No casualmente hoy, que me siento lleno de vida, a fines del invierno del año 2015, he decidido comenzar los apuntes que servirán para que pronto pueda componer una figuración de la realidad con forma de novela que pueda titular La máquina y la fórmula y que rompa con mi silencio en la escritura que ya se prolonga por casi cinco años. Para eso comienzo mis apuntes, aquí, explicando que mi futuro texto tiene como protagonista al sociólogo francés Adrián Petitpas, personaje que ya usé en un viejo cuento que escribí en 1999. En ese cuento, que titulé Textos encontrados entre páginas herejes, se reproduce el contenido de unos viejos manuscritos hallados al interior de un libro de Henri Bergson que formarían parte del famoso Gran Cuaderno de la Nación Occidental, pero la acción que incluye a Petitpas se despliega en una serie de notas al pie que comentan la mencionada reproducción de los manuscritos. Ahí Petitpas, un intelectual conservador, se enfrasca en una intensa discusión académica (que incluye la escritura de artículos en revistas especializadas e incluso libros) con el intelectual boliviano Leopoldo Cutipas, considerado más bien progresista. El asunto se resuelve finalmente, en 2004 (y qué curiosa mi necesidad permanente en la escritura que realicé en la década de 1990 de situar la acción de mis cuentos en el futuro) con Petitpas y Cutipas enfrentándose a combos en un congreso en San Petersburgo. Pero no es de Textos encontrados entre páginas herejes de lo que quiero hablar aquí, aunque debo encontrar la forma para que esta historia se conecte con esa otra.
En La máquina y la fórmula, cuento que bosquejo en estos párrafos, además de Petitpas, los personajes son el profesor de literatura y escritor sudamericano Cirilo Llewelyn y la ciudadana rusa y profesora de literatura Julia Llewelyn-Korbut. La acción parte situando a mi protagonista, Adrián Petitpas, en el Aeropuerto Internacional de Moscú-Domodédovo, una fría tarde del verano de 2005, tras viajar desde Marsella. Pude llevarlo directamente a su destino en el barrio Arbat viejo, más exactamente al subterráneo de la casa de Julia Llewellyn-Korbut, hija de Cirilo Llewellyn, a quien ésta casi no conoció, pero tengo una excusa para incluir el trayecto desde el aeropuerto: considero necesario para la tensión de mi futuro relato advertir que no sólo tras golpear a la puerta de la moscovita, Petitpas, un hombre de cincuenta y nueve años, ya cargaba con un miedo que años antes habría sido impensado en él. Tal miedo genera, hasta ese momento, y seguirá generando en el futuro (tanto en su vida privada como en las manifestaciones del pensamiento occidental de los sectores dominantes, del que él es representante), efectos radicales, pues sucede que este afamado sociólogo, hoy, en el tiempo de la ficción que aquí creo, ha decidido comenzar lentamente a darle la espalda a todo lo que construyó y defendió por años. El miedo a la destrucción total del universo, de todo lo conocido y deseado por él y por quienes pensaban como él, causada por las acciones ejecutadas por una extraña máquina que eventualmente existiría escondida desde hace más de un siglo en el subterráneo de una casa en Moscú, convertiría el frío de esta ciudad (aún en verano) en algo tan intenso como el frío de alguna ciudad ubicada más al norte que la capital rusa, una ciudad como San Petersburgo en pleno invierno, por ejemplo, o como Yakutsk, el lugar más frio del mundo. O, incluso, tan frío como el cosmos.
El tránsito entre Domodédovo y la casa de Julia Llewellyn-Korbut (y esta es una segunda excusa) es útil en la narración para presentar, como parte de los pensamientos de Petitpas expuestos a través de una analepsis en la narración, las razones que lo llevaron ese verano a Moscú. El asunto comienza un año antes en dependencias de la Universidad Mediterranée de Marsella, cuando Adrián Petitpas conoce, no sin disgusto, al profesor visitante Cirilo Llewellyn, proveniente de Sudamérica, que cierta noche al comienzo del semestre está siendo bienvenido por la comunidad académica en un ruidoso cóctel. Pienso que puede ser importante que Petitpas goce en este tiempo de la acción de cierto prestigio adicional al ya ganado por razones académicas. Estas nuevas razones para el honor podrían sostenerse en la impresionante pelea a combos que unos pocos meses antes tuvo con Leopoldo Cutipas, de la que ninguno de los dos salió victorioso (aunque ambos incrementaron su prestigio entre sus pares) pues, de tan aguerrido enfrentamiento, como si se tratara de Héctor y Ayantes enfrentándose en el Canto VII de la Ilíada, todos sugirieron (no por cordura, sino por cansancio) que la pelea debía terminar. Mi intención consiste en subrayar en la primera parte de La máquina y la fórmula la relación intertextual que esta novela mantiene con aquel pasaje de la Ilíada, pero aún más importante, la relación que establece con el cuento Textos encontrados entre páginas herejes, con el propósito de darle mayor nitidez al carácter aguerrido de Petitpas a la hora de defender su posición ideológica. Me interesa esa robustez en sus ideas porque luego, a partir de la instauración del conflicto, voy a propiciar la realización de las peripecias necesarias para hacerlo cambiar de opinión. Sólo en su solidez previa, considero, su cambio de pensamiento adquiere fuerza.
Pero tras estas digresiones debo retomar el asunto de la bienvenida que la comunidad de académicos de la Universidad Mediterranée le ofrece a Cirilo Llewellyn. Qué hace este sujeto aquí, se pregunta el francés toda la noche, mientras otros académicos de la Facultad de Ciencias Sociales y los de Ciencias Humanísticas fingen no reparar en las vulgaridades que el sudamericano practica bajo la apariencia, según Petitpas, de una falsa irreverencia dada por la constatación del sin sentido de la vida. Ahí están Antonin Cecereu, Beatriz Van Gaal y Adalberto Piedrafina (todos personajes de Textos encontrados entre páginas herejes), celebrando todo lo que el nuevo profesor hace. Petitpas afirma que la conducta de Cirilo Lewellyn es propia de la decadencia del llamado progresismo de comienzos de siglo, que no debería llamarse más que obscenidad. Lo que el francés no sabe es que el sudamericano ya está cansado de la irreverencia, y si esa noche se comporta tan torpe como alguna vez en el pasado lo hizo en Moscú o Bratislava (y en cualquier ciudad entre estas dos) es a causa del pánico frente a todos los posibles sentidos que pudieran pensarse a propósito de esa temporada que pasará en Marsella, en una universidad que por ningún motivo le habría abierto las puertas una o dos décadas antes.
Llewellyn, convertido ahora, entre los académicos de Europa Central, en la figura que fue en la parte Oriental de ese mismo continente durante la década del setenta del siglo veinte, rechaza todas las copas de vino que esa noche le ofrecen. Petitpas, sin embargo, creyéndolo ebrio (y por qué no, si se pasó, sabían todos, la década del ochenta completa en ese estado), se horroriza de cada palabra, de cada gesto y de cada silencio del profesor visitante. Pero su falta de lucidez en los modales apropiados para una situación como esa (aún con la algarabía que casi todos, esa noche, sentían en aquel recinto de la Universidad Mediterranée), no impide que, en cambio, esté lo suficientemente lúcido como para comprender qué es lo que el rostro de Petitpas proyecta.
A usted no le caigo bien, le dice Llewellyn a Petitpas, para romper el hielo, en un francés que más bien parece pronunciado por un ruso bien instruido que por un sujeto educado que hablara el español urbano del poniente de América del Sur. Petitpas se sorprende no tanto por las palabras del sudamericano (las que más tarde sí lo sorprenderían) sino por la desfachatez de enrostrarle algo que él consideraba privado y que esperaba mantener en ese plano. Aquí, debo destacar, Petitpas espera que Llewellyn busque con esa conversación sacar a colación su reciente pelea a combos con Cutipas, y más adelante sería pertinente indicar que el francés se sorprende de que el sudamericano nunca le mencione tal asunto. Pero luego de esta digresión debo mantener el foco en el diálogo. A usted no le caigo bien, dice Llewellyn. No sé a qué se refiere usted, responde el francés mirando fijamente a su inesperado interlocutor. A algunos les molesta que un borracho como yo pueda tener el beneplácito de una comunidad tan respetada como la de los académicos de esta universidad, por ejemplo, agrega el sudamericano cuando Petitpas ya no lo mira. El francés vuelve a mirarlo y con disgusto dice, no nos menosprecie ni mucho menos nos considere a todos como iguales. No lo hago, prosigue Llewellyn, pero déjeme decirle que a ratos no sé de qué se ríen estos señores, yo al menos no he dicho nada gracioso esta noche. Estos señores quieren congraciarse con usted, no se haga el que no lo sabe, advierte el sociólogo, usted está de moda y es útil para los dividendos de esta universidad que hace una o dos décadas no le habría abierto las puertas por ningún motivo a un progresista como usted. La palabra “progresista” la dice de una forma que parece semejante al asco. Sí, sé que estoy de moda y sé que soy útil para esta universidad, dice Llewellyn, por mi supuesta militancia progresista, aunque acá sólo finjan abrirse a esa perspectiva y finalmente Cecereu y usted mantengan intacto el más rígido conservadurismo. Sé ambas cosas, agrega el profesor de literatura, y sé que serán buenos argumentos para que Piedrafina y Van Gaal me soporten hasta que me echen de acá como otros hicieron en Bratislava en la segunda mitad de los setenta y como hicieron en mi propio país antes, el setenta y tres. Al parecer se siente orgulloso de aquello, prosigue el francés, pero no me queda claro qué lo honra más, ¿la expulsión política en su país o la expulsión por ser un borracho en Checoslovaquia? El sudamericano, entonces, se queda en silencio y sonríe levemente. Preguntas como esa las he escuchado tantas veces ya, alcanza a decir Llewellyn antes de ser interrumpido por Petitpas. ¿Quiere que sienta lástima por usted?, interrumpe éste. Por supuesto que no, responde el otro, sólo deseo mantener esta incómoda conversación con usted porque, en cualquier caso, es menos incómoda que los intentos de adulación formulados por Adalberto Piedrafina y el resto de los asistentes. Es extraño, prosigue Llewellyn, luego de esperar inútilmente que Petitpas mantenga el diálogo. Para algunos, dice, resultó muy atractivo que yo fuera un borracho. Petitpas parece indiferente, pero desde que Llewellyn da cuenta de su desprecio por el resto de los asistentes, ve cierta gracia en él. Mis novelas se leían, prosigue el profesor de literatura, y eran bien comentadas por eruditos como estos que me hacen gracia esta noche; mis artículos y ensayos impresionaban a alumnos y profesores, lectores especializados, comprenderá usted, gente seria. Prefiero que éste sea el momento en que Cirilo Llewellyn haga una pausa. Para mí, este es el momento indicado en que Petitpas debe volver a sentir desprecio por el profesor de literatura, pero necesito que éste aún diga algo más antes de que el francés intente dar una estocada. Solo luego de esto puede desplegarse la primera peripecia impulsada por el sudamericano.
Pero a mí eso ya no me interesaba, prosigue Llewellyn. Y si esto fuera una representación dramática, este sería el pie para que el actor a cargo de personificar al sociólogo supiera que sus próximas palabras debían inaugurar una variación en la dirección de la representación. Por supuesto, comienza diciendo el francés, como quien sabe que dará uno de esos golpes que provocarán una fractura. Por supuesto, repite y prosigue, tanto el intelectual como el artista que habitan en usted están cansados de que les repitan cuán inteligentes son, más aún porque sabe que los críticos no pueden burlarse de usted, en su rol de novelista, como lo hacen del resto de los novelistas que no están conscientes de lo que producen, porque usted es, además, un crítico; y sabe también que los novelistas no pueden objetarle a usted, en su función de crítico, la pedantería y sobreinterpretación que caracteriza a los otros críticos, porque usted es, además, un novelista. Petitpas se queda en silencio, pensando en que la insistente mirada que le regala Llewellyn es lo único que, derrotado, el sudamericano puede articular. El francés siente que ha vencido. El sudamericano espera, por favor, por favor, que el universo aún no estalle, para poder contarle al sociólogo que en cualquier momento el universo podría estallar.
Señor, dice Llewellyn, rompiendo el silencio e instalando una peripecia en la acción, el universo va a ser destruido, créame; frente a eso, qué me puede importar lo que piensen estos señores, los críticos, los novelistas o usted mismo. Adrián Petitpas, contrariado por las incómodas palabras de su interlocutor, quiere pensar en cuán absurdas se escuchan aquellas oraciones, sin embargo, siente más bien una repugnancia por lo verosímil que parece aquel relato. Pero esa destrucción es sólo apariencia (figuraciones), habría agregado yo si hubiese estado ahí, lo que podría ser un aporte para la planificación de este texto que espero escribir (en el que intento pensar la relación entre acontecimientos y relatos), mas no para la conversación de estos dos sujetos que, en cualquier caso, son personajes y no puedo estar cerca de ellos más que a través de la tinta impresa en estas hojas, aunque ellos nunca sabrán de mí. Hay una máquina, prosigue el novelista, en un subterráneo de Moscú, yo he visto la fórmula que la describe, los planos, y también la máquina que produciría eso que es descrito por la fórmula contenida en el plano.
En otra ocasión habría introducido en este bosquejo la planificación de detalles sobre la expresión en el rostro de Petitpas, para que luego en mi novela me pudiera detener en el contraste que esta conciencia verosímil de la posible destrucción del mundo forjaría con el ambiente festivo construido en aquella dependencia de la Universidad Mediterranée por tanto sujeto inteligente a medio embriagar. Sin embargo, esto que considero para mi relato no es más que lo que Petitpas ha podido recordar camino a casa de Julia Llewellyn-Korbut en Moscú y no se hace necesario ofrecer más información que la ya considerada. Ese es el criterio que debe definir en mi futura novela la formulación de la escena antes descrita en esta narración, en estos apuntes.
La fórmula parece explicarlo todo, agrega el sudamericano, hay una serie de pasos lógicos que desembocan en lo impensado. Se lo contaré lo mejor que pueda, prosigue el profesor de literatura mientras el sociólogo lo escucha absorto, no soy un matemático, pero sé sobre relatos, y una fórmula es precisamente eso. Todo comienza en A, anuncia el novelista (convertido temporalmente en el narrador de esta página, a quien, en lo que queda de este párrafo de estos apuntes, le cederé la palabra totalmente), y su activación a través de un procedimiento mecánico complejo denominado B debe producir invariablemente un fenómeno designado como C. No es, en lo absoluto, extraño que en esta fórmula, señor, inicialmente C sea presentado como opuesto a –C, a lo que es posible acceder sólo si a –A le aplicamos el proceso mecánico complejo –B. Con esto, C y –C no podrían suceder simultáneamente, pues eso nos haría incurrir en una ruptura del principio de no contradicción. Está claro, entonces, que si ocurre C es imposible que ocurra –C, y si ocurre lo que designa esta última nomenclatura, C no puede producirse. Lo curioso, lo realmente curioso es que esta fórmula incorpore un procedimiento en que se manifiesta una verdad que ha sido ocultada, que C y –C no son opuestos, pero cierta aparente lógica de funcionamiento del mundo los ha presentado como excluyentes, un engaño tal vez. Lo que la fórmula en los planos está explicando es que bajo determinadas circunstancias particulares C y –C son igualados y, sin desafiar las leyes de nuestro mundo, pueden ocurrir simultáneamente, lo que permite, además, que A y –A sean afectadas simultáneamente por los fenómenos B y –B que, pese a habernos parecido acciones excluyentes, ocurren mientras se activan los mismos engranajes de la máquina de la que le hablo. Esta posible igualación entre C y –C ha permanecido oculta en nuestro mundo. Tal ocultamiento ha instaurado la idea de que son acciones contradictorias. De esta forma, esta igualación que sólo puede realizar la máquina, porque las ideas esgrimidas han influenciado incluso el mundo físico, y cualquier otra igualación similar a ésta, no es más que anulación de ese intento de ocultamiento. ¿Entiende de qué estoy hablando? De la destrucción del universo, de la fórmula que describe cómo todo esto que está acá, y todo lo que nos pudiera importar estando acá, podría desaparecer a través de la revelación de que C y –C sí pueden suceder a la vez en un mundo diferente a éste, en un mundo de desengaños, pues para que una contradicción se disuelva, a través de una acción oculta en el funcionamiento de una máquina, el universo debe rechazarla disolviendo su propia lógica.
Y usted me dice que en un subterráneo en Moscú existe una máquina que es capaz de reproducir ese procedimiento en que C y –C, pese a ser o parecer contradictorios, son igualados, interrumpe Adrián Petitpas. Tal cual, responde Cirilo Llewellyn. ¿Puede, usted, simplificar esta explicación recurriendo a una analogía?, propone el europeo. Las letras, responde el sudamericano, son signos y ellas pueden constituir una analogía, pero se lo explicaré con una fábula, pues ésta parece disponer los signos de forma tal que establece la analogía con mayor naturalidad y fluidez que como lo hace una fórmula al desplegar sus respectivos signos.
Piense en las ironías, prosigue Llewellyn, y en cómo éstas, luego de hacernos reír, buscan producir un efecto; luego podrá comprender lo que le digo. Piense ahora en un gato y en una tostada con miel, indica el profesor de literatura. Piense, prosigue, en un universo ficticio donde existan leyes físicas documentadas por científicos de renombre que señalen, por un lado, que todo gato que cae debe aterrizar erguido en sus cuatro patas y, por otro, que toda tostada con miel que cae debe aterrizar por la cara donde está esparcida la miel, con lo que tendríamos que el gato sería equivalente a A, el acto de arrojarlos correspondería al mecanismo B y su caída erguido en sus cuatro patas constituiría C; y a su vez, la tostada con miel correspondería a –A, el acto constituido por su caída sería equivalente al mecanismo –B y su aterrizaje, con la miel hacia abajo, constituiría el elemento –C. Piense ahora, continúa el novelista, en la posibilidad de adherir la tostada al lomo del gato, con la cara donde está esparcida la miel mirando hacia arriba; ahora piense en qué puede suceder si decidimos arrojar al vacío el gato adherido a la tostada. Ambas leyes, se adelanta a responder el sociólogo, harán el esfuerzo por cumplirse. Exactamente, interrumpe el profesor invitado, y en la imposibilidad de que ambas leyes puedan realizarse, se haría necesario para una máquina semejante a la que le he descrito, la igualación de C y –C, es decir la anulación de A, de B, de C, de –A, de –B, de –C y de todo el universo que las presenta como excluyentes. Ambos intelectuales se quedan en silencio por unos segundos. Luego, Llewellyn dice: es interesante esta fábula pues precisamente manifiesta el absurdo de la formulación de una ley física a través de acciones que no constituyen ninguna ley válida, pero que para efectos de esta historia se presentan como supuestas leyes. Nadie podría demostrar que una tostada caerá siempre por el mismo lado, murmura Petitpas. Nadie podría demostrar que un gato cae siempre de pie, dice con énfasis Llewelyn.
Por primera vez, esa noche, Cirilo Llewellyn y Adrián Petitpas se sienten cómplices. Sé que fui yo, dice Petitpas luego de un silencio, el que le pidió que usara una fábula, pero precisamente si usted es un fabulador, ¿cómo puedo yo creer que usted está diciendo la verdad? A Llewellyn se le escapa una risotada. Petitpas se siente ridículo por primera vez en años. Usted, responde el sudamericano, está confundiendo a un fabulador con un mentiroso. Pero lo siguiente hizo sentir al francés aún más ridículo. Usted no tiene por qué saber esto, dice Llewellyn, por eso se lo voy a explicar. Un fabulador, prosigue, es el que cuenta sucesos que no han sucedido, o de otro modo, si seguimos a Aristóteles, hechos que podrían suceder, pero no en el sentido de una predicción, sino en tanto verosímiles o necesarios de suceder en un mundo dado, en un mundo ficticio. Para que eso ocurra, continúa el profesor visitante, se establece un acuerdo entre el autor y el lector que permite que, usando la voz de sujetos ficticios, entendamos esa comunicación entre seres inexistentes como real sólo en ese mundo y, además, necesaria para formar parte de una estrategia que produce, a su vez, un segundo proceso de comunicación entre autor y lector. Es en este nivel, fuera de la ficción, sigue explicando Llewellyn, en el que participan autor y lector, donde usted cree ver la mentira, pero ahí más bien, con la articulación que antes le expliqué, se da forma a un sentidos simbólico que, sin falsedad, produce alusiones a nuestro mundo. El mentiroso, en cambio, advierte el sudamericano, simplemente trata de engañar a quien lo escucha. De lo ya dicho podemos deducir, prosigue, que las fábulas pueden construir conocimiento sobre el mundo, a diferencia de la mentira. Con mi explicación, concluye el sudamericano, entendemos que no podemos igualar la ficción con la mentira.
Petitpas no es un tonto, a fin de cuentas tiene un doctorado en sociología del espíritu, y trata de balbucear algunas palabras, pero Llewellyn se le adelanta. Le conté un cuento, dice, en que un gato y una tostada actúan respetando una serie de leyes físicas que son aparentemente reales en el mundo creado al interior de ese cuento, pero que no son reales en este mundo, y si lo hice fue para que usted comprendiera de forma sencilla cómo podría operar una situación semejante, pero más compleja, en este mundo, me refiero a la situación que describe la fórmula desplegada en los planos de la máquina de la que le hablo. Piense, prosigue, en si acaso no es un relato semejante a los que encuentra en los cuentos aquel que usted usa, por ejemplo, para describir los procesos sociales desde su perspectiva idealista; piense en que si acaso no considera usted que la fórmula de la que le estoy hablando, que incluye elementos como A, –A, B, –B, C y –C, no es también una ficción, pues esos elementos, B y –B existen en la máquina no como letras, sino como engranajes que ni siquiera tiene la forma de la letra B. Y usted dice que esa máquina está en el subterráneo de una casa en Moscú, pregunta por fin Petitpas. Ahí, en la casa de la familia que tuve en la década de 1960, cuando viví en la Unión Soviética y donde dejé algunos libros que me pertenecían y otros que me encargaron guardar, responde Llewelyn. Mi mujer, agrega este último, Nastia Korbut, era bisnieta del hombre que creó esa máquina. ¿Bisnieta?, dice sorprendido el francés, ¿tan antigua es esa máquina? Fue creada, responde el sudamericano, algunas décadas antes del término de la era zarista. ¿Y los soviéticos supieron de su existencia?, sigue interrogando Petitpas. No tengo la certeza, responde Llewellyn, pero puedo deducir que nada supieron, sino la máquina no seguiría ahí. ¿Y cómo sabe usted que sigue ahí?, pregunta el profesor titular. Mi hija, Julia, aún vive ahí, responde el profesor visitante, y aunque apenas me habla, cada cierto tiempo responde mis cartas. En la última, agrega el sudamericano, me confirmó la permanencia de la máquina en el sótano de su casa.
En los siguientes meses la comunicación entre Cirilo Llewellyn y Adrián Petitpas se hizo cada vez más fluida y, aunque algunos afirmaron que no era posible decir que se convirtieron en amigos (el profesor titular era, a fin de cuentas, diez años más joven que el profesor visitante), fueron algo semejante a eso. Habría que considerar como parte del relato que en ese tiempo, conformada la empatía entre los dos personajes, Llewellyn encuentra la ocasión para hablar de su fracaso familiar y la indiferencia que su hija ha mantenido hacia él desde que es una persona que puede tomar decisiones. Por supuesto sabe que esas decisiones de Julia fueron inducidas por Nastia que, ante la niña, lo debe haber culpado de abandono. Pero Llewellyn debe confesarle a Petitpas que no fue decisión suya partir, que en 1967, cuando Julia era una guagua que aprendía sus primeras palabras, Nastia le informó con frialdad que ya no lo quería y que deseaba que tomara sus cosas y se fuera. Con estos relatos a Petitpas no le queda duda de que efectivamente el sudamericano quería a su familia y que intentó conservarla, y luego recuperarla. Pero tras insistentes negativas de Nastia, en 1968 decidió partir de Moscú con su pérdida a cuestas y regresar a su país natal en la costa pacífica de América del sur. Otros hechos ocurridos en Marsella pueden ser relevantes, quizás, para otras narraciones, no para esta.
Este es el momento en que la analepsis producida por el recuerdo que Adrián Petitpas repasa desde un taxi en Moscú y que trata sobre los hechos ocurridos en la Universidad Mediterranée, comienza a finalizar. Podría intercalar acá un nuevo recuerdo que describa cómo el sociólogo francés, tras conocer la historia relatada por Cirilo Llewellyn, se puso en contacto con la profesora de literatura rusa Julia Llewellyn-Korbut. Sin embargo, considero que en esta parte del relato sólo es necesario explicar que tras varios meses de correspondencia y llamadas telefónicas, la mujer acepta enseñarle la máquina al hombre. Un último dato relevante es que el francés tiene que hacer un gran esfuerzo para ganarse la confianza de la rusa. Y lo consigue. Lo que se produce entre Adrián Petitpas y Julia Llewellyn-Korbut sí podría ser denominado por cualquiera como una amistad. También debo plantear como posibilidad de que tal vez la palabra “amor” pueda colarse en reemplazo de “amistad”.
El taxi se detiene frente a la puerta de la casa de Julia Llewellyn-Korbut. Petitpas se siente seducido por el entorno de Arbat viejo, que le parece más bello que la imagen cliché de París que circula por el mundo. Pero Adrián Petitpas ya está, en cierto modo, seducido por Julia. Lo que le ocurre al bajarse del taxi es simplemente un adelanto de lo que siente apenas la ve en persona por primera vez. De ella conoce previamente sólo sus palabras escritas en una veintena de cartas y pronunciadas en una buena cantidad de horas al teléfono, y una que otra foto que el francés puede encontrar en solapas de libros y en fotografías de actividades académicas. Ella conoce de él un poco más, pues dado que el francés tiene veinte años más que Julia, y más experiencia y relevancia en el mundo académico, es más fácil rastrearlo.
Petitpas golpea a la puerta asustado por la máquina, pero también, como si fuera un adolescente que imagina sus problemas sentimentales tan gigantes como la eventual destrucción del universo, por el encuentro con la moscovita. Una vez que ella abre la puerta, lo invita a pasar y se quedan parados uno frente al otro. Adrián Petitpas, luego de dejar su maleta pequeña en el suelo, piensa en que Julia Llewellyn-Korbut parece tener menos de los treinta y nueve años que él sabe que tiene. No puede evitar suspirar. Entonces ella, que lo espera preparada desde una hora antes, también suspira. Sonríen nerviosos y luego se abrazan por pocos segundos. Sus manos, sin embargo, siguen estrechadas más tiempo. Luego se sueltan. Ella le invita un café. Él acepta. Él alaba el barrio. Ella le habla del lugar, complacida. Ella pregunta por Marsella. Él la describe superficialmente y luego se siente torpe por no contribuir a tentarla a viajar hasta allá. Él se bebe el café. Ella le ofrece más. Ella comprueba que casi no ha bebido el propio. Él no acepta el ofrecimiento de una segunda taza. Él piensa en Cirilo Llewellyn y siente como si estuviera, en esa casa, con una niña pequeña. Ella piensa en Cirilo Llewellyn y siente vergüenza de pretender ser coqueta con el colega de su padre en la Universidad Mediterranée. Ella no sabe qué decir. Él intenta decir algo, pero no le sale. Él recuerda la máquina y la menciona. Ella siente que el universo que se planificó y construyó en cartas, llamados telefónicos y momentos en que imaginó el eventual encuentro, se deshace y deja libre el espacio para que se despliegue un universo anterior, el cotidiano, el universo del que Julia Llewellyn-Korbut apenas sale, el universo de esclava de la máquina que puede destruirlo todo. Y como muchas veces, vuelve a preguntarse, por qué sigo cuidando esto, a qué le temo.
No es mi pretensión caer en descripciones empalagosas en este relato, pues no lo he pensado como uno de esos en que se busca apelar al sentimentalismo del lector para sentir empatía con éste a través de la necesidad de la concreción del deseo amoroso. Prefiero, también, evitar recurrir a la forma tradicional con que se esquiva el asunto del sentimentalismo. Esto es a través de la combinación de la situación empalagosa con alguna situación externa retorcida que atenúe la fortaleza sentimental de lo que ocurre en el interior. Ambos asuntos se han vuelto un lugar común. Y yo, simplemente necesito explicar que cierto tipo de afecto ha surgido entre ambos personajes, pero que a cada rato este es negado por ellos mismos. Eso es todo. Lo que sigue a este preámbulo incómodo es descender al subterráneo de la casa a ver la máquina.
Julia abre la puerta del subterráneo y luego de encender la luz, guía a Adrián en el descenso. Adrián, que antes menciona la máquina sólo para evitar caer en una situación incómoda relacionada con el sentimentalismo que trae a flor de piel, recuerda mientras desciende, el objetivo principal del viaje, y aunque en el avión imagina cómo será pasar la noche con Julia, mientras avanza por los peldaños hacia abajo siente que la fragilidad del universo se apersona ante sus ojos de un modo impertinente.
Una vez que los dos están parados en el centro de la habitación subterránea de la casa de la profesora de literatura, tanto ella como el sociólogo contemplan la máquina, tosca, inmensa como un baúl grande, saturada de piezas metálicas con formas tubulares y planas, con llaves y mecanismos interrelacionados que constituyen múltiples recorridos en diversas direcciones (como si su constructor hubiese tenido pánico al vacío, precisamente en la construcción del objeto que conjeturalmente produciría el mayor vacío de todos: ¿la nada?), incómoda en aquel subterráneo, incómoda en la casa que por más de un siglo ha pertenecido a los Korbut, incómoda en el barrio Arbat viejo, en Moscú, en el mundo, en el universo, en la bastedad de aquello que ella misma debe destruir.
Lo cierto es que la impresión, prefiero indicar, que Adrián Petitpas siente frente a la máquina se nutre más de una carga ideológica traída por éste desde antes, que de su apariencia tosca e incómoda. De hecho, me interesa concretar en la psique del francés la importancia que comienza a tener la construcción discursiva en torno a la máquina y su influencia en su conciencia individual. Lo destaco pues con los años el sociólogo logra comprender que a partir de ese cambio, comienza una transformación en él que tarda en completarse. Esta es, por tanto, una nueva epifanía en el relato.
Precisamente por la carga ideológica con la que Adrián llega a enfrentarse a la máquina, siente la necesidad de no acercarse demasiado. Por supuesto, no desea hacerla funcionar, aunque no habría sabido cómo. La dueña de la casa percibe su distancia y le advierte que el echarla a andar es un asunto complejo. Entonces él se acerca y toca la máquina con la punta de los dedos. Al llegar a este momento de la narración, estoy tentado de establecer una analogía entre la caricia delicada con la punta de los dedos que Adrián Petitpas le da a la máquina y el anhelo de realizar una caricia similar, esa noche, en el pecho de Julia. Pero me sostengo en la repercusión de aquella imagen en mi propia conciencia individual para afirmar aquí que una imagen como esa debe ser evitada, y que incluso debo excluir de la novela que escribiré la palabra “caricia” para referirme al modo en que el sociólogo toca la máquina. Prefiero, en cambio, concentrarme en la percepción que el francés tiene de la temperatura de aquel objeto que Julia le revela. El metal que compone la máquina es tan frío, piensa el visitante, como frío ha sido el siglo en que existió, es tan frío como el cosmos que podría destruir en un solo segundo tras su activación. Luego, sin embargo, se siente absurdo al hacer conjeturas sobre el tiempo que la máquina tardaría en destruir el universo tras ser activada, sin siquiera entender cómo funciona. Entonces solicita que le presenten los planos.
Julia despliega encima de la cubierta plana de la máquina los planos que contienen la descripción de su estructura y la de la fórmula que explica el procedimiento por el cual ésta puede destruirlo todo. La profesora de literatura explica la fórmula parcialmente y luego recurre a fábulas que analógicamente pueden producir en Petitpas el entendimiento de su accionar a partir de la ocurrencia de contradicciones. El sociólogo cree entender aquello que puede suceder.
La máquina, que se activa para realizar simultáneamente dos acciones contradictorias entre sí, no busca ocultar esa condición de contradicción, igualando ambas acciones, piensa Petitpas. Más bien busca develar, prosigue el francés, que hubo quienes ocultaron que aquellas acciones de nuestra realidad física sí eran posibles de realizar simultáneamente y que su realización conlleva la destrucción del universo (¿De qué universo? Muy probablemente del universo creado antojadizamente por manos como las del zar, de los amigos del zar fuera de Rusia, de alguien con algún apellido raro como Nixon o Bush o Guzmán), creando la fantasía de que aquello que lo destruía constituía un par de acciones irrealizables simultáneamente y, por tanto, contradictorias. La contradicción, insiste el sociólogo en su reflexión, no está en ambas acciones que destruyen el universo sino en formular el relato que esconda que aquellas acciones no son contradictorias. Así, el mundo físico, concluye Petitpas, se vuelve tan ideológico como el mundo social.
Durante el silencio de casi diez minutos que sigue a la explicación de la profesora de literatura, ambos contemplan una y otra vez la fórmula, intentando entender algo que está más allá de sus conocimientos en teoría social y literatura. Entonces él pregunta que si la fórmula describe eso que la máquina hace, entonces por qué el universo no estalla. Ella advierte que el universo estalla en la fórmula cada vez que alguien la lee, que de hecho determinada letra, que ella decide indicarle apuntándola con el dedo, es la destrucción. Él insiste en el asunto, y reformula la pregunta anterior. Entonces advierte que si esa letra es la destrucción, por qué el universo no estalla. Ella explica nuevamente que la destrucción que se presenta en la fórmula es propia de un universo representacional y que la destrucción sólo ocurre ahí como prueba manifiesta de que es factible que, fuera de la fórmula y los planos, esa destrucción también pueda ocurrir. La profesora de literatura, como científica de la representación, se pregunta internamente si es necesario tener que explicarle aquello a cualquier sociólogo o sólo a uno que es conservador y que, además, está ligado epistemológicamente al pensamiento idealista. Petitpas, por su parte, se siente un poco ridículo, como antes se siente en aquella ocasión en que por primera vez habla con Cirilo Llewellyn. Esta incomodidad que siente el profesor de la Mediterranée es la herramienta que tengo para que éste, en la secuencia del relato, tenga la necesidad de preguntar algo, cualquier cosa, y salir de esa situación incómoda. Entonces hace una pregunta importante para continuar con esta historia.
¿Sabes cómo funciona?, por fin pregunta el francés. La moscovita explica el proceso complejo por el cual, según la fórmula y los planos, ésta puede ponerse en funcionamiento. Ella aprovecha esta explicación para aclarar que no es posible echarla a andar por mero accidente y que, por tanto, el universo está a salvo de la participación de cualquier mano desprevenida. ¿Y de las manos intencionadas?, pregunta Petitpas. De esas nunca estará a salvo, responde ella y prosigue, pero para eso sería necesario leer y comprender la fórmula. ¿Y tú, qué razón tienes para no destruir el universo?, pregunta el francés, temeroso de ofender a la rusa. Ella, sin embargo, responde calmada que con gusto la usaría para destruir la nueva Rusia, la del siglo XXI, si no fuera porque en ese acto destruiría, además, todo el universo. La nueva Rusia tendrá sus propias contradicciones que la destruyan, balbucea Adrián, casi sin pensar demasiado lo que dice. Julia ríe. Adrián siente que esa risa es una suerte de aprobación. Julia se siente satisfecha de que aquel hombre, que le gustaba tanto, pese a ser un conservador reconocido, haga un chiste que es más esperable que saliera de la boca de un pensador progresista.
Esa risa de Julia los distrae de la máquina por un rato. Él entonces quiere hacer otros chistes, pero no le resultan. Son demasiado simples, pero con pretensiones muy complejas. Ella de todos modos se ríe. Él se acerca a ella y ella a él. Cirilo Llewellyn no ocupa ningún pensamiento ni en él ni en ella. Apoyados en la máquina, mientras el universo parece ya no importar, se vuelven a mirar a los ojos desde una distancia cortísima. Ella se muerde el labio inferior. Él, entonces, comienza a temblar, con movimientos cortos y persistentes. Lo importante en este pasaje es que el lector crea que están dadas las condiciones para que Julia y Adrián tengan una relación sexual sobre la cubierta plana de la máquina y que ésta sea delicada pero simultáneamente apasionada (la imagen predictiva de ellos restregándose apasionadamente sobre la máquina que podría destruir el universo es una tentación a la que hay que guiar al lector), para finalmente comprobar que aquello no sucede.
Cuando él no espera que ella hable, ella habla. ¿Sabes?, dice, los hombres siempre me dejan. Adrián se siente tentado de decirle que nunca la dejaría, pero no lo dice. Ella prosigue. Me dejan, explica Julia, por culpa de la máquina, por culpa de la inmensa responsabilidad de tener bajo sus pies la máquina que podría destruir el universo. Entonces hay otros que saben de su existencia, dice él. Un par de hombres, responde ella, pero no estoy segura de que me hayan creído. Frente al rostro de desconcierto del francés, la moscovita explica. Me pareció heroico, dice, presentarme ante ti como alguien que es abandonada por culpa de esta máquina, pero la verdad es que me creen loca. El silencio que deviene después de esas últimas palabras de Julia, es interrumpido por ella misma. Mi padre, de hecho, dice Julia, abandonó a mi madre por la misma razón. Qué ridículo, agrega ella, somos como una familia griega, con destinos trágicos que se heredan. Esta es una nueva epifanía. Adrián recuerda al padre de Julia y nuevamente comienza a imaginarla como una niña pequeña. Entonces toma distancia de la profesora de literatura. Tú también me vas a dejar, dice ella. Sí, responde él, creí que no, pero sólo vine a ver la máquina. Lo sé, prosigue ella, pero creí que además me venías a ver. Y eso es cierto, agrega él, pero no tiene sentido, tu padre es mi amigo. Ella ríe, pero esa risa ocupa el lugar de una lamentación que ha mutado en resignación. Al menos vas a pasar la noche acá, consulta ella. No, responde él, tajantemente. Luego la mira como si quisiera hacerle una pregunta. Ella, creyendo que adivina esa pregunta, le dice, no te preocupes, la máquina está segura conmigo.
Tanto Adrián Petitpas como Julia Llewellyn-Korbut saben que lo que realmente los mueve es el miedo frente a la destrucción de la única forma de evolución de la existencia que conocen. Se sienten mínimos, pero aliviados de saber que sólo ellos dos mantienen una pequeña confianza en la conservación de todas las cosas, por muy terribles que les parezcan a veces, por muy solos que tengan que enfrentarse a esas cosas terribles. Me voy a quedar en un hotel, agrega el francés, mañana volveré a Marsella. Le daré saludos a tu padre, agrega. No es necesario, concluye ella.
Se despiden de forma cordial y casi formal junto a la puerta de salida de la casa. Esta acción me permite instalar al personaje en la calle para que ahí, solo, realice la última reflexión antes de concluir. Entonces, una vez en la calle Adrián Petitpas reflexiona acerca de lo que no le dijo a Julia y concluye que no lo mueven las buenas intenciones, que no tiene por qué explicarle a Julia que su padre no la abandonó, que fue su madre la que lo echó y que construyó una contradicción ocultando aquel acontecimiento con el relato de un supuesto abandono realizado por él. Para qué explicarle, se dice, si Julia ya ha vivido tanto, y toda esa vida ha sido esclava de la máquina, como guardadora del universo. Para qué destruir ese universo suyo, el único que ella conoce y habita, si finalmente ni el ocultamiento por parte de su madre de la contradicción de su crianza ni la develación de aquella contradicción, la puede liberar de la muerte y de la posterior destrucción del universo, pues tras ella, alguien más se hará cargo, tarde o temprano, de la máquina, de la fórmula y de su ejecución. Adrián Petitpas, al irse de la casa de Julia confiando en que otros digan lo que él no se atreve a decir, siente que sigue siendo el mismo de siempre: un académico conservador viviendo en la comodidad de la Europa Central de comienzos del siglo XXI. Julia pronto es olvidada.
Gastón Inzunza
2 de septiembre 2015