20I

No espero nada en el trabajo. Llego desesperado, molesto. Si no tuviera que hacerlo no vendría aquí para nada. Ir a esa obra me hace recordar todo lo que está mal. Una pequeña América extranjera trabajando dentro de una botella, justo aquí en mi barrio. Con estos trabajadores indocumentados que suministran todo y no demandan nada. Simplemente trabajan y mantienen la boca cerrada. No cuentan con ningún derecho, no pueden hablar.

“Julio, ¿cómo es que lo hace? ¿Cómo es que se puede salir con la suya?” me pregunta Antonio en español. Observo a Mario, que trabaja más por impulso mecánico que por otra cosa. Está fumando y se prepara para tumbar una pared con un mazo.

“Este jefe no es nadie,” le digo a Antonio, seguro de que Mario se encuentra lo suficientemente lejos para que no pueda escucharme.

“Ya lo sabía,” dice Antonio y toma un sorbo de café, “lo sabía, pues la gente que está realmente a cargo no tiene que actuar de esa manera.”

“Mira,” digo y Antonio se burla de mi español, “tengo que hablarte de Maritza.”

“¿Mi mujer?” dice, y doy un salto al oírlo, pues si yo o cualquier otro dijera eso de ella, Maritza lo mataría.

Antes de que pueda, decir algo más, Mario se acerca. Fuma su cigarrillo y Antonio percibe mi actitud sumisa. Me observa como si yo fuera otra persona, como si fuera un niño que tuviera que callarse porque sus papás acaban de entrar al cuarto. Mario me pregunta si tengo cigarrillos para él. Entiendo a qué se refiere. Le respondo que no. Contesta que es una lástima. Mario mira a Antonio antes de retirarse. Le pregunto a Antonio si puedo pasar esta noche, es importante.

Mario me llama.

Obedezco.

“¿Qué le dijo?”

“Estaba intentando que me invitara a su casa.”

“¿Ha ido a esa iglesia?”

“Sí, el otro día. No vi nada.”

“Okay,” dice, después señala a Antonio. “Después de que lo vea, me llama,” agrega y me ofrece un cigarrillo. Lo acepto y, cuando se va, caigo en cuenta. A Mario no le preocupa que los indocumentados se enteren de quien se trata, le preocupa que el jefe y los dueños de los nombres descubran la cosa. ¿Qué sucedería si alguno de éstos, alguien como Eddie, se enterara sobre esos formularios en blanco? Entonces tendría un verdadero lío entre manos. Sería como una carrera sin duda, y yo, por una vez, pondría mi dinero en un tipo como Eddie.

 

 

Hay nueve tipos en el apartamento, contando a Antonio, dos me conocen de la obra. Hay un aviso en la puerta que dice en español que sólo se permiten tres minutos en el baño.

“Hola Antonio,” digo mientras veo que a un tipo se le cuelan, otro se le ha puesto enfrente como si estuviera en la fila de almuerzo de la escuela. “Vamos y nos tomamos una cerveza en otro lado.”

“Nah, nah, nah,” dice, como un bebé. “No quiero que un policía me pille borracho.

Demasiado peligroso.”

Hay un televisor encima de la nevera. Ollas y sartenes en el fregadero, platos sin lavar, y una caneca de plástico de basura que necesita ser desocupada.

“¿Dónde duermes?” pregunto.

“Allá,” señala Antonio, “cada uno simplemente escoge un rincón, echa el colchón y ese rincón es ya de uno. No me gusta vivir con ocho tipos. No es muy agradable y el olor a sudor te puede matar,” dice, riéndose.

Antonio vive en una comuna de hombres solitarios. Un vestuario de maridos sin esposas que trabajan durante toda la semana y llegan a la casa a comer, dormir y vuelven una vez más al trabajo el día siguiente. Excepto esta noche. Esta noche es viernes por la noche, y como tienen este empleo, donde no trabajamos los sábados, quieren emborracharse. Vine sin muchas ganas, pues le prometí a Helen que me encontraría con ella más tarde en la noche, pero tengo que preguntarle a Antonio sobre Maritza. Si ella tiene esos certificados ¿por qué sigue Antonio indocumentado? ¿Por qué él no les ha entregado los papeles a los otros obreros como les había prometido? Tal vez Maritza no tenga después de todo esos formularios. Tal vez Mario se equivoca. Por un breve segundo siento alivio, como si mis problemas se hubieran recortado a la mitad. Si ese es el caso, entonces el único que está en un lío sería yo, y no tendría que entregar a nadie. Pero el solo hecho de que prefiera enfrentarme a Antonio y no a Maritza confirma que sé que me estoy mintiendo. No me enfrento a Maritza porque temo que la verdad resulte real. Que después de pelear y discutir conmigo, ella me diga que sí y ¿cuál es el problema?

“Entonces ¿ese jefe no es nadie, Julio?” me pregunta Antonio, y pronto me acostumbro a los golpes de los otros en la puerta del baño porque alguien se toma demasiado tiempo adentro y con toda esta cerveza necesitan orinar.

“Todos esos tipos que aparecen para recoger los cheques por los que ustedes trabajan, tampoco son nadie. Son los pequeños favores que les da la gente más poderosa de la ciudad, los constructores. Los constructores levantan fondos inmensos para elegir un representante, cuando el representante sale elegido, pueden hacer lo que les plazca.”

Por la mirada que muestra Antonio, no le parece tan grave. En México la corrupción es por lo menos unas diez veces más. Pero nosotros somos la autoproclamada tierra de la libertad, el país escogido por Dios, la conciencia del mundo, ¿cuál es nuestra excusa? No trato de darle ninguna explicación. Él tiene un empleo y piensa que soy un mimado.

“Tengo que decirte algo, Julio.” Un hombre entra a la cocina. No han dejado de entrar y salir de la cocina, de abrir la nevera y sacar más cervezas, durante toda nuestra conversación. Este último no nos ignora sino que se pone el índice en los labios, para decirnos que hagamos silencio. Se dirige entonces a la caneca de la basura y saca una botella de tequila.

“Por mi esposa,” dice en español, tomando un trago, “a ella que es una delicada flor.”

Antonio recibe la botella, después yo.

“Soy poeta,” me dice el hombre.

“Me doy cuenta,” le digo al hombre que probablemente, calculo, tendrá unos veinticinco.

“Mi mujer era la mujer más hermosa en San Matías . . .”

“Eres de San Matías,” lo interrumpe Antonio, “entonces eres más pobre que yo.”

“Allá no hay más que campesinos,” el hombre adopta la pose de un intelectual, “y aunque yo no era ni el más buen mozo ni el más fuerte, ella me quería porque era poeta.”

Otro entra en la cocina y agarra una cerveza. Se ríe hacia nosotros, detrás del poeta mientras hace círculos con el dedo alrededor de la oreja, indicándonos que el poeta está loco.

“¿Y alimentabas a tu mujer con poemas?” pregunta en español el hombre que acaba de agarrar la cerveza.

“No, yo trabajaba en el campo, pero era un campesino que escribía poemas,” contesta, y entonces el hombre de la cerveza, Antonio, y yo nos reímos.

“¿Quieren que les recite un poema?”

“No,” grita Antonio. Pero a mí me gustría escucharlo.

El poeta toma su botella y nos deja solos en la cocina.

“Quiero decirte algo,” dice Antonio, “es sobre Maritza.”

“Bien,” le digo, “yo también quería hablarte de ella.”

“Ya sabes que estoy casado.”

“Sí, ya sé.”

Antonio hace una pausa y sopesa mentalmente lo que está a punto de decirme. Apenas puedo verlo en sus ojos. Se pregunta si puede confiar en mí.

“Maritza también sabe que estoy casado,” dice, “si eso es de lo que has venido a hablarme.”

“No, Antonio, vine para hablar contigo de otra cosa . . .”

“Bueno, ya no importa. Pues me voy. No aguanto más aquí. Me regreso.”

“¿Regresas a México?” Nada tiene sentido aquí.

“Algunas veces siento que ella me trata como si fuera un proyecto. . .”

Un golpe en la puerta nos interrumpe.

Escucho cómo el ruido cesa de inmediato como cuando se apaga la alarma de un auto. Todos los hombres que han estado regados por el apartamento se acercan a ver de quién se trata. Sus ojos se mueven de lado a lado, temiendo lo peor. Finalmente Antonio abandona la mesa de comedor donde hemos estado hablando, camina hasta la puerta y mira por la mirilla.

“¿Qué quiere?” pregunta en español.

“Tengo una mujer,” una voz masculina responde en español.

Los hombres se calman. Antonio voltea a mirarlos.

“¿Entonces?” les pregunta.

“Pregúntale cuánto,” dice uno de ellos.

Sin abrir la puerta, Antonio pregunta cuánto.

“Cincuenta dólares por cada uno,” contesta la voz en español y todos empiezan a protestar. Le preguntan a Antonio cómo se ve la mujer. Antonio les asegura que no se ve muy bien. Le dicen a Antonio que diga veinticinco. Lo dice.

“Cuarenta y cinco cada uno,” grita la voz.

Los hombres murmuran que no tienen esa plata. Le dicen a Antonio que treinta y cinco.

“¿Por cuántos hombres?” pregunta la voz el otro lado de la puerta.

“Ocho,” dice Antonio, sin incluirse.

Alcanzo escuchar a la mujer que protesta en inglés. No es suficiente para ella, no por ocho hombres. Quiere por lo menos cuarenta. Por todos éstos quiere mínimo cuarenta, dice.

Los hombres quieren a la mujer. Discuten y evalúan la situación. Le preguntan a Antonio si la mujer se ve muy desgastada. Antonio se harta. Se retira de la puerta y les dice que vean por ellos mismos. Uno por uno observan por la mirilla.

Sólo el poeta se entusiasma con la apariencia de la mujer.

“Un hombre necesita orificios,” dice el poeta a los demás en español, “y cualquier mujer los puede proporcionar.”

Las dos partes acuerdan entonces cuarenta y el poeta abre la puerta. Un hombre latino entra acompañado por una mujer blanca, vieja, ojerosa con el pelo teñido de rubio. El hombre es amable y saluda a los otros como si ya hubiera hecho negocios con ellos antes. La mujer sin embargo impone sus condiciones. Le dice a su acompañante que se asegure de traducirles a los hombres que ella no es su esposa. Hay cosas, dice, que ellos no le pueden hacer a ella, y que será mejor que todos tengan sus propios condones. Después pide un vaso de agua.

“Vamos Antonio,” le digo, “vamos a beber algo a la casa. Ningún policía te va a encontrar allá.”

Antonio reflexiona un momento.

“Es temprano,” digo.

“Sí, pero ya está oscuro. Me voy a ir a dormir.”

“¿Con toda esa bulla?” pregunto, “¿con todo lo que pasa a tu alrededor? ¿Cómo puedes dormir?”

“Uno se acostumbra, Julio,” se encoge de hombros, sacando su colchón.

Me estoy aburriendo de todo esto. Me acurruco al lado de Antonio que está a punto de echarse a dormir.

“¿Por qué Maritza,” le susurro en español, “aún no te ha dado uno de esos certificados de ciudadanía en blanco?” Espero a que dé un salto. A que niegue su existencia de punta a punta. A que me diga que él no sabe nada y que Maritza simplemente está loca. Pero en cambio bosteza como si estuviera agotado.

“No vine aquí para convertirme en americano. Vine a trabajar,” dice.

“Sí, pero con uno de ésos puedes viajar ida y vuelta a tu país sin ningún problema.”

Antonio aleja el cuerpo. Como si no le importara nada.

“Nunca le pedí uno,” dice. “No lo necesito. Yo soy mexicano.”

No puedo discutirle eso. Admiro su orgullo.

“¿Y qué pasa con los otros en la obra? Todos quieren ser americanos. ¿Por qué no han recibido un certificado?”

“Porque,” dice, retirándose aún más hacia el borde del colchón, “éstos no tienen SIDA. Maritza está loca. Sólo le da los documentos a los inmigrantes que están enfermos.” Antonio quiere dormir un rato.

Salgo y llamo a Mario. Le digo que Antonio sólo quería emborracharse. Que no ha pasado nada. ¿Nada? suena sorprendido. Respetuosamente le digo que él acaba de reclutarme sólo hace unos días. ¿Espera que yo simplemente agregue agua y que todo se mezcle perfectamente? Necesito tiempo. Me recuerda que si mi amiga sabe dónde se encuentran esos documentos y guarda silencio, incurre en un delito federal. Lo que significa una condena seria, y que yo también puedo ser considerado responsable si guardo algún tipo de información. Después cuelga.

Me encuentro con Helen. Es noche de viernes y el Met está abierto hasta tarde. En su última carta Helen dice que allí dentro las pinturas sueñan en color. Le pregunto a qué se refiere con eso, entonces me contesta que tiene que mostrarme. Tengo deseos de ver lo que sea de lo que está hablando. Especialmente ahora que mi vida como sé parece estar a punto de terminar. Estoy ansioso por ver esos cuadros. Tal vez, sólo tal vez, sí sueñen, y si es así, ¿serán sus sueños en color? No puedo recordar si los míos son en color o no.