16 Una señal del cielo

Una vez terminada mi formación, me dieron mi propia Transit con una luz naranja encima y me dijeron que tenía que hacer una guardia cada dos noches. También me dieron un walkie-talkie y, lo mejor de todo, mi propia señal de llamada: «Whisky Oscar, uno-uno-uno». No era el mejor nombre del mundo, os lo aseguro —y a ver quién podía pronunciar eso después de unas cuantas cervezas—, pero me daba exactamente igual, porque estaba encantado con mi trabajo.

No solo por haberme librado al fin de Red Bus y de toda la mierda de la industria musical. O por el alivio de tener al fin ingresos estables. Cuando salía por ahí con mi furgoneta… sentía que estaba prestando un servicio muy importante.

No olvidemos que en aquellos tiempos, si se te rompía el parabrisas mientras conducías por la A1, no podías coger tu teléfono y pedir ayuda. Tenías que salir del coche y caminar hasta la cabina de emergencia más cercana. Y si el teléfono quedaba lejos, o si ya había oscurecido y llovía a cántaros —que como creo que ya he dicho alguna vez, ocurría a menudo—, podía ser una experiencia aterradora y agotadora. En invierno, si no te andabas con cuidado, podías morir congelado de frío. Y puesto que estábamos en la Inglaterra de los años setenta, era muy fácil que la primera cabina que encontraras no funcionara. Con lo cual tenías que caminar hasta la siguiente. Y luego volver a tu coche.

Como podréis imaginar, cuando llegaba con mi furgoneta solían recibirme con los brazos abiertos, y a mí me daba una satisfacción considerable ver a una familia de cuatro personas reanudar la marcha en su pequeño Austin Maxi una vez terminada la reparación. Incluso me planteé montar mi propio negocio; hasta ese punto había aceptado que esa sería mi vida en adelante. No había renunciado a cantar, pero me había convencido de que era mejor considerarlo un hobby. Aun cuando, en lo más hondo de mí, seguía muriéndome por demostrar que podía llegar a más y estar a la altura de los mejores.

Y por supuesto, había días en que instalar parabrisas podía ser un coñazo, como pasa con cualquier trabajo.

Para empezar, era una tarea físicamente exigente; al volver a casa te encontrabas trocitos de cristal y pegamento en el pelo, y tenías las manos pegajosas y ennegrecidas de tanto manipular la goma del parabrisas. Y los clientes podían ser difíciles, o un poco raros.

Una vez me llamaron a eso de las once y media para asistir a un enorme camión articulado al que se le había salido la ventana delantera. Esto era en Scotch Corner, unos ochenta kilómetros al sur de Newcastle. Y, naturalmente, llovía a mares y soplaba un viento feroz.

El cristal de un camión es enorme y pesa mucho; la única forma de acceder al hueco era subiéndome al techo. Estaba acojonado de que el viento me hiciera caer o el cristal se me cayera al suelo, así que le dije al conductor:

—¿Podría sujetar un extremo mientras yo lo voy colocando?

Me miró, le quitó el tapón a su cantimplora, se sirvió una rica taza de té y dijo:

—Ese no es mi trabajo.

Fue una noche muy divertida.

O aquella vez que fui a buscar un Ford Cortina perdido en mitad de la nada, y al llegar me encontré al conductor sentado en el maletero bebiéndose un cargamento de minibotellitas de whisky, totalmente mamado. Al mirar con más atención vi que faltaban el parabrisas de delante y también el de detrás.

Cuando vi aquel desastre me llevé un susto de muerte.

Lo que fuera que había chocado con ese coche tenía que haber entrado por un extremo a tal velocidad que había salido por el otro. Nunca había visto algo así. Y el tío llevaba toda esa priva en el maletero porque era un representante de whisky de Edimburgo que iba dejando muestras por todos los hoteles de la A1.

No había forma de entenderle.

—Lad… Lad…

No conseguía pronunciarlo.

—Puto lad…

Pensé que iba a decir «ladrón». Joder, pues vaya ladrón tan grande.

—No, ladrillo —consiguió decir al fin. Ah, eso explicaba por qué había traspasado el coche entero. Normal que el tío se hubiera quedado paralizado. El ladrillo, que iba sujeto entre los dos neumáticos traseros del camión de delante, se había soltado y había atravesado el coche, pasándole a escasos centímetros de la cabeza.

Le miré y me pregunté cómo se las iba a arreglar para recorrer los ciento y pico kilómetros que le separaban de su casa en aquel estado. Pero eran otros tiempos. La gente hacía continuamente cosas por las que hoy te meterían en la cárcel. Yo había hecho todo lo que podía hacer por él. Y de propina me dio seis botellas de whisky.


En el momento en que Margaret Thatcher fue nombrada primera ministra de Inglaterra en mayo de 1979, creo sinceramente que no habríais encontrado en todo el país a un instalador de parabrisas más rápido y trabajador que un servidor. Había convertido mi tarea en una de las bellas artes. Y ganaba dinero. De hecho, si no llega a ser por lo que pasó a continuación, puede que no lo hubiera dejado nunca…

Eran las tres o cuatro de la tarde —el principio de lo que entonces considerábamos «hora punta»— cuando mi walkie-talkie dio señales de vida.

—¿Brian? —dijo el controlador—. Por favor, lo más rápido que puedas, tenemos un Ford Cortina Mark IV negro justo al norte de Scotch Corner. Les corre mucha prisa.

Veamos: un Cortina Mark IV nuevo era una máquina muy potente en aquellos días, y en color negro debía de ser la caña. Así que cuando me monté en la furgoneta y enfilé a toda velocidad hacia la A1, sabía que este iba a ser un cliente especial.

Y así fue.

Desde el momento en que vi el coche adiviné que esta faena iba a ser distinta. Dentro iban dos tíos vestidos de negro, uno de ellos con sombrero panamá y gafas negras. Fuera había otros dos apoyados en el capó, fumando, vestidos también de negro. Algo en ellos transmitía… libertad. Como si no pertenecieran al mundo normal de nueve a cinco. Era un ambiente con el que no me había mezclado en mucho tiempo. Algo que echaba de menos…

Muchísimo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó uno de los fumadores con voz suave y autoritaria.

—Brian —dije yo.

—Muy bien, Brian —dijo—. Esta es la situación. Tenemos a un vip en el asiento de atrás y tiene que estar en el escenario del Hammersmith Odeon esta noche a las nueve. Son las 4.15 y estamos a cinco horas de Londres… Puede que algo menos si pisamos un poco.

Señaló el parabrisas roto del Cortina.

—¿En cuánto tiempo crees que puedes colocar uno nuevo? Tenemos a 3.500 personas pendientes de que lleguemos a tiempo a la sala.

Hostias, pensé.

—Dadme un cuarto de hora —dije.

—Venga, tío. Sé realista… ¿en cuánto tiempo?

—En quince minutos.

Trabajé tan rápido como si estuviera en trance. Saqué el parabrisas viejo en dos minutos, sin problema. Luego me metí en el coche con el aspirador portátil, aguantándome las ganas de mirar atrás y ver quién era aquel vip. Volví corriendo a la furgo. Encontré el parabrisas de repuesto. Le puse la nueva goma, pasé el cable alrededor del canal, llevé el cristal al coche y lo coloqué encima de la abertura —zas-clac, zas-clac, zas-clac— hasta que encajó en su sitio, justo encima del canto.

—Hecho —dije, con el sudor corriéndome por la cara.

—No han sido ni quince minutos —dijo el tipo—. Más bien han sido doce. ¿Qué se debe?

—Veintincinco libras.

Echó mano de la cartera, sacó dos billetes nuevos de veinte y me los dio.

—Quédate con el cambio —dijo.

Hostias.

Luego se sentó en el asiento del conductor, puso en marcha el motor y empezó a alejarse… y justo entonces me di cuenta de que había olvidado preguntar quién era ese vip.

Pero lo averigüé de todas formas, porque el coche paró en seco justo donde yo estaba. El cristal de la ventanilla trasera bajó y del interior salió un brazo pálido y velludo que sostenía una camiseta.

—Aquí tienes —dijo una voz con acento cockney, y sentí un escalofrío en la espalda.

Era una voz inconfundible. Por aquella época sonaba en todas las radios, a todas horas, en todo el mundo. No me lo podía creer. El que me estaba dando la camiseta era nada menos que Ian Dury en persona… Cuyo último single, «Hit Me with Your Rhythm Stick», ocupaba en ese momento el nº 1 de las listas inglesas.

Cogí la camiseta, enmudecido, mientras contemplaba mi reflejo en las gafas de Dury.

La ventanilla se cerró…

Y con un chirrido de neumáticos, el Cortina salió rugiendo en dirección al Hammersmith Odeon.

Ojalá fuera yo, pensé.

Miré la camiseta —era negra, con «IAN DURY AND THE BLOCKHEADS» escrito en blanco— mientras intentaba recuperar el aliento. Todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo estaban encendidas. Y no solo porque acababa de conocer a una estrella del rock. De pronto supe que podía conseguirlo de nuevo, aunque tuviera treinta años, aunque ya lo hubiera intentado y fracasado una vez.

Era evidente que no tenía elección.

Esa energía, esa sensación de libertad, eran mi mundo.

No era solo parte de mí.

Era yo.

Tenía que encontrar la forma de volver a la música.