Solicitud #23

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Mi padre era discapacitado, así que volvimos a los projects. La hipoteca estaba a nombre de Papelito, y ahora que él ya no está, no tengo ningún registro, ninguna prueba de que ese lugar fue alguna vez mío. No pasaría mucho tiempo, menos de un año, para que algo más fuera construido en el sitio donde solía vivir. Un día estuve caminando por la calle. Vi a unos tipos blancos saliendo del nuevo edificio que solía ser mi casa. Me detuve y miré hacia las ventanas arriba. Me asaltó la rabia que alguien más estuviera ocupando mi espacio. Y después, cuando abrieron un Starbucks justo en el lugar donde se reunía la People’s Church, evité definitivamente esa calle.

Helen vive ahora en una casa de ladrillo en la 120 y First. Cada vez que me ve cruza al otro lado de la calle antes que yo puede acercarme.

Así que la dejo tranquila.

 

 

Nunca dejé de oír hablar sobre Maritza. O de pensar en ella. Aunque no estuve ahí, sé que fue un hecho real. No poco después del incendio, Maritza y Antonio subieron al techo de un bloque de apartamentos en la 116 y Second Avenue. La vía lleva el nombre de Luis Muñoz Marín, gobernador puertorriqueño responsable de haber despoblado la isla; pero ahora viven tantos mexicanos en la avenida, y hay tantas taquerías que ha sido denominada Little Puebla. Fue durante un festival mexicano, no sé cuál, cuando todo el mundo sale a la calle, cuando la bandera de México ondeaba con sus colores verde, blanco y rojo sobre toda la avenida, que entonces esos documentos detrás de los que andaba Mario, empezaron a llover sobre la gente como confeti. La mayoría sabía lo que eran y los agarraban rápidamente en el aire, como si se tratara de deseos, y regresaban velozmente hacia sus casas. Otros los pisaban y seguían con la fiesta, disfrutando de su barrio recién descubierto.

Y entonces Maritza desapareció.

A pesar de todo, El Barrio sigue siendo un lugar donde los rumores se multiplican sin control, como hacen los árboles en los tejados de los edificios viejos, quemados y abandonados. Algunos aseguran haber visto a Maritza en América Latina, en algún orfanato. Algunos rumores son aún más descabellados. En México mencionan su nombre al lado de otros santos. Maritza ha ayudado a una inmensa cantidad de parientes de gente cuando llegaban indocumentados aquí, a los Estados Unidos. Decían que si uno podía encontrar a “La Santa,” ella podía volverlo a uno americano y que uno ya no tenía que vivir con miedo. Como un esclavo. Algunos afirmaban haberla visto en el Amazonas. Que ingería hongos sagrados y se había convertido en una iluminada y vivía ahora en cuevas, donde predicaba a los jaguares sobre la nobleza de comer hierba y plantas. Pero ése es un rumor en el que yo no creo ni poquito. No creo en ninguno de los rumores. Sospecho que ella se encuentra en alguna parte de Estados Unidos, medio escondida y ayudando en algún refugio para mujeres o algo parecido. Ignoro si eventualmente aparecerá. Si algún día Mario la descubrirá o no. Regresará, y cuando se presente en mi puerta, no tendrá historias maravillosas. Ningún relato de heroísmo. Con toda seguridad estará con frío y hambrienta y me golpeará por algo de dinero y me exigirá favores, exactamente como en los viejos tiempos.

Maritza tuvo también su cuota de equivocaciones. Era una criatura inquieta e impredecible que desafió el imperialismo americano de una forma que ningún puertorriqueño o cualquier otro hubiera imaginado nunca. No es una sorpresa que hubiera fracasado. Que por lo menos hubiera intentado hacerlo, ése es el verdadero milagro. El impacto que ocasionó resultó suficiente para mantener a la gente soñando. Así, los inmigrantes siguieron llegando a Spanish Harlem. Como también la gente como Greg. Quizás lleguen a balancearse en el futuro, ¿quién sabe?

Maritza siempre fue brusca y malvada conmigo y, olvidé por qué, pero la amaba. Fue hace mucho tiempo, pero así fue.

 

 

Encontré empleo en una pizzería. El sueldo no es muy bueno pero puedo llevar algo de comida a la casa. Un día un tipo blanco entró a la pizzeria y supe de inmediato que no era un yuppie en prospecto buscando un sitio barato para arrendar. Sabía quién era. Me preguntó entonces si quería trabajar en una demolición. No se requería experiencia y todo lo que tenía que hacer era tumbar paredes y limpiar tuberías de edificios. Me dijo que me iba a prestar un favor, yo podía trabajar bajo su nombre, con su número de seguridad social, y cuando llegara el día de pago intercambiaríamos el cheque por efectivo. Le dije que estaba a punto de graduarme y que le agradecía pero no. La escuela era el único rincón claro entre todo este lío. Nunca sabré cómo hice para terminar todas las clases y hacer todos los trabajos en medio de la confusión. Tendré el título para finales del semestre. Entonces el hombre dijo, un placer haber conversado, me dio su número de teléfono y agregó que “puede enviarme a sus amigos.” Le dije que estaba bajo libertad condicional y que tenía que seguir por el buen camino. Dijo que él también.

 

 

Un día abrí el buzón y encontré un sobre sin remitente. Por el aroma a almendras supe quién lo enviaba. Era una carta breve, más parecida a una nota. Pero se trataba de un principio, la apertura de un canal.

Lo fundamental está en el panorama general de las cosas, lujo contra pobreza es una preocupación secundaria para la reflexión. ¿Qué tan vivo estás, Julio? ¿Cuánto en realidad sientes? ¿Cuánto tiempo permanece el recuerdo de tu tacto en la piel de otra persona? ¿Los volverás a sentir en los cuartos vacíos donde nunca volviste a estar después de que murieron? Lo que quiero decir, Julio, es ¿nunca te has despertado en mitad de la noche y sientes que escuchas la voz de ese poeta de la alcantarilla del que me hablaste? ¿Nunca te has despertado y corres las cortinas para ver si el fantasma del poeta está tumbado en la acera, recitando? Lo que trato de decirte, Julio, es que estás obsesionado con la materia: tu edificio, la demolición y el fuego. Lo que has perdido es la belleza y la imaginación que te dio tu cultura cuando eras niño y que hacía que vivir en lotes vacíos y en calles de fuego fuera soportable, incluso excitante y placentero. Una nostalgia que tú confundes con la rabia. Vas por ahí hablando de toda esta historia de tu barrio y tratando de ajustar todo parcialmente pues tú eres de alguna manera también responsable de su desaparición. En tu cabeza, Julio, lo que has romantizado ha sido, sobre todo, los días cuando era permitido romper todo.

 

Finalmente, siento que haber hablado de enamorarse sólo de una manera abstracta, haber hablado de ti y de mí sólo en lo básico, fue lo que me metió en este lío.

 

No me siento muy esperanzada en lo nuestro, pero eso no significa, Julio, que no exista esperanza.

No empezó con “Querido Julio” y tampoco la firmó. Sin embargo, fue esa última línea la que le trajo sol a mi cara. Hay ciertas cosas que no pueden ser escritas, ni dichas, ni pintadas. Realmente creo que una de esas cosas primordiales es la esperanza, y como el aire o Dios, la esperanza no puede ser metaforizada con éxito. Y por eso, espero que eventualmente Helen hable conmigo. Y cuando lo haga, no voy a explicar nada, sólo le estrecharé la mano y comenzaré todo desde el principio, una vez más. Tal vez esta vez haga las cosas bien.

 

 

La rabia de mi madre por no haberle contado todo lo que sucedía se ha apaciguado. Pero aún me considera responsable por perder a Helen. ¿Perder a Helen? Apenas empezaba a conocerla. Pero mi madre siempre nos vio casados. Una noche, mientras veía sus novelas en Telemundo, protagonizadas por todos estos latinoamericanos rubios y de ojos azules abarrotando la pantalla, tantos que uno creería que no existe gente negra ni indígena en América Latina, seguía quejándose, “Pudiste haberte casado con alguien que se viera como ellos.” Mi padre que estaba al lado suyo, tensando una conga, sólo sonrió.

“Yo no lo hice,” dijo, “me casé contigo.”

“Oye qué sangrón,” contestó mi madre riéndose.

El telefóno sonó y fui a contestarlo. A Trompo Loco le estaban dando salida de la sala psiquiátrica en el Lincoln Hospital. Habíamos estado contando los días para su salida. Salí para ir a recogerlo. Cuando llegué al hospital, hablé con el médico y recogí su medicina. Después pasé a la sala de espera para verlo. Trompo Loco ya estaba ahí, listo y con todo empacado para ir a la casa. Al verlo ahí esperando con tanta ansiedad mi llegada sentí vergüenza por no haberlo llamado nunca por su nombre verdadero, Eduardo. Entonces, le pregunté si le parecía bien que lo llamara por su verdadero nombre. Asintió y dijo que le gustaban los dos nombres y que le gustaría que lo llamaran Eduardo sólo en los fines de semana, porque son más cortos, y Trompo Loco durante los días de semana, porque había más días y que ese nombre le gustaba más. Le dije que esa era una gran idea. Le dije que lo presentaría a su padre con su verdadero nombre.

 

 

¿Eddie?” interrumpi su lectura.

Tan pronto como me vio, supo por qué me encontraba ahí. “Tu hijo Eduardo está aquí.”

No había vuelto a pasar desde el día del incendio. Eddie no recibió ningún dinero, pues todo lo mío estaba a nombre de Papelito. Ninguno de nosotros recibió dinero. Pero fue su hijo quien causó el incendio, y a él lo consideraron responsable. Todos sus contactos lo abandonaron. La obra también estaba siendo investigada, así que incluso eso estaba suspendido temporalmente. Estaba arruinado, como lo estaba el secreto que durante tanto tiempo se esforzó por proteger. Un secreto que todo el mundo conocía.

“Él no es mi hijo,” dijo Eddie como si estuviera cansado de repetirlo, como si estuviera a punto de darse por vencido. Eddie con seguridad habría negado de cabo a rabo la existencia de Trompo a sus conocidos en la aseguradora. Esforzándose por convencerlos de que Trompo no era hijo suyo y que por lo tanto no tenía ninguna responsabilidad en esa metida de pata. Pero debió de haber sido inútil. Para ahora, Eddie lo había dicho tantas veces que no sonaba más que un graznido.

Eduardo estaba detrás de mí.

“Hola, señor,” dijo Eduardo, encogiéndose, temeroso como si estuviera a punto de ver el rostro de Dios.

“Buenas,” dijo Eddie, sin mostrar interés.

“Lo hice por usted,” dijo Eduardo, chupándose los labios.

“No te pedí que lo hicieras,” dijo Eddie, mirando con intensidad los ojos de Eduardo, como si buscara rastros de sí mismo. Pero dejó de hacerlo, como si ya hubiera visto suficiente, y volteó la cabeza a un lado.

“Pero yo seguí a Julio esa noche y ¿no quería usted, señor, un incendio?” Eduardo había empezado a apretar los puños en las manos y movía nerviosamente los pies de un lado a otro.

“Pues lo jodiste todo.”

“Gracias, señor.”

“¿Por qué?” dijo Eddie un tanto irritado. “Lo jodiste todo completamente.”

“Por hablar, señor.” Eduardo hizo una venia, y para ese momento se encontraba tan nervioso que estaba a punto de ponerse a dar vueltas, así que lo agarré de la mano.

“Eduardo,” le susurré, “tenemos que irnos.”

“Okay Julio,” dijo y volteó a mirar a su padre antes de salir conmigo. Y aunque Trompo estaba feliz de que su padre finalmente le hubiera hablado, fue el silencio de Eddie lo que me resultaba más explícito. Nunca fui nadie como para juzgar a alguien más, no después de todas las que había hecho, pero ésta era la última oportunidad de Eddie para encontrar alguna redención. Para reconocer finalmente una parte de su vida que él había sido responsable de crear. Equivocación o no, Eduardo era su hijo, y todo lo que él quería era que Eddie lo mirara a los ojos y le dijera la verdad. Yo hubiera podido haber dicho alguna cosa. Hubiera podido decirle a Eddie que yo sabía que fue él quien incendió la casa de su amante. Que la madre de Trompo Loco se quedó en la calle por culpa suya, y enloqueció. Que podía rezar todo lo que quisiera, ir a Roma y besarle el anillo al Papa, pero que aún así no podría borrarlo. Pero me di cuenta de lo desecho que estaba Eddie y me costó todo el esfuerzo no decir nada de esas cosas. Contenerme y resistir el impulso de patearlo mientras se encontraba en el piso. En cambio, salimos de ahí. Dejando a ese hombre viejo deteriorándose en esa cafetería.