, para mí, ésta es mi casa.” Se dirige al armario donde guarda sus otros instrumentos musicales. Guarda la trompeta recién brillada en un estuche.
“Pero siempre habías dicho que querías ser enterrado en Puerto Rico . . .”
“Sí. Pero no quiero vivir allá. ¿Ves la diferencia, Julio?”
“Lo que sea, Pa. Yo tampoco quiero regresar. Pero tenemos familia allá y tal vez podamos conseguir otra casa,” digo y Kaiser sale debajo del sofá. “O nos podemos quedar en Nueva York y mudarnos al Bronx o algo. Sólo pienso que no nos podemos quedar aquí.”
“Pero con mis cheques por incapacidad, con tu empleo y con tu madre en el hospital podemos mantener este sitio. Lo que tenemos que hacer es arreglar esos cuartos y arrendarlos.”
“Sí, Pa,” suspiro y levanto el gato. “Sí eso es lo que tenemos que hacer.” Dejo la cosa así. A Kaiser le encanta que lo consientan. Es un gato maravilloso, sé además que mamá lo adora. Tenerlo cerca me hace sentir feliz, porque pienso en mi madre. Sostengo algo que ella ama. Es un poco tonto, la verdad, ¿tal vez sólo sea que me gustan los gatos?
“Seguro, eso es lo que tenemos que hacer. Te lo digo, a mí y a tu madre nos gusta aquí. No vamos a ir a ninguna otra parte.”
“Okay, Pa,” digo, mirando al gato a los ojos. No me había dado cuenta antes que un ojo era verde y el otro amarillo.
“Muy bien. Ahora con respecto a la blanquita, si no hay de verdad nada. Entonces no hay nada. Pero si hay algo, mejor le cuentas todo. Y quiero decir todo, pues ella se enterará tarde o temprano. Mira, tú nunca nos dijiste a mí o tu mamá cómo conseguiste este sitio, pero confío en que cuando estés listo lo harás. Pero con una novia es diferente, una novia quiere saberlo todo.”
Suelto al gato.
Cae en las patas.
“Ya sé,” digo, al tiempo que el gato se acerca donde Pa para que le dé cariño.
“Yo sé que lo sabes, Julio. Ya sabes a qué me refiero . . . vete.” El gato no recibe ninguna caricia suya. “Sólo déjame decirte algo, Julio,” Pa se acerca un poco a mi oído, “no leí toda la carta . . .”
“Claro que sí la leíste, sabías que había dejado el reloj allá.”
“Salté hasta esa parte.”
“Bien,” suelto un suspiro.
“Déjame decirte sólo esto, Julio, por lo que leí, la estás culpando de algo . . .”
“Si sólo fuera ella . . .”
“No pero, déjame terminar. Veo a todos estos blanquitos llegando y sabes qué Julio, ellos sólo pueden experimentar El Barrio como El Barrio se les muestra a ellos, ¿me entiende? Creer que ellos van a ver El Barrio por primera vez de la misma manera como nosotros lo vimos por primera vez, es una tontería nuestra, ¿me entiende? Julio, a menos que pongas a tu blanquita en un avión y la lleves de regreso a El Barrio de los sesenta, de los setenta o los ochenta, y la hagas vivir eso, no puedes molestarte con ella porque no lo entienda, ¿me entiende?”
Lo entiendo. No significa que todo esté bien. Que no haya habido daño.
Pa se dirige a su sillón preferido donde siempre se acomoda para repasar las viejas carátulas de sus álbumes de salsa. A veces los escucha a bajo volumen. Deslizándose hacia el pasado, ese pasado cuando vio por primera vez un copo de nieve o escuchó la palabra “spic.” Fue una de las muchas víctimas puertorriqueñas de la Operation Bootstrap. Traído a los Estados Unidos como obra de mano barata. Hasta que el trabajo se acabó. Ahora sueña con la época cuando se curó la espalda rota por empujar carros con ropa del distrito durante todo el día y por tocar en las orquestas de salsa durante toda la noche. Eran tiempo duros, y aunque cayó presa de la adicción, fue Ma y esa música las que lo salvaron.
Era muy dulce de Pa pensar en mamá. Hago lo que me dijo y saco la carta del libro. No sé donde esconderla, pues mamá revisa en mis cosas. Papá lo sabe y yo también. Pero no quiero romperla ni nada por el estilo. Veo mis altares y pienso que puede ser buen sitio para esconderla. Mamá nunca los tocaría.
Bajo la escaleras y paso a la puerta de al lado, para buscar a Papelito. Siempre he sentido que es el hombre más sabio de todos, y me voy a sincerar con él. Contarle el lío en el que estoy metido. Con suerte me dará un buen consejo y tal vez hasta pida una consulta, viendo ahora que la anterior dio justo en el blanco. ¿Será que los Orishas están cantando para mí? Tal vez Helen sea el medio para decirme que me tomara mi tiempo, que ellos esperarán por mi dedicación completa. Papelito dice que las historias están ahí para guiarnos. Tal vez él tenga también una historía para mí. Una historia donde pueda perderme en los infortunios de alguien más o tal vez sea una historia divertida.
Tan pronto como entro en la botánica, me siento contento. Toda esa oscuridad que siento cuando me encuentro con Eddie o Mario, es el opuesto exacto de la sensación que siento cuando entro a la botánica de Papelito. Como si me encontrara en la mitad de un día de primavera en el zoológico del Central Park. Me encanta la botánica de Papelito. Siempre huele a jazmín, hierbabuena o a algún aroma de incienso. Miro detrás del mostrador, donde están apilados los artículos de valor o peligrosos y que se usan para el lado más oscuro de la santería, cosas como, entre otras, azufre, ojos de rana, pezuñas de vaca. Y ahí, al lado de todos estos artículos, lotes de San Lázaro. Las imágenes son pequeñas, sólo unos centímetros más altas que muñecas para niñas.
Papelito está discutiendo con un hombre oscuro, tan oscuro como Papelito. Los dos son tan oscuros de piel que parecen casi azules. Se miran fijamente con intensidad. El hombre lleva puesto una especie de vestido azul y naranja. Habla en una lengua africana que no comprendo. Pienso en la carta de Helen y me pregunto si sigo escuchando sentiré ese ruido avasallador. Helen ha escrito cómo le gusta sentirse rodeada por la comprensión. Ésa es una de las cosas que le encantan de aquí. Pero para mí, testigo de esta conversación, una conversación que no puedo comprender, no es para nada divertido.
En cualquier idioma, puedo adivinar que se trata de una pelea. Me alisto para salir cuando, de repente, Papelito y el hombre empiezan a hablar en inglés.
“Sí, sí, Akinkuato,” Papelito interrumpe al otro babalawo. “Alguna vez protegió a los esclavos de ser castigados, pero ése ya no es el caso. Vivimos en un país donde tenemos apoyo y libertad religiosa, Akinkuato.” Los delicados gestos de Papelito son evidentes, pero en su conversación están ausentes sus habituales matices de coquetería. Se trata de una disputa seria entre los dos. “Lo voy a hacer,” dice Papelito, “la voy a filmar.”
Al otro alto sacerdote no le gusta lo que acaba de escuchar. Le gruñe a Papelito.
“En Brasil,” le dice a Papelito en voz alta, agresiva, “en Cuba, tú no puedes simplemente entrar a un salón Ochá y observar los rituales . . .”
“Sí, sí, Akinkuato,” Papelito parece respetuoso pero no da su brazo a torcer, “pero ver algo no es lo mismo que experimentarlo. Cualquiera puede ver nuestros rituales pero ¿los comprende? ¿Sabrían cómo funcionan?”
El otro babalawo dice algo en africano, y sus ojos se le salen de las órbitas. Mueve la cabeza con vehemencia como si tratara de hacerle entender a Papelito que se trata de un asunto de vida o muerte. Dos mujeres entran a la botánica pero de inmediato dan la vuelta y vuelven a salir.
“No, no, Akinkuato,” dice Papelito señalando hacia la calle, “en Nigeria lo que llamamos los secretos Lokumí son del conocimiento de cualquier muchacho que camina por la calle. Es un asunto de poder, Akinkuato. No quiero nada de eso. No quiero temor ni secretos pues eso alimenta el poder y sacerdotes mal preparados.”
El otro babalawo está ofuscado. El rostro se le pone de un tono aún más oscuro. Habrán estado en esta intensa discusión durante tanto rato que ya no les importa quién los esté escuchando. Se trata de un debate tan candente que deben sentirse como si fueran los dos únicos seres vivientes.
“Lo que pasa es que todo este secreto,” Papelito pone amablemente la mano en el hombro del otro, como señal de amistad, “corrompe y sacerdotes incompetentes han sacado mucha plata de aquéllos que sinceramente quieren aprender Lukumí. Si la gente supiera de qué se trata, entonces no la podrían engañar.”
El hombre toma la mano de Papelito y la lanza con fuerza a un lado. Si la mano no estuviera unida al cuerpo de Papelito, se hubiera estrellado contra la pared.
“Tú no sabes lo que estás haciendo,” el hombre puede hablar perfecto inglés cuando quiere. “Si los secretos llegan a las manos equivocadas, piensa en las cosas terribles que pueden suceder. Soy tu oluwa debes escuchar lo que te digo. ¡Así es como se hace en Cuba!”
“Por favor entiende, mi oluwo, que esto no es Cuba,” dice Papelito. “Puedes hacerme a un lado,” los ojos de Papelito se humedecen, “expulsarme, retirarme tu patrocinio. Pero la voy a filmar. Voy a filmar la ceremonia del Asiento.”
El hombre está a punto de decir algo, algo tajante. Levanta los brazos en el aire y está en puntas de pie, como a punto de agarrar un rayo y lanzárselo a Papelito. Pero el hombre declina y en su lugar sale exhortando a San Lázaro y las Siete Vueltas, la furia de su energía aún latente en su ausencia.
Veo a Papelito con la cabeza baja, los ojos mirando con intensidad al piso, como si pudiera contar cada molécula.
“Julio,” Papelito no levanta los ojos del piso, “me llamaron del banco.”
No digo nada.
“Tu mamá no sabe,” dice y me mira. “Tu mamá no sabe.”
“Ella no tiene por qué saberlo.”
“Mira, papi,” suena ligeramente intranquilo. “Tengo suficientes problemas, ¿okay?
Necesito buen ashé. Por favor dile a tu mamá lo que estás haciendo.”
“No tengo nueve años,” le digo, pero la verdad es que sé que mi madre nunca hubiera aceptado que un santero le hiciera un favor a la familia. Es como si un musulmán le permitiera a un cabalista prepararle la comida. “No tengo por qué decirle nada.”
“Pues deberías, papi.” Papelito entonces me observa y saca una carta del bolsillo. Me la entrega y descubro que no se trata del aviso habitual de la hipoteca del banco que me pasa todos los meses, sino una carta real del banco. La abro. Dice que una mujer fue al banco a pedir un préstamo afirmando que su hijo era el dueño de la propiedad. El banco le estaba recordando a Papelito sobre el robo de identidad. Algo por el estilo. La carta dice al final, siempre estamos atentos para beneficio de nuestros clientes, gracias por hacer negocios con nosotros, bla, bla, bla.
Papelito está molesto y no desea entrar en otra discusión. Había venido para pedirle consejo pero no siento que sea el mejor momento.
“Papelito ¿quién era ese hombre? Ya sabes, si estás en problemas tal vez yo pueda ayudarte,” digo.
Papelito no es el mismo. Nunca lo había visto tan contrariado.
“Él es mi babalawo mayor,” empieza a alistar el estante para los tiquets de la lotería raspa y gana, “él es ‘lider,’ él es mi oluwo.”
“¿Qué significa?”
“Significa,” y entonces Papelito va detrás del mostrador y trae un ejemplar de El Diario La Prensa, lo abre y lo pone sobre el mostrador para que yo vea, “que tiene el poder de ver.”
Empiezo a leer. La foto del hombre y sus declaraciones aparecen resaltadas. El texto dice que los Orishas más poderosos este año son Babaluayé y Ochosí. Enfermedad y guerra. Un mal año para el país, dice. Incremento en los casos de VIH y es inminente una guerra horrible y prolongada. El hombre que estaba aquí sólo hace un segundo, este “líder,” predijo todas estas cosas en enero pasado.
“Cada año todos los babalawos se reúnen para descifrar el odi,” dice Papelito, “el futuro y hacia dónde nos dirigimos. Él es quien habla por todos nosotros.”
“Entonces ¿por qué estaba molesto contigo?”
“No me gusta toda esta conmoción, todo este secreto, causa problemas. Fue necesario alguna vez, pero ya no. Así que mira, le informé a mi olowu que voy a filmar un Asiento.”
“¿Un Asiento?”
“La ceremonia cuando a alguien se le pone su Orisha en la cabeza. Cuando los dos se vuelven uno para toda la vida. La posesión y el sacrificio serán parte de la ceremonia, y también invité a los noticieros locales. Él está en contra, por supuesto. Pero pa ‘mí, creo que voy a tumbar las paredes que han hecho que la gente sienta miedo de Lokumí. Los secretos causan problemas, Julio. Por eso es que, papi,” agrega, “tienes que decirle a tu mamá que ése es tu apartamento y que es tu plata, pero que todo está bajo mi nombre.” “No quiero, Papelito. Mi mamá, ya sabes cómo es contigo, y sabes, no creo que vaya a cambiar nunca.”
Papelito me toma de la mano.
Me lleva frente a Santa Bárbara, la santa que comparte la dualidad con Changó.
“Déjame decirte un pataki.” Miro a Papelito, pero me voltea la cara hacia la santa.
“Hubo un tiempo cuando la Nación Yoruba vivía bajo la plaga de la guerra y los conflictos internos. Changó trajo la estabilidad y unió al país. Pero con toda esta paz se aburrió y engañó a sus dos hermanos para que lucharan contra la muerte. Qué zángano. En todo caso, la gente se encontraba muy triste por todo esto y entonces Changó, por causa de su error y sufrimiento, se ahorcó colgado de un árbol.”
Miro de nuevo a Papelito.
“¿Y entonces?”
“Entonces ¿qué te enseña esta historia?”
“Papelito, me tengo que ir . . .”
“No, mira, papi, si quieres andar por el camino de los santos tienes que interpretar las historias que encajan con tu vida.”
“Me enseña,” suspiro, “¿amar la paz?”
“Wow, yo no había visto esa posibilidad,” Papelito entrecierra los ojos, pone un dedo en la mejilla, “sí, supongo que enseña a amar la paz. Pero en tu vida, ¿qué te enseña la historia con respecto a tu vida, Julio?”
“No tengo hermano, Papelito,” digo, sin verdadero interés. Aunque me gustó la historia, no estoy de ánimo para interpretar nada.
“Mira, hijo de Changó, déjame decirte lo que yo veo. Lo que me enseña a mí esta historia.”
“Okay.”
“Que todos nosotros cometemos errores, Julio. Incluso el dios del fuego. Pero Changó confesó sus errores. No espero que seas tan drástico, mijo,” Papelito agarra un vaso con agua que estaba en un estante, “pero has cometido algunos errores, y entre más pronto los confieses mejor.” Papelito mete los dedos en el vaso y empieza a esparcir agua por toda la botánica. Cuando termina, me echa un poco a mí.
“Mira, mi amor, veo grandes cosas para ti. Pero ninguna de esas cosas sucederá si no vives en la verdad. Veo terribles consecuencias que nosotros, que todos nosotros tendremos que pagar por causa de tus errores.”
“Entonces ¿tengo que decirle a mi mamá de qué se trata todo esto?”
“Eso,” dice Papelito, poniendo con fuerza el vaso, las manos en las caderas, “es sólo el comienzo.”
Papelito se queda ahí en una de sus más graciosas poses, a la espera de que yo empiece a decirle cosas. A confesar mis errores. Errores que él no me va a sacar a la fuerza. Quiere que salgan de mí y por mí mismo únicamente. A liberarme contándole al mundo lo que he estado ocultando.
Doy la vuelta.
Lo dejo ahí inmóvil. Salgo con la esperanza de que cuando vuelva a ver a Papelito, no estará molesto conmigo. He oído lo que puede hacer cuando está furioso. Puede matar con sus rezos, pero eso no me asusta, pues sé que él nunca me haría daño de esa manera. Lo que me asusta es lo que ha dicho sobre la gente de mi vida pagando por mis errores.