Su padre estaba acostado en el dormitorio. Era lunes, le esperaba su velada de bridge en casa de uno de sus compañeros de juego. Todos los lunes por la tarde, desde que podía recordar, jugaba al bridge con la misma gente. Los años habían transcurrido entre subastas y slams sin el menor cambio. Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que habían ido envejeciendo en la mesa de juego, unos jóvenes que le daban palmaditas en la cabeza y le gastaban bromas mientras jugaban y degustaban los tentempiés que su madre iba sacando. Mostraban una discreta delicadeza y cordialidad, y un inagotable interés por conocer los arcanos del bridge. Elínborg no aprendió nunca a jugar al bridge, y su padre tampoco mostró especial interés por enseñárselo. Era buen jugador, había participado en algunas competiciones y de vez en cuando ganaba pequeños premios que atesoraba en un cajón. La edad se hacía notar. Ahora tenía que acostarse un rato de siesta para estar bien despierto a la hora de empezar el juego vespertino.
—¿Estás aquí, cariño? —dijo su madre cuando Elínborg abrió la puerta. Tenía llave y entraba sin necesidad de llamar.
—Se me ocurrió pasar un momento a veros.
—¿Va todo bien?
—Sí, sí. ¿Qué tal vas? —preguntó Elínborg.
—Muy bien. Estoy pensando en apuntarme a un curso de encuadernación —respondió su madre, que estaba sentada en el salón mirando los anuncios del periódico—. Mi amiga Anna ha ido, y me dijo que haría bien en inscribirme yo también.
—Qué bien, ¿no? Puedes llevarte también al viejo.
—A él no le apetece para nada. ¿Qué tal Teddi?
—Muy bien.
—¿Y tú?
—Fenomenal. Mucho trabajo.
—Se te nota, tienes pinta de cansada. He estado leyendo sobre ese crimen horrible de Þingholt. Confío en que no andes metida en eso. Ese género de cosas no es para gente normal.
Aquel razonamiento le resultaba familiar a Elínborg. A su madre no le gustaba nada que, como decía ella, hubiera aterrizado en un trabajo de policía. Pensaba que ese trabajo no era adecuado para su hija. No porque fuera poco importante, en absoluto, sino porque no podía imaginarse a Elínborg peleando con unos delincuentes redomados. Eran otros, otros que estaban hechos de madera distinta a la de ella, quienes perseguían a los criminales, los detenían e interrogaban y después los metían en el calabozo. Su hija no era de esa clase de gente. Elínborg nunca tuvo ganas de discutir con ella sobre su trabajo. Sabía que su madre ponía pegas sobre todo porque temía por su hija, y no quería verla entre los que cometían aquellas horribles atrocidades. Elínborg le seguía la corriente todo lo posible, restando importancia a su papel en la persecución de infames criminales y adornando las cosas, más que nada para que su madre no se preocupara en exceso. A lo mejor había llegado demasiado lejos. En ocasiones, Elínborg tenía la sensación de que su madre se negaba a asimilar cuál era su trabajo.
—A veces ni sabes lo que estás haciendo en realidad —dijo.
—Claro —respondió su madre—. ¿Quieres una taza de chocolate?
—No, gracias, solo quería saber si estabais bien los dos. Tengo que irme a casa.
—Venga, cariño, no tardo nada en preparártela. Todos los que tienes en casa son ya mayores. Relájate un poco.
En un abrir y cerrar de ojos, su madre había sacado una cazuela, le había echado un poco de agua y una tableta de chocolate que no tardó en empezar a derretirse. Elínborg se sentó a la mesa de la cocina. El bolso de su madre estaba colgado de una silla, y su hija recordó cuánto le gustaba de niña el olor que desprendía el bolso. Le hacía bien volver a su antiguo hogar cuando el estrés resultaba ya excesivo y sentía la necesidad de abstraerse un rato del ajetreo cotidiano y reencontrar su antiguo lugar en la existencia.
—No está tan mal —dijo Elínborg—. A veces tienes ocasión de recorrer caminos más agradables, conocer hombres guapos, atajar la violencia y ayudar a las víctimas.
—Claro que sí —dijo su madre—. Pero no sé por qué tienes que seguir en ello. Nunca pensé que fueras a trabajar tantísimo tiempo en la policía.
—No —dijo Elínborg—. Ya lo sé. Por uno u otro motivo las cosas fueron así.
—Pero bueno, también comprendía yo lo de tu geología. O lo de Bergsveinn.
—Se llama Bergsteinn, mamá.
—No sé qué viste en él. Teddi es otro asunto, desde luego. Íntegro. Él no te engañará nunca. Y Valþór, ¿qué tal está?
—Muy bien, creo. No estamos hablando demasiado de unos días para acá.
—¿Es por lo de Birkir?
—No lo sé. Quizá sea solo que está en una edad difícil.
—Sí, claro, va camino de hacerse adulto. Volverá a tus brazos. Valþór es buen chico. Y listo.
Y Theodóra también, pensó Elínborg. Pero no dijo nada. Valþór había gozado siempre de las preferencias de su madre. A veces los otros dos se sentían marginados y Elínborg se lo había dicho así a su madre. «Qué tontería», respondió.
—¿Sabéis algo de Birkir? —preguntó.
—A veces, pero no mucho.
—¿No mantiene contacto con Teddi?
—No más que conmigo.
—Sé que Valþór todavía lo echa de menos. Dice que no habría tenido por qué irse.
—Birkir se quería ir —dijo Elínborg—. No sé por qué Valþór sigue dándole vueltas a lo mismo. Creo que todos han acabado por aceptarlo. Birkir tiene muy buena relación con nosotros aunque apenas tengamos noticias suyas directas. Está perfectamente. Valþór habla de vez en cuando con él, aunque no me cuenta nada. Valþór nunca me cuenta nada. Es Teddi quien me lo cuenta.
—Ya sé que Valþór puede ser un poco cabezota, pero...
—Birkir prefirió vivir con su padre —dijo Elínborg—. Yo no tuve ni voz ni voto en la decisión. Buscó a su padre, aunque él no se había preocupado nunca por él. En todos esos años no preguntó por él ni una sola vez. Ni una sola. De repente se convirtió en el hombre más importante en la vida de Birkir.
—Pero es su padre.
—¿Y nosotros? ¿Qué éramos nosotros, entonces? ¿Simples padres de acogida?
—A esas edades, los chicos quieren seguir su propio camino. Me acuerdo de lo loca que estabas tú por marcharte de casa.
—Sí, pero esto es distinto. Es como si nosotros no hubiéramos sido sus padres. Simple y llanamente, como si hubiera vivido en nuestra casa como un invitado cualquiera. Nunca nos separábamos de él. A ti te llamaba abuela, Teddi y yo éramos mamá y papá. Y resulta que un día todo se ha acabado. Me enfadé con él. Teddi también. No le poníamos ninguna pega a que conociera a su padre, es comprensible, faltaría más, pero nos resultaba intolerable que nos volviera la espalda por completo. Se lo dije. Él no me hizo ni caso. No sé qué fue lo que se torció.
—A lo mejor no se torció nada. Las cosas van por donde van.
—Quizá no hacemos lo suficiente. No les dedicamos suficiente tiempo. Un día se convierten en unos perfectos desconocidos porque no pasaste suficiente tiempo con ellos. Y no significas nada para ellos. Aprenden a apañárselas por su cuenta. Aprenden a no tener que apoyarse en nadie. Se largan y desaparecen. Y no vuelven a dirigirte la palabra nunca más.
—Y así ha de ser —dijo su madre—. Tienen que cuidarse solos. Tienen que apañárselas solos y sin depender de los demás. ¿Cómo crees que sería todo si siguieras viviendo aquí? Sería terrible. Bastante tengo con aguantar a tu padre en casa un día sí y otro también.
—¿Y por qué estoy siempre con remordimientos por no dedicarles suficiente tiempo?
—Creo que has cumplido con creces, cariño. No te preocupes por eso.
Se abrió la puerta del dormitorio y apareció su padre.
—¿Eres tú, corazón? —dijo, y se atusó el cabello enmarañado—. ¿Ya has cazado al asesino?
—Venga, deja eso —le urgió la madre—. Como si la chica se dedicara a perseguir asesinos.
Elínborg volvió al despacho desde casa de sus padres y estuvo trabajando hasta muy tarde. No volvió a casa hasta casi las once. Teddi había ido con los chicos a una hamburguesería y a comprar helados, de modo que estaban felices y contentos. Asomó en la habitación de Valþór para preguntarle qué tal estaba. El chico estaba viendo la televisión y navegando por internet al mismo tiempo, y parecía ocupadísimo. Aron estaba con él viendo la televisión, y apenas pudo dedicarle un breve saludo a su madre. Dijeron que Teddi estaba en una reunión.
Theodóra estaba ya metida en la cama. Elínborg asomó por su cuarto. Estaba encendida una lamparita que había en la mesilla de noche, al lado de la cama. Theodóra se había quedado dormida. El libro que leía se le había escapado de las manos y estaba en el suelo, abierto. Elínborg se acercó a la cama sin hacer ruido. Iba a apagar la lamparita. Theodóra era totalmente autosuficiente. A diferencia de los chicos, nunca hacía falta recordarle que ordenara su habitación. La ordenaba todos los días. Más, aún, incluso se hacía la cama por las mañanas antes de ir al colegio. Tenía bastantes libros, perfectamente colocados en una bonita librería, y su pequeña mesa de escritorio nunca estaba manga por hombro.
Elínborg cogió el libro del suelo. Era uno que le había pertenecido de niña y que luego le había regalado a su hija: una novela de aventuras para jóvenes, de un famoso escritor inglés. Traducida a un islandés esplendoroso que se había convertido, sin embargo, en una tortura para los jóvenes de hoy. La historia era un volumen de una extensa colección que a Theodóra le encantaba. Elínborg recordó que de niña los devoraba y que estaba siempre a la espera del nuevo libro de la serie. Sonrió al recordarlo y pasó las páginas, de papel grueso y ya amarillento. El lomo estaba roto, y la cubierta sucia de tanto tocarla manos infantiles. Vio el nombre que ella misma había escrito con torpes letras cursivas en la página de títulos: Elínborg, 3.º G. El libro tenía ilustraciones muy divertidas, dibujos de los sucesos más tremendos de la historia. Y Elínborg se detuvo en una de ellos.
Tuvo la sensación de que en aquella ilustración se escondía algo realmente importante.
Se quedó mirando el dibujo hasta que vio lo que le había hecho detenerse. Miró aquella ilustración un buen rato, pensativa.
Luego despertó a Theodóra.
—Perdona, corazoncito —dijo cuando Theodóra despertó—. Tu abuela te envía saludos. Solo quiero preguntarte una cosa.
—¿Qué? —dijo Theodóra—. ¿Por qué me despiertas?
—Ya se me ha olvidado. Hace mucho que leí este libro. Mira el hombre este del dibujo, este de aquí. ¿Quién es?
Theodóra entornó los ojos y miró la ilustración con mucho cuidado.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo.
—Es que quiero saberlo.
—¿Y para eso tenías que despertarme?
—Sí, perdona, enseguida te vuelves a dormir. ¿Quién es este hombre de la novela?
—¿Fuiste a casa de la abuela?
—Sí.
Theodóra volvió a mirar la ilustración:
—¿No te acuerdas de quién es?
—No —dijo su madre.
—Es Róbert —dijo Theodóra—. Es el más malo de los malos.
—¿Por qué tiene eso en la pierna? —preguntó Elínborg.
—Nació así —dijo Theodóra—. Lleva esas tablillas porque nació con la pierna torcida.
—Ah, sí —dijo Elínborg—. Tenía una tara de nacimiento.
—Sí.
—¿Me prestas este libro hasta mañana? Te lo devolveré mañana por la noche.
—¿Para qué?
—Tengo que enseñárselo a una mujer que se llama Petrína. Creo que ha visto a un hombre con la pierna igual que este, justo en su calle. Recuérdamelo, ¿qué hacía este hombre en la novela?
—Es de lo más terrorífico —dijo Theodóra con un bostezo—. Todos le tienen miedo. Róbert intenta matar a los chicos. Es el malo.