1. La novela de misterio debe tener motivaciones creíbles, tanto en la situación inicial como en el desenlace. Debe presentar acciones plausibles de gente plausible en circunstancias plausibles, teniendo presente que la plausibilidad es, en gran medida, cuestión de estilo. Eso descarta la mayoría de los finales tramposos y las llamadas historias de «círculo cerrado», en las que el personaje menos probable resulta ser el asesino, sin que nadie quede convencido. También descarta las puestas en escena demasiado complicadas, como la de Asesinato en el Orient Express, de Christie, donde toda la preparación del crimen revela una serie de coincidencias tan improbable que nadie podría creérsela. Por supuesto, aquí como en todas partes, la credibilidad es cuestión de efectos, no de hechos, y un escritor puede salir airoso con una trama que en manos de un artista inferior parecería idiota.
2. El relato de misterio debe ser técnicamente correcto en lo referente a los métodos de homicidio e investigación. Nada de venenos fantásticos ni de errores como una muerte por dosis insuficiente, etcétera. Nada de silenciadores en los revólveres (no funcionarían porque la recámara y el cañón no son continuos), nada de serpientes trepando por el cordón de la campanilla. Si el detective es un policía profesional, tiene que comportarse como tal y poseer las cualidades físicas y mentales necesarias para su trabajo. Si se trata de un investigador privado o de un aficionado, al menos, debe conocer las rutinas policiales lo suficiente como para no hacer el ridículo. El relato de misterio debe tener en cuenta el nivel cultural de sus lectores; lo que resultaba aceptable en Sherlock Holmes no se puede aceptar en Sayers, Christie o Carten Dickson.
3. Debe ser realista en cuanto a la caracterización, la ambientación y la atmósfera. Debe describir personas reales en un mundo real. Desde luego, existe un elemento de fantasía en la novela de misterio. La contracción del tiempo y del espacio representa un desafío a la probabilidad. Por eso, cuanto más exagerada sea la premisa básica, más literal y estricto debe ser el desarrollo de los hechos que se derivan de ella. Muy pocos escritores de misterio están dotados de talento para la caracterización, pero eso no significa que esta sea superflua. Los que alegan que el enigma es lo único que importa simplemente están tratando de camuflar su propia incapacidad para crear personajes y una atmósfera. Un personaje se puede crear de varias maneras: por el método subjetivo de penetrar en los pensamientos y las emociones del personaje; por el método objetivo o dramático que se utiliza en el teatro, es decir, mediante la apariencia, el comportamiento, los diálogos y las acciones del personaje; y por el método de la ficha histórica, lo que ahora se conoce como estilo documental. Esto último se aplica sobre todo a las novelas policíacas que pretenden ser tan desapasionadas y precisas como un informe oficial. Pero, por el método que sea, hay que crear un personaje si se quiere lograr algún tipo de mérito.
4. La novela de misterio tiene que tener un argumento válido, aparte del elemento de misterio. Esta idea les parece revolucionaria a algunos clasicistas, y de lo más repugnante a todos los escritores de segunda fila. No obstante, tiene sentido. Todos los libros de misterio verdaderamente buenos se leen más de una vez, algunos muchas veces. Evidentemente, eso no sucedería si el enigma fuera el único motivo de interés para el lector. Los misterios que sobreviven al paso de los años poseen invariablemente las cualidades de la buena ficción. La historia de misterio debe tener color, empuje y una razonable cantidad de energía. Se necesita una enorme destreza técnica para compensar un estilo aburrido, aunque es un truco que se ve de vez en cuando, sobre todo en Inglaterra.
5. La novela de misterio debe poseer una estructura esencial lo bastante simple como para poder explicarla con facilidad cuando llegue el momento. El desenlace ideal es aquel en el que todo queda claro en un rápido estallido de acción. Las ideas así de buenas siempre escasean, y al escritor capaz de conseguirlo una vez hay que felicitarle. La explicación no tiene por qué ser breve (excepto en el cine), y a menudo no puede ser breve. Lo importante es que tenga interés por sí misma, que sea algo que el lector esté ansioso por oír, no una historia nueva con un conjunto de personajes nuevos o irreconocibles, traídos por los pelos para justificar una trama que hace agua. No debe consistir en una simple enumeración pomposa de detalles mínimos que no se puede esperar que el lector recuerde. No existe nada tan difícil de resolver como la explicación. Si dices lo suficiente como para satisfacer al lector estúpido, conseguirás irritar al lector inteligente, pero eso se debe simplemente a uno de los problemas esenciales del escritor de misterio: que su novela tiene que atraer a un amplio sector del público lector, y no puede atraer a todos los lectores con los mismos trucos. Desde los primeros tiempos del folletín no ha existido otro tipo de ficción leído por tantas clases diferentes de personas. Los semianalfabetos no leen a Flaubert, y los intelectuales, como regla general, no leen la bazofia de moda, historia falseada disfrazada de novela histórica. Pero todo el mundo —o casi todo— lee novelas de misterio de vez en cuando, y un número sorprendente de personas prácticamente no lee otra cosa. Manejar la explicación de cara a un público de formación tan diversa plantea un problema casi insoluble. Posiblemente, excepto para el aficionado acérrimo, que lo aguanta todo, la mejor solución es la regla de Hollywood: «Nada de explicaciones, excepto sobre la marcha, y ahí hay que dejarlo». (Eso significa que toda explicación debe ir siempre acompañada por algún tipo de acción, y que debe administrarse en pequeñas dosis y no toda de una vez.)
6. El misterio debe superar al lector medianamente inteligente. Esto, y el problema de la honestidad, son los dos elementos más peliagudos de la novela de misterio. Algunas de las mejores historias policíacas de todos los tiempos no consiguen mantener a oscuras al lector inteligente hasta el final (las de Austin Freeman, por ejemplo). Pero una cosa es adivinar quién es el asesino, y otra muy distinta ser capaz de justificar la suposición mediante razonamientos. Puesto que existen toda clase de lectores, algunos de ellos adivinarán la solución mejor escondida y otros se dejarán engañar por la trama más transparente. (¿Acaso algún lector moderno se dejaría engañar por La liga de los pelirrojos, de sir Arthur Conan Doyle? ¿Acaso una investigación policial moderna pasaría por alto «La carta robada», de Edgar Allan Poe?) Pero al verdadero aficionado a las historias de misterio no es necesario, ni siquiera deseable, engañarle del todo. Un misterio semiadivinado resulta más intrigante que el que mantiene al lector completamente perdido. Es saludable para la autoestimación del lector que vislumbre algo a través de la niebla. Lo esencial es que al final quede un poco de niebla para que el autor la despeje.
7. La solución, una vez revelada, debe parecer inevitable. Por lo menos, la mitad de las novelas de misterio publicadas violan este principio. Sus soluciones no solo no son inevitables, sino que están descaradamente trucadas, porque el autor se dio cuenta de que su asesino original resultaba demasiado aparente.
8. La novela de misterio no debe pretender hacerlo todo a la vez. Si se trata de un enigma que se desarrolla en un clima mental frío, no puede ser a la vez una historia de aventuras violentas o de pasiones encendidas. Una atmósfera de terror destruye el pensamiento lógico. Si la historia versa sobre las intrincadas presiones psicológicas que impulsan a la gente a cometer un asesinato, no puede incluir al mismo tiempo los análisis desapasionados del investigador profesional. El detective no puede ser un héroe y una amenaza al mismo tiempo; el asesino no puede ser a la vez una víctima atormentada de las circunstancias y un villano despreciable.
9. La novela de misterio debe castigar al criminal de un modo u otro, aunque no necesariamente por medio de los tribunales de justicia. En contra de la opinión popular, eso no tiene nada que ver con la moralidad. Forma parte de la lógica del género. Sin ello, la historia sería como un acorde musical sin resolver. Dejaría una sensación de irritación.
10. La novela de misterio debe ser aceptablemente honrada con el lector. Eso se dice siempre, pero pocas veces se captan todas las implicaciones. ¿Qué se entiende por honradez en este contexto? No basta con presentar los hechos. Hay que presentarlos honradamente, y debe tratarse de hechos a partir de los cuales se pueda razonar. No solo no se deben ocultar al lector pistas importantes (o cualquier clase de pistas); tampoco hay que distorsionarlas con un falso énfasis. Los hechos sin importancia no deben presentarse de manera que parezcan trascendentales. Sacar deducciones de los hechos constituye el oficio del detective, pero este debe revelar sus pensamientos lo suficiente como para que el lector pueda pensar con él. Según la teoría básica de la literatura de misterio, en algún momento del desarrollo el lector debería ser capaz —suponiendo que posea la sagacidad necesaria— de cerrar el libro y revelar la esencia del desenlace. Pero eso implica más que el simple conocimiento de los hechos; implica que el lector corriente debe poder sacar conclusiones acertadas de esos hechos. No se le pueden exigir al lector conocimientos especializados y raros, ni una memoria privilegiada para los detalles insignificantes. Si esas cualidades fueran necesarias, es que no se le han dado al lector los materiales para la solución, sino solo los paquetes sin abrir.
Disimular la pista importante en una maraña de charla sin sentido es un truco admisible cuando el desarrollo de la historia ha creado la suficiente tensión como para poner al lector en guardia. Si el lector tiene que saber tanto como el doctor Thorndyke para resolver un misterio, es evidente que no podrá resolverlo. Si la premisa de Trent’s Last Case, de E. C. Bentley, es plausible, entonces la lógica y el realismo no significan nada. Si la hora exacta en que se cometió el crimen está falseada porque resulta que la víctima era hemofílica, no se puede esperar que el lector baraje los hechos inteligentemente mientras no se le informe de la hemofilia; en cuanto se entera (me estoy refiriendo a Un cadáver para Harriet Vane, de Dorothy Sayers) el misterio desaparece, porque las coartadas ya no se refieren a las horas precisas.
Evidentemente, peor aún que un truco es hacer que el detective resulte ser el criminal, ya que el detective, por tradición y definición, es el que busca la verdad. El lector cuenta siempre con la garantía implícita de que el detective es de fiar, y por supuesto esa regla se aplica también a todo narrador en primera persona o a cualquier personaje desde cuyo punto de vista se cuenta la historia. La ocultación de datos por el narrador como tal, o por el autor que finge estar exponiendo los hechos tal como los ve un determinado personaje, constituye una flagrante falta de honradez. (Por dos razones, nunca me he sentido indignado por la violación de esta regla en El asesinato de Roger Ackroyd, de Agatha Christie: 1) el engaño está explicado con mucho ingenio, y 2) toda la construcción del relato y la presentación de los personajes dejan claro que el narrador es el único asesino posible, de modo que para un lector inteligente el desafío del relato no es «¿Quién fue el asesino?», sino «Mírame bien y cógeme si puedes».)
A estas alturas, debe resultar evidente que todo el asunto de la honradez es cuestión de intención y énfasis. El lector espera que le despisten, pero no que se burlen de él. Cuenta de antemano con malinterpretar alguna pista, pero no porque le falten conocimientos de química, geología, biología, patología, metalurgia y media docena de ciencias más, todas a la vez. Cuenta con pasar por alto algún detalle que luego resultará importante, pero no a cambio de tener que recordar mil trivialidades que no tienen ninguna importancia. Y si, como sucede en algunos relatos de Austin Freeman, la prueba decisiva depende del conocimiento científico, el lector espera que el criminal sea descubierto por un cerebro sagaz pero normal, aunque se necesite al especialista para demostrar su culpabilidad.
Naturalmente, existen engaños sutiles que son intrínsecos al género. Creo que fue Mary Roberts Rinehart quien comentó en cierta ocasión que lo importante de una historia de misterio es que contiene dos historias en una: el relato de lo que sucedió y el relato de lo que parecía haber sucedido. Puesto que siempre existe una ocultación de la verdad, debe existir algún medio de llevar a cabo dicha ocultación. Todo es cuestión de grado. Algunos trucos resultan ofensivos por su descaro y porque, en cuanto se descubren, no queda nada. Otros se aceptan con agrado porque son insidiosos y sutiles, como una visión fugaz cuyo significado no queda claro, aunque uno sospecha que no es agradable. Por ejemplo, podríamos acusar de sutil deshonestidad a todas las narraciones en primera persona, por su apariencia de franqueza y su capacidad de suprimir los razonamientos del detective mientras describe con toda claridad sus palabras y acciones, y muchas de sus reacciones emotivas. Tiene que llegar un momento en el que el detective ha llegado a una conclusión y no le comunica esa información al lector; un momento (que muchos veteranos reconocen sin dificultad) en el que de pronto el detective deja de pensar en voz alta y cierra con mucha suavidad la puerta de su mente en las narices del lector. En los viejos tiempos, cuando el público aún era inocente y había que pegarle en la cara con un lenguado podrido para que se diera cuenta de que algo olía mal, el detective solía hacerlo diciendo, por ejemplo: «Muy bien, estos son los hechos. Si les dedican la suficiente atención, estoy seguro de que se les ocurrirán muchas posibles explicaciones para esos extraños sucesos». En la actualidad se hace con menos aparato, pero el efecto de puerta que se cierra es igual de inconfundible.
Para liquidar el tema, convendría añadir que la cuestión del juego limpio en un relato de misterio es puramente profesional y artística, y carece por completo de implicaciones morales. Lo importante es si se logró desorientar al lector sin quebrantar las reglas del juego o se le pegó un golpe bajo. La perfección es imposible. La franqueza absoluta acabaría con el misterio. Cuanto mejor sea el escritor, más lejos llegará con la verdad y más sutilmente disimulará lo que no puede contarse. Y ese juego de habilidad no solo carece de reglas morales, sino que sus reglas de actuación están cambiando constantemente. Es preciso que sea así; el lector se vuelve más penetrante a cada minuto que pasa. Puede que en tiempos de Sherlock Holmes, si el mayordomo rondaba frente a la ventana de la biblioteca con una bufanda tapándole la cabeza se le considerara sospechoso. Hoy día, ese modo de comportarse le libraría instantáneamente de toda sospecha. Y es que el lector contemporáneo no solo se niega de antemano a seguir ese tipo de fuegos fatuos, sino que se mantiene en constante alerta frente a los esfuerzos del autor por hacerle fijarse en las cosas que no importan y pasar por alto las importantes. Todo lo que se trata a la ligera despierta sospechas, cualquier personaje no mencionado como sospechoso resulta sospechoso, y todo lo que hace que el detective se muerda las puntas del bigote y adopte una expresión seria es descartado por el lector avisado como cosa sin importancia. Muchas veces, a ese escritor concreto le parece que el único método honrado y eficaz que queda para engañar al lector consiste en hacer que el lector ponga a trabajar su mente en el problema que no es, algo así como hacerle resolver un misterio (ya que es casi seguro que va a resolver algo) que le dejará en una vía muerta, porque su relación con el problema principal es solo tangencial. E incluso para eso hay que hacer algunas trampas aquí y allá.
1. No se puede escribir un relato de misterio perfecto. Siempre hay que sacrificar algo. Solo se puede ser fiel a un principio fundamental. Esa es mi principal queja contra el relato deductivo. Su principio fundamental es algo que no existe: un problema que resista al tipo de análisis que un buen abogado aplica a un problema legal. No se trata de que esas historias no sean intrigantes, sino de que no tienen manera de compensar sus puntos flacos.
2. Se ha dicho que «a nadie le importa el cadáver». Eso es una tontería, pues se está prescindiendo de un elemento valioso. Es como decir que el asesinato de tu tío te importa lo mismo que el asesinato de un desconocido en una ciudad en la que nunca has estado.
3. Un serial de misterio casi nunca equivale a una buena novela de misterio. El efecto de los finales de capítulo depende de que uno no disponga del siguiente capítulo. Cuando se juntan todos los capítulos, los momentos de falsa tensión resultan simplemente molestos.
4. La trama amorosa casi siempre debilita el misterio, porque introduce un tipo de tensiones que son antagónicas a los esfuerzos del detective por resolver el problema. Complica la situación y, en nueve de cada diez casos, elimina, por lo menos, a dos sospechosos utilizables. El único tipo de trama amorosa eficaz es la que genera un peligro personal para el detective... pero que, al mismo tiempo, uno sabe instintivamente que será episódica. Un buen detective nunca se casa.
5. La paradoja de la novela de misterio es que, aunque su estructura casi nunca se sostiene bajo el atento escrutinio de una mente analítica, atrae precisamente a ese tipo de mentes, más que a otras. Por supuesto, siempre está el lector sediento de sangre, y el que se interesa por los personajes, y el que busca experiencias sexuales de segunda mano. Pero todos estos lectores juntos apenas representarían una pequeña minoría en comparación con el tipo de gente avisada a la que le gusta las historias de misterio, precisamente por sus imperfecciones.
Hay que decir que se trata de un género que jamás se ha pulido del todo, y los que han profetizado su decadencia y caída se han equivocado precisamente por esa razón. Puesto que el género jamás se ha perfeccionado, tampoco ha quedado fijado. Los académicos nunca le han puesto encima sus manos muertas. Sigue siendo fluido, demasiado variado para clasificarlo fácilmente, ramificándose en todas direcciones. Nadie sabe con exactitud qué hace que funcione, y no posee ninguna cualidad concreta que no falte en ninguno de los mejores ejemplos. Ha producido más arte malo que ningún otro tipo de ficción, con la posible excepción de las novelas de amor, y, probablemente, más arte bueno que ningún otro género que goce de similar aceptación.
6. Enseñadme un hombre o una mujer que no soporte las novelas de misterio y yo os enseñaré un tonto, un tonto mañoso, quizá, pero un tonto al fin y al cabo.