El segundo día, en Oslo
Sin interrumpir su exposición, Ekaterina echó una ojeada al reloj de pared del aula. Quedaba un cuarto de hora para el final de la clase. Una clase que podía recitar de memoria, pero ese día no tenía ganas de enseñar. Había pensado en poner a trabajar a sus alumnos, repartirles una copia del esquema y pedirles que identificaran el lugar al que correspondía. Pero, para ello, habría tenido que explicarles por qué les asignaba esa tarea en lugar de impartirles la clase que esperaban. Además, se habría expuesto a revelar sus actividades paralelas. La aguja grande saltó de menos cuarto a menos diez, el viejo reloj avanzaba a saltos de cinco minutos. De pronto, Ekaterina calló. Dejó transcurrir el tiempo suficiente para que los alumnos se extrañaran de su silencio. Siguió un momento incómodo, que se tradujo primero en un intercambio de miradas, seguido de un murmullo, interrumpido por una joven sentada en la primera fila que preguntó con voz traviesa:
—¿Se encuentra bien?
Ekaterina inspiró hondo y, por primera vez en su carrera, dejó a un lado la lección para interpelar a sus alumnos.
—Ayer —empezó—, ante una asamblea diez veces más numerosa que esta, el presidente de Estados Unidos se dirigió a los estudiantes. Sí —suspiró—, en nuestros días los políticos vienen a hacer campaña hasta en las universidades. Después de todo, ¿por qué no? El dirigente de la mayor nación del mundo libre expuso su programa: levantar un muro de hormigón y de acero en la frontera con México, en lugar de construir escuelas y hospitales; prohibir el aborto; y devolver a sus países a los solicitantes de asilo —criminales, según él—. Desdeñando a la ciencia, se burló del calentamiento global. El presidente concluyó su exuberante diatriba con un precepto : «América primero», un pensamiento profundo que puede resumirse como sigue: despreciar la suerte de los demás y del planeta para no pensar más que en uno mismo. Lo más increíble no son las barbaridades que profirió, sino el hecho de que los estudiantes lo aclamaran y se precipitaran a que les firmara un autógrafo un hombre que se jacta de poder abatir a un viandante a plena luz del día en la Quinta Avenida sin que su popularidad se vea afectada. Este presidente ha sido condenado por la Cámara de Representantes por un delito de abuso de poder y corrupción. Lo que me interesa hoy, puesto que se dirigía a jóvenes de una edad similar a la de la brillante asamblea a la que me dirijo yo ahora mismo, es comprender lo que puede llevar a unas mentes, vírgenes aún de toda lucha, a adherirse a esa falta de humanidad. En otras palabras, ¿cómo ha podido el odio arrasar ya a esa juventud?
Ekaterina observó a sus alumnos para ver quién era el primero en aventurarse a responderle.
La joven que se había extrañado del silencio prolongado de su profesora se levantó y sugirió:
—¿Por patriotismo?
—No —contestó Ekaterina con firmeza—. El patriotismo es el amor a la patria; el odio a las demás naciones es nacionalismo.
—¿Por adoctrinamiento? —propuso un alumno sentado en la tercera fila.
—El adoctrinamiento es una consecuencia, no una causa. Pero podríamos formular el problema de otra manera: ¿por qué esos estudiantes se adhieren a la doctrina que se les propone cuando esta desafía los valores humanos más elementales?
Una tercera alumna se levantó, miró de arriba abajo a los presentes y anunció fríamente:
—La respuesta es simple: por una necesidad de pertenencia. Solos, nos sentimos débiles y vulnerables, el grupo nos da fuerza y razón de ser.
Ekaterina le pidió que fuera más precisa.
—La horda —contestó su vecino—. Esos estudiantes formaban una horda, vociferante y aterradora para cualquiera que hubiera querido sustraerse a ella. Para existir, la horda ha de tener un enemigo al que convertirá en su presa. Los nazis designaron a los judíos, mediante una buena dosis de propaganda y de desinformación, como responsables de todos los males de Alemania y cohesionaron así al pueblo, alimentándolo con odio. El presidente estadounidense recurre a esos mismos métodos, cohesionando a los olvidados, a los extremistas, a los fundamentalistas religiosos, a los oligarcas, a todos los que se benefician de sus favores.
Al dar las doce, el reloj interrumpió al alumno. Ekaterina recogió sus papeles, la clase había terminado. La asamblea se dispersó en un barullo que la dejó pensativa. ¿Cuántos de sus alumnos respaldarían las ideas de las corrientes populistas que no dejaban de crecer, cuántos de ellos se disponían a integrarse en ellas para sentirse unidos y fuertes en sus movimientos de odio?
Al salir del aula, Ekaterina fue a sentarse a la sombra, en los escalones de la fuente. Dedicó su pausa para almorzar a tratar de averiguar dónde tendría lugar el ataque y cómo impedirlo. Cada curso, inauguraba sus clases insistiendo en el papel del método en todo proceso de aprendizaje.
Aplicando ese principio a sus propias reflexiones, comparó el esquema robado del móvil de Vickersen con los planos aéreos de la ciudad que había cuadriculado metódicamente, sin éxito hasta entonces.
Vio a dos de sus alumnos salir de la cafetería. Magnus y Andrea eran inseparables, nadie alcanzaba a saber si eran pareja o solo amigos. La saludaron y siguieron andando hacia la biblioteca. Tras un segundo de vacilación, Ekaterina se llevó dos dedos a la boca para emitir un silbido, lo bastante fuerte para que se volvieran, extrañados, y comprendieran que los invitaba a reunirse con ella.
Les indicó con un gesto que se sentaran a su lado en los escalones de la fuente.
—¿Por qué nos ha contado todo eso hace un rato? —preguntó Magnus.
—Pues no sé —mintió Ekaterina—. ¿Os ha chocado?
—Sí, y creo que ha hecho bien. ¿Cuál era la respuesta acertada? —preguntó Andrea.
—Hmm —masculló Ekaterina, que tenía otras preocupaciones en la cabeza—. La comparación con el adoctrinamiento de los nazis era tentadora, pero no pertinente. El presidente de Estados Unidos no ha llegado aún a ese punto. Se ha erigido en héroe de su propia dramaturgia y ha convertido la vida política estadounidense en una especie de ficción de la que él es la estrella. Aviva las frustraciones y las transforma en indignación, para hacer uso de ella. Parte de la población se siente ya libre de todo tabú moral y lo idolatra por ello. Pero, si bien su narcisismo y su falta total de empatía lo fortalecen dentro de sus fronteras, el papel de Estados Unidos en el mundo se ha debilitado.
Y, antes de que Andrea o Magnus le hicieran otra pregunta —el que no arriesga no gana—, les alargó las fotos.
—¿Os dice algo esto?
Los dos estudiantes se inclinaron sobre la hoja.
—Tranquilos, no es una prueba, solo os pido una ayudita —precisó Ekaterina.
Magnus cambió una mirada cómplice con Andrea y levantó la cabeza, divertido.
—No digas nada, Andrea, estoy seguro de que es una prueba.
—Que no —protestó Ekaterina—, os lo aseguro.
—Pues, a ver, la imagen no es muy buena —contestó Andrea—, pero la curva de este edificio recuerda a la forma curva de la fachada de nuestra biblioteca, y el cuadradito del tejado puntiagudo podría ser la sede del parlamento de los estudiantes —al menos, la posición es la misma.
—Y el rectángulo de la derecha tiene que ser el Bunnpriss, nuestro centro comercial —concluyó Magnus satisfecho—. Bueno, ¿qué, dónde está la trampa?
Ekaterina se levantó y miró a su alrededor. ¿Cómo podía haber estado tan ciega sobre la personalidad de su adversario, su amargura y su rencor, cómo no había entendido antes que esa universidad en la que había estudiado era el templo de una diversidad que siempre había odiado? Sin embargo, habían disfrutado de la misma docencia, frecuentado las mismas aulas, un detalle que Ekaterina se había cuidado de no compartir con Mateo. Si este se hubiera enterado de que había coincidido con Vickersen durante sus estudios, que se habían enfrentado en ásperas discusiones en el parlamento de los estudiantes, su paranoia se habría multiplicado. Vickersen había preparado su ataque con un método implacable. Los tres edificios señalados por una cruz en el esquema tenían en común que eran frecuentados hasta altas horas de la noche. Las avenidas que los unían quedaban casi desiertas después de las diez, lo que permitía a los asesinos introducirse en el lugar sin ser vistos y moverse rápidamente de un sitio a otro para perpetrar su matanza. Y, ya fuera en la sala de lectura de la biblioteca, en el parlamento de los estudiantes o en el centro comercial del campus, los asaltantes perpetrarían una auténtica carnicería. Pero el método de Vickersen no acababa ahí. Al tener como objetivo la juventud, la acción provocaría una onda de choque sin precedentes en el país, uniendo corrientes de pensamiento normalmente opuestas.
Un seísmo que provocaría un auténtico tsunami de imágenes, testimonios de horror en Internet, en la primera plana de los periódicos y en las pantallas de televisión. En un primer momento, los ciudadanos de todas las edades se quedarían anonadados, para acto seguido sublevarse. ¿Quién se atrevería entonces a alertar contra las alianzas de ideologías contrarias, a defender a la comunidad de supuestos asaltantes —inmigrantes, clandestinos— a los que los valerosos adeptos de Vickersen habrían detenido en su locura asesina?
Ekaterina sentía mucha rabia porque Vickersen hubiera elegido a sus alumnos como blanco de su ataque. Aunque era una joven docente (se le hacía raro que la llamaran «señora»), no por ello se sentía menos responsable del porvenir de sus alumnos. Y, ahora, con más razón. A Magnus y a Andrea les sorprendió su expresión enfadada, casi asustada. Ekaterina se recobró cuando Magnus le hizo una pregunta y pugnó por recuperar la calma.
—¿Qué significa este esquema?
—Me pregunto si no estará preparándonos la administración una de sus típicas jugarretas —improvisó.
—¿De qué tipo? —intervino Andrea.
—Reducir la biblioteca para crear nuevas aulas o confiscar el edificio del parlamento de los estudiantes para trasladarlo fuera del campus. Pero es demasiado pronto para sacar conclusiones definitivas, este documento no debería haber caído en mis manos. Os prometo que os mantendré informados; mientras tanto, cuento con vuestra absoluta discreción. Y esto sí que es una prueba…, de la que dependerán vuestros resultados de fin de curso. ¿Está claro?
Los dos alumnos asintieron, tomándose muy en serio las palabras de su profesora. Ekaterina se avergonzaba de haber tenido que recurrir a esa amenaza, pero las circunstancias así lo exigían. Recogió sus cosas, dijo que tenía prisa, les agradeció su ayuda y corrió al aparcamiento.
Sentada en su coche, llamó a Mateo, rezando por que contestara al teléfono.
—Aún no he descubierto nada —le confesó este.
—Yo sí, no tienes idea del alcance de lo que traman. Nos vemos al pie de mi casa dentro de diez minutos.
Colgó y soltó un grito de rabia golpeando el volante. Un conductor, que se había detenido a su altura en un semáforo, se la quedó mirando estupefacto y levantó el pulgar para preguntarle si estaba bien. Ekaterina le contestó con un corte de mangas y arrancó a toda velocidad.
Su móvil sonó desde el asiento de al lado. Con una rápida ojeada comprobó que la llamada venía de un número oculto.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Tu dirección —contestó Mateo con voz tranquila.
Ekaterina se la dio y se pasó dos semáforos en ámbar, esquivando de milagro a un ciclista después de un adelantamiento arriesgado. Levantó el pie del acelerador: no era el momento de que la detuviera la policía.
En cuanto llegara a su casa, se centraría en el ordenador de Vickersen y sus colaboradores y encontraría seguro alguna prueba concluyente. Siempre que trabajara con método, pensó. Para empezar, debía hacer inventario de las direcciones de todos los destinatarios de los correos intercambiados en las últimas semanas, descifrar los mensajes e identificar a los miembros de la célula terrorista. Cogió el móvil y volvió a llamar a Mateo.
—¿Estás ya cerca?
—Voy tan rápido como puedo sin matarme en la moto.
—Vickersen es el cerebro, pero no actúa solo. Hay que ir a por sus guardaespaldas, averiguar quiénes son sus lugartenientes e identificar a los tipos que van a cometer el atentado. Buscar también quién les ha procurado armas. Entre las transferencias de fondos y las entregas materiales, es imposible que no hayan dejado rastros.
—¿Y los dos tíos de la foto? No creo que Vickersen los tenga de rehenes en su casa. Espero que estén aún con vida, ellos son los primeros a los que tendríamos que encontrar, ¿no crees? La gente no desaparece así como así. Sus familias los deben de estar buscando, y si consiguiéramos saber quiénes son…
—No hay tiempo. Vickersen no los ha elegido al azar. Seguramente serán clandestinos, por lo que no es nada probable que algún allegado vaya a comisaría a emitir un aviso de búsqueda. Pero igual un correo o un mensaje nos da pistas sobre el lugar donde los tienen encerrados.
—Vale, llego en unos minutos.
Mateo cortó la comunicación. Ekaterina miraba fijamente la carretera, el miedo le atenazaba el estómago. Había tantas pistas posibles y les quedaba tan poco tiempo antes de que llegara la noche…
—Si tan preocupada estaba, ¿por qué no acudió directamente a la policía?
—Como último recurso, Ekaterina estaba decidida a avisar a la seguridad del campus, aunque ello supusiera que la descubrieran. Para ella, salvar vidas justificaba sacrificarse y confesar que, detrás de la profesora, se ocultaba una pirata informática buscada por varios gobiernos y servicios secretos extranjeros. Y si los policías ponían en duda su palabra, si un esquema y una foto no bastaban para convencerlos, estaba dispuesta incluso a contarles algunas de sus hazañas. Las que había hecho ella sola, pues nunca se habría atrevido a poner en peligro a otros miembros del Grupo.
—¿Qué hazañas?
—El ciberataque al Deutsche Bank, por ejemplo. Reveló una impresionante operación de corrupción y blanqueo… Pero, como el escándalo era ya de dominio público, descartó la idea, pues le habría resultado difícil demostrar que era ella el origen de las filtraciones. Entonces pensó en revelar otro escándalo que aún era confidencial, fruto de un ciberataque a los servidores de una empresa minera: unos altos funcionarios brasileños habían cobrado sobornos para autorizar la arriesgada construcción de una presa que se rompió el año pasado y costó la vida a doscientos habitantes de la aldea de Brumadinho. Pero, en ese momento de la historia, todavía esperaba poder proteger su anonimato encontrando otra manera de impedir que Vickersen lograra su propósito.
Ekaterina dejó el coche en el aparcamiento, cogió su cartera y salió. Mateo la esperaba al pie de su edificio.
—Vas a notar mucha diferencia con tu gran hotel —le dijo entrando en el portal—. Y eso que tienes suerte, hoy funciona el ascensor.
El rancio olor que subía por el hueco de la escalera, las baldosas medio rotas del vestíbulo y las puertas de la cabina con raspaduras reavivaron en Mateo el recuerdo de sus años de juventud tras su llegada a la periferia de Milán.
Ekaterina pulsó el botón del piso catorce.
—Bueno, el ático, no está mal —recalcó él con voz burlona.
—Búrlate todo lo que quieras, me da igual. Tengo buenas vistas, me gusta. ¿Cómo es tu casa?
—Está lejos, muy lejos, enterrada en mis recuerdos —contestó él lacónico.
Se instaló un silencio entre ellos. Ekaterina se colocó frente a la puerta. Mateo aprovechó para observarla de espaldas; le encontraba un porte elegante.
—El objetivo de Vickersen es mi universidad —soltó al llegar a su planta.
Abrió la puerta de su estudio y le hizo pasar.
—¿Cómo lo sabes?
—La imagen corresponde a tres edificios del campus. He comprendido todo el alcance de su proyecto, diabólico y trágico. Y solo tenemos unas pocas horas para impedirlo.
Mateo sacó el ordenador de su bolsa. Ekaterina le dio la contraseña de su red segura y se pusieron manos a la obra.
Durante las dos horas siguientes, peinaron los discos duros de Vickersen, consiguieron colarse en los ordenadores de dos de sus colaboradores y accedieron a las cámaras de vigilancia de su apartamento, que hacía las veces de cuartel general del Partido de la Nación, pero no encontraron nada concluyente aparte de la fotografía de los dos hombres golpeados, que Ekaterina ya tenía.
Apartó la silla y fue hasta la ventana. El verano era tan bello…
—Lo que buscamos debe de estar protegido por un cortafuegos muy sólido. Nunca lo conseguiremos a tiempo —concluyó.
Mateo seguía extrañamente tranquilo, lo cual la irritaba… y la reconfortaba a la vez.
—Vamos a pedir ayuda a los demás —propuso.
—No cuentes con Diego ni con Cordelia, están ocupados.
—¿Ocupados en qué? ¿Qué hay más importante que esto? Una vez más, pareces saber mucho sobre cada uno de nosotros —añadió con amargura.
—Para ya con tus indirectas, me han contactado esta mañana, son ellos los que nos necesitaban a nosotros.
—¿Por qué no me lo has comentado?
—¿Cuándo? ¿Durante tus clases? Bueno, Janice tiene una habilidad especial para franquear los cortafuegos, voy a ver si puedo ponerme en contacto con ella, si es que se digna contestarme…
—Yo me encargo —contestó Ekaterina.
Volvió a su ordenador y tecleó unas líneas de código que abrieron una ventana negra en su pantalla.
A miles de kilómetros de allí, en Tel Aviv, una ventana idéntica se abrió en la pantalla de la periodista, en su despacho de la sede del diario Haaretz.