Mi muerte (y esto es algo que hoy, ya fuera del tiempo, yo, nombrado René Chaín en alguna época, cuento sin escatimar frustración) llegó inesperadamente una mañana de otoño de 1955 tras ser asesinado por el conductor de un Studebaker Starlight Coupe color verde agua en las puertas del Centro Universitario de Estudios Árabes, en la calle Las Moiras. Ahí fui, en los últimos diez años, subdirector de la mapoteca y organicé una y otra vez la distribución de los mapas de Oriente Medio, buscando la mayor eficiencia en el acceso al conocimiento de la tierra referida por esos mapas. Mi jefe, que siempre estuvo de mi lado y terminó comprendiendo mi afán renovador, solía decirme, antes de convencerse de la necesidad de una nueva catalogación, que el catálogo que hice estaba perfecto, que por qué quería modificarlo. Pero yo buscaba nuevas formas de organizar la información sin saber exactamente en qué consistía aquella eficiencia que buscaba en cada nuevo catálogo. Con el tiempo lo comprendí, pocas horas antes de morir, aunque no estuvo claro si hubiese sido posible realizar lo que pretendía. Hoy, muerto ya, eso no importa.
Había pasado una mala noche. Un sueño me tuvo a sobresaltos. No se trataba de una pesadilla, sino de la visualización de las soluciones a la imperfección de los catálogos anteriores. El catálogo vigente era el orgullo de la mapoteca. El director solía enseñárselo a cada alto funcionario de la universidad que visitaba las instalaciones del centro. Pero no todos eran capaces de percibir aquello que el director, sin restarme crédito alguno, por cierto, ostentaba a nombre de nuestra oficina. Es sólo un listado de mapas, dijo con displicencia alguien que no tenía un lazo estrecho con la noción de representación del mundo; alguien como el Director de Finanzas, por ejemplo, encargado de asignar el financiamiento a las distintas subinstituciones que conformaban la universidad. O incluso alguien que sí tenía plena conciencia de que la posibilidad de representar el mundo habita en los mapas, como el director del Departamento de Geografía de esta universidad, dijo, igual de displicente, que aquel listado (el catálogo) no era más que un intento por describir el almacenamiento de aquello que es lo realmente importante: el mapa. Pero el catálogo no sólo describía el almacenamiento de los mapas, sino que también condicionaba la forma de aquel almacenamiento, la que, no cabe duda, se sostenía en una lógica. El catálogo de los mapas es también un mapa, intentaba explicar nuestro director. Esa aclaración, sin embargo, le pareció igual de irrelevante al director del Departamento de Geografía.
El orgullo del director de la mapoteca del Centro Universitario de Estudios Árabes residía en el hecho de que nuestro catálogo ostentaba la condición de permitirnos ver, a quienes supiéramos leer los símbolos que lo componían, la forma de la mapoteca. Hoy, muerto ya, comprendo que, a sabiendas de que el mapa representa al mundo y que el catálogo representa a la mapoteca, nuestro listado tenía la pretensión no sólo de ser una exacta representación de las representaciones del mundo, sino que permitía figurar como imagen material toda la mapoteca. El catálogo era, entonces, el mapa, los mapas, la mapoteca, la representación de oriente, y no solo la representación de aquellas representaciones. Conseguíamos, de esta forma, deshacer la existencia de uno de los intermediarios entre mundo y conocimiento de éste. Pero había que ser un experto para concretar tal acción. He ahí parte de las imperfecciones de nuestro catálogo. Como consecuencia de aquello existía la posibilidad de que el catálogo pudiera ser mal leído por legos y por fanfarrones disfrazados de expertos, y la imagen de Oriente Medio que estos creyeran ver proyectada por el listado, sería errónea. A fin de cuentas, aquella imagen material de la mapoteca seguía siendo sólo una representación de ésta. Por tanto, la idea de haber deshecho a uno de los intermediarios en la relación entre mundo y su representación, no era más que ilusoria pues la imagen de un objeto, sólo imita a éste y no se convierte en éste. El catálogo funcionaba. Quien quisiera hallar uno u otro mapa, lo hallaría tras ser guiado por el catálogo. Pese a eso, el catálogo era imperfecto.
Lo que vi en sueños, la noche previa a mi muerte, fue la forma del catálogo perfecto. Los mapas, cartas y planos del mundo árabe aparecían incorporados al registro combinándose a partir de múltiples variables (área representada, escala de la representación, proyección geográfica que sostiene la transformación de información esférica en información plana, temáticas representadas y otras) de tal forma que la distribución que éstos tendrían en los muebles organizadores de la mapoteca no sería sólo representada por el catálogo, sino reproducida. El catálogo, en mis sueños, se presentaba no como un registro de la mapoteca que, imaginándola a través de signos, la condicionaba, sino como una segunda mapoteca fiel a la primera, a la real; o, por qué no, pensé en ese momento, se presentaban ambas mapotecas como una sola. Objeto y representación se habían vuelto idénticos. De esta forma, en sueños pude pasear por el catálogo como si lo hiciera (como en un simulacro) por el contenido de los muebles organizadores. Y luego, cuando el vértigo de aquel sueño me despertó, pensé que tal vez estuve ahí.
Soñé y desperté intercaladamente durante el resto de la noche, sin saber a ciencia cierta dónde estaba. Y mientras intentaba dilucidar tal asunto con palabras semejantes a las que aquí uso, la expresión “ciencia cierta” me pareció vertiginosa. Ni la ciencia, con sus fórmulas como representaciones de los fenómenos del mundo, podía ser tan completa como mi catálogo, mas yo me preguntaba si aquel catálogo era tan cierto como la ciencia pretendía, para llevarme a transitar no por la imagen de la mapoteca, sino por ella misma. He aquí una pregunta que a ratos me atemorizó.
Lo siguiente, sin embargo, en mi regreso intermitente al sueño, fue la visión del mundo. No comprendí del todo que la visión que a continuación tuve era el resultado de un mecanismo lógico que yo mismo había articulado. Si el catálogo había dejado de ser la representación de la mapoteca para convertirse en ésta, los mapas dispuestos a partir de una estructura precisa en los organizadores dejaron de ser una representación del mundo árabe y fueron ese mundo. Y como consecuencia, el catálogo, además de reproducir la mapoteca, reprodujo al mundo árabe. La fusión de catálogo, mapoteca y mundo, debo advertir, fue repentina e impactante, al punto de que en aquel momento se me presentó como confabuladora, igual que la ciencia y su intento por adjudicarse el conocimiento de la verdad. Cuando transité a través de planos, cartas y mapas (en ese orden, desde el suelo cercano en los planos hasta el suelo lejano en los mapas), con el sólo hecho de mirar el catálogo perfecto, efectivamente creí que iba en ascenso, que me alejaba de la tierra y que luego, como si hubiese sido impulsado por una catapulta, obligándome enseguida a caer, avanzaba hacia el impacto inminente, ahora desde el mapa hasta el plano. Alguien hoy podría decirme, negando que yo efectivamente haya ascendido y descendido en la geografía con tan solo mirar el catálogo, que si acaso la vida no se trataba de caer permanentemente hasta terminar de caer, que es lo mismo que morir, y que yo, en aquel sueño, confundí con la visión del mundo a través del catálogo aquello que, en realidad, un ser humano realiza en toda su vida, independiente del objeto que contemple.
Por la mañana, la mezcla de cansancio y entusiasmo me impedía ver con claridad. En el momento, sin embargo, creía poseer certezas y le adjudicaba la nubosidad del mundo al otoño. Hice un esfuerzo para llegar a mi puesto en el Centro Universitario de Estudios Árabes a la hora, y comenzar a trabajar en el nuevo catálogo, el que había visto en sueños la noche anterior. Al llegar, después de doblar en la calle Las Moiras desde Alejandría, me pregunté por qué hay un Studebaker Starlight Coupe color verde agua obstruyendo la reja de entrada al edificio del centro, por qué nadie lo ha sacado de ahí. Me acerqué indignado. Qué derecho tenía el conductor de ese vehículo de retrasar la aprehensión del conocimiento del mundo, pensé. Caminé en torno al vehículo, miré alrededor por la calle y las casas vecinas. Miré hacia el segundo piso del edificio del centro y vi a mi jefe por la ventana avanzar mientras leía, sin prestar atención a las señas que le hacía. Miré por sobre el auto verde claro y por sobre la reja del centro, buscando al portero, pero éste no estaba en su puesto. Debo conseguir entrar, dije en voz alta. Nadie, por supuesto, me escuchó.
Comencé a encaramarme en el vehículo. La falta de su conductor me daba luz verde para cometer tal imprudencia. Estaba apenas sobre el parachoques cuando un sujeto me agarró del cuello de la chaqueta y me tiró hacia atrás. Caí al suelo y junto al Studebaker vi parado a un sujeto que, aunque en español, con un acento extraño (su lengua materna era el inglés, sin duda), me acusaba de intentar robarle el auto. Quise explicarle que esa no era mi intención, pero su perorata acusatoria se superponía a mi voz. Intenté ponerme de pie, pero el sujeto me devolvió al suelo con un empujón. Lo intenté por segunda vez, pero el sujeto me devolvió al suelo para siempre una vez que, tras extraer un desatornillador con cacha de madera de la parte trasera de su pantalón, me atravesó el pecho con la punta metálica. A mí no se me permite vivir la vida que quise, y, en cambio, tengo que vivir la vida que otro quiere para mí, pensé mientras mi pecho se inundaba de rojo. Estaba tendido en el suelo con la vista hacia el cielo. Sin embargo, lo que veía era que caía y que el suelo con el que me iba a estrellar estaba muy cerca. Pensé en pedir ayuda, pensé en que no podía quedarme ahí porque debía comenzar a confeccionar el catálogo. Pensé nuevamente en pedir ayuda. Se había vuelto fundamental sobrevivir. Entretanto creí percibir cómo el auto color verde agua ponía en marcha su motor y se largaba. El catálogo, el catálogo, creí decir, pero sólo lo pensé. Las palabras ya no salían de mi boca y las imágenes ya casi no entraban a mis ojos. Todo se fue a negro.
Cuando me encontraron ya estaba muerto. No hubo viuda ni hijos a quien avisar. El catálogo perfecto sólo estuvo en mis sueños y no pude, finalmente, sacarlo de mi consciencia. Ahora, muerto, pienso en que tal vez ese catálogo perfecto no era más que un simulacro ilusorio de la representación del mundo, y, a su vez, un simulacro aún más falso del mismo mundo. Era un catálogo imposible sólo pensado en la embriaguez del sueño (que compleja palabra, sueño, que a veces alude a la realidad y, en otras, a la fantasía) y tan falso como la ciencia que se viste de cierta. Ilusorio o no, hoy, aquí, no hay forma de discutirlo y comprobarlo. Con mi muerte, el catálogo perfecto del mundo árabe se perdía para siempre. Imágenes falsas se impondrían. Oriente, Occidente y todo lo que hubiese entremedio sería imaginado según fuese conveniente para el conductor de un Studebaker.