Capítulo IV
El desierto

1

Salimos del depósito de Sidi-bel-Abbès con la misma alegría que la de los muchachos cuando acaban la escuela. Resultaba liberador que pudiésemos salir de la monotonía que vivíamos hasta entonces. Aquella alegría se mezclaba con la idea de que me iba antes de que Isobel pudiese visitar Argelia y que, junto al futuro incierto que me aguardaba, las noticias que me llegarían de ella serían a cuentagotas.

La noche antes de nuestra partida le escribí una larga carta en la que le confesaba todo el amor que sentía con ella y le dije que estaba absolutamente seguro de que volvería a verla; pero, de todos modos, le rogaba que no malgastase su juventud con mi recuerdo, pues cuando ya hubiese pasado un año sin noticias mías sería porque indudablemente habría muerto.

Luego hice los preparativos necesarios y, cargado como un animal, acudí a la formación del patio del cuartel de Sidi-bel-Abbès.

Con la carga a nuestras espaldas y un montón de cartuchos, atravesamos las puertas mientras sonaban los acordes de la banda que venía con nosotros. Tocaban la marcha de la Legión, la cual solo se oye cuando los soldados de verdad están de servicio y marcha.

Poco nos importaba el lugar a donde íbamos. Sabíamos que la marcha sería pesada y tal vez mortífera, pero eso no nos preocupaba. Y, o bien marcharíamos y combatiríamos como batallón, o nos dividirían en compañías y en secciones y en puestos avanzados del desierto, en donde estaríamos en contacto con nuestros enemigos, ya fuesen tuaregs, tribus rebeldes de árabes, moros yihadistas o fanáticos senusis.

Era posible que tomásemos parte en alguna campaña de conquista que extendiese el dominio francés al lago Chad o hasta Tombuctú. Quizás también invadiésemos y conquistásemos Marruecos de una vez.

Nos entreteníamos por el camino con varias canciones, desde Voila du Boudin, a la Casquette de Père Bougeaud, Pan, pan l’Arbi, Des marches d’Afrique, Pere Brabafon, Soldats de la Légion, junto a otras marchas populares de los regimientos.

Michael, Digby y yo formábamos un grupo de cuatro con Maris y nos seguían Hank, Buddy, St. André y Schwartz. Por la noche compartíamos la tiendecita, la cual armábamos en minuto y cuarto con la tela y los largueros que llevamos.

Dormíamos sobre nuestros abrigos, usando la mochila de almohada y con los rifles encadenados a la muñeca.

Cumplíamos nuestro deber con buen ánimo, a pesar de las fatigas de la marcha y de la escasez de agua, de arroz, de macarrones, de pan y de verdura. Pero, por lo demás, estábamos todos muy bien.

Al llegar a Ain-Sefra para descansar y tomar provisiones, supimos que en el Sahara reinaba bastante agitación. Desde Ain-Sefra marchamos hacia Douargala, en donde se concentraba una fuerza considerable, y al salir de allí tomamos el camino hacia el Sur. Al cabo de bastantes días y después de interminables marchas por el desierto, el batallón se encontró en una línea de oasis, entre los cuales se comunicaba por medio de patrullas montadas en camello.

Fue en El Rasa, el extremo de aquella cadena del oasis, cuando nuestra compañía se puso en contacto con los árabes y nos dimos cuenta por primera vez de lo que era la guerra en el desierto.

Los gourniers árabes se presentaron un día al amanecer con la noticia de que habían visto las hogueras del campamento de una gran harca de tuaregs, a unas veinte millas hacia el Sur.

2

Por fin entramos en contacto con el enemigo, lo cual nos alegró, a pesar de que dentro de poco tuviésemos que luchar por defender nuestras vidas.

El teniente Debussy mandó a una pequeña fuerza de reconocimiento al mando del sargento mayor Lejaune. Nuestra escuadra fue la elegida para este cometido y, después de media hora de que llegasen los goumiers, avanzamos en guerrilla hacia el lugar de donde habían venido. Andábamos sobre aquel infernal desierto, precedidos por nuestros exploradores, que también se desplegaban a derecha y a izquierda.

No había duda alguna de que el sargento mayor Lejaune tenía grandes dotes de mando, hasta el punto de que imaginé que podríamos haber sido buenos amigos si no fuese tan odioso.

Hicimos un alto en la cima de una colina rocosa y allí nos tendimos todos, a excepción de Lejaune y de los exploradores que había mandado. Tenía yo la orden de observar a uno de ellos e informar de todos sus movimientos. No dejé de vigilarlo hasta que me dolieron los ojos y me vi obligado a cerrarlos.

Al abrirlos de nuevo vi que se arrastraba retrocediendo y que luego echó a correr. De pronto se detuvo e hizo una señal para indicar que el enemigo estaba a la vista.

Inmediatamente después de que lo supo Lejaune, mandó a un hombre llamado Rastignac para que se dirigiese corriendo a una cima situada a la izquierda de nuestra retaguardia, y un momento después nosotros lo seguimos y desfilamos por el borde de la meseta.

Esperamos allí escondidos, y poco después nuestro enviado apareció en las rocas y disparó.

Con gran sorpresa vi entonces que nuestros exploradores se retiraban y echaban a correr, pero no hacia nosotros, sino en dirección a él; y un minuto o dos más tarde vi algo blanco que resplandecía junto a una duna lejana.

Después de llegar hasta el hombre que disparaba desde lo alto de la roca, los exploradores abrieron fuego contra unas figuras montadas en camellos que aparecieron a gran distancia. Nosotros no recibimos orden alguna, a excepción de permanecer ocultos todo lo que pudiésemos.

Pronto aumentó el número de árabes y su grito de amenaza llegó a nuestros oídos como el rugido del oleaje: «Ul-ul ul-ul-ul ulah Akbar».

Cuando se acercaban, algunos de nuestros exploradores abrieron fuego rápidamente. A unos mil metros de distancia veíamos caer de vez en cuando algún camello o alguna figura vestida de blanco que se quedaba inmóvil en la arena.

La harca de los árabes se acercó corriendo a toda velocidad con sus camellos y los jinetes empezaron a disparar desde las sillas, mientras otros blandían sus espadas o sus lanzas.

El pequeño grupo de exploradores seguía disparando sin cesar contra ellos, hasta el punto de que muy pronto todas las balas fueron a dar en el blanco.

Yo estaba muy excitado y tuve que contenerme, porque, de lo contrario, no podría acertar al blanco en cuanto nos llegase nuestro turno de intervenir.

Entonces observé con gran asombro que los exploradores se retiraban. Uno tras otro iba hacia atrás y hacia la derecha, pero al instante el pequeño grupo pudo volver a disparar desde su nueva posición, más cerca de nosotros y a nuestras espaldas. Los árabes clamaron y dieron la vuelta hacia su izquierda, mientras muchos de sus hombres caían por nuestros disparos.

Yo apenas podía estarme quieto, preguntándome cuánto duraría aquella lucha tan desigual. Ninguno de los exploradores había sido herido hasta entonces, pero pronto se verían agobiados por el número de los enemigos.

Entonces aquel puñado de legionarios se puso en pie como si fuesen un solo hombre; les dieron la espalda a los árabes y echaron a correr en dirección a un montículo de arena que había a nuestra retaguardia. La harca árabe dio un grito de furia y de triunfo a la vez y modificó su camino para caer sobre su presa.

Entonces el sargento mayor Lejaune se puso en pie sobre una roca y, como si todavía estuviésemos en las sesiones de entrenamiento, dio la orden. Al instante todo aquel grupo de árabes fue alcanzado por nuestros fusiles de repetición a una distancia menor de cincuenta metros.

Con toda la rapidez que nos fue posible seguimos disparando contra aquella masa de enemigos, que se detuvo en seco, atacó, se retiró y luego huyó dejando sobre la arena a más de la mitad de los suyos.

Pero ni la mitad de estos había muerto aún, de modo que la matanza se convirtió muy pronto en una lucha cuerpo a cuerpo, con árabes en pie, indefensos y muy conscientes de la muerte que les esperaba, tan solo deseaban alcanzar el paraíso y la remisión de sus pecados con la muerte del mayor número posible de infieles.

Entonces Lejaune dio la orden: «¡Saquen la bayoneta!». Y pronto tuvimos que realizar un ataque con la bayoneta contra los árabes armados con espada. Todavía se proponían resistir tras aquel golpe. Nuestro ataque les hizo retroceder y obligó a huir a los supervivientes, pero entonces Lejaune hizo que dispararan contra ellos. Y así es como, tras media hora de haberse avistado al enemigo, los únicos árabes que quedaban eran los que yacían en el valle: los mismos que habían sido engañados y atraídos por nuestros exploradores.

Toda aquella maniobra había sido digna de ver, y hablaba muy bien en favor de Lejaune y del que mandó a los exploradores. Este último, un tal Gontran, fue ascendido a cabo y el sargento mayor Lejaune ascendió a jefe de batallón.

En aquel combate los árabes debieron perder más de un centenar de hombres y nosotros tan solo tuvimos tres muertos y cinco heridos. Aquella fue mi primera experiencia con las armas y la primera vez en que derramé sangre humana. Logré matar a uno con la bayoneta y me parece que a otros tres con el fusil.

No resulté herida y lo mismo les ocurrió a mis hermanos y a todos nuestros amigos.

Después de enterrar a nuestros muertos y hacer desaparecer cualquier señal de sus tumbas, nos retiramos lentamente hacia El Rasa para dar parte de lo sucedido, muertos de cansancio y, sin embargo, muy satisfechos de nosotros mismos.

3

Al día siguiente tuvo lugar la batalla de El Rasa, en la cual nuestro batallón defendió el oasis contra un gran número de enemigos, hasta que vino a socorrernos la brigada. Los árabes comprendieron entonces lo que podían hacer los cañones de tiro rápido de la artillería de montaña cuando tienen un blanco tan grande y a una multitud de enemigos montados en camellos y en caballos avanzando en masa por una llanura.

Mi papel en aquella batalla se limitó a permanecer detrás del tronco de una palmera y disparar contra todos los enemigos que se tuviese a la vista, de modo que no tengo ninguna aventura que relatar. Era como si me hubiese pasado el día haciendo tiro al blanco.

En cambio, vi cargar a la caballería de dos escuadrones de espahís contra un número de jinetes árabes infinitamente mayor, quienes, después de haber sufrido el fuego de la artillería, dudaron si realizar el ataque contra la infantería que rodeaba el oasis. Fue un espectáculo emocionante e inolvidable.

Después de la victoria de El Rasa, la brigada se encaminó hacia el suroeste y nosotros la precedimos. Las semanas siguientes no fueron más que una pesadilla a base de marchas continuas que terminaron en otra pesadilla aún peor cuando nos quedamos para guarnecer el puesto avanzado de Zinderneuf. Fue allí donde tuvimos la desgracia de separarnos de Digby y de muchos de nuestros amigos, incluyendo a Hank y Buddy.

Fueron a formar parte de la escuela de infantería montada de Tanout-Azzal, donde les enseñarían a tratar a las mulas y a convertirse en jinetes para así aumentar la marcha de los legionarios. De este modo una compañía de legionarios tenía tanta facilidad de movimientos como un escuadrón de caballería.

Para Michael y para mí fue un golpe la separación de nuestro hermano y de nuestros mejores amigos, Hank y Buddy.

Sin embargo, estábamos seguros de reunirnos con ellos tarde o temprano y no nos quedaba otro recurso que el de tener fe y poner buena cara ante este y otros contratiempos, y ante todas las desdichas que nos sucedieron en el fuerte de Zinderneuf.