Eðvarð pasó siete horas en la sala de interrogatorios mientras se llevaba a cabo un registro exhaustivo en su casa. Elínborg le preguntó repetidas veces por la época en que Runólfur vivía con él. Eðvarð no tardó en reconocer que Runólfur tuvo alquilada una habitación en su casa mientras buscaba piso. Era en la misma época en que desapareció Lilja. Eðvarð confirmó también que Runólfur trabajaba en el dique seco, que estaba a poca distancia a pie, pero afirmó desconocer si Lilja había ido a su casa y se había encontrado con Runólfur. Dijo que no tenía la menor idea de si Runólfur le había hecho algún daño a la joven. Él no le había hecho absolutamente nada.
—¿Llevaste a Lilja a Reikiavik?
—No.
—¿La dejaste en Kringlan?
—No, no hice nada de eso.
—¿De qué hablaste con Lilja camino de la ciudad?
—Yo no la llevé a ningún sitio.
—Ella estaba buscando un regalo para su abuelo, ¿te lo dijo?
Eðvarð no respondió.
—¿Alguna otra cosa? ¿Te dijo algo de ir a visitarte?
Eðvarð sacudió la cabeza.
—¿Te ofreciste a llevarla de vuelta a Akranes?
—No.
—¿Por qué te ofrecías a las chicas del instituto para traerlas a la ciudad? ¿Qué intenciones albergabas?
—Yo no hacía eso.
—Conocemos un caso.
—Es mentira. Esa persona os ha mentido.
—¿Te ofreciste a traer a Lilja por instigación de Runólfur?
—No. Yo no me ofrecí a traerla.
—¿Habló Runólfur alguna vez con Lilja, que tú pudieras oírlo?
—No —dijo Eðvarð—. Nunca.
—¿Le hablaste tú a él de Lilja?
—No.
—¿Asesinaste tú a Lilja en tu casa?
—No. Ella nunca estuvo aquí.
—¿Invitaste a Lilja a venir a tu casa cuando acabara las compras?
Eðvarð no respondió.
—¿Tenía ella algún motivo para venir a visitarte?
Eðvarð siguió en silencio.
—¿Conocía ella tu dirección en Reikiavik?
—Podría haberla encontrado en algún sitio. No lo sé.
—¿Asesinó Runólfur a Lilja en tu casa?
—No.
—¿El cuerpo de la chica acabó en el dique seco?
—¿En el dique seco?
—Él trabajaba allí.
—No sé de qué me estás hablando.
—¿Le ayudaste tú a deshacerse del cadáver?
—No.
—¿Sospechaste en algún momento que Lilja pudo haber caído en sus manos? ¿Eso te causó problemas más tarde?
Eðvarð vaciló.
—¿Sospechaste...?
—No sé lo que fue de Lilja. No tengo ni la más remota idea.
Así continuó Elínborg durante horas sin lograr sacarle nada a Eðvarð. No disponía de prueba alguna, no tenía nada que apoyase sus sospechas de que Lilja habría podido acabar en manos de Runólfur en la casa de Eðvarð, hacía seis años. No estaba nada claro que Eðvarð tuviese la menor idea al respecto, aunque las cosas hubieran sucedido como Elínborg sospechaba. También cabía la posibilidad de que estuviera mintiendo, pero resultaría difícil probarlo.
Era el día después de que Elínborg volviera de la aldea con Valdimar. A este lo habían trasladado a Reikiavik y puesto en prisión provisional. Pusieron en libertad a Konráð y Nína, quienes se encontraron con el resto de la familia en el despacho de Elínborg en Hverfisgata. El hijo mayor había vuelto a casa desde San Francisco y estaba también allí. No se los veía demasiado felices. Nína seguía consternada por haberse creído capaz de matar a alguien y, aunque quedó algo aliviada cuando se supo la verdad acerca de su inocencia y la de su padre, aún le costaría un tiempo olvidar su sufrimiento.
—Conozco una mujer con quien quizá te haría bien hablar —dijo Elínborg—. Se llama Unnur.
—¿Quién es?
—Ella comprenderá lo que has tenido que pasar. Estoy segura de que también le apetecerá conocerte.
Se dieron la mano.
—Avísame y hablaré con ella —dijo Elínborg.
Acompañó a Eðvarð al salir de comisaría y se metió en su coche; pero en vez de volver a casa, se dirigió a Þingholt, a la casa de Runólfur. Tenía llave. No tardarían en entregarle el apartamento al dueño, y en llegar nuevos inquilinos. En el camino pensó en Erlendur y en la llamada telefónica que había recibido esa mañana y que la había dejado algo preocupada.
—¿Eres Elínborg? —le dijo al teléfono una cansina voz de hombre.
—Sí.
—Me dijeron que hablara contigo por un coche de alquiler que está aquí aparcado al lado del cementerio.
—¿Dónde?
—Aquí, en Eskifjörður. El coche está aparcado al lado del cementerio y no hay nadie.
—¿Y...? ¿Qué tiene que ver eso conmigo? —preguntó Elínborg.
—Comprobé la matrícula y resultó tratarse de un coche de alquiler.
—Sí, eso ya lo has dicho. ¿Eres de la policía de Eskifjörður?
—Sí, perdona, ¿no te lo había dicho? El alquiler está a nombre de una persona que creo que trabaja contigo.
—¿Qué persona?
—El coche fue alquilado por Erlendur Sveinsson.
—¿Por Erlendur?
—Los de la empresa de alquiler dijeron que trabajaba con vosotros.
—Es cierto.
—¿Sabes algo de dónde quería ir por aquí, en esta zona?
—No —dijo Elínborg—. Se fue de vacaciones hace dos semanas y pensaba ir a los fiordos del este. Eso es todo lo que sé.
—No, claro, de eso se trata. El coche lleva cierto tiempo aquí, vacío, está delante de la puerta de las almas, así que había que quitarlo de allí. Lo hicimos, pero no hubo forma de contactar con ese hombre. Y no es que haya ningún problema, es solo que pensé que deberíamos hacer alguna averiguación de por qué lo dejó justo en el cementerio.
—Por desgracia, no puedo ayudarte.
—Bueno, tampoco importa demasiado. Muchas gracias.
—Adiós.
Elínborg encendió las luces de la cocina, el salón y el dormitorio, y estuvo pensando en la conversación con el de Eskifjörður sin acabar de entender qué era lo que pasaba. Nadie había tocado nada en la casa de Runólfur. Ahora sabía lo que había sucedido allí dentro: cómo habían arrastrado a Nína hasta allí, cómo había interrumpido Valdimar a Runólfur en su búsqueda de venganza, cómo había llegado Konráð al lugar del crimen y había encontrado a su hija sumida en la absoluta y total desesperación. No lograba descartar la idea de que Runólfur había recibido su merecido. No creía que el juicio divino sirviera de nada en asuntos como aquel.
Elínborg no tenía una idea muy clara de lo que estaba buscando y, aunque no esperaba encontrar nada, creía que valía la pena intentarlo. La brigada científica había registrado con gran exhaustividad todos los armarios de la casa, pero se podía buscar otro tipo de huellas.
Empezó en la cocina, abriendo los cajones y los armaritos y levantando ollas y sartenes y cubiertos. Buscó en la nevera y el congelador, buscó en los restos de un viejo helado de vainilla, buscó en el pequeño ropero que había al lado de la puerta, en el interior del cajetín de los fusibles, y dio golpes en el parqué en busca de huecos. Recorrió el salón centímetro a centímetro, puso el sillón patas arriba, levantó los cojines, sacó los libros. Examinó las figuritas de superhéroes y las agitó.
Entró en el dormitorio y levantó la colcha de la cama. Examinó cuidadosamente el interior de las mesillas de noche, una a cada lado de la cama. Abrió el armario y sacó las ropas, las registró y las puso encima de la cama. Colocó los zapatos en el suelo y se metió en el armario, dio golpes en la pared y el suelo. Pensaba en Runólfur y en la perversidad que corría por su conciencia como un río negro, profundo, frío e intransitable.
Se tomó todo el tiempo necesario y con la búsqueda fue arrinconando las sospechas, y no acabó hasta bien entrada la noche.
No encontró nada de lo que estaba buscando.
Nada que pudiera indicar qué fue de la chica de Akranes.