13

Estaba anocheciendo cuando aparcaron enfrente de la casa de Eðvarð. Era un edificio ya bastante decrépito de la calle Vesturgata. Eðvarð era soltero y no tenía hijos. Tenía un coche familiar japonés con unos cuantos años a cuestas aparcado al lado de la casa. No vieron timbre. Elínborg dio unos golpes en la puerta. Oyeron unos leves ruidos en el interior, pero no salió nadie a abrir. Había luz en dos de las ventanas y vieron el resplandor de un televisor, que desapareció al momento. Volvieron a llamar por segunda y tercera vez. Sigurður Óli lo hizo con fuerza y produjo gran estrépito. Al final, Eðvarð apareció en la puerta. Reconoció a Elínborg en el acto.

—¿Molestamos? —preguntó esta.

—Sí..., no..., es que... ¿Hay algún problema?

—Queríamos hacerte algunas preguntas más sobre Runólfur —dijo Elínborg—. ¿Podemos entrar?

—En realidad llegáis en muy mal momento —dijo Eðvarð—. Es que... es que estaba a punto de salir.

—Será solo un momento —le aseguró Sigurður Óli.

Estaban en el umbral y Eðvarð no parecía dispuesto a dejar de impedirles la entrada.

—En realidad no puedo recibir a nadie en estos momentos —prosiguió este—. Me vendría mejor que vinierais..., digamos..., mañana por la mañana.

—Bueno, es que me temo que no vamos a poder esperar —dijo Elínborg—. Nuestra visita tiene que ver con Runólfur, como ya te he dicho, y necesitamos hablar contigo ahora mismo.

—¿Qué pasa con Runólfur? —preguntó Eðvarð.

—Será un poco incómodo hablar contigo aquí delante de la casa.

Eðvarð miró la calle. La casa estaba bastante a oscuras, pues la luz de las farolas no llegaba hasta ella y no tenía luz en la puerta. No había jardín en la parte delantera, aunque junto a la pared había un árbol solitario: un aliso muerto de ramas desnudas y retorcidas que se extendían sobre el tejado como zarpas.

—Vale, bueno, pues entrad, no sé qué más podéis querer de mí —le oyeron decir en voz muy baja—. No éramos más que amigos.

—Será solo un momento —dijo Elínborg.

Entraron a un saloncito con muy pocos muebles, que además parecían llegados al final de su vida útil. En una de las paredes había una gran pantalla de plasma nuevecita, y sobre el escritorio se veía un ordenador nuevo, con el monitor de mayor tamaño existente en el mercado. Juegos de ordenador de diversos tipos ocupaban las mesas y parte de las estanterías, en las cuales había multitud de películas en CD y cintas de vídeo. Unos papeles y libros de texto llamaban también la atención, repartidos por sillas y mesas.

—¿Estás repasando trabajos de clase? —preguntó Elínborg.

—¿Te refieres a esto? —respondió Eðvarð mirando un montón de hojas de papel que ocupaban parte de la mesa—. Sí, tengo que ir quitándomelo de encima. No hace más que acumularse.

—¿Coleccionas películas? —preguntó Elínborg.

—No, en realidad no las colecciono, no soy ningún coleccionista pero, como ves, tengo bastantes. A veces las compro en los videoclubes que quiebran. Casi las regalan. Quizá cien coronas5 la película.

—¿Y las has visto todas? —preguntó Sigurður Óli.

—Qué va... Bueno, sí, la mayoría.

—Dijiste que conocías muy bien a Runólfur —dijo Elínborg—. La otra vez que hablamos.

—Sí, bastante bien. Nos llevábamos estupendamente.

—Compartíais la afición al cine, si no recuerdo mal.

—Así es, a veces íbamos juntos al cine.

Elínborg se percató de que Eðvarð estaba visiblemente más nervioso que en su primer encuentro, como si le resultara incómodo recibir a nadie en su casa. Intentaba mirarlos a los ojos y no dejaba quietas las manos, que toqueteaban el escritorio sin parar. Al final se las metió en los bolsillos, pero no pasó mucho tiempo antes de que empezara a rascarse la cabeza y a juguetear con los estuches de las películas. Elínborg decidió que era el momento de salvarlo de la incertidumbre que le atormentaba. Cogió una película de una silla. Era antigua, de Hitchcock. El enemigo de las rubias. Elínborg se había preparado con mucho cuidado y estaba a punto de plantear su primera pregunta, pero Sigurður Óli ya estaba impaciente, igual que antes. Atacaba con especial mala idea en cuanto percibía que la persona en cuestión era débil o andaba bajo de autoestima. Tenía muy buen olfato para identificar ambos estados.

—¿Por qué no nos dijiste que habías comprado la droga de las violaciones? —le preguntó a Eðvarð.

—¿Qué? —dijo Eðvarð.

—¿Y por qué dijiste que te llamabas Runólfur? ¿La compraste para él?

Elínborg miró desconcertada a Sigurður Óli. Había dejado meridianamente claro que sería ella quien llevase el peso de la conversación. Él debía limitarse a prestarle apoyo y asistencia.

—¿Por qué? —continuó Sigurður Óli, mirando a Elínborg, sin saber muy bien cómo interpretar el gesto de irritación de su colega. Él pensaba que lo estaba haciendo muy bien—. ¿Por qué te hiciste pasar por Runólfur?

—No sé... ¿qué...? —balbuceó Eðvarð, y metió las manos en los bolsillos.

—Hemos hablado con un hombre que te vendió Rohypnol hace seis meses —dijo Sigurður Óli.

—La descripción que nos dio encaja perfectamente contigo —dijo Elínborg—. Dijo que habías usado el nombre de Runólfur.

—¿Qué descripción? —preguntó Eðvarð.

—Te describió con total precisión —dijo Elínborg.

—Venga —dijo Sigurður Óli.

—¿Cómo que venga? —dijo Eðvarð.

—¿Qué respondes a esas cosas? —preguntó Sigurður Óli.

—¿Quién ha dicho eso?

—¡Tu camello! —gritó Sigurður Óli—. Haz el favor de prestar atención a lo que te decimos.

—¿Me dejas que hable yo con él? —dijo Elínborg con calma.

—Dile que si continúa fingiendo lo llevaremos con el camello y lo obligaremos a decirnos la verdad.

—Lo hice por Runólfur —dijo Eðvarð al oír la amenaza de Sigurður Óli—. Me pidió que le hiciera ese favor.

—¿Para qué pensaba utilizar la droga? —preguntó Elínborg.

—Me dijo que tenía problemas para dormir.

—¿Por qué no fue él al médico a que le recetara la droga?

—Yo no supe qué era exactamente el Rohypnol ese hasta después de la muerte de Runólfur. Yo no tenía ni la menor idea.

—¿Piensas que nos lo vamos a creer? —dijo Elínborg.

—¡No vayas a pensar que somos imbéciles! —exclamó Sigurður Óli.

—No, en serio. No sé nada de medicinas.

—¿Cómo supo Runólfur de la actividad de ese hombre? —preguntó Elínborg.

—No me lo dijo.

—Tenemos entendido que mencionaste a un primo tuyo.

Eðvarð reflexionó un instante.

—Se empeñó en que se lo dijera. El que vendía ese medicamento, digo. Estaba muy nervioso. Quería saber cómo me llamaba yo y quién me lo había recomendado. Era un hombre de lo más desagradable. Utilicé el nombre de Runólfur. Y lo de mi primo fue una mentira que me inventé sobre la marcha.

—¿Por qué no compró Runólfur la medicina él mismo, por qué te utilizó a ti? —preguntó Elínborg.

—Éramos amigos. Dijo...

—¿Sí?

—Dijo que no se fiaba de los médicos ni de las historias clínicas. Me confesó que bebía un poco y que el Rohypnol le ayudaba a superar la resaca. Dijo que no quería llamar innecesariamente la atención por el hecho de que usaba Rohypnol, porque era una medicina muy peliaguda. Le resultaba violentísimo ir a pedírsela a los médicos. Eso fue lo que me dijo. Yo no sabía exactamente a qué se refería.

—Pero ¿por qué te envió precisamente a ti?

Eðvarð vaciló.

—Me pidió que le hiciera ese favor —respondió un instante después.

—¿Por qué?

—No lo sé. Le resultaba violento ir él mismo a por ella y...

—¿Y?

—No tengo muchos amigos. Runólfur y yo nos llevábamos a las mil maravillas. Yo quise ayudarle. Él me planteó su problema y yo le dije que se lo iría a buscar. Fue eso, nada más que eso. Quise ayudarle.

—¿Cuánto compraste?

—Un frasco.

—¿A quién más le has comprado?

—¿A quién más? A nadie. Esa fue la única vez.

—¿Por qué no me lo contaste el otro día cuando estuvimos hablando?

Eðvarð se encogió de hombros.

—Tuve la sensación de que eso podía implicarme en algún asunto con el que no tenía nada que ver.

—¿Crees que no tienes nada que ver y me estás diciendo que compraste Rohypnol para un presunto violador?

—Yo no sabía para qué pensaba usar esa medicina.

—¿Dónde estabas cuando asaltaron a Runólfur?

—Aquí, en casa.

—¿Hay alguien que pueda confirmarlo?

—No. Por las noches suelo estar solo en casa. No os creeréis en serio que lo hice yo, ¿no?

—Nosotros no creemos nada —respondió Elínborg—. Gracias por tu ayuda —añadió cortante.

Su enfado con Sigurður Óli estalló cuando volvieron al coche.

—Pero ¿qué te pasó ahí dentro? —le dijo, poniendo el coche en marcha.

—¿Qué quieres decir?

—La has jodido, estúpido. Jamás he visto nada semejante. Le diste todas las bazas. ¡No tenemos ni idea de si realmente compró la droga para Runólfur! ¿Qué sabes tú de lo que pasó realmente? ¿Cómo puedes habérselo dicho así? ¿Por qué le has puesto las respuestas en la boca?

—Pero ¿de qué estás hablando?

—Es la perfecta excusa para Eðvarð.

—¿Excusa? ¿Crees que fue a comprarla para usarla él?

—¿Por qué no? —dijo Elínborg—. A lo mejor las pastillas que usó Runólfur eran suyas. A lo mejor este tío es cómplice, de alguna forma. A lo mejor fue él quien agredió a Runólfur.

—¿Esa piltrafa?

—¡Ya empiezas! ¿Es que no puedes hacer un esfuerzo para tener un mínimo de respeto por la gente?

—No hace ninguna falta que yo le ayude a pergeñar esa mentira. Seguramente la tendrá montada desde hace mucho, suponiendo que lo que nos ha contado sea mentira.

—Intenta reconocer tus errores, para variar —dijo Elínborg—. La has cagado. Total y absolutamente.

—Pero bueno, cómo puedes decir eso.

—Agarró la oportunidad por los pelos. Creo que todo lo que nos dijo después era mentira.

Elínborg dejó escapar un pesado suspiro desde lo más hondo.

—Nunca me he visto en esta situación.

—¿En qué situación?

—Pensar que todas las personas con las que hablo han podido matar a ese hombre.