—Dame un minuto, papá.
Cálmate. No hay prisa. El padre de Sydney insiste en salar las aceras y las zonas de garaje de las casas que representa cada fin de semana.
—Si no se presta atención se pierden oportunidades. Nunca sabes cuándo un posible comprador conducirá por delante y después llamará para visitarla.
Algo que, hasta el momento, nunca ha pasado. Pero cada sábado por la mañana salen y se aseguran de que todas las casas estén preparadas para la supuesta gente que querrá verlas. Su padre dice que es un buen negocio, pero se equivoca. Los buenos negocios dan dinero y, por lo que Sydney tiene entendido, su padre no ha cobrado desde principios de diciembre. Pero Sydney sí.
Saca del bolsillo trasero el sobre que encontró bajo una pila de tablas al lado del cobertizo. Justo donde D.E.S.E.O. dijo que estaría. Quinientos dólares. No es una mala paga por el trabajo que le pidieron hacer. Y debería haber más en camino ahora que ya ha terminado su tarea más reciente, y todavía más si las cosas funcionan como Sydney espera.
Sydney apaga su ordenador y guarda el sobre de dinero en el cajón con su cuchillo.
—Vamos, Sydney —dice su padre—. El tiempo es dinero.
Sí. Sí, lo es. Sonríe mientras cierra el cajón con llave. Al contrario que su padre, él planea ganar dinero. Mucho. Sin importar cómo.