Elínborg no veía motivo alguno para acelerar las cosas. Dejó pasar la tarde y la noche antes de solicitar una nueva conversación con Konráð.
Este cogió el teléfono en persona y le dijo que sería bienvenida en su casa hacia el mediodía. Que no pensaba ir a ningún sitio. Quiso saber por qué consideraba Elínborg que fuera preciso hablar con él otra vez, pero ella no resolvió sus dudas, se limitó a decir que había olvidado hacerle un par de preguntas. Konráð parecía muy tranquilo al teléfono. Elínborg tuvo la sensación de que adivinaba el rumbo que estaban tomando las cosas.
Elínborg no le informó de que había establecido un servicio de vigilancia para evitar que salieran del país él mismo o cualquiera de sus familiares más directos. No pensaba que tal vigilancia fuera realmente necesaria, pero no quería dejar cabos sueltos. Elínborg se ocupó asimismo de que detuvieran a Eðvarð si intentaba salir del país.
Se pasó un buen rato despierta esa noche, a consecuencia de una conversación con su hijo Valþór. Elínborg entró en su cuarto y se sentó allí nada más llegar a casa. Teddi se había dormido, igual que Theodóra y que el hijo pequeño, Aron, pero Valþór estaba, como de costumbre, junto a su ordenador y con el televisor encendido. No respondió cuando Elínborg le dijo que tenía que hablar con él:
—¿Algo va mal, corazón? —preguntó.
—Qué va —respondió su hijo de forma un tanto abrupta.
Elínborg no estaba de demasiado buen humor después de un día tan largo. Sabía que Valþór era de muy buena pasta, y durante años los dos se habían llevado a las mil maravillas, pero la adolescencia había producido una horrible rebeldía y una violenta ansia de independencia que las más de las veces acababa dirigiéndose contra ella. Después de varios intentos de convencerlo de que apagara el televisor, acabó haciéndolo ella misma. Valþór interrumpió lo que estaba haciendo.
—Solo quiero hablar un poquitín contigo —dijo Elínborg—. ¿Cómo puedes estar navegando por internet y viendo la tele, todo a la vez?
—Pues porque sí —dijo Valþór—. ¿Qué tal va la investigación?
—Regular. Pero preferiría que no siguieras escribiendo sobre mí en tu blog. No quiero que te dediques a escribir sobre cosas privadas nuestras. Cosas privadas de la familia.
—Pues no lo leas —dijo Valþór.
—Lo lea yo o no lo lea, seguirá estando en internet. A Theodóra tampoco le gusta ni pizca. Ese blog tuyo es demasiado indiscreto, Valþór. Hablas de cosas que solo nos incumben a nosotros. ¿Por qué lo haces? ¿Para quién escribes esas cosas? ¿Y quiénes son esas chicas sobre las que escribes todo el tiempo? ¿Crees que les gustaría leer lo que escribes de ellas?
—Bah —dijo Valþór—. No lo entiendes. Todo el mundo lo hace. No importa para nada. A nadie le parece que tenga la menor importancia. Es divertido y ya. Nadie se lo toma en serio.
—Puedes escribir sobre otras cosas.
—Estaba pensando en irme a vivir a otro sitio —dijo Valþór, cambiando de tema.
—¿De irte a otro sitio?
—Kiddi y yo estamos pensando en alquilarnos algo. Ya se lo dije a papá.
—¿Y de qué piensas vivir?
—Pienso trabajar mientras sigo estudiando.
—¿Y eso no será perjudicial para tus estudios?
—Ya me encargaré yo de eso. Voy a ponerme a buscar trabajo. Birkir se fue de casa. Nada menos que a Suecia.
—Tú no eres Birkir —le recordó Elínborg.
—Justo.
—¿Qué significa eso de «justo»?
—Venga, déjalo. No te gustaría nada saberlo.
—¿El qué?
—Nada.
—Le dije a Birkir que si quería conocer a su padre, no le pondría la menor pega. Pero reconozco que me extrañó muchísimo cuando nos enteramos, de pronto, de que quería irse a vivir con su padre. ¡A Suecia! Yo creía que su familia éramos nosotros. Obviamente, él no estaba de acuerdo. Discutimos un poco. Pero no me eches la culpa a mí. Ni a tu padre. Birkir decidió seguir su propio camino.
—Lo echaste.
—Eso no es verdad.
—Es lo que él me dijo. Y ya ni siquiera se pone en contacto con nosotros. Apenas sé nada de él. No habla conmigo. ¿Te parece eso normal?
—Birkir estaba en una edad conflictiva. Exactamente igual que tú ahora. ¿Me estás diciendo que todo fue única y exclusivamente por mi culpa? Espero que, con los años, él haya cambiado de opinión.
—Me dijo que nunca se había sentido igual que mis hermanos y yo.
Elínborg se quedó atónita.
—¿Qué estás diciendo?
—Es lo que sentía Birkir.
—¿Que sentía qué?
—Que con él no eras como con nosotros. Siempre tuvo la sensación de estar de más en esta casa. Como si no fuera más que un invitado.
—¡¿Birkir dijo eso?! A mí no me lo dijo nunca.
—¿Y te crees que iba a decirte eso precisamente a ti? Me lo contó a mí cuando se fue de casa. Me prohibió que te lo contara.
—Eso no son más que imaginaciones. No tiene ningún derecho a decir algo así.
—Él puede decir lo que quiera.
—Valþór, sabes perfectamente que Birkir siempre fue uno más de la familia. Sé cuánto le costó sobreponerse a la pérdida de su madre, y que no le resultó fácil venirse a vivir aquí para vivir con su tío y conmigo, a quien no conocía de nada. Y después llegasteis tus hermanos y tú. Siempre comprendí perfectamente su situación y siempre, siempre, intenté que se encontrara lo mejor posible. Nunca hicimos distingos entre él y vosotros. Siempre fue uno de nuestros hijos. No puedes ni imaginarte cómo me duele saber que pudiera decir esas cosas.
—Ojalá no se hubiera marchado —dijo Valþór.
—Eso mismo pienso yo —dijo Elínborg.
Miró el despertador. Las 2.47. Reinició la cuenta atrás: 9.999, 9.998.
Realmente necesitaba poder dormir un poco.
Konráð la invitó a pasar al salón, igual que el día anterior. La dejó pasar; cojeaba. Parecía muy tranquilo y relajado. Elínborg había ido sola. No esperaba problemas. Se había demorado un poco en comisaría cuando llegaron los resultados de las pruebas de ADN correspondientes a los cabellos encontrados en el chal y en la cama de Runólfur.
—Creí haberte contado ayer todo lo que sabía —comenzó Konráð cuando los dos estuvieron sentados en el salón.
—No dejamos de recibir informes nuevos —dijo Elínborg—. Se me ocurrió que quizá podría hablarte del hombre...
—¿Puedo ofrecerte un café?
—No, gracias.
—¿Estás segura?
—Sí, lo único que quiero es hablarte del hombre al que asesinaron en Þingholt —dijo Elínborg. Konráð asintió. Puso la pierna enferma sobre un pequeño reposapiés y se preparó para escuchar lo que Elínborg tuviera que contarle.
Le explicó todo lo que sabía la policía. Runólfur había nacido hacía treinta años en una aldea de pescadores. Aún vivía su madre, que seguía residiendo en su casa del pueblo, pero el padre había fallecido en accidente unos cuantos años atrás. La aldea estaba dando las últimas boqueadas. La gente joven se marchaba, y también Runólfur se fue de la aldea a la primera oportunidad. No se llevaba bien con su madre, que al parecer era muy severa y sometía a su hijo a una estricta disciplina. Él apenas la visitaba las pocas veces en que se pasaba por allí. Se instaló en Reikiavik, siguió estudios de su agrado y en cuanto se graduó empezó a trabajar como técnico de telefonía. No formó familia, pues ni se casó ni tuvo hijos. Nada indicaba que hubiera mantenido relaciones estables con ninguna mujer; todas fueron muy breves. Alquilaba pisos amueblados y al parecer no permanecía mucho tiempo en el mismo sitio. Debido a su trabajo estaba constantemente en contacto con gente, tanto en casa de estas como en empresas, y en todas partes gozaba de buena fama, era trabajador y digno de confianza. Parecía aficionado a los superhéroes de revistas y películas de cómics, pero no se sabía nada de otros posibles intereses suyos.
Konráð escuchaba en silencio a Elínborg, que no hacía más que darle vueltas a la posibilidad de que aquella introducción pudiera darle al hombre alguna pista sobre sus intenciones. Habría podido preguntar: «¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo?». Pero no lo hizo. Guardaba silencio y escuchaba con cara de pocos amigos, y Elínborg siguió hablando de Runólfur.
—Creemos, y conocemos casos, en que el técnico telefónico volvía a ver en diversos locales nocturnos de la ciudad a algunas de las mujeres a quienes había conocido como empleado de la empresa telefónica. Parece que esas mujeres tenían en común ser jóvenes, estar solas y ser morenas. Quizá fuera la simple casualidad lo que daba lugar a su encuentro en locales de ocio, pero se dio un caso en el que la policía sabía que este sujeto consiguió averiguar cuál era el local de ocio preferido de una determinada mujer.
Le contó que Runólfur había conseguido hacerse con un medicamento usado por violadores, que se llama Rohypnol, y lo llevaba encima cuando lo asesinaron cortándole el cuello con un cuchillo extremadamente afilado. La policía tenía una hipótesis sobre la manera en que había fallecido. Se consideraba muy probable que Runólfur estuviera con una mujer morena y joven cuando murió. La joven se dejó allí un chal.
Los resultados del estudio de ADN se habían conocido esa misma mañana. Indicaban que el encontrado en el chal coincidía con el de los cabellos encontrados en la cama de Runólfur.
—He traído el chal —prosiguió Elínborg. Abrió su bolso, sacó el chal y lo extendió—. Es precioso y tenía un olor muy fuerte que ahora ya ha desaparecido prácticamente del todo. Olor a comida india. A tandoori.
Konráð no dijo ni una palabra.
—Estamos casi seguros de que había una mujer joven en casa de Runólfur cuando lo asesinaron. Creemos más que probable que lo conociera de la misma forma que a otras con quienes coincidió «por casualidad» en locales de ocio. Habría acudido a casa de ella para repararle la conexión telefónica, o el televisor, o la fibra óptica, o la conexión de red, o lo que sea que hacen los técnicos telefónicos. Es probable que volviera poco después con la excusa de haberse dejado cualquier cosa, como un destornillador o una linterna. Era un hombre de trato muy agradable, le caía bien a todo el mundo y le era fácil entablar conversación con personas totalmente desconocidas, como en el caso de esa mujer. Eran más o menos de la misma edad. Estuvieron charlando tranquilamente sobre temas de lo más variopinto. Él dirigía las conversaciones con el fin de obtener determinada información. Ella le habló del local al que solía acudir cuando salía por la noche. Runólfur descubrió también que la mujer no tenía relaciones estables con ningún hombre, que vivía sola y que estudiaba en la universidad. Por eso le resultó de lo más sencillo acercarse a ella cuando la vio en el local de ocio en cuestión. Para entonces, casi podía decirse que eran conocidos.
—No sé por qué me estás contando todo eso —dijo Konráð—. No consigo ver la relación que pueda tener eso conmigo.
—No —dijo Elínborg—. Lo comprendo perfectamente, pero quiero señalarte esos puntos. Tenemos algunas pistas menores sobre las que desearía hacerte unas preguntas. Runólfur hizo que la mujer lo acompañara a casa. Llevaba en el bolsillo la droga de las violaciones y es muy probable que le echara algo en la copa cuando estaban aún en el local de ocio. O es posible que no lo hiciera hasta que estuvieron en su casa.
Elínborg miró la foto de graduación de la hija de Konráð, que ya había tenido ocasión de ver el día anterior.
—No sabemos lo que sucedió en la casa de Runólfur —añadió—. Lo que sabemos es que lo mataron y que la joven que estaba con él se marchó del apartamento.
—Comprendo —dijo Konráð.
—¿Te suena algo de todo eso?
—Como te dije, no noté nada raro cuando pasé por allí. Lo siento.
—¿Qué edad tiene tu hija?
—Veintiocho.
—¿Vive sola?
—Tiene un apartamento alquilado cerca de la universidad. ¿Por qué me preguntas por ella?
—¿Le gusta la comida india?
—Le gustan muchas cosas —dijo Konráð.
—¿Te suena este chal? —preguntó Elínborg—. Puedes cogerlo si quieres.
—No hace falta —dijo Konráð—. No lo conozco. No lo había visto nunca.
—Conservaba un fuerte olor a tandoori. Lo reconocí al momento porque a mí también me interesa la cocina oriental. Tengo un horno tandur que utilizo bastante, y que me parece ya totalmente imprescindible. ¿Tu hija tiene también un tandur?
—Pues no lo sé.
—Sabemos que en otoño compraste un tandur. Puedo enseñarte el recibo, si quieres. ¿Lo compraste para ti?
—¿Es que me habéis tenido sometido a vigilancia? —preguntó Konráð.
—Tengo que saber lo que sucedió en casa de Runólfur cuando lo mataron —dijo Elínborg—. Si me lo puedes decir, eres el hombre que estaba buscando.
Konráð miró la foto de su hija.
—Esto no lo sabe casi nadie, pero Runólfur llevaba puesta una camiseta de manga corta cuando le cortaron el cuello —dijo Elínborg—. Creemos que pertenecía a una mujer. Yo creo que pertenecía a tu hija. Me dijiste que la llevasteis con vosotros a San Francisco la última vez que fuisteis allí. Creo que lo debió de comprar allí. La camiseta lleva el nombre de esa ciudad.
Konráð no apartaba la mirada de la foto.
—Te vieron en el barrio —continuó Elínborg—. Llevabas muchísima prisa y estabas hablando por el móvil. Creo que conseguiste acudir en su ayuda. De una u otra forma, tu hija pudo llamar por teléfono y guiarte hacia la casa y, cuando viste lo que había sucedido, cuando viste lo que estaba pasando, cuando viste a tu hija, perdiste el control, cogiste un cuchillo...
Konráð sacudió la cabeza.
—... que llevabas y atacaste a Runólfur.
Konráð clavó la mirada en Elínborg.
—¿Fue Runólfur dos veces a casa de tu hija en los últimos dos meses? —preguntó Elínborg.
Konráð no respondió.
—Tenemos un listado de las intervenciones profesionales de Runólfur en casa de tu hija. El listado contiene las visitas a domicilios y empresas, y en él puede comprobarse que fue dos veces, separadas por un breve intervalo, a casa de Nína Konráðsdóttir, que debe de ser tu hija.
—No sé exactamente quiénes van a casa de mi hija.
Elínborg notaba que ya no estaba tan seguro como antes al responder.
—¿Mencionó su nombre alguna vez?
Konráð miró la foto de la graduación y luego, durante un buen rato, a Elínborg.
—¿Qué estás intentando decir?
—Creo que tú mataste a Runólfur —respondió ella en voz baja.
Konráð se quedó en silencio, con la mirada fija en ella, como si estuviera meditando lo que tenía que decir, lo que podía decir para que Elínborg dejara de molestarle, para que el problema desapareciera de una vez por todas y nadie volviera a hacer más preguntas incómodas. Pero las palabras no acudían a sus labios. No sabía qué decir. Los segundos pasaban con un tictac y su semblante dejó traslucir enseguida la rendición y luego la desesperación, que estalló cuando dijo por fin, con un profundo suspiro:
—No... no puedo.
—Sé que tiene que ser di...
—No lo comprendes —la cortó—. No puedes entender este horror. Cómo nos está atormentando. Tienes que intentar entenderlo.
—No pretendía...
—No sabes cómo fue. No sabes lo que pasó. No te puedes ni imaginar...
—Dime tú lo que sucedió.
—Él la forzó. Eso fue lo que sucedió. ¡Él la violó! ¡Él violó a mi hija! —Konráð respiró hondo, al borde del llanto. Evitaba mirar a Elínborg a la cara. Estiró el brazo para coger la foto de su hija y la sostuvo entre las manos, contempló su rostro, su cabellera oscura, sus bellos ojos castaños y la alegría del rostro en un día soleado.
Luego exhaló un profundísimo suspiro.
—Ojalá hubiera sido yo quien lo mató.