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El tercer día, en Madrid

 

Cordelia se había preparado un café en la cocina mientras Diego seguía dormido. Descubría el apartamento con las primeras luces del alba madrileña. Su hermano había cambiado mucho en unos pocos años. Él, tan desordenado antes, vivía ahora en un pequeño apartamento extrañamente organizado. También la decoración la sorprendía, demasiado femenina para ser solo obra suya. El ramo de clemátides sobre la estantería de la biblioteca era buena prueba de ello, Flores debía de pasar más tiempo allí de lo que él daba a entender. Se prometió que lo averiguaría. Mientras tanto, se instaló ante el ordenador y empezó a diseñar el plan de venganza que tenía en mente.

—¿Ya estás trabajando? —preguntó Diego entrando en la habitación.

—Ya me dirás dónde están las cosas de Penélope; no quería facturar, así que no me he traído champú ni desmaquillante. Voy a necesitar también un poco de crema hidratante. Es tremendo cómo se reseca la piel en el avión —dijo con voz inocente.

Diego permaneció impasible.

—Ponme un café, anda. Tengo que ir al mercado de San Miguel para el restaurante. Tú espérame aquí, es más prudente.

—Ni hablar. No he venido a verte a Madrid para quedarme encerrada en tu casa poniéndote cafés. Y tú mismo dijiste ayer que los hombres de Sheldon no nos encontrarían.

Diego estaba contrariado, pero sabía que no podría tener prisionera a su hermana. En cuanto se fuera, haría lo que le diera la gana, y la idea de que se paseara sola por la ciudad lo inquietaba más todavía.

—Vale, antes iremos a ver a Juan para conseguir una moto, voy a avisarlo.

—¿Juan?

—Un amigo que me debe unos cuantos favores. No está mal, se parece un poco a Bardem, no sé si te haces una idea.

Cordelia hizo un signo de aprobación con el pulgar y fue a prepararse.

Escondido debajo de la bañera, encontró el estuche de maquillaje de Flores.

 

*

 

No era mentira, Juan era un tipo guapo. Y esa no era la única sorpresa. Diego había aparcado delante de una gran tienda de accesorios para moteros en el paseo de la Infanta Isabel, en pleno centro de la ciudad, nada de un garaje cutre al fondo de un callejón oscuro como ella había imaginado. Cascos y monos de todo tipo ocupaban las estanterías. Había también motos rutilantes sobre pedestales, entre ellas una espléndida Derbi que Cordelia se quedó mirando admirada.

Juan se le acercó por detrás y le preguntó si ya había elegido.

—No tengo intención de comprar —contestó ella inocentemente.

—¿Quién habla de comprar? Estáis en vuestra casa.

—Y encima seductor… Lo tiene todo.

—Cordelia, no seas borde —terció Diego.

—¿Borde yo? —dijo ella.

Sin inmutarse, Juan los llevó al taller. Diego le entregó las llaves de su coche a cambio de las de una Guzzi Bobber con un potente V9 y asiento para pasajero. Mientras Cordelia elegía el casco, Juan no le quitaba ojo de encima. El motor de la Guzzi rugió, se subió detrás de su hermano y le lanzó un beso a Juan.

Subieron por la calle Atocha y aparcaron delante del mercado de San Miguel. A unos pasos de la célebre plaza Mayor, el centenario establecimiento estaba ya lleno de visitantes. Diego se abrió camino entre el gentío, parándose en los puestos de sus proveedores habituales.

Todo el mundo parecía conocerlo, los tenderos levantaban la mano para saludarlo.

—No sabía que fueras tan famoso.

—Qué tonterías dices… ¿Qué vas a hacer con los documentos del maletín?

—Flores y tú lleváis mucho tiempo, ¿no?

—¡Deja ya de preguntarme por ella! Has cogido el primer avión para que pensemos juntos, ¿o ya lo has decidido todo tú y solo has venido a que te dé el visto bueno?

—De verdad tenía ganas de verte, Chiquito.

—Entonces dime lo que has pensado —dijo Diego mientras proseguía con sus compras.

—¿Te acuerdas del programa que trucó Volkswagen para ocultar millones de coches contaminantes? El Dieselgate.

—Sí, ¿por?

—¿Qué puede llevar a unos tipos educados y respetables a comercializar coches que emiten dióxido de carbono en niveles hasta treinta y cinco veces superiores a la norma autorizada?

—¡Te has convertido en toda una defensora del medioambiente!

—Contesta a mi pregunta.

—El deseo de enriquecerse todavía más, sin importar los medios para conseguirlo —contestó Diego tranquilamente.

Avanzaron por uno de los pasillos del mercado. Cordelia se detuvo un momento. Tenía la impresión de haberse cruzado tres veces con el mismo tipo. Pero, después de todo, eso no tenía nada de extraño estando en un mercado. Cordelia se negaba a preocuparse como su hermano, este siempre se agobiaba demasiado cuando se trataba de ella. Había robado un maletín en un aeropuerto, no era el crimen del siglo. Robos con tirón los había por decenas todos los días en una gran ciudad, tampoco era como para alimentar su escenario catastrofista. En cuanto a Sheldon, más le valía que no se supiera, sobre todo que no lo supieran sus jefes. ¿Qué ladrón iba a interesarse por unos documentos aburridos después de haber tenido la inmensa suerte de llevarse tan tremendo botín? No había querido hablarle de las cincuenta mil libras a Diego, primero para no agobiarlo aún más, y también porque, con su rectitud excesiva, le habría exigido que devolviera el dinero. Cordelia se arrepentía de haber sido tan inconsciente como para dejar el maletín en su casa, pero al menos los billetes estaban en lugar seguro.

—Bien —prosiguió—. Y el caso Deep Horizon, cuando el grupo BP, por escatimar en el mantenimiento de sus plataformas petrolíferas, provocó una marea negra sin precedentes en el golfo de México. Once muertos, ciento ochenta mil kilómetros cuadrados de océano contaminados, miles de ecosistemas destruidos, así como el pan de centenares de pescadores y sus familias. Una de las mayores catástrofes ecológicas de la historia. ¿El castigo? Una multa de veinte mil millones de dólares calificada de histórica por el Departamento de Justicia de Estados Unidos.

—¡Veinte mil millones, no está mal!

—¿Sabes cuál es el volumen de negocio anual del gigante petrolero inglés?

—No, pero seguro que me lo vas a decir tú.

—Trescientos mil millones de dólares. La multa supuestamente histórica es una picadura de mosquito en el culo de una vaca. Las multinacionales apenas se exponen a nada por infringir las leyes.

—Estás exagerando… A Volkswagen le cayó una multa de treinta mil millones, y su imagen de marca se llevó un buen revés —replicó Diego avanzando hacia un puesto de especias.

—Veinte o treinta mil millones no dejan de ser una picadura de mosquito en el culo de una vaca.

—Sí, pero a la larga les acabará haciendo daño.

—¿De verdad crees que su reputación se vio perjudicada? Al año siguiente, el volumen de negocio de Volkswagen conoció un crecimiento de dos cifras, doscientos cincuenta mil millones de euros. ¿Entiendes adónde quiero llegar?

—No.

—Provisionan esas multas, los mecanismos fiscales las dejan en un tercio, cuando no en la mitad. Haz la cuenta, ¿crees que la sanción está a la altura de los delitos que cometen? Esta impunidad los incita a permitírselo todo para aumentar sus beneficios. ¿Por qué privarse cuando a lo más que se exponen es a una colleja? Los que han pactado los precios en la industria farmacéutica son el ejemplo perfecto. Los gobiernos lo saben y no hacen nada. Y lo más absurdo es que quienes levantan la liebre corren más riesgos que los propios criminales. Así es que se me ha ocurrido una idea para vengar de verdad a Alba. Esta vez no se tratará de denunciar un escándalo más o de esperar un largo juicio y sanciones inciertas. Esta vez será mucho más doloroso para ellos.

El nombre de Alba había despertado la curiosidad de Diego. Renunció a sus compras y se la llevó a la mesa de un bar de tapas.

—¡Soy todo oídos!

—Vamos a piratear las cuentas bancarias de los directivos de Talovi implicados en este escándalo y vamos a dejar sin blanca a esos cabrones. Vamos a confiscarles su fortuna personal y a darles a las víctimas ese dinero ganado ilegalmente.

Diego enarcó las cejas y puso sus manos sobre las de su hermana.

—¿Sabes por qué te quiero tanto? —dijo con voz tranquila—. Porque no le tienes miedo a nada. Y yo tampoco.