Sydney


Sydney cierra con cuidado la puerta de casa para no despertar a nadie. El calor de la estancia penetra en su cuerpo y sus dedos helados. El parte meteorológico que miró el lunes decía que esta semana iba a ser más cálida que la pasada.

Claro que sí.

Por supuesto, el meteorólogo se puede permitir errores. Al fin y al cabo, no es él el que se está helando con este tiempo. Y tampoco es que lo vayan a echar de la televisión. Lo cual demuestra lo injusta que es la vida. Ojalá el padre de Sydney se hubiera decantado por la meteorología en vez de dejar su trabajo de seguridad informática para llevar su propia agencia inmobiliaria. Aunque, para ser justos, durante un tiempo había ido bien. O eso es lo que todo el mundo dice. Entonces la burbuja explotó y con ella su familia. ¡Hurra por el sueño americano! Donde todos pueden terminan jodidos si se dejan la piel currando lo suficiente. Y su madre se pregunta por qué no se muere por estudiar informática en la universidad, o por entrar en el ejército para tener una carrera en comunicaciones o cualquier otra mierda de esas. Como no echó ninguna solicitud para la universidad, el orientador del instituto le pidió que no descartara del todo la opción del ejército. Todavía no les ha dicho que se vayan a paseo. Según su padre, trabajar para el gobierno tiene sus ventajas, porque siempre hay puestos que cubrir. Tiene sentido porque el gobierno se imprime su propio dinero. Pero aunque le atrae la idea de presumir de puntería con las armas, acatar órdenes durante el resto de su vida no le llama en absoluto. Ya lo hace bastante ahora, aunque eso está a punto de cambiar. A los dieciocho años su vida está empezando y tiene planeado sacarle el máximo provecho.

Ahora que casi puede volver a sentirse las orejas, se quita los guantes, expulsa aire caliente entre sus manos y flexiona los dedos. Mejor. Todavía están entumecidos, pero al menos ahora puede moverlos.

Se descuelga la mochila del hombro, la coloca sobre el banco que hay junto a la puerta principal y se sienta al lado. Le lleva tres intentos quitarse las botas, pero por fin sus pies son libres. Gracias a Dios. Una ducha caliente servirá para descongelarlos. Coloca las botas y el abrigo en su sitio, para que así su madre no le regañe por la mañana. El ciervo que cuelga en el garaje tras la lancha probablemente le sume puntos, pero cree que debería guardarse ese as bajo la manga. Uno nunca sabe cuándo va a necesitar una carta «salga de la cárcel, gratis», sobre todo con lo que va a ocurrir. 

Recoge la mochila, atraviesa la casa totalmente en silencio y baja al sótano. Quiere ducharse y dormir, pero todavía se encuentra muy nervioso. Antes necesita relajarse un poco.

Sopla entre sus manos otra vez y enciende el portátil. Mientras espera a que se cargue, mete la mano en la mochila y saca el viejo cuchillo de caza de su abuelo. Tras coger un trapo, comienza a limpiar la hoja tal y como su abuelo le enseñó, aunque ya ha limpiado la sangre en el garaje. Con cuidado, Sydney guarda el cuchillo en el cajón de su escritorio. Lo guarda en la cajita que ha fijado bajo la mesa y lo cierra con llave. No quiere que nadie se haga daño sin querer. Sería una mierda y la situación ya es bastante mala.

Ahora que el ordenador ya se ha encendido, introduce la contraseña y se pone a trabajar. Teclea rápido mientras navega por varias páginas y sonríe. Es fascinante. Este sitio es muy, muy interesante. Decide que no le importa acatar unas cuantas órdenes cuando sucede algo tan alucinante. Se recuesta en la silla y flexiona los dedos, que por fin han entrado en calor, e intenta decidir qué es lo que desea. 

La respuesta es sencilla. Dinero. ¿No es esa siempre la respuesta? Ahora solo tiene que pensar en cuánto necesita.