Nunca he tenido dificultad para dormir. No importan los problemas que tenga. Por más terribles que estén las cosas, puedo dormir. Es como matarse a uno mismo y tomar la ruta de escape más fácil.
Lo que me horroriza es despertarme. Cada mañana, paso por las cinco etapas de la muerte. Me despierto rechazando que tengo que ir a trabajar. Enseguida me pongo furioso. Entonces trato de negociar con Dios, o conmigo, y se me ocurre llamar para decir que estoy enfermo. Entonces me siento culpable y me arrepiento, hasta que finalmente acepto que el día será una mierda y me levanto.
Desde la ventana del apartamento de Helen, miro hacia los projects y descubro que llueve con fuerza. Aunque los projects se ven aún más sombríos y acabados con la humedad, me siento contento. Puedo posponer un poco lo inevitable. Mario aún está ahí, merodeando a mi alrededor, pero en realidad ¿qué tiene contra mí? A menos que vaya detrás de Eddie, no puede probar que Papelito sea una fachada para mí. Todo lo que tendríamos que decir es que yo soy su inquilino y que Papelito es el dueño del apartamento. Que tenemos un acuerdo en que yo le pague en efectivo y así ningún rastro. Pero entonces un golpe de terror me golpea en el pecho. Pues entre más se me ocurren maneras de salirme de este lío, más mentiras tengo que inventar. La cosa no se detiene. Para que yo pueda escuchar la canción de los Orishas, tengo que vivir en la verdad. Y estoy tan alejado de esa verdad que siento estar dando pasos de bebé que no me llevarán a ninguna parte.
Sentí que Helen se levantaba antes que yo. Me quedé bajo las cobijas, revolcándome en mi miseria. Si hubiera visto por la ventana, hubiera sabido con anterioridad que por lo menos tenía un día más, una excusa más para la felicidad.
Me visto. Helen ha llevado de nuevo a la cocina su grabadora. Escucho la letra de una canción de Silvio Rodríguez, “Es una historia enterada, es sobre un ser de la nada,” entrando a su habitación.
Helen entra de afán.
“Lo siento,” saca algo de maquillaje de su tocador, “no preparé nada.”
“No importa.”
“¿No estás tarde?”
“Sí,” miento, “también se me hizo tarde.”
Se pone pintalabios y, ya casi a punto de salir, se detiene y me mira.
“Vendrás a la inauguración ¿Verdad?”
“Ya sabes dónde vivo. Si no llego escríbeme una carta.”
Me besa, arruinando el lápiz labial recién puesto, y descubro por primera vez que el labio superior de Helen es casi una línea. Apenas si existe, pero el de abajo es exuberante y salva al de arriba.
“La inauguración de la galería es esta noche, así que te veré allí esta noche, ¿verdad?”
“Allá estaré,” le digo, “no te preocupes.”
“Bien, te dejo con Silvio,” dice, cogiendo una sombrilla.
“No, salgo contigo,” digo y se encoge de hombros como diciendo que está bien.
Mi única preocupación es mi madre. Si me ve saliendo de aquí nunca llegaré a tiempo al trabajo. Querrá saber todo . . . fechas, tiempos, niños.
Le digo a Helen que tengo que ir al apartamento por algunas cosas, me besa de nuevo y sigue bajando las escaleras. La veo descender y cuando alcanza el último escalón, voltea a mirarme y me saluda con la mano.
“¿Vas a escribirme otra carta?” pregunto.
“Si me tejes un suéter,” dice, guiñándome el ojo. “No te vayas a mojar. Está horrible afuera. Nos vemos esta noche en la inauguración.” Abre la sombrilla y sale.
En mi casa el gato duerme sobre el sofá. La barriga le sube y le baja de manera graciosa, como si alguien inflara y desinflara una bolsa de papel. Lo acaricio, le susurro que me perdone por haberle gritado. Se despierta sobresaltado, pero cuando ve que soy yo, vuelve a descansar perezosamente la cabeza y continúa con su sueño.
“Ah, no, no señor,” le digo a Kaiser, “si yo tengo que trabajar tú no vas a dormir.” Entonces veo la Biblia en inglés abierta encima de la mesa de centro. Job, Capítulo 9, Versículo 9. Dice:
Stretching out the heavens by himself making the Ash constellation. The Kesil constellation . . .
Mamá tiene razón a medias, Kaiser aparecía en la Biblia, sólo que lo había pronunciado mal. Pues se escribe K-E-S-I-L.
“Después de todo apareces en la Biblia,” le digo al gato y descubro, a pesar de mis desdichas, que debo de estar feliz pues estoy hablando como un idiota con un gato que me lame la mano. Voy con el gato hasta mi cuarto. Trompo Loco se está vistiendo. La cama está perfectamente tendida y se ha asegurado de no tocar ninguna de mis cosas. “Tu mamá dice que me puedo quedar,” dice, encogiéndose como si me fuera a poner furioso y a echarlo del cuarto.
“Te pido disculpas por lo del otro día, Trompo. De verdad,” le digo. “¿Quieres ponerte mi impermeable? Está lloviendo a cántaros.”
“Uso bolsas de basura,” dice, poniéndose los zapatos, “les abro huecos y me quedan como vestido.”
“Mira, coge el impermeable,” digo, dejando al gato en el piso, dirigiéndome al clóset, “toma, esto te mantendrá seco.”
Trompo observa el impermeable.
“Pero es de plástico,” dice, “las bolsas de basura también son de plástico.”
“Sí, pero éste,” digo, sabiendo que así lo va a recibir, “tiene bolsillos, ¿ves?”
Sonríe como si acabara de darle chocolates.
Se lo pone y mete las manos en los bolsillos.
“Julio, vas a hablar con mi papá . . .”
“Trompo, ya hemos . . .” dejo de hablar cuando veo a Kaiser olfateando lo que queda de mi altar. “Trompo, ¿desbarataste mi altar?” La voz me sube un punto.
“Nah, nah,” dice, encogiéndose de nuevo, “fue tu mamá. Fue la señora Santana.”
“¿Ahora mismo?”
“Sí, se levantó de mal genio, diciendo cosas. ¿Vas a hablar con mi papá?”
Dejo a Trompo esperando y me dirijo hacia el cuarto de mis padres.
Estoy furioso y no golpeo. Papá duerme como una roca, y mamá no está por ninguna parte. Salgo del apartamento y encuentro a mamá afuera, sosteniendo una sombrilla tan grande que algunas veces lleva a la playa. Está lista para ir a trabajar pero está discutiendo con Papelito que también está debajo de la sombrilla.
“Pero señora,” dice Papelito con su voz delicada, “como puede decir usted eso.”
“Ma,” grito bajo la lluvia, “¡no tienes derecho de hacer eso!”
“Mira que demonio te han puesto,” me grita como respuesta. “Eso es lo que él te ha hecho.”
“Señora, por favor,” grita Papelito a su vez.
“Tú tienes un demonio, Julio,” grita mi madre, “él hizo eso para poder así quitarte la plata. Eso es lo que hacen los santeros, eso es lo que hacen, yo sé.”
Maritza llega para abrir la iglesia, que durante el día se transforma en una guardería a la que nadie le tiene confianza. Nadie. Pero ella la abre. Y todas las mujeres que trabajan allí de voluntarias son indocumentadas.
“¿Qué pasa aquí?” pregunta Maritza, preocupada.
“Fui al banco,” mamá me grita aún más fuerte, “me dijeron que tú no eres el dueño de este sitio. Que el dueño es él.”
“Vamos adentro,” dice Papelito, “podemos conversar adentro.”
“¡Yo no entro a ninguna botánica!” dice mi madre con desdén, “¡con esos demonios y usted!”
“ ’Tá bien,” dice Maritza, “entremos a la iglesia entonces. Hablamos ahí.”
“Yo no quiero hablar con ella,” le grito a mi madre. “Lo hiciste a mis espaldas, Ma . . .”
“Usted le robó la plata a mi hijo,” mamá acusa a Papelito, gritando tan alto que incluso con esta lluvia, incluso tan temprano, la gente empieza a asomarse a las ventanas para ver qué está sucediendo.
“No, señora,” se defiende Papelito, “nunca he cogido un centavo de nadie.”
“Un hechizo, y después cogió la plata de mi hijo,” dice mi madre.
“¡Piensas que soy tan tonto!” digo, “Ma dame algo más de mérito.”
“¡Sí!” me grita de nuevo. “Algunas veces puedes ser igual que tu papá.”
Trompo aparece por la puerta de salida. Percibe que hay una discusión y no le gusta. Se asusta.
“Dios,” le dice mi madre a Papelito, “Dios le va a castigar a usted. Por ser inmoral y por ser un ladrón.” Mamá empieza a llorar pero no siento lástima por ella. Se voltea para decirme algo pero yo volteo la cabeza. Dilata las fosas nasales; incluso bajo este aguacero puedo escuchar cómo aprieta las muelas, la mandíbula como una furiosa cerradura. Cuando volteo de nuevo la cabeza hacia ella, encuentro un espejo. Está tan furiosa como yo. Tan furiosa, que se va pisando todos los charcos como si pudiera caminar sobre el agua.
“¿Estás bien, Julio?” Maritza me cubre con su sombrilla.
“Sí, estoy bien,” digo, furioso aún con mi madre.
Miro a Papelito que no puede aguantar verme. Me lanza una de esas miradas de brujo suyas. Sé lo que está pensando y no puedo decir que no tiene razón. Papelito se da la vuelta y cierra la sombrilla ruidosamente, le sacude el agua como si se estuviera deshaciendo de malas influencias. Como si hubieran llovido malos espíritus y los estuviera espantando. Entonces entra a la botánica sin decirme una palabra.
“¿Quieres entrar?” me pregunta Maritza, pero no le contesto, pues, deshechos por la lluvia, a un lado del montón de la basura, veo los artículos que alguna vez formaron mi altar. Veo pedazos aplastados de fruta, nueces y conchas, todo esparcido. La imagen de Oshosí, el cazador, partida en dos. La imagen decapitada de La Caridad del Cobre hecha pedazos. La pañoleta de la diosa, sus velas oscuras y mojadas y sucias bajo la lluvia. Entonces descubro un pedazo de papel saliéndole por el cuello, como un coctel Molotov por dentro de su cuerpo hueco.
Es la carta de Helen. La había escondido dentro de la estatua. Pensando que mi madre nunca buscaría ahí.
“Toma mi sombrilla, deja de ser tan tonto,” dice Maritza, no la recibo.
Maritza me lanza una última mirada de aliento y me deja ahí.
“¿Vas a hablar con mi papá?” pregunta Trompo mientras Maritza lo toma del brazo y lo lleva adentro de la iglesia para empezar a alistar las cosas.
Me quedo ahí empapándome. Observo los trozos de algo que mi madre no tenía ningún derecho de tocar. Siento como si estos fragmentos, este ritual, hubieran sido los que me habían traído un poco de felicidad. Me había despertado con la sensación de que algo bueno iba a suceder. La lluvia me había hecho creer que quizás sería rescatado en el último instante, porque eso es lo que hace el amor. Anoche, había sido tocado por la gracia, y me había levantado listo a sonreírle a cualquier extraño en la calle, a cualquier animal, a cualquier alma. Mi vida no era tan superficial después de todo, mis bolsillos eran profundos y estaban llenos de esperanza. Pero cualquiera con el mapa de mi espantosa vida podía haberme puesto en la dirección correcta. El altar roto es un presagio. Siento que todo lo que perseguía ha quedado a mis espaldas, y que todo de lo que estoy escapando aún está aquí.
Pateo algunas de las cosas del altar. Ya no sirven para nada.
Saco la carta de Helen. El papel ya está blando, disolviéndose como una wafer. La tinta se descorrió. Las palabras de Helen se han perdido. Da lo mismo. Dejo caer la carta de mi mano. No flota como una pluma sino que se hunde como piedras lanzadas a un charco.
Entro a la iglesia para enfrentar a Maritza. Trompo Loco me pregunta si voy a ir a ver a su papá. Le digo que sí, sí lo voy a ver, Trompo. Entonces le digo que empiece a limpiar el piso para que yo pueda hablar con Maritza. Trompo Loco empieza a limpiar el piso. Su sonrisa es tan radiante que brilla. Le he dicho algo que quiere escuchar y por eso no quiere echar nada a perder.
Voy a hablar con Maritza, que está revisando el correo sin abrir de la iglesia. Está sentada en una silla plegable con los sobres esparcidos sobre el regazo.
“Están detrás de ti,” le digo sin levantar la voz, mientras miro alrededor de la iglesia vacía.
Maritza no me contesta, sigue leyendo una carta. Probablemente ya ha hablado con su novio y él le habrá dicho que yo pasaría.
“No te voy a delatar,” digo, casi susurrando. “No es que yo tenga algo. Quieren esos papeles. Y yo no te puedo ayudar. Tengo mis propios problemas.”
Maritza arruga parte del correo de propaganda. Lo vuelve todo una pelota y la tira al otro lado de la iglesia. Así es más ella, siempre furiosa contra algo.
“Sólo quería decirte eso.”
Maritza no abre más correo. Absorta en alguna furiosa reflexión, Maritza mira fijamente a las paredes.
Papelito entra a la iglesia. Todo mojado, el pelo le escurre agua por haber estado discutiendo con mi madre. Aún así balancea las caderas mientras pasa al lado de Trompo Loco que trapea el piso. Pide disculpas por mojar el piso recién brillado.
“Mari,” le dice a ella, ignorándome, “tienes que parar.”
“¡Por qué,” grita Maritza, “no me pueden dejar tranquila!” El eco hace que Trompo Loco deje de trapear. Le digo con un gesto que no hay problema.
“Ésa no es la manera, Mari,” le dice Papelito, y el silencio que mantuvo alguna vez esta iglesia se ha ido. “Ésa no es la manera. Ellos vienen por lo que tú les puedes dar. Escúchame, Mari.”
“Hago lo que es correcto,” finalmente nos mira a los dos. “Sé que está bien.”
“Mija, tú no puedes forzar a la gente,” Papelito sacude la cabeza, “no puedes forzar a la gente a que acepte algo que está bien. Los estás comprando y por eso ellos están de acuerdo contigo, Mari.”
“Y qué, los estoy ayudando . . .”
“Mari, ¿quién eres tú para escoger quién recibe la ayuda? Estás haciendo exactamente lo mismo que odias. Estás jugando a ser Dios, Mari. Tú decides quién.”
Me quedo a un lado y los dejo hablar. No voy a intervenir ni añadir nada.
“Papelito,” dice ella, “mira lo que hemos conseguido. Toda la gente a la que hemos ayudado.”
Quizás haya lágrimas en los ojos de Maritza. No sé.
“Bien, Maritza,” le responde Papelito, “muy bien, entonces considéralo como tu recompensa.”
Maritza baja la cabeza. Nunca la había visto así. Todo su cuerpo echado hacia abajo como si la gravedad la arrastrara hacia el piso.
“Y tú,” Papelito voltea a mirarme, “ese agente vino a hablar conmigo, mucho antes de hablar contigo, Julio.”
Por eso es que Mario sabía todo. Había ido a ver a Papelito.
“Yo no le dije nada, Papelito. Ni sobre ti ni sobre ella,” digo señalando a Maritza, “él sólo quiere esos documentos.”
“Ya sé,” Papelito pone la mano con suavidad en el pelo de Maritza. La acaricia delicadamente. Maritza se dejar hacer. “Ya han corrido demasiadas culpas por estos lados.”
Trompo Loco está listo para empezar a limpiar las flores de plástico que decoran la plataforma. Lleva una botella de Windex y empieza a rociarlas y limpiarlas con un trapo. Parece que le gusta usar el spray, pues echa demasiado.
“Voy a ir por esos formularios a la botánica,” Papelito retira delicadamente la mano del pelo de Maritza, “y los voy a entregar.”
Maritza da un brinco. Las cartas sobre su regazo caen al piso.
“¡No!” dice, desafiándolo.
“Ah, sí, lo voy a hacer,” dice Papelito, contrariado porque se haya atrevido a confrontarlo. Después de todo lo que ha hecho por ella. “Y entonces Julio,” me pongo derecho, asustado, “después de la ceremonia que tengo que dirigir esta noche, tú y yo vamos a ir al banco y vamos a arreglar todo esto.” Pone el pie sobre el piso como si se tratara de mi padre. “Quiero quitarme a tu mamá de la espalda, Julio. Esa mujer es peor que el gobierno.” Quisiera sonreír un poco pero Papelito no está bromeando. Sus labios son una linea recta. “Después,” hace una pausa para asegurarse de que lo escuchamos, “voy a asumir toda la culpa.”
“No, no puedes . . .” protesta Maritza. Papelito le levanta la mano como si estuviera listo a darle una cachetada. Maritza retira la cara, esperando el golpe.
“Mira, que te doy un . . .” Papelito se contiene de golpearla. Es la única vez que he visto a Papelito tan enfurecido como para hacerle daño a alguien.
Traga saliva y me ordena seguirlo. Hago lo que me dice y camino detrás suyo. Trompo Loco pregunta si él también puede venir pero Papelito le lanza su mirada de brujo. Trompo sabe que nos debe dejar tranquilos. Le susurro que todo está bien y sigue con la limpieza.
Al lado, adentro con San Lázaro y Las Siete Vueltas, Papelito respira profundo. Reza una oración breve y rápida y se calma. Silenciosamente, Papelito pasa hacia atrás del mostrador, donde hay varias imágenes pequeñas de San Lázaro, el santo de las enfermedades, acomodadas derechas en una estantería. Toma una y, por debajo de la imagen hay una pequeña abertura, como en una alcancía. Papelito mete los dedos y saca un papel grueso, como el que me mostró Mario.
Miro la estantería con las imágenes. Tal vez unas veinte.
Papelito sigue mis ojos y sabe qué es lo que estoy mirando.
“Eso no es nada, Julio,” y me señala la estatua tamaño real de Santa Bárbara con su aspecto imperial. Está derecha y sostiene una copa dorada en una mano. Descubro que debajo de Santa Bárbara, semejante a una base o un pedestal para sostener la estatua, hay una gruesa caja metálica que parece un directorio telefónico hecho de lata.
“Ésa es la veta madre. Hay cientos. Eso es lo que quieren.”
Papelito y yo vamos y bajamos la estatua, para sacar la caja metálica de abajo. Es una imagen pesada y cuando la bajamos para ponerla en el piso, la copa que Santa Bárbara sostiene en la mano se suelta y el yeso se hace pedazos en el piso. Papelito observa intensamente los trozos rotos. Ve cosas. Patrones, siluetas o números en el reguero blanco y de tiza que hay en el piso.
“Por causa de todo este temor, Julio,” dice, los ojos aún fijos con intensidad hacia abajo, “hemos cedido todos nuestros derechos. Le hemos dado al gobierno el poder de entrar a nuestros cuartos. Pero un día, Julio, este temor desaparecerá. Pero el gobierno aún tendrá estos poderes y no los va a regresar.” Levanta la vista del piso y se chupa los dientes. Papelito hace un gesto de asco, como si de repente un olor fétido llenara el aire. “Y ahora, Mari les ha dado justo lo que ellos quieren. Una excusa para llamarnos a ti o a mí patriotas, sólo por delatarnos el uno al otro.”
Caigo entonces en cuenta de que Papelito ha estado en contacto con Mario mucho antes que yo. No supe lo que Mario tenía contra Papelito, pero con seguridad tenía algo. Así como Mario tenía algo contra mí. Lo mismo que el gobierno tiene algo contra todo el mundo.
Maritza entra a la botánica, furiosa. Las fosas nasales dilatadas. Sacude la cabeza incrédula hacia Papelito como si la hubiera traicionado. Espera inmóvil a que Papelito la enfrente. Pero en cambio, Papelito la ignora. Pasa justo a su lado y sale de la botánica. Hago lo mismo.
Afuera. Bajo la lluvia.
Papelito observa el borde del andén. Busca manchas de aceite, como alguien que intenta encontrar la paz con la naturaleza; por lo menos en su versión de la naturaleza. Hay varias hojas taponeando el desagüe de la alcantarilla. Hojas de diferentes colores se han acumulado por el aguacero. Papelito encuentra algo en los diseños que forman. Lo miro mientras Maritza adentro rompe una a una las estatuas. Oigo sus gritos de frustración contra todos y contra todo. Entonces sólo en ese momento entiendo que Papelito está buscando entre las hojas de la alcantarilla profecías o filosofías. Medita para así ignorar los insultos de Maritza. Los dos son mis amigos y quisiera quedarme, pero se me ha hecho tarde para el trabajo. Papelito ya me ha dicho lo que necesito hacer. Ahora sólo depende de mí.
No me sorprende que lo primero que veo al llegar a la obra sea a Mario esposado y escoltado hasta una patrulla. El jefe habla con un detective.
“Él se robó los tubos,” me dice Antonio en español, “siempre supe que había sido él.”
“Perfecto,” digo, molesto. “¿Te regresas para México?” le pregunto a Antonio.
“Ésta va a ser mi última paga,” dice.
“Así nada más. ¿No te vas a despedir de Maritza?”
Con toda esta lluvia alrededor, Antonio permanece en silencio. Los policías se van con Mario, y el jefe les dice a todos que vuelvan al trabajo. El jefe se acerca.
Antonio se va. No quiere tener nada que ver con todo esto: conmigo, con Maritza o el jefe.
“Julio estás podrido,” dice el jefe.
“¿Podrido?”
“Sí.”
“¿Qué putas quiere decir podrido?” replico. “¿Quiere decir que estoy despedido?” digo, sin importarme lo más mínimo.
“Oye no te pongas así conmigo, Julio,” dice el jefe como si fuera un ángel. Como si nunca hubiera hecho nada incorrecto. Un ser perfecto que se preocupa por todo el mundo.
“Pídele explicaciones a Eddie. Está en el trailer.”
El trailer no está muy retirado, sólo a unos metros. Pero entonces me dejo llevar por un incidente en el pasado.
Me sucedió años atrás, cuando tenía doce. Había un chico italiano de quince años como un semental que no paraba de meterse conmigo. Era inmenso, ya por el metro ochenta, y todos los que no lo conocían pensaban que era un tipo adulto. Me buscaba pelea todos los días, durante meses, hasta cuando cumplí los trece. Y no había manera de enfrentarlo. Podía haber clonado dos más de mí mismo y hubiera seguido golpeándonos a los tres, todos al mismo tiempo. No eran sólo burlas, como las burlas que le lanzaban a Trompo Loco, insultos verbales, que dolían, también, sino verdaderas patadas y golpes. Y, por supuesto, uno se convertía en un llorón para el barrio si les contaba a los papás. En mi caso, mi madre hubiera dicho simplemente que le rezara a Dios. Y lo hice, pero ese chico inmenso seguía pateándome el culo. Y entonces, después de agotar todas mis alternativas, incluso la de rezarle a Dios, me di por perdido y no me importaron las consecuencias.
A la mierda si ganas.
A la mierda si pierdes.
Lancé el golpe.
Eso era lo que estaba a punto de hacer ahora. Todos estos matones. No tengo nada que perder.
Entro al trailer y Eddie se encuentra sentado, haciendo modificaciones a los libros. Me ve y cierra su libro de contabilidad, como si no quisiera que yo vea cuanto roba, se lleva o gana.
“¿Qué?” digo sin saludar. Eddie comprende. Puede ver que estoy molesto.
“Conseguí un chico,” dice Eddie, mirándome directo a los ojos, “de El Salvador, que va a tomar tu nombre.”
“Entonces ¿será mi fachada? ¿Así es?” le pregunto y Eddie asiente. Comprendo lo que se propone. “Y tú recibes la mayor parte de su paga, ¿verdad?”
“Claro,” dice Eddie. “Julio, tú me debes mucho dinero. De esta manera, puedes encontrar otro empleo y yo no pierdo otro obrero.”
Empiezo a odiarlo pero es un buen trato. Es un buen trato. Un trato malditamente bueno. Corta mis problemas a la mitad. Ahora sólo tengo que lidiar con Mario.
“Okay, gracias,” digo. “Nos vemos.”
“Espera ¿dónde vas?” dice, abriendo los brazos.
“¿No dijiste que encontraste una fachada para mí?” digo.
“Sí ¿y?”
“Pues, ¿no vas a deducir lo que te debo? ¿No te estoy cediendo a ti mi afiliación al sindicato?”
“Creo que no estás entendiendo,” dice Eddie, enderezando la silla giratoria, “eso sólo cubre los intereses.”
“¿Intereses?”
“Escucha, Julio, me gustas, de verdad. Tú nunca me has defraudado. Esto es lo mejor que puedo hacer. Te estoy dando la oportunidad que encuentres un trabajo y que al mismo tiempo me pagues lo que me debes.”
Guardo silencio. Pienso en ese chico que se metía conmigo.
“Pero ya tengo suficiente contigo Julio.”
Estoy pensando en el día que me harté de ese matón y antes de que pudiera venir y empezar a golpearme, me fui yo contra él. Llevaba una botella de vidrio en la mano, y antes de que se diera cuenta lo golpeé en la cabeza. La botella se rompió arriba de su ojo izquierdo. Tenía sangre por toda la cara y empecé a patearlo cuando cayó al piso.
“O lo haces en tu edificio o aceptas ese trabajo en D.C.”
El problema fue que, después de recuperarse, tuve que pagar todo un infierno. Y el chico me golpeó tan fuerte que me envió al hospital.
“Entonces ¿qué vamos a hacer?”
Pero cuando salí del hospital, nunca más volvió a joderme. Esas dos palizas que nos dimos llevaron a que los dos cambiáramos. No nos volvimos amigos, ni mucho menos, pero él me respetó y yo dejé de tenerle miedo.
“Así que ahora tienes un chico,” empiezo a decirle, asegurándome de entender todo correctamente, “que tomará mi nombre aquí en la obra.”
“Correcto.”
“Y tú cobras la mayor parte de su cheque. Dejándome libre para trabajar para ti en lo de D.C . . .”
“Es brillante, Julio, así me pagas y al mismo tiempo ganas dinero para ti.”
Vuelvo a experimentar esa violenta sensación. La misma sensación que tuve cuando ataqué a ese matón.
“Vete a la mierda Eddie, a la mierda tú y tus trabajos.”
“¿Qué fue lo que me acabas de decir?” Eddie se pone de pie. Es viejo y, como su hijo, es alto. Como un campo de maíz que se levanta por encima de uno, tapándole la vista. Un lugar donde uno se puede perder y empezar a avanzar en círculos.
“¿Después de todo lo que he hecho por ti? Pedazo de mierda.”
“Quédate con tus encargos Eddie,” le digo, preparándome para salir, “te traeré la plata . . .”
“Claro que sí, necesito de inmediato ese dinero.” Eddie me agarra del brazo. “Me escuchas, ¡ahora mismo!”
Suelto el brazo de un tirón. Aprieto los puños de las manos tan fuerte que se me acalambra el brazo izquierdo. Me duele pero no quiero que Eddie se de cuenta ni vea que me doy un masaje. Entonces, respiro profundamente una y otra vez.
“Vas a ir a quemar tu edificio ahora mismo, en este instante . . .”
“¡Está lloviendo! ¡Hijo de puta!” le grito y me toma por el cuello, como lo haría un policía con un manifestante.
“Entonces lo incendiarás mañana en la noche, ¡escuchaste!”
Me suelta. No fue un apretón fuerte ni furioso. El cuello no me duele para nada. No como el brazo. Eddie me sujetó más por decepción, como un padre de mal genio golpeando a un niño en la muñeca. No estoy seguro que Eddie, como los tipos poderosos que están detrás de él, le hiciera nunca daño a alguien físicamente. Eddie es como los pilotos bombarderos, que matan a sus enemigos desde la distancia. No podría ver nunca a sus víctimas directamente a los ojos. Si así fuera, se convertirían en seres demasiado humanos para matarlos. Eso es para la gente insignificante, como yo.
“Nunca me gustó, ni un poco.” Me mira a los ojos pero no hay ningún sentimiento, para él se trata sólo de un trabajo. Un trabajo en el que no tiene que ver ningún rostro. “O incendias tu casa o mando a alguien más a que lo haga. Y ese alguien no dará ningún aviso a ninguno de los que viven ahí.”