Sameena


Sameena se sobresalta cuando un perro ladra afuera. La punta del portaminas se rompe.

Mierda. Sameena lo tira y quiere echarse a llorar. Quiere salir con sus amigos o esquiar o hacer lo que el resto de estudiantes está haciendo ahora mismo. En lugar de eso, sus padres insisten en que tiene que quedarse en su cuarto terminando los deberes. Tal y como lo ha estado haciendo todos los días desde que empezaron las vacaciones.

Arruga el papel y lo tira a la rebosante papelera junto a su escritorio. Se supone que son vacaciones de Navidad. Puede que esta no sea su lengua nativa, pero cuando empezó a aprenderla comprendió que vacaciones significa lo mismo que días libres. Quizá en lugar de dar tarjetas caseras a los profesores por Navidad debería haberles regalado un diccionario, porque la cantidad de trabajo en su mesa deja claro que se han olvidado de la definición.

—Sameena, ¿tienes todo listo para que compruebe tu trabajo?

La voz de su padre la hace resoplar. Desearía haber terminado. Sus primos ya habrán acabado. Son los inteligentes. «Pero yo soy la que le ha tocado a mis padres y no me puedo concentrar con esos perros ladrando. Ojalá parasen. Quizá entonces sería capaz de pensar».

—¿Sameena? —La puerta se abre y su padre entra—. ¿Preparada?

Se aguanta las ganas de llorar y le ofrece a su padre una gran sonrisa.

—Todavía estoy trabajando. Quiero hacer también algunos de los problemas voluntarios. Solo para ver si soy capaz de hacerlos.

—Claro que puedes, Sameena. —Él no devuelve la sonrisa—. Simplemente necesitas aplicarte. Si trabajases más y pasases menos tiempo durmiendo, escuchando música y hablando con tus amigos por ordenador, ya habrías terminado tus deberes.

—Estoy estudiando, papá. —Cada día. Todo el día. Incluso cuando sus padres piensan que ha apagado las luces y se ha ido a dormir. Y aun así no entiende nada.

—Bien. Quiero ver un diez en las notas de este semestre. Lo necesitas después del año pasado. No puedes esperar entrar en las mejores universidades si no tienes las mejores notas.

La puerta se cierra como punto y final del discurso, aunque no sea necesario. Lo sabe. Lo escucha cada día. Que tiene que trabajar. Ser inteligente. Pero no lo es.

Sameena coge el lápiz y empieza de nuevo. Los ladridos de los perros suenan cada vez más fuertes a la vez que ella borra frenéticamente. No consigue resolver la ecuación. Cierra los ojos, respira profundamente y empieza otra vez. La mina vuelve a romperse cuando uno de los perros de al lado aúlla.

Arruga el papel, lo tira al suelo e intenta concentrarse. Todo lo que tiene que hacer es centrarse y podrá terminar la tarea. Su padre no se enfadará. No le tendrá que decir que no es lista. Que está en el nivel de clases equivocado. Que sus profesores lo saben. Saben que él siempre corrige sus deberes. Todos lo saben.

Esos malditos perros. Ojalá dejasen de ladrar. Podría concentrarse. Mejoraría.

—Parad.

Respira.

—Parad.

Concéntrate.

Una lágrima cae sobre la página a la vez que ella vuelve a borrar. Ojalá hubiera una forma de hacer que el ruido se detuviese. Necesita que esos perros se callen. Quizá esa página pueda ayudarla a encontrar la manera.