Ahora usted pasará a una lista de espera de cinco a diez años.
Por favor tenga en cuenta que su solicitud avanzará en la medida que
las unidades empiecen a quedar vacantes según su ritmo habitual.
Por favor tenga en cuenta que se hará a su debido tiempo. Gracias.
Había el rumor de una botánica en Brooklyn administrada por un babalawo que era humilde, bueno y real. Así que fui a verificarlo personalmente. La botánica era de colores vivos y me gustó. Aunque no era nada como San Lázaro y las Siete Vueltas, el lugar brillaba con resplandor propio. Cuando conocí al santero, le confesé que yo quería caminar por la “ruta de los santos” y que era sincero.
“¿Quién carajos te crees que eres?” me dijo, y me sentí un poco sorprendido de encontrar un hombre santo tan malhablado. “¿Por qué coño tendría que enseñarte la ruta de los santos? ¿Qué has hecho para probar que eres digno de conocer sus historias?” Y me gustó de inmediato.
Era real.
“No sé, sólo quiero aprender,” le dije.
“Bien, Ochá no es como la cristiandad, nosotros no se la embutimos a la gente por la garganta ni la estamos regalando como queso del gobierno a cualquiera que aparezca por aquí a pedirla.”
Ahora de verdad quería que él fuera mi padrino. Vi a Papelito en sus ojos. Aunque estaban ausentes su delicadeza, sus movimientos felinos, la manera como Papelito llenaba el espacio.
“Puedo pagar,” dije.
Lo había insultado.
“¿Plata? ¿A quién le puede importar un carajo tu plata? ¡En el Oriente, hay templos que te harían esperar años antes de abrirte las putas puertas!”
Era un hombre inmenso con manos inmensas. Tan grandes que imaginé que podría romper una guía de teléfonos por la mitad.
“Sólo quiero aprender,” repetí.
“Ah, sí. Tú quieres aprender. Bueno, ¿qué has hecho para probar que eres digno de los santos?”
Le dije que no había hecho nada.
“Entonces regresas otra puta vez cuando lo hayas resuelto y entonces tal vez te enseñe el camino. Ahora lárgate de mi botánica.”
Más tarde esa noche, Trompo Loco estaba jugando con la colección de monedas que mi padre nos había traído a los dos, y mis padres y yo jugábamos Spanglish Scrabble. Las reglas eran que tenían que ser palabras que no existieran en ninguno de los dos idiomas.
Nada de esas tonterías de spanglish de palabras mal pronunciadas por causa del acento, como grincar, que es en realidad “green card,” o soway, que es “subway.” Tampoco el cambio de códigos entre inglés y español. No, nuestras reglas eran que la palabra en spanglish tenía que ser como las palabras que mi padre inventaba continuamente.
“¡Tripiando!” La deletreó con orgullo, acomodando sus letras cuadradas, “como un viaje, ya saben, ¿estar tocado?” Algo de lo que sabía mucho en una época.
“Me suena como comer tripas,” mamá le dijo a Kesil, sentado en sus piernas. Kesil siempre se sentaba ahí. “Como comerse los intestinos del estómago. ¿Tripiando?”
Nuestras palabras eran palabras que no existían para nada. Se trataba de sándwiches híbridos elaborados con sufijos y prefijos del español manteniendo al mismo tiempo la saludable carne de la palabra en inglés acomodada en la mitad.
Mamá aceptó la palabra, cuando sonó un golpe en la puerta. Dejé el juego para ir a contestar y era el santero de Brooklyn. Me agarró del cuello y me abrazó. “¿Por qué diablos no me dijiste que Félix Camino fue tu ex padrino?” dijo, sonriendo. No sé cómo averiguó mi dirección, pero no toma mucho tiempo para que las cosas viajen en SpaHa. “Papelito también fue mi maestro,” dijo, y cuando mi madre escuchó el nombre de Papelito se levantó de la mesa.
“¿Es usted santero?” le preguntó esa noche mi madre, y cuando él le dijo que sí lo invitó a seguir. “Papelito,” dijo mi madre, a punto de hacer el más alto elogio de Papelito, “era un verdadero cristiano.” Se lo dijo a este santero de Brooklyn, cuyo nombre era Manny—su nombre en Ochá era Kimbuki—y él estuvo de acuerdo.
“Un amigo de Papelito,” dijo mi madre, “siempre es bienvenido a mi casa.”
Manny se nos unió a la mesa de la cocina, le explicamos las reglas y empezamos el juego de cero.
En realidad no era tan tarde, pero mis padres empezaron a prepararse para ir a dormir. Le dieron las buenas noches al santero, quien se preparaba también para irse. Salí con él y conversamos en el pasillo.
“Papelito me habló una vez de ti,” Manny me dijo afuera, mientras esperábamos el ascensor. “Déjame decirte algo, Julio, ese hijo de puta nunca se equivocaba.”
“¿De mí? ¿Qué te dijo de mí?”
“Que tú, Julio Santana, ibas a hacer grandes cosas. Que veía una llama en ti que nunca había visto en nadie más que hubiera conocido. Que eras definitivamente hijo de Changó. ¿Sabes lo malditamente raro que es esta mierda?”
“Yo no sabía eso.”
“Bien, además es putamente caro, ¿okay?” dijo. Igual que Papelito, Manny no negaba que había plata de por medio. “También mencionó a alguien más. Una mujer.”
“¿Maritza?”
“Sí, esa misma. Si ella quiere ser mi discípula la acepto.”
“Se fue,” le dije.
“Entonces, seremos sólo tú y yo. ¿Hasta dónde llegaste en las clases con mi padrino? ¿Hasta los collares?”
“Nada cerca de los collares,” le dije. “No muy lejos. Aún me cuesta trabajo acordarme cuál es el color que le corresponde a cada Orisha . . .”
“Mierda, no estás ni siquiera preparado para tomar Lukumí 101. Estás más bien como para un curso remedial de Lukumí.”
Sentí como si lo hubiera defraudado. Pero me aseguró que no había problema.
“Ven a verme a Brooklyn, y hablaremos de empezar con tu camino hacia la santidad.”
Me abrazó. Me dijo que él me guiaría hasta cuando yo estuviera listo para la ceremonia final del Asiento, cuando, con suerte, y si Papelito estaba en lo cierto, me convertiría en Changó. Y, como en todas las relaciones íntimas, Changó me revelaría el significado de sus historias, pero sólo si yo trabajaba en amar al Orisha. Si celebraba correctamente los rituales, Changó me llevaría a conocer los caminos de un dios. Changó me enseñaría cómo amarme a mí mismo y a todas las cosas vivientes. Mi nuevo padrino me dijo que sería un proceso lento y doloroso. Pero que yo llegaría, y cuando lo hiciera, ya no habría que encender el fuego de Changó, pues las velas del Orisha estarían dentro de mí. Sus tambores batá serían los latidos de mi corazón. Entonces yo, también, compartiría una dualidad, como la que Changó comparte con la santa católica Santa Bárbara. Como ella, yo estaría ligado para siempre, sería uno y el mismo, con un dios negro africano de las fuerza naturales: del rayo, del trueno y del fuego.
Llegó el ascensor.
Manny me abrazó una última vez, entró y se fue.
Helen no me besó ni me estrechó la mano. Llevaba puesto un ligero impermeable azul, así que no pude ver qué llevaba debajo, pero sus zapatos eran los mismos chanclos que usaba siempre. Al verla aparecer así me hizo sentir como si la primavera estuviera a la vuelta de la esquina, cuando de hecho aún estábamos en enero.
Helen se disculpó por llegar así de improviso y me preguntó cómo me iba. Le dije que bien. Me preguntó si había recibido su carta. Le di las gracias por la misma. Le dije que sus cartas siempre me hacían recordar sus manos. Delicadas y hermosas, algo misteriosas, también.
“Sólo me puedo ver contigo en sitios públicos,” dijo de repente.
“¿Cómo este pasillo?” dije, en broma.
“Sí, como este pasillo.” Sonrió ligeramente. “No confío en ti Julio. Ni en ti ni en mí. Así que ¿nos podemos ver sólo en sitios públicos?”
“Seguro,” no había ningún inconveniente de mi parte.
“Okay,” respondió, pulsando el botón del ascensor. “El Dalai Lama está en la ciudad. ¿Te interesa?”
“¿Qué si me interesa?” dije alegremente. “Contigo podría ir a mirar una pared.”
“Perfecto,” dijo, bajando los ojos, sin saber si venir a verme había sido una visita apropiada. “Perfecto, okay. Te escribiré,” dijo y llegó el ascensor.
Helen dijo buenas noches. Después entró y se fue.
El hermano Malcolm terminaba su historia brindándole toda la gloria y todo el crédito a su Dios al tiempo que achacaba todos sus errores a él mismo. Yo no soy ni de cerca alguien tan noble como lo fue él. Pero después de todo lo que me ha sucedido me siento . . . bendecido.
¿Y qué? He rebajado algunos puntos. He vivido antes en los projects y pude salir. Y volveré a salir de nuevo. Esta vez, haré las cosas bien. Esta vez, lo haré para siempre. Pensé en la carta de Helen, en la última línea. Era algo auténtico, genuino y verdadero. Papelito alguna vez me dijo que uno juega el número correcto y que nunca sale. Algunas veces juega el número equivocado por error y ése es el número ganador. Cuando pienso en Helen, comprendo por fin a qué se refería.
Y así, lleno de esperanza y claridad, volví a entrar a mi apartamento y cerré la puerta detrás de mí.