Me había llevado golpes duros en la vida. Pero ninguno como este.
Esta vez, como no ocurriera un milagro, no iba a poder superarlo.
La primera señal de que estaba a punto de pasar algo desastroso la tuve en Edmonton (Canadá).
Estábamos a finales de septiembre de 2015, a mitad del Rock or Bust World Tour de AC/DC, y actuábamos en el Commonwealth Stadium, el mayor recinto al aire libre del país, lleno a reventar con más de 60.000 espectadores. Hacía muchísimo frío y humedad, y delante del escenario caía una lluvia torrencial.
Angus tenía una fiebre muy alta y yo empezaba a sentirme cada vez peor, con los mismos síntomas.
El público, al ser canadiense, ni siquiera parecía percatarse del mal tiempo. Pero, claro, iban todos con ese tipo de prendas que solo puedes conseguir al norte de la frontera con Estados Unidos y que te protegen de todo, desde un viento huracanado hasta un oso polar con malas pulgas.
Nosotros, en cambio, íbamos con nuestras pintas habituales. Yo con camiseta negra y vaqueros. Angus con su fina camisa blanca de colegial y pantalones cortos. El escenario al menos estaba seco y las luces calentaban un poco, pero a Angus y a mí siempre nos gusta salir a la pasarela para estar con el público. Así que ahí fue donde nos pasamos buena parte del concierto, y después de unas cuantas canciones estábamos tan sudados de ir de un lado a otro que nos daba igual estar calándonos hasta los huesos a una temperatura de casi bajo cero.
Dos horas, diecinueve canciones y unos bises más tarde salimos del escenario, muy contentos con el concierto. El sonido por dentro había sido perfecto. Los fans no habían parado de gritar, jalear y corear las canciones. Angus había tocado como un poseso. Pero no teníamos tiempo para quedarnos por allí; había que marcharse para el siguiente bolo. Así que nos despedimos de todo el mundo y montamos en los minibuses, que salieron a toda velocidad en dirección al aeropuerto.
Cuando subimos al avión que nos iba a llevar a Vancouver, la adrenalina del concierto estaba empezando a bajar y el desgaste físico que había supuesto era cada vez más evidente.
Yo no paraba de temblar.
Dado que en una semana iba a cumplir sesenta y ocho años, se me pasó por la cabeza que tal vez no había sido la mejor idea pasar tanto rato bajo una lluvia helada.
Angus, que andaba rozando los sesenta, tampoco se encontraba nada bien.
Ir de gira siempre es duro para el cuerpo, me dije, sea cual sea tu edad. Pillar la típica gripe entre un bolo y otro es algo con lo que tienes que contar.
Pedí un buen trago de whisky, que me sentó bien, y Angus se tomó su habitual tazón de té ardiendo; para cuando nos dimos cuenta ya habíamos llegado a Vancouver y nos dirigíamos hacia el hotel.
Pero algo no iba bien.
Eran mis oídos.
No se me habían destapado al bajar del avión.
Probé todos los trucos de siempre: bostezar, sujetarme la nariz y sonarme… Pero nada. Me rendí, pensando que ya se abrirían solos a lo largo de la noche.
Pero al levantarme al día siguiente… Mierda. Era como si llevara encima un pasamontañas de piel de oso.
Si acaso, oía peor que el día anterior.
No me sentí con ánimos de contárselo a nadie durante el desayuno. Cuando eres el cantante del grupo, tus compañeros, el equipo de la gira, el mánager, los asistentes, la casa de discos y, sobre todo, los cientos de miles de fans, dependen de que seas capaz de subir al escenario y cumplir con tu misión, pase lo que pase.
Me dije que tarde o temprano se me abrirían los oídos.
Como había ocurrido siempre.
Cuando salimos esa noche al escenario del BC Place —otro estadio, esta vez cubierto—, Angus parecía haber superado lo peor de la fiebre. Pero yo seguía luchando.
Y entonces vino el desastre.
Cuando llevábamos unos dos tercios del concierto, mis oídos dejaron de distinguir lo que hacían las guitarras y me vi perdido, buscando el tono de la canción. Era como conducir en la niebla; de golpe habían desaparecido todos los puntos de referencia. Era la peor experiencia que había tenido jamás como cantante, y lo más aterrador de todo es que estaba ocurriendo cuando aún faltaban varias canciones para terminar… y ante decenas de miles de fans que habían pagado su entrada. Pero de alguna manera conseguí salir adelante, y si alguien se dio cuenta, tuvo la amabilidad de no decir nada.
Como solo quedaban dos conciertos para terminar esta parte de la gira (el AT&T Park de San Francisco y el Dodger Stadium de Los Ángeles), me convencí de que podría seguir adelante, que los oídos se me abrirían. Me parecía imposible que no fuera así.
Pero en los dos conciertos pasó exactamente lo mismo. A los dos tercios del repertorio, perdí el tono de la canción y no pude recuperarlo. Peor todavía: después del bolo no podía oír las conversaciones en el camerino, ni tampoco más tarde, cuando fuimos a cenar a un restaurante. Me limité a sonreír y asentir con la cabeza, fingiendo que no pasaba nada.
Pero por dentro empezaba a invadirme el pánico.
Desde que Angus formó AC/DC con su hermano Malcolm en 1973 —al principio con Dave Evans de cantante, luego con el gran Bon Scott, y por último con un servidor—, siempre ha sido uno de esos grupos de todo o nada.
Un ejemplo: las torres gigantes de altavoces que llevamos en el escenario.
Muchos grupos llevan altavoces falsos, o cajas de verdad pero vaciadas por dentro, para lograr ese mismo efecto agresivo y monumental. AC/DC no. Con AC/DC lo que ves es lo que hay, y el resultado es que estás escuchando al grupo más atronador del planeta.
Y luego está Angus.
La intensidad que genera ese tío en el escenario, el torbellino de energía que puede mantener vivo durante más de dos horas… es algo que da miedo. No puede parar. Cuando vuelve al camerino después de un concierto está agotado, apenas le sostienen los pies, y necesita inhalar oxígeno como un loco.
Fuera del escenario, el Angus normal es un tipo agradable que habla bajito y mide poco más de metro y medio. Pero en el escenario le pasa algo. Se transforma. Cuando va a mear antes de salir a tocar, sigue siendo Angus. Pero cuando lo ves aparecer de vuelta por un lado del escenario, ya no es él. No puedes mirarle a los ojos y decirle «Que vaya bien».
Ya no está ahí. El doctor Jekyll se ha convertido en el señor Hyde.
Y allá va, con su traje de colegial, la Gibson colgada al cuello, alzando el puño a un público de 50, 60, tal vez 100.000 fans, todos gritando como salvajes. Y todavía no ha tocado una sola nota. Es solo su forma de moverse. El brillo en sus ojos. ¿Quién más puede hacer algo así? Quizá Elvis Presley o Freddie Mercury fueran capaces en su momento. Pero ahora, el único es Angus. Y el tío se mueve como el mejor bailarín. Las caderas. Las piernas. El cuerpo entero. Deja en pañales a Chuck Berry. Cuando estás en el escenario y lo tienes cerca, es algo digno de verse.
Claro que durante casi toda la historia de AC/DC, Angus ha tenido en el escenario a su figura opuesta: su hermano Malcolm. Todos los hermanos Young —que nacieron en Glasgow pero emigraron con sus padres a Sídney (Australia) a comienzos de los sesenta— han tenido talento musical. Otro hermano de Angus, George, fue una de las mayores estrellas del pop en Australia con los Easybeats. Es también el compositor de una de las mejores canciones de todos los tiempos, «Friday on My Mind».
Malcolm no es menos intenso que su hermano pequeño, para nada. Lo que pasa es que no busca ser el centro de atención. Se acerca al micro para cantar lo que tenga que cantar, y luego retrocede hasta su torre de amplis y se aleja de la acción. Pero no os confundáis: Malcolm ha sido el corazón del grupo.
A lo largo de los muchos, muchos años que he pasado con Malcolm en la carretera, he visto una y otra vez a los mejores guitarristas que podáis imaginar llevárselo aparte y preguntarle cómo consigue que las tensas cuerdas de su vieja y cascada Gretsch, a la que le falta una pastilla, suenen así.
«Les pego fuerte», dice, encogiéndose de hombros.
Malcolm también ha tenido la extraña capacidad de vigilar simultáneamente los movimientos de cada miembro del grupo, escuchar cómo tocan, estudiar la reacción del público y, al final de la noche, darte una opinión que no siempre es fácil de encajar, pero hará que el concierto sea mejor la noche siguiente. Nunca he visto a un músico tan respetado por sus compañeros de grupo y su equipo.
Pero hasta un grupo de todo o nada como AC/DC tiene que sortear de alguna forma los obstáculos y tragedias que surgen inevitablemente cuando te pasas la vida entera en la carretera.
Un año antes de empezar el Rock or Bust World Tour, Malcolm tuvo que dejar el grupo para recibir tratamiento por un brote prematuro de demencia senil. Llevaba sufriendo lapsos de memoria y concentración desde la gira Black Ice de 2010. Así que se retiró y fue sustituido por su sobrino Stevie.
Para el grupo fue el mayor shock desde la muerte de Bon, treinta y cinco años antes.
Y ese no fue el único shock. El maestro del bajo Cliff Williams —que lleva en el grupo desde 1978 y es el contrapunto de Essex a mis raíces de Newcastle— anunció que Rock or Bust sería su última gira. Y encima Phil Rudd tuvo que ausentarse debido a problemas legales en Nueva Zelanda, siendo sustituido por Chris Slade, que ya había tocado en The Razors Edge.
Y luego… Bueno, luego estoy yo.
Se me hace raro hablar de mi papel en AC/DC… Por no hablar de mi voz. Hace falta ser una bestia enjaulada y colérica para poder llegar a esas notas altas de «Back in Black», «Thunderstruck» y «For Those about to Rock». Antes de un bolo es como si tuviera los pies metidos en los tacos de salida de un esprint por la medalla de oro olímpica, porque sé que voy a necesitar todas mis fuerzas para producir ese rugido lleno de fuerza, furia y ataque y mantenerlo bien arriba canción tras canción. Es como cantar con una bayoneta lista para atacar.
Pero, ¿cómo hacerlo sin mis oídos?
No podía quitarme de encima la sensación de que, al cabo de treinta y cinco años con el grupo, tal vez yo también me estuviera asomando al final.
Después de tres bolos seguidos en los que no pude oír las guitarras, tuvimos el mes de octubre libre; yo contaba con que eso bastara para dar un descanso al cuerpo y los oídos, y que todo volviera a la normalidad.
Pero al volver a mi casa de Sarasota (Florida), vi más claro que nunca que tenía un grave problema. Llevaba ya seis semanas sin que se me destaparan los oídos.
Necesitaba ayuda.
La siguiente etapa de la gira iba a empezar en Sídney (Australia). Casualmente yo sabía que uno de los mejores especialistas en oídos, nariz y garganta del mundo, el doctor Chang, vivía allí. Así que hablé con el mánager de giras del grupo, Tim Brockman, y decidí volar diez días antes para hacerme un chequeo exhaustivo de los oídos. Además Malcolm estaba recibiendo tratamiento para su demencia senil bastante cerca de allí, así que contaba con poder hacerle una visita.
Fue un alivio ver al doctor Chang y contarle a alguien por fin lo que me pasaba. Pero el alivio no duró mucho. Después de hacerme una revisión y una serie de pruebas, me miró muy serio y dijo que iba a tener que ingresarme y operar.
—¿Después de la gira? —pregunté.
—No, ahora mismo —dijo él.
El doctor Chang me explicó que, cuando pillé aquella fiebre en Edmonton, se me había formado un fluido en los oídos. El vuelo a Vancouver había hecho que se hinchara y quedara atascado. Por eso no se me destapaban los oídos. Y como en vez de buscar tratamiento había seguido de gira, el fluido había cristalizado y por cada minuto que siguiera allí, mayor sería el daño que causara. Así que había que extraerlo inmediatamente.
—¿Se arreglará con la operación? —pregunté.
—No lo sé —contestó el doctor Chang—. Pero podemos intentarlo y evitar que empeore.
—Pero tengo un bolo dentro de diez días…
—Haremos todo lo posible por que esté mejor para entonces.
—Otra cosa, doctor —dije, ya muy nervioso—. ¿Cómo va a sacar los cristales de ahí?
—¿De verdad quiere que se lo diga?
—Eh… sí.
—Con un cincel.
No tenía pinta de estar bromeando.