8 Desastre en la carretera

Era verano de 1966 y bajábamos por la A1 hacia Dover para pasar nuestras primeras vacaciones en el extranjero: una visita a la parte italiana de mi familia en Frascati, cerca de Roma. Éramos tres: George Beveridge, Robert Conlin y yo. Se celebraba el Mundial de Fútbol, e Inglaterra iba ganando 4-2 a Alemania en Wembley. ¡Qué gran día! Cada vez que veíamos un coche alemán le hacíamos la peineta. La vida nos sonreía: tres chavales de diecinueve años en un Renault 4 bastante nuevo, propiedad de Rob (el cabrón era hijo único). Íbamos al sitio donde habían estado nuestros padres veinte años antes, pero nosotros no íbamos a que nos pegaran tiros.

Subimos al ferry en Dover rodeados de coches increíbles: varios Aston Martin 4 y 5, Bentleys Continental, Facel Vegas, Ferraris y hasta un Mercedes Gullwing, todo en el mismo barco. No nos podíamos creer que hubiera tanta gente rica en el mundo.

Ese año muchos nos sentíamos orgullosos de ser ingleses. Los Beatles y los Stones arrasaban en todo el mundo, se vendían Minis en todas partes (aunque en Italia se fabricaban bajo licencia y se llamaban Innocenti), y las marcas de motos inglesas todavía eran las mejores: Norton, Triumph, BSA, Ariel, James.

El barco zarpó. Salimos del puerto y, por primera vez en mi vida, entendí por qué se habla tanto de los blancos acantilados de Dover. El viaje fue maravilloso: Francia, Suiza, el norte de Italia y después hasta Frascati por la bien llamada Autostrada Sud. Lo pasamos en grande, y en ese viaje comprendimos que para los italianos, un coche lo es todo. Aquellos preciosos Alfas, Giuliettas, Lancias... Era otro nivel.

Cuando regresamos después de dos semanas estupendas, no sospechábamos lo que estaba a punto de pasarnos. Mis familiares nos llenaron el coche de cajas de vino, jamón y salami. Íbamos muy bien provistos. Cuando salimos ya era un poco tarde (como de costumbre) y nos perdimos varias veces intentando encontrar la carretera para salir de Frascati.

A las cuatro de la mañana, Robert estaba agotado de tanto conducir de noche. Pero no nos dejaba conducir ni a George ni a mí, por miedo a que «rompiéramos las marchas». Os juro que dijo eso. Así que íbamos durmiendo como podíamos en el coche. Llevábamos recorrida la tercera parte del camino y estábamos en la temible autovía francesa N7, famosa entre los aficionados al motor por su largo historial de muerte y destrucción. Teníamos que llegar a Calais para coger el ferry; si no, no llegaríamos al trabajo el lunes en Newcastle. Era sábado, y la hora de salida del ferry era las cuatro y media de la tarde del domingo. Si seguíamos adelante y solo parábamos a por gasolina, llegaríamos bien.

Rob no tenía buen aspecto, así que nos ofrecimos a conducir, pero él se negó de nuevo. George me dijo: «¿Qué tal si cambiamos de sitio, Brian? Estoy harto de ir atrás». El asiento trasero parecía la camioneta de un repartidor de comestibles, pero era mi turno de ir ahí, así que cambiamos de asiento. Fue el mejor cambio que he hecho en mi vida.


Una hora más tarde, en la N7, vimos a una familia de cuatro personas haciendo un picnic a un lado de la carretera junto a su Peugeot State. Acabábamos de adelantar a un coche lleno de enfermeras inglesas y nos habíamos saludado. Rob se quedó profundamente dormido con el coche a cien por hora y, antes de que pudiéramos hacer nada, embistió de frente al Peugeot. Todo se volvió blanco y negro; misteriosamente, yo me quedé completamente sordo, y es cierto lo que dicen: todo ocurrió a cámara lenta. JODER, ¿cuánto tiempo va a durar esto? Según algunos testigos, el coche dio siete vueltas. El techo del coche quedó aplastado a la altura de la manilla de la puerta. Se hizo un silencio absoluto.

Entonces empezaron los gritos. El que gritaba era Rob: el volante se había salido y la llave de contacto le había atravesado la caja torácica. George había salido volando del asiento del copiloto y estaba tirado en algún lugar del campo. Yo estaba atrapado. El coche tenía el motor detrás; no había salida posible. Respiré hondo y me palpé buscando sangre. Ni rastro. Eso no era posible. Menuda suerte has tenido, cabrón, pensé. Las horribles sirenas de la policía francesa se oían cada vez más cerca. Voces alrededor del coche: voces inglesas, voces de chicas, voces de enfermeras. Me quedé esperando a que me rescataran, pero lo malo es que nadie sabía que estaba ahí. No podían verme.

Reconozco que tuve un arrebato de pánico, porque el coche había quedado de lado, salía gasolina por todas partes y el motor estaba caliente. Me puse a gritar, pero, según me dijeron más tarde, todos estaban cuidando de Rob o estaban en el campo con George, que tenía unas heridas horribles.

Decidí hacer un intento de salir por el vano motor, imbécil de mí. Arranqué el asiento —algo no muy difícil en un Renault de los sesenta—, alargué la mano y me quemé al momento. «¡UUUAHHH!», chillé. Entonces uno de los pompiers me vio y gritó: «Cet git anglais entre l’auto est FUCKAYED!» (o eso me pareció).

Me sacaron y me tumbaron en el suelo. Entonces empecé a sentir el shock y a asimilar lo crucial que había sido ese cambio de asiento. Mi mejor amigo iba en una camilla, medio muerto, camino de una ambulancia. Por favor, George, no te mueras…

Todos me miraban con cara un poco rara y yo no entendía por qué. Acababa de sobrevivir a una hostia importante, y me miraban como si fuera culpa mía. El poli me preguntó si habíamos bebido, y entonces me di cuenta: tenía el cuerpo empapado del mejor vino italiano. Si nos libramos de esa fue porque pude demostrar que los corchos aún estaban puestos en las botellas. Y entonces fue cuando noté un dolor en el pecho. No me había ido de rositas; la cosa iba por dentro. Tres costillas rotas.

Me llevaron a un pequeño hotel rural donde me trataron de maravilla. A los otros los llevaron al hospital; nunca olvidaré aquella noche. Yo estaba vivo, pero no sabía si George lo estaba. Al día siguiente fui al hospital: estaban vivos. Un poco magullados, pero eso daba igual. No teníamos ni un duro, así que nuestra mayor preocupación era cómo salir de allí. George tenía la cara llena de puntos y seguía sangrando. De modo que hicimos lo siguiente: yo me manché la cara con sangre de George, me metí en la cama y fingí que era él, mientras George, con ayuda de Rob, se vestía en un armario. De allí huimos a la estación para coger el tren a París, con los empleados del hospital persiguiéndonos para que pagáramos la cuenta.

Un tío muy majo de la embajada británica nos consiguió billetes a Inglaterra en el tren barco, pero este solo llegaba hasta Londres. No teníamos dinero para comer y estábamos muertos de hambre. Al llegar a King’s Cross, después de atravesar todo Londres con la ropa metida en cajas de cartón, conseguimos comprar tres billetes a casa prometiendo a los que nos prestaron el dinero que se lo devolveríamos en un mes.

El domingo por la tarde llegamos por fin a Newcastle. Menuda pinta debíamos de tener: George parecía el jovencito Frankenstein y yo iba con los pantalones totalmente ensangrentados. Y entonces va Rob, saca la cartera y dice que va a coger un taxi para irse a casa. ¡El cabrón tenía dinero! George y yo nos arrastramos como pudimos hasta Dunston, nuestro pueblo, que estaba a unos seis kilómetros.

El lunes por la mañana, a las siete y veinticinco, fiché en C.A. Parsons & Co. Ltd., con costillas rotas y todo. George fue al hospital para que le siguieran sacando cristales de la cara; hoy todavía tiene algún trocito dentro.

Unas semanas después terminó mi aprendizaje. En Parsons se portaron bien conmigo y me ofrecieron un puesto fijo.

Ya era un verdadero adulto.

Y no… No me hacía mucha gracia cómo sonaba eso.