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El Asiento, la ceremonia donde una persona “hace el santo,” cuando él o ella se vuelven uno con el Orisha que los escoge, se está llevando a cabo en la iglesia de Maritza. Los tambores se pueden escuchar a una manzana de distancia. Es una celebración, una especie de bautismo, volver a nacer pero en Ochá, en Santería. Papelito no estaba bromeando al decir que no quería secretos. Hay un equipo de camarógrafos de Telemundo, el canal hispano, reportando la primera escenificación pública de un Asiento. Papelito también ha sido precavido y ha llamado a su abogado en caso de que aparezca algún grupo de protectores de animales o de otros manifestantes.

Papelito les ha dado la bienvenida a los seguidores progresistas de Lokumí, como también a otras almas curiosas como yo. Todo lo que pide es respeto.

Entro en mitad de una poderosa percusión. Un grupo de hombres en una esquina golpean los sagrados tambores batá. Hay algunas aves amarradas a las patas de una silla y mesas repletas con una cantidad de símbolos, todos relacionados con el Orisha para el que se ha dispuesto la mesa. Hay una pared artificial hecha con sábanas blancas, que oculta una piscina de plástico para niños acomodada en una esquina. A través de la transparencia de las sábanas, puedo distinguir la silueta de un cuerpo desnudo de pie, los brazos abiertos, mientras unas manos lo lavan. La gente que rodea el cuerpo desnudo lo seca con toallas y lo viste.

“Así como un recién nacido no puede hacer las cosas por sí mismo, así es quien es un recién nacido en la Santería.” Un babalawo que no conozco le explica cada paso al reportero de Telemundo. “Las ropas son todas blancas. Una representación del nacimiento.”

Busco a Papelito. Quiero pedirle disculpas por lo que voy a hacer. Afectará su botánica. Sobre todo el agua. Los bomberos soltarán tanta agua sobre mi edificio que se desbordará hasta su negocio vecino. Sus hierbas, velas y otros artículos se arruinarán. Necesito decirle que no tengo otra opción, que si yo no incendio el edificio alguien más lo hará. Que espero que él me perdone.

Pero resulta difícil encontrarlo con el intenso ruido de los tambores. Con alguna de la gente bailando, otros orando, o con otros simplemente comiendo o bebiendo.

Entonces de pronto caigo en cuenta de que Papelito, como padrino del iniciado, debe encontrarse entre la gente al otro lado de la pared de sábanas.

“No podemos verlo, pero en este instante el santero,” me acerco al babalawo que le explica al reportero, “pasa ahora sobre el cuerpo del iniciado el cuerpo de dos gallos cuya sangre será rociada sobre los artículos puestos en la mesa, para así santificarlos.”

Eso era lo que estaba haciendo Papelito. Es el peor momento para hablar con él. Para pedirle disculpas no por mi madre sino por otras cosas, durante una ceremonia tan sagrada, sería simplemente una estupidez mía.

“¿Y los animales,” pregunta el reportero, “se los comen después?”

“Sí,” responde el babalawo, “mire a su alrededor, toda esta gente debe ser alimentada. La ceremonia durará varias horas y los invitados estarán con hambre.”

“Entonces, hasta cierto punto no habría crueldad con los animales,” quiere saber el reportero, haciendo que el abogado de Papelito intervenga.

“¿Podría contestarle yo, por favor?” El reportero pone el micrófono frente al abogado. “Los animales son sacrificados de una forma limpia y humana, después se servirán como la comida de la fiesta. Los animales serán consumidos como comida. Nada distinto a cuando usted pide una hamburguesa en MacDonald’s. La gente no comprende que cuando se comen un trozo de carne ese animal ha sido sacrificado de la misma manera como serán sacrificados los animales en esta ceremonia, y después, igual que ese pedazo de carne, servidos como alimento.”

Los tambores siguen.

Veo a Papelito salir detrás de la cortina de sábanas blancas. Lleva dos gallos en la mano. Tiene el rostro serio, casi en una expresión de trance. No me acerco hacia él mientras los tambores siguen vibrando. Papelito desaparece en el baño de los hombres, seguido por otros babalawos. Cuando reaparecen, Papelito lleva una jarra en las manos. Se acerca a la mesa y esparce la sangre de los gallos sobre los artículos en la mesa.

“Ésta es la primera limpieza,” le dice el babalawo al reportero, “los animales que se han frotado sobre el cuerpo del iniciado se han llevado todos los pecados anteriores. Sigue una segunda limpieza con el agua de río, antes que . . .”

“Una última palabra sobre el sacrificio de los animales,” el abogado interrumpe la explicación de la ceremonia, “todo esto que usted ve aquí, incluyendo el sacrificio de los animales, se encuentra bajo la protección de la Primera Enmienda, libertad de culto.” Papelito está como en un trance, como si estuviera rezando todo el tiempo por dentro. Me doy cuenta de que eso es en realidad lo que está haciendo. Papelito quiere que se filme la ceremonia para que la gente no sienta temor, para que la gente no sea engañada por falsos santeros que no saben lo que están haciendo. Es importante para él, tan importante que está deseando que lo expulsen de su religión por disidente.

No puedo hablar con él mientras se lleva a cabo la más sagrada y compleja ceremonia. Salgo de la iglesia hacia el tráfico, y siento como si entrara al silencio. Los tambores suenan ahora como latidos lejanos. No tengo más que hacer sino esperar a que termine la ceremonia. Mientras pasa el tiempo, voy a ver a Helen, pues las mismas cosas que le voy a decir a Papelito tengo que decírselas a ella.

Camino hacia su galería, paso al frente de un Blockbuster Video, de un par de Duane Reade, un par de Rite Aids, un par de McDonald’s, un KFC, un Starbucks, un Gap, y un Old Navy. Me pregunto de quién serán estas calles. Hay varias taquerias mexicanas, pero se ven neutralizadas por estas tiendas de cadena que forman una especie de mini centro comercial dentro de la ciudad. Lo único que no ha cambiado son las iglesias. Algunas se encuentran encima de las tiendas, otras en los sótanos. Algunas ni siquiera parecen iglesias sino fábricas clandestinas o almacenes de depósito. Las iglesias en Spanish Harlem no pasan de moda. Si uno no tiene ninguna esperanza, siempre va a ser pobre. Y ahí es donde entra Jesús. Él lo consuela acariciándole la cabeza. Susurrándole a uno que cada día es un don, un milagro, que los sueños de uno son oro, que uno es el relato de Dios. Y muchos se aferran a esas palabras, como si vinieran directamente de sus padres. Volteo la esquina y me encuentro con una multitud.

Los manifestantes se encuentran donde Helen.

Hay un grupo grande de inquilinos ocupantes y activistas al otro lado de la calle frente a su galería. Son latinos y dicen en coro, “¡Renueven los edificios, no a la gente!” Llevan unos carteles que resultan un poco difíciles de leer a esta hora de la noche. Me acerco y puedo reconocer algunos. Un hombre muestra una pancarta que dice RICANSTRUCTION. Una mujer levanta un letrero sobre la cabeza que dice, CLINTON, TE AMO. PERO VETE DE HARLEM.

Uno de los manifestantes es el tipo flaco de bigote que apareció en mi casa cuando sacaron a Trompo Loco. Me reconoce y me pasa un volante.

El verdadero crimen es sustraer el arte de la gente . . . dejo de leer ahí mismo. Y cruzo la calle.

“Oye,” grita detrás de mí, “¡no vas a entrar ahí! ¡Cierto!”

“Claro que sí,” le contesto, “no es una huelga.”

Al otro lado de la calle, la historia es completamente diferente. La galería de Helen está a rebosar. El gentío llega hasta afuera, cerca de la puerta de entrada, donde los invitados ignoran a los manifestantes y beben vino y conversan. Hay varios niños que han venido por curiosidad y por la comida. Entro, y el artista de quien se expone el trabajo ha dejado que lo aten como Cristo, el brazo izquierdo a un madero, el derecho a otro. Tiene aspecto de nativo americano, el pelo largo y abundante, y sus pinturas están plagadas de tonos del suroeste. En ningún momento ve a nadie, simplemente permanece ahí, atado y con una expresión vacía en el rostro. Tampoco habla con nadie, y algunos lo observan como si se tratara de un cuadro y no de una persona real.

La inauguración de Helen es un éxito, por lo menos en lo que respecta a la asistencia. Otros artistas de Spanish Harlem han venido a ofrecerle su apoyo. James de la Vega se encuentra aquí. “No protestaron por el Starbucks,” escucho decir a James de la Vega, “mierda, eso sí es perverso hasta la médula.” Lleva puesta en la cabeza una inmensa peluca rubia, estilo afro, y una camiseta que dice BECOME YOUR DREAM. Tambiéan están aquí Tanya Torres y su esposo, José, propietarios de Mixta Gallery en la 107 con Lexington. Tambié, Eliana Godoy, propietaria de Carlito’s Café, y Efraín Suárez del Salsa Museum. Conversando en una esquina con el profesor Waddle están las poetisas Prisionera, Yarisa Colón, y la ecuatoriana Verónica “de nadie.” Bajo mejores circunstancias, me hubiera encantado formar parte de todo esto, pero no justo ahora.

Hay también bastante gente blanca. Busco a Helen entre la multitud.

Greg me ve y con la mano me dice que me acerque.

En los eventos como éste, donde la gente toma vino y mira obras de arte, se siente uno forzado a mostrarse un poco remilgado, incluso si uno está aquí como el portador de malas noticias.

Me acerco sólo por buena educación.

“Este es Julio,” me presenta Greg a una mujer mayor blanca. “Ésta es Ruby.”

“Un placer conocerla,” le digo a Ruby, que se encuentra ligeramente del lado pesado, como una gran foca bebé.

“Ruby me estaba comentado ahora que no entiende por qué alguna gente quiere que este lugar permanezca sólo latino, ¿acaso otras influencias no cambian a la gente, Julio?”

“Sí, la cambian,” digo, mirando alrededor a ver si encuentro a Helen.

“Mira, Julio está de acuerdo,” comenta Greg.

“No dije que estaba de acuerdo contigo,” añado.

“Bueno, en todo caso,” dice Ruby, “leí que Alfred Stieglitz afirmaba haber visto por lo menos,” dice con énfasis, “por lo menos, por lo menos siete ciudades de Nueva York distintas a lo largo de diez años. El cambio es la naturaleza de esta ciudad. Esta gente . . .”

Me voy.

Sigo buscando a Helen y resulta verdaderamente difícil encontrarla entre toda esta gente aquí. Es un mar de codos y espaldas, empujones y giros bruscos para no tumbar los tragos de la gente. Entonces por fin veo a Helen, tiene una copa de vino en la manoy conversa con un hombre de mediana edad con el pelo canoso y con un afeitado en el que sólo se ven unos destellos blancos y diminutos. Es delgado y atractivo. Al lado suyo, adivino, está su esposa. Una mujer con el pelo completamente blanco y con el aspecto de una belleza sureña. Y precisamente por su pequeña contextura, adivino que se trata de los padres de Helen.

Helen me ve y de inmediato muestra una gran sonrisa. Se abre paso entre la gente con los codos y se acerca para agarrarme. Me besa sin ninguna vergüenza.

“¿No es maravilloso?” dice, ya entonada, “mira toda esta cantidad de gente.”

“¿Has vendido algún cuadro?” no sé que otra cosa decir.

“Sólo las cuerdas con las que se ató Russell.”

“¿Están a la venta?”

“Sí, ¿no es brillante?” En realidad, la está pasando bien. “Vamos.” Helen me toma de la mano y me lleva directo donde se encuentran sus padres.

“Éste es Julio,” dice. “Mi padre, Vic, y mi madre, Emily.”

Son gente muy amable, erguidos como pavos reales, orgullosos de su hija.

“Helen,” le digo cerca al oído, “¿podemos hablar en el cuartito de tu oficina?”

“Claro,” dice y pide permiso.

La oficina no está muy lejos, pero aún así tenemos que luchar para llegar hasta allá y la gente está todo el tiempo felicitando a Helen. Cuando llegamos a la pequeña oficina, vuelvo a recordar la primera vez que le hice el amor.

“Helen, tengo algo que . . .”

Alguien entra.

“Helen, los Armstrong están preguntando por la pieza de la montaña.”

“Julio,” dice, “estoy ocupada, ¿puedes esperar?”

La miro fijamente y quisiera decirle que sí. Pero no me engaño. La mía debe ser una clara expresión de desesperación, pues Helen percibe que pasa algo.

“Helen,” dice el tipo “¿la pieza?”

Sin quitarme los ojos de encima, Helen contesta, “Diles que voy en un segundo.”

El hombre vuelve a salir.

“¿Qué sucede, Julio?” pone la copa a un lado y me toma cariñosamente la cara. Sus manos están tibiasy huelen a vino y almendras.

Con todo este caos, ¿por qué no decírselo simplemente?

Así que lo hago. “Helen,” digo, “voy a incendiar el edificio.”

“Buenísima idea,” dice, tomando un sorbo de vino, “asegúrate que los manifestantes estén adentro.”

“No,” le digo, “hablo en serio, vine para decirte que voy a incendiar el edificio.”

“¿Cuál edificio?”

“El edificio donde nosotros vivimos, ese edificio.”

Helen deja caer las manos de mi cara como si le pesaran una tonelada.

“Espera, ¿oí bien?” dice, forzando una pequeña sonrisa.

“Lo voy a quemar mañana en la noche.”

“Estás loco,” dice totalmente incrédula.

“Prométeme que no vas a estar ahí.”

“Estás loco.”

“Prométeme por tus padres,” repito con insistencia, “prométeme por Vic y Emily que no vas a estar ahí.”

“No, este no puedes ser tú. Esto no puede ser verdad,” dice, enfocando lo ojos hacia otra parte, como si se tratara de resolver una ecuación matemática. “No,” dice más para ella misma que a mí, “esto no está bien.”

“Todos pueden llamar a la policía y hacer que me arresten, pero eso sólo lo va a aplazar.

Si yo no lo incendio, alguien más lo hará. Conozco a Eddie.”

“¿Eddie? ¿Quién putas es Eddie?” nunca la había oído soltar una grosería. “Dime si estás en algún problema, Julio. Sólo dímelo, dime.”

“Traté de decírtelo la otra noche,” digo, levantando la voz. La conversación afuera se escucha más fuerte, como si hubiera llegado más gente. “Te conté que hacía incendios . . .”

“Pensé que me estabas tomando del pelo o que estabas en otra cosa . . .”

“No, hago incendios . . .”

“No, no lo haces. Tú trabajas en construcción. Te veo salir todas las mañanas . . .”

“No, hago incendios,” escucho a la gente reírse fuera de la oficina. Se están divirtiendo, “escucha, mantén la boca cerrada, Helen, y te puedo prometer, te prometo seriamente un reembolso del seguro de incendios. Hasta puedes quedarte con la mitad de lo que me corresponde. Maritza tendrá la otra . . .” Dejo de hablar cuando veo que le empiezan a brillar los ojos. La humedad está a punto de desbordarse.

“No te puedo creer,” Una gota gruesa le baja por la mejilla, “no puedes estar hablando en serio.”

“Hablo en serio.”

“Voy a llamar a la policía,” dice como en trance, como si fuera otra de las personas en la ceremonia de Papelito. “Voy a llamar a la policía.”

“¿No me has estado escuchando?” ¿Por qué razón voy a esperar que Helen me crea? Esto es algo que sólo le sucede a otra gente, como ser alcanzado por un rayo o matarse en un accidente aéreo. Uno nunca piensa que le puede suceder a uno o a alguien cercano, y entonces, cuando sucede, es como vivir en un mundo fantástico, y uno no sabe qué hacer con eso. “La policía no nos va a ayudar, Helen. Con la policía será peor, porque entonces no habrá ningún aviso y morirá gente . . .”

“Voy a llamar a la policía,” dice de nuevo y va hacia el teléfono.

Lo agarro.

Los murmullos afuera de la oficina son realmente fuertes, parece el Yankee Stadium.

“Escucha, Helen. Escúchame, ¿estaba la policía ese otro día cuando todas esas mujeres humillaron a ese hombre? No, ¿cierto? ¿Estaba la policía cuando el tipo estaba abusando de su hija? ¿Está la policía esta noche aquí con todos estos manifestantes? No, ¿cierto? Aquí hay todo un juego de reglas distinto. Uno confía en los amigos . . .”

“¡Amigos!” grita. “¡Estás hablando de incendiar mi casa! Tu casa. ¿Una iglesia? Es una locura. ¡Suena como si estuvieras loco!”

Toma un rato para registrar la traición. Al principio uno la niega. Se dice a sí mismo, es demasiado. No es posible. Entonces se entra a una zona muerta, al silencio, al procesamiento de datos y recuerdos. Después de haber examinado toda la evidencia contra esa terrible idea, llega uno a la comprensión de que a uno le han mentido. Eso era lo que le estaba sucediendo a Helen.

“Sólo no estés ahí, ¿okay? Lo siento,” digo bajando la voz, pues es mi culpa.

Dejo de hablar.

Entonces sigue un silencio gradual. Como si una mala noticia hubiera sido anunciada en la radio y todo el mundo guardara silencio para poder escucharla. Es ese tipo de silencio. Algo ha sucedido afuera dejando la fiesta más silenciosa que un funeral.

Abro la puerta de la oficina y me encuentro a la multitud aterrada. Trompo Loco está sangrando, la cara negra, la ropa quemada. Está de pie en la mitad del salón. Todo el mundo le abre paso y cuando me ve empieza a llorar.

“Él tiene que hablar conmigo ahora, Julio,” dice Trompo y empieza a girar. “Tiene que hablar conmigo.” Trompo Loco da vueltas con los brazos abiertos. No para de girar, repitiendo una y otra vez las mismas palabras. Algunos tratan de detenerlo, pero su cuerpo delgado y alto hace difícil agarrarlo bien. Además, con los brazos extendidos Trompo Loco golpea sin querer a alguna de la gente que se quita de su camino. Gira y tumba algunos de los cuadros. Algunos tipos tratan de controlarlo y tumban a Trompo Loco al piso. Mala idea. Cuando cae al piso, él simplemente aprieta los brazos y empieza a dar vueltas en el piso como Curly de Los Tres chiflados. Trompo Loco está en el piso, dando vueltas como una tapa enloquecida, gritando “¡Háblame!” Algunas personas no se retiran del camino de Trompo Loco y con su cuerpo giratorio las golpea en los pies, haciendo que también se caigan al piso.

“¡Sólo déjenlo tranquilo!” grito, pues sé que si uno trata de detenerlo se puede hacer daño o le puede hacer daño a él.

Helen se tapa la cara con las manos.

Los cuadros están rotos y en el piso.

El artista, que se había atado cerca de la mesa del vino para asegurarse de que todos lo pudieran ver, está empapado, y alguien lo está desatando.

Mucha gente empieza a salir.

Trompo Loco empieza a perder velocidad. Trompo está a punto de desmayarse. Cuando se desmaya, su rostro se ve plácido, como si estuviera dormido o muerto. Me arrodillo para cargarlo y llevarlo a la casa. Entonces su cara sin expresión me hace caer en cuenta de por qué se ha puesto furioso. Quiere que Eddie hable con él. Quiere que su padre hable con él.

Salgo de la galería directo a la casa.

Varios carros de bomberos van en la misma dirección mía. A una cuadra de mi edificio, luces de neón de varios colores iluminan todo a su alrededor. Máquinas rojas y patrullas de policía, ambulancias y reporteros de noticias llenan la calle. Una gran multitud se ha reunido, observando con asombro cómo un incendio puede agarrar tanta velocidad que aún antes de que los carros de bomberos puedan empezar a atacarlo, se ha convertido más o menos en una boca de llamas, devorándolo todo. Empiezo a correr, evaluando la escena. Cuando me doy cuenta que sí, esa es mi madre llevando en los brazos algo que parece un bebé, sé que se trata de Kesil, y el corazón me empieza a palpitar más lento. Ya más cerca, descubro a mi padre descalzo, sosteniendo el estuche de un único álbum. Voy más despacio cuando me aseguro de que se encuentran bien. Llego hasta la escena y encuentro a mi madre llorando. Desde el otro lado de la calle, desde donde solía admirar mi casa, cuando me creía muy vivo y abriendo paso, la veo ahora incendiarse. Veo el techo derrumbarse. Todo pasa demasiado rápido.

El incendio de un edificio de tres pisos no dura demasiado tiempo. Se consume realmente rápido. Los bomberos ponen a un lado lo que se ha salvado de las llamas. Nada más que una concha de ladrillos y altas nubes de humo que serpentean por entre los escombros, como un cigarrillo recién apagado. En un momento, el olor a madera, casi toda en cenizas, a plástico y a pintura quemados empezará a llenar el aire.

Abrazo a mi padre y a mi madre. Kesil está asustado. Ha visto esto antes.

“Ese hombre era un santo,” se lamenta mi madre. “Nos salvó la vida a mí y al gato,” dice en un quejido. Kesil entierra las uñas en la tela de su blusa sin rasguñarle la piel. Está tan aterrado de quedarse sin casa que no quiere soltarse nunca más de mi madre.

“A todos. Nos salvó a todos.” Papá está temblando, habla entre lágrimas, haciendo un esfuerzo por explicar lo que sucedió. “Nos estábamos desmayando por el humo, cuando apareció por entre una pared de fuego, como si pudiera controlarlo y no sintiera nada, exactamente así.”

“Me salvó la vida,” grita mi madre, “Cristo lo bendiga.”

Nos quedamos ahí y entonces el humo en el aire hace salir a nuestros vecinos. Las mujeres consuelan a mi madre y sus esposos le ponen la mano en el hombro a mi padre. La mayoría de los vecinos observan atónitos. Los amigos de mis padres se abrazan y algunos lloran, pues los días cuando los incendios andaban desenfrenados siguen vivos en la memoria de todo el mundo. Algunos de los testigos que se encontraban en el Asiento, me cuentan que en ese preciso minuto Papelito había salido corriendo de la ceremonia que dirigía, como si algún espíritu le hubiera pasado la información. Que algún espíritu le susurró al oído que sacara inmediatamente a todo el mundo de la iglesia. Que algo maligno estaba a punto de suceder. Cómo entonces Papelito había subido corriendo las escaleras hacia mi casa y había salvado a mis padres y al gato. Cómo el fuego se interpuso entre él y el mundo de afuera, devorándolo hasta que Papelito mismo se transformó en una llama.

Observo la multitud, un circo de togas multicolores, bailarines, tambores, maracas, campanas y guiros, y los animales para el sacrificio. Todos ahora afuera, sin haber tenido la oportunidad de continuar la ceremonia, comienzan a orar por ifa padrino. Entonces, de repente, empiezan a tocar el tambor y a bailar, como si quisieran celebrarle a Papelito su funeral aquí mismo en la calle. Invocan en sus cantos a varios dioses Orisha y danzan en nombre de Papelito. Belén, Belén, es el último Belén. Pero no puedo dejarme llevar. Miro al otro lado de la calle hacia mi edificio y a San Lázaro y las Siete Vueltas, consumido por el fuego, la ventana de cristal rota en pedazos negros sobre la acera. Me siento tan fracturado como esos trozos de cristal. No tuve la oportunidad de agradecerle todo lo que había hecho por mí. De darle las gracias y decirle que me arrepentía por haberlo defraudado.

Varios están alabando su memoria, pero otros siguen con sus lamentos. No me caigo muy lejos detrás de aquellos que están llorando. Papelito era mi amigo, y que haya salvado a mis padres parece haber sido su último regalo para mí.